Eran más o menos las 7 de la mañana. Recién había
llegado la gente de Rata Blanca al hotel y estaban
arribando Luis Alberto Spinetta y su pequeña troupe.
El Flaco se bajó del micro, saludó a un par de
solitarios fans en la puerta, entró –acompañado de
su hija menor–, conversó de buen humor con algunos
curiosos y se estrechó en un fortísimo abrazo con
Walter Giardino, minutos antes del desayuno. Catorce
horas más tarde, ante 6 mil personas en el
anfiteatro, Adrián Barilari metió la pata sin
querer: “No se vayan que ahora viene un grande: Luis
Alberto Spinetta, y otro, más grande, Charly García”.
Giardino le paró el carro y recordó aquella instantánea
de la mañana: “Me estreché en un abrazo con
Spinetta, y fue un momento muy emotivo para mí por
todo lo que él significa, es la primera vez que
compartimos un escenario y quiero dedicarle este
show”, dijo el guitarrista, dejando en claro quién
era el más grande para él.
La nota “afectiva” amerita trascender porque se
trató del único lazo de camaradería visible entre
los músicos que participaron de la primera edición
del Villa María Rock, en el que confluyeron los
mencionados más Divididos, encargados de abrir la
jornada. Descontando además el gesto de Ricardo Mollo
que instó a sus fans a quedarse, el festival se
pareció más a la presentación aislada de cada
artista que a una comunión musical. Charly no dijo
nada de Spinetta, Spinetta no dijo nada de Charly y
ambos parecieron cuidar sus propios mundos obviando el
del otro... dos mundos de los cuales brilló más el
Flaco. Y Vicentico, que estaba confirmado en la
grilla, a último momento desertó, aduciendo “estrés”.
En rigor, la porción spinetteana podría haber tenido
un gusto óptimo de no haber sido por un estado
semigripal que lo obligó a reducir el show. No
sonaron Oh Magnolia, La herida de París, Paraíso y
Las olas –como estaba previsto– y el recital se
hizo demasiado corto. Dos versiones muy trabajadas
pero desabridas de Despiértate nena y Ludmila
colaboraron con la sensación. Pero el resto fue
impecable. Spinetta presentó una vez más su nueva
banda (Nerina Nicotra en bajo, Christian Judurcha en
batería y Claudio Cardone en teclados) y cada uno
cumplió su rol como un relojito. Un respeto sepulcral
por parte de una audiencia a la espera de clásicos
operó como marco ideal para el disfrute introspectivo
de las canciones de Para los árboles. Para la tribuna
y sus demandas, el cuarteto se despachó con Seguir
viviendo sin tu amor (¡le prendieron una bengala al
Flaco!) y el cierre cuadrado pero conmovedor con Me
gusta ese tajo y miles de cordobesitas pateando rock.
Lo de Charly fue inversamente proporcional. Buena
parte del recital caracterizado por sus
excentricidades y desprolijidades (hace tiempo devino
en un experto en destruir sus propias canciones) y
momentáneos lapsos de lucidez, que lo conectan de a
ratos con sus mejores tiempos. Charly alternó teclas,
guitarras y frases en clave de showman: “Esta es la
polirritmia salvaje... piérdanse en el ritmo”,
introdujo antes de Nos siguen pegando abajo. “No se
dan cuenta de que son unos ridículos, terrícolas,
inventaron el rap y la cumbia... pero nosotros tenemos
el xilofón (?)”, tiró después de una versión de
entrecasa de Promesas sobre el bidet. Demoliendo
hoteles, Popotitos, Me tiré por vos, Eiti Leda e
Instituciones fueron puntillosamente destruidas por su
creador, que además ya no las puede cantar y sólo
brilló por partes.
No hay nada que se pueda agregar de Rata Blanca, más
allá del respeto que tienen –y demuestran– por la
gente y la profesionalidad con que se presentan cada
vez. Y Divididos ofreció un set histórico y
demoledor, que revalidó el prestigio de Mollo y
Arnedo, esta vez bajo el cielo cordobés y sin apelar
casi a la vía folklórica, pese al perfil de la región
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