Sobre el Motu Proprio y el
Subsistit in
Por el Padre Hervé Belmont
(6
de agosto de 2007)
¡Un poco de aire de «déjà
vu»!
El Vaticano ha publicado recientemente
tres documentos que tienen una relación estrecha con la
noche profunda que cubre a la Iglesia Católica, la Santa
Iglesia de Jesucristo, Su Esposa inmaculada, fuera de la
cual nadie puede salvarse.
El 7 de julio pasado, Benedicto XVI ha
publicado un motu proprio enumerando en doce
artículos los casos y las condiciones en que el rito
tradicional de la Santa Misa puede ser utilizado; este
motu proprio es acompañado de una carta a los
obispos. Poco tiempo antes, el 29 de junio, el mismo
Benedicto XVI había aprobado y confirmado un documento
procedente de la «Congregación para la doctrina de la
Fe», que apunta a demostrar que Vaticano II no ha
modificado la doctrina católica.
Si queremos reaccionar según la santa
voluntad de Dios, si entonces queremos tener sobre este
acontecimiento una mirada de prudencia sobrenatural, es
necesario primero examinar estos textos con la mirada de
la fe católica, ya que la prudencia cristiana está
fundada en la virtud teologal de la fe, que le asigna su
fin y constituye su criterio decisivo.
Desgraciadamente, esta
mirada de fe a menudo ha estado ausente en las
reacciones que se han manifestado aquí y allá. Los
temerarios Te Deum no han sino manifestado bien
claramente que se cede a la funesta costumbre de
considerar a la Iglesia como una sociedad humana de la
misma naturaleza que todas las demás, regida por las
mismas leyes y principios. Una especie de sociología de
la Iglesia oscurece la fe teologal.
Si estuviéramos en una
familia, una empresa o una sociedad política presa de la
anarquía o el desorden, no se podría más que aplaudir
la habilidad, no se podría más que alegrarse de que los
escritos de Benedicto XVI vayan «en el buen sentido» y
de que estén al máximo de lo posible, de que auguren una
continuación todavía más favorable, de que van a cambiar
las relaciones de fuerza, de que van a despertar el amor
de la tradición en el buen pueblo cristiano… Puede ser
(?).
Cuando se trata de la Iglesia de
Jesucristo, esto es imposible: si ella es también una
sociedad humana, la Iglesia es ante todo el Cuerpo
místico de Cristo, la sociedad de la verdad íntegra, la
oferente del Sacrificio perfecto, el fiel ministro de la
ley divina.
En su seno, el error no
puede hallar refugio, el simulacro no tiene derecho de
ciudadanía, todo lo que está inspirado por el espíritu
de herejía o de cisma debe ser rechazado sin apelación
posible. Obrar de otra manera es incompatible con su
misión, con su constitución, con su autoridad suprema
que es Jesucristo.
Por otra parte, ninguno de
los documentos mencionados es nuevo: un poco de memoria
nos ayudará al discernimiento y a la fidelidad.
En el año 2000 (el 6 de
agosto) la declaración Dominus Jesus trató ya de
ajustar a la fuerza Vaticano II al formato de la
doctrina tradicional sobre la Iglesia. ¿Acaso eso hizo
cesar el ecumenismo y el indiferentismo fomentado por
todas partes? ¿Acaso eso cerró la puerta de alguna
mezquita?
En 1984 (el 3 octubre) la carta
Quattuor abhinc annos liberó el uso del Misal
tradicional en condiciones análogas a las del reciente
motu proprio (dejando de lado que no se hablaba de las
misas privadas).
¿Acaso eso provocó una
conmoción, una vuelta a la tradición? Y sin embargo, en
la época, el entusiasmo era grande, la crisis iba a
terminar. Dom Gérard declaraba al periódico Présent
(25/26 de febrero de 1985):
«Es una gran alegría para nosotros el
comprobar que la Misa tradicional recupera finalmente su
derecho de ciudadanía en la Iglesia». Y el Padre Joseph
de Sainte-Marie (Présent del 7 de marzo de 1985): «Ante
todo me alegro mucho, porque es un primer paso. Es de
gran importancia saber que ella es el fruto de la
voluntad formal del Santo Padre, una voluntad que él ha
empleado varios años en realizarla».
Veintitrés años más tarde, nada ha
cambiado, todo se ha agravado.
Y he aquí que la historia recomienza; el mismo permiso
(es cierto que más amplio)
es acompañado
de las mismas condiciones: reconocimiento de la
legitimidad del
nuevo ordo
de Pablo VI y aceptación del Vaticano II.
Esta impresión de déjà vu deja un
profundo malestar y difunde el escepticismo.
Consideremos esto con la mirada de la Fe.
El motu proprio «Summorum
Pontificum» es una amplia autorización del rito
tradicional (salvo para el jueves, viernes y sábado
santos, que son dejados en suspenso en el artículo 2),
pero una autorización que es ante todo una afirmación (y
una afirmación a aceptar) de la prioridad, de la plena
legitimidad y de la plena fidelidad de la reforma
litúrgica salida del Vaticano II.
- Legitimidad, puesto que,
se nos dice, Pablo VI no ha hecho nada diferente de San
Gregorio, San Pío V o San Pío X (preámbulo).
- Fidelidad, puesto que la lex
credendi -la fe y la doctrina puestas en obra-
del nuevo ordo es la misma que es expresada en y por
el rito tradicional (artículo 1).
- Prioridad, puesto que el ordo de Pablo
VI es el rito ordinario -aquel que está en el orden-
mientras que el rito anterior no es más que la forma
extraordinaria, que es concedida al margen del orden
(artículo 1).
Y así todo el combate que fue emprendido
valerosamente desde hace cuarenta años, a menudo con
persecución, por los defensores de la misa tradicional,
queda en la nada: ellos rechazaron la revolución
litúrgica en nombre de la fe católica… ahora hay que
sostener que no hay ni había ni revolución ni desviación
en la fe.
¡Entendamos! La
desacralización masiva de la liturgia no debilita la fe;
la desnaturalización del Ofertorio no tiene nada que ver
con la fe; la modificación de las palabras de la
consagración con el objeto de hacer un «relato de la
institución», la supresión del inciso mysterium
fidei, la aceptación de todas las traducciones que
han transformado el pro multis en «por todos»,
esto no tiene incidencia en la fe; la definición
herética de la Misa que ha presidido la promulgación del
nuevo ordo, esto no es contrario a la fe. Puesto que
se lo dicen.
Porque, entonces, en
consecuencia, Juan Pablo II había equivalentemente
declarado la reforma litúrgica vuelta necesaria por un
cambio de doctrina.
Es justo esto lo que expresa en el fondo
en la Carta apostólica Sacrosanctum del 4 de
diciembre de 1988: «Ligada a la renovación bíblica,
al movimiento ecuménico, al impulso misionero, a los
estudios eclesiológicos, la reforma litúrgica debía
contribuir a la renovación global de la Iglesia». A
nueva doctrina de la Iglesia, a nueva concepción de la
naturaleza humana, nueva liturgia. Lógico.
Y se añade al pasaje
(artículo 1§2) que el rito anterior no fue nunca
abrogado. Quos vult perdere Jupiter dementat. Si
nunca fue abrogado, entonces la concesión del permiso no
tiene ningún sentido, sobre todo cuando se trata de un
permiso restringido, de un permiso condicionado a la
aceptación de principio de lo que lo destruye: ¡el
ordo adaptado al mundo que evoluciona!
Si nunca fue abrogado, ¿cómo habrá que
entender las palabras de Pablo VI?: «Es en nombre de
la Tradición misma que Nos pedimos a todos nuestros
hijos, y a todas las comunidades católicas, de celebrar
con dignidad y fervor los ritos de la liturgia renovada.
La adopción del nuevo Ordo Missæ no está en absoluto
dejada a la libre elección de sacerdotes o fieles. La
instrucción del 14 de junio de 1971 ha previsto la
celebración de la misa según el antiguo rito, con la
autorización del Ordinario, únicamente para los
sacerdotes ancianos o enfermos que ofrecen el divino
sacrificio sine populo. El nuevo Ordo ha sido promulgado
para sustituir al antiguo, después de madura
deliberación, y a continuación de las decisiones del
Concilio Vaticano II. No es de otra manera que nuestro
santo predecesor Pío V había vuelto obligatorio el misal
reformado bajo su autoridad, a continuación del Concilio
de Trento. Con la misma suprema autoridad que nos viene
de Cristo Jesús, Nos ordenamos la misma sumisión a todas
las demás reformas litúrgicas, disciplinarias,
pastorales, maduradas en estos últimos años en
aplicación de los decretos conciliares. Ninguna
iniciativa que mire a oponerse a ello puede arrogarse la
prerrogativa de prestar un servicio a la Iglesia; en
realidad, le causa un grave daño».
Sea lo que sea, por otra
parte, del embrollo jurídico, la intención de Pablo VI
es indudable: se la niega sin vergüenza.
Los puntos arriba señalados -legitimidad,
fidelidad, prioridad- no son el fruto de una elección
arbitraria, realizada aquí por necesidad de la cuestión:
se han tomado los mismos puntos presentados en la carta
a los obispos que acompaña el motu proprio. Esta
carta, sin duda alguna, está destinada a calmar a sus
destinatarios, diciéndoles que el objetivo del motu
proprio es la reconciliación: una unidad basada en
el Vaticano II y en el reconocimiento de la legitimidad
del nuevo rito.
Después de esto, se tiene
derecho a la preferencia por los ritos antiguos.
Sin embargo, hay un punto fundamental,
con consecuencias prácticas muy graves y omnipresentes,
que ni el motu proprio ni la carta abordan, y que
no obstante hay que tener bien en cuenta: la validez de
las consagraciones y de las ordenaciones realizadas
según el rito reformado por Pablo VI en junio de 1968.
La contaminación protestante que se deplora en la
reforma del ordo missæ se encuentra ya allí,
haciendo pesar las dudas (y más) sobre la validez de las
órdenes, y entonces sobre la de los actos sacramentales
que dependen de ella, como la Misa. ¿Será verdaderamente
«restablecida» esta Misa, si es celebrada por sacerdotes
que no son sacerdotes?
Puesto que el reconocimiento del valor
eclesial y magisterial del Vaticano II es una condición
necesaria -y lógica- del otorgamiento de los favores
concedidos por el motu proprio, es necesario
persuadir a los candidatos de la homogeneidad entre el
Vaticano II y la enseñanza del Magisterio anterior.
Demostrar esta compatibilidad, esta continuidad, es todo
el objeto del tercer documento publicado por el
Vaticano.
En cinco cuestiones, el documento examina
cuales pueden ser el sentido y el alcance de la
expresión «subsistit in», que ha sustituido al «est»
de la tradición católica desde San Pablo. Allí donde la
fe divina nos dice: la Iglesia de Cristo es la
Iglesia Católica, Vaticano II desliza: «la
Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica como
sociedad constituida y organizada…» (Lumen
gentium I, 8). Se ve que esta novedad de expresión
no excluye que la Iglesia de Cristo pueda subsistir en
otra parte bajo una forma menos organizada, o incluso
sin organización particular. Se ha pasado entonces de la
afirmación de una identidad a la de una inclusión, lo
que es un notable retroceso en la significación, lo que
tiene un real valor de negación en la fe.
Y bien, el documento del 29
de junio explica tranquilamente que la nueva formulación
es más profunda y más adecuada, y que tiene el objeto de
afirmar que las comunidades cismáticas son algo de la
Iglesia, que aquellas están no fuera de la Iglesia y
separadas de ella, sino solamente en comunión imperfecta
con la Iglesia.
¿Más profunda que San Pablo?
¿Más adecuada que Pío XII? ¡Nada los detiene en Roma! El
vicio de esta nueva concepción es que se transfiere a
las comunidades separadas (invenciones del diablo) lo
que el Espíritu Santo opera en el secreto de las almas,
obra para la cual la comunidad cismática, en cuanto tal,
es un execrable obstáculo.
Remito al artículo titulado Quelques
points de repère (Algunos puntos de orientación),
escrito en previsión de lo que sucede hoy. Volveremos a
hablar de esto. |