por
Jeff Jacoby, diario La Nación, 12-4-1999
ATENAS
(The Boston Globe). El año es 1821. Los griegos están luchando por su
independencia. En Atenas, sitian la Acrópolis, un reducto de los opresores
turcos. A medida que el cerco se estrecha, se agotan las municiones de los
turcos. Empiezan a desmantelar secciones del Partenón: extraen piezas de plomo
de 2.300 años de antigüedad y las derriten para hacer balas. Los combatientes
griegos, horrorizados ante a destrucción de su patrimonio, envían a los trcos
una remesa de balas. Mejor armar a nuestros enemigos, dicen, que dejar que el
antiguo templo sea dañado.
Es
un gesto extraordinario y sin paralelo de autosacrificio. Pero, por supuesto, el
Partenón es una obra maestra extraordinaria y sin paralelo en la cultura
occidental. Construido en el siglo V antes de Cristo como templo de Atenea, es
la cumbre de la arquitectura y escultura clásicas griegas, el mayor monumento
de la era de Pericles. No hay un edificio con mayor leyenda tras él en toda
Europa. Ningún griego podría ver que fuera objeto de vandalismos sin protestar
vehementemente.
Y
sin embargo, para 1821, la falacia de que el saqueo del Partenón pudiera no
importar a los griegos ya etsaba en circulación.
Cinco
años antes y a 3.300 kilómetros de distancia, un comité del Parlamento británico
acababa de sostener audiencias acerca de la enorme colección de esculturas y
bajorrelieves que Robert Bruce, conde de Elgin, había removido del Partenón y
enviado por barco a Inglaterra. Estos mármoles de Elgin, como fueron llamados,
eran ofrecidos en venta al Museo Británico, y habían surgido interrogantes de
cómo Elgin, ex embajador británico ante el Imperio Otomano, los había
adquirido.
SAQUEO
Y DESTRUCCION
“Cuando
los mármoles fueron sacados de su sede –preguntó un miembro del comité al
asistente de Elgin, Philip Hunt-, ¿hubo alguna oposición por parte de algún
sector de los nativos?”
“Ninguna”,
replicó Hunt, y durante ciento ochenta años esa mentira ha persistido. Según
esta versión, Elgin desempeñó un gran servicio: salvó a las esculturas de
los indiferentes griegos y primitivos turcos, que no las apreciaban y que de
ninguna forma les hubieran dado el cuidado que merecían.
Pero
ningún griego ni turco (o romano o cruzado, para el caso) trató nunca al
Partenón con la brutalidad que mostraron Elgin y sus subordinados. Cuenta el
escritor Edward Daniel Clarke, quien casualmente estaba en la Acrópolis un día
en septiembre de 1802, cuando los hombers de Elgin arrancaron una gran losa
esculpida de la cubierta exterior del templo: “Uno de los trabajadores llegó
a informar a Don Battista [Giovanni Battista Lusieri, el pintor al que Elgin había
encargado que supervisara el saqueo de las esculturas] que iban a bajar una de
las losas. Vimos esta excelente muestra de escultura elevada de su lugar entre
los triglifos. Pero una parte de la estructura adyacente se aflojó por la
maquinaria y de pronto se desplomaron masas de maravillosos mármoles del monte
Pentélico, y esparcieron sus fragmentos blancos con un ruido estruendoso entre
las ruinas”.
El
gobernador militar turco, prosigue Clarke, “observó la destrucción causada
al edificio, se quitó la pipa de la boca, dejó resbalar una lágrima, y en un
tono de voz suplicante, dijo a Lusieri: Telos
(“fin”).”
BARBARA
CODICIA
“Tengo,
mi señor -escribió Lusieri a Elgin- el placer de anunciarle la posiesión de
la octava metopa, en la cual se encuentra el centauro raptando a la mujer. Esta
pieza ha causado muchos problemas en diversos sentidos. Incluso me he visto
obligado a ser un poco bárbaro.”
Y
vaya que fue bárbaro. El ataque de Elgin contra el Partenón no fue impulsado
por su deseo de preservar el gran arte, sino por la codicia: originalmente, tenía
la intención de decorar con los mármoles sus propiedades en Escocia. Sus
hombres usaron sierras para cortar las metopas y esculturas del edifcio que habían
adornado durante veintitrés siglos.
Durante
cerca de doscientos años, el botín de Elgin ha estado encerrado en un museo de
Londres; durante casi todo ese tiempo, los británicos conscientes han lamentado
este robo. Lord Byron, apasionado filoheleno, lanzó sus peores ataques contra
Elgin en su poema Child Harold.
Byron
encontraba escandaloso que las esculturas del Partenón estuvieran encerradas
tan lejos del lugar en que fueron creadas. El pueblo británico, si no su
gobierno, gradualmente han adoptado también el punto de vista de Byron. En
abril de 1996, un programa de Canal 4 preguntó a los televidentes si los mármoles
del Partenón debían ser restituidos a Grecia. De 99.340 personas que tomaron
en la encuesta, un 92,5 por ciento votó a favor de la propuesta. El otoño
pasado, una encuesta indicó que los británicos en general apoyaban la devolución
de los mármoles por una proporción de más de dos a uno.
Es
hora de enderezar un viejo error y devolver estas obras a su lugar de
nacimiento. “Comprendan lo que los mármoles del Partenón significan para
nosotros -suplicó en 1986 Melina Mercuri, la renombrada actriz y ministro
griego de Cultura-. Son nuestro orgullo. Son nuestro más algo símbolo de
excelencia. Son un tributo a la filosofía democrática. Son la esencia de la
helenidad.”
(Nota:
este artículo fue publicado en La Nación,
12-4-99 y facilitado por el Dr. Alejandro Padilla, el recientemente extinto
Presidente de Cariátide, Asociación
Argentina de Cultura Helénica. Para mediados de septiembre de 2003, la
situación sigue siendo la misma: ante reclamos recientes del gobierno griego y
de millones de filohelenos en todo el
mundo, la misma actitud inconmovible que caracterizó al gobierno británico con
las Islas Malvinas argentinas, ahora reforzada por la reciente invasión a Irak,
en donde se dio otra destrucción irreparable de innumerables edificios y
esculturas babilónicas, patrimonio de la Humanidad. J.B.)