En su habitual estilo oscuro y afecto a circunloquios, Ratzinger
admitió que los efectos del Concilio fueron en gran escala la
confusión y la convulsión. Citó el comentario de San Basilio
a lo sucedido tras el Concilio de Nicea. Haciendo una analogía
con una batalla naval, el Santo dice: «El grito ronco de los
que por la discordia se alzan unos contra otros, las charlas
incomprensibles, el ruido confuso de los gritos ininterrumpidos
ha llenado ya casi toda la Iglesia, tergiversando, por exceso o
por defecto, la recta doctrina de la fe...».
Ratzinger luego brinda una explicación del desastre: que el
Concilio tiene dos interpretaciones,
de las cuales una es mala y otra buena.
La
«mala» interpretación del Vaticano II
La mala interpretación, dice él, sería una de discontinuidad
y ruptura. Acusa de ella a los medios de comunicación y a
ciertos teólogos modernos. Señala que los partidarios de esta
interpretación ven insuficiente lo que hizo el Vaticano II y
excesivo lo que retuvo del pasado. Y lo interpretan como una
nueva Constitución de la Iglesia que eliminó la antigua.
Ratzinger se distancia de esta interpretación, diciendo: «La
hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en
una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar».
Una tal ruptura es «el cuco» para los modernistas. Porque
saben que si el Vaticano II siquiera aparentara ser una ruptura
con lo precedente, fracasarán ruinosamente en todo lo que
llevan emprendido. Lo que es más, tendrían razón los
sedevacantistas, hoy relegados a los confines del sistema solar
teológico. Roncalli, Montini, Luciani, Wojtyla y Ratzinger se
irán a pique históricamente junto con los falsos papas del
Gran Cisma de Occidente y los demás charlatanes eclesiásticos
similares que cayeron en el absurdo haciéndose los papas reales
sin serlo.
Pero la historia es implacable en sus juicios, y pasada la
propaganda y la euforia de una determinada época, y su
pensamiento políticamente correcto, fácilmente se reajusta el
balance. Los modernistas están jugándose el todo por el todo
históricamente, sabedores de que serán completos en ganar o en
perder. Un estado o una nación puede pasar por cambios políticos
sin perder su identidad, pero una Iglesia dos veces milenaria
que se declara fundada por Jesucristo y dotada la misma
naturaleza y constitución que Él le dio, no puede pasar por
ningún cambio sustancial en sus doctrinas, disciplinas, ni
culto. Todos los que han ensayado tales cambios fueron enviados
al patíbulo teológico: Arrio, Eutiques, Nestorio, Lutero,
Cranmer, los modernistas.
Empeñado en salvar a esta raza del exterminio, Ratzinger ofrece
una solución que salve su Concilio, que para él equivale a su
criatura. Porque fue él quien, juntamente con los
archimodernistas Rahner y Küng, trabajó incansablemente en el
Concilio, diciendo a sus obispos modernistas
europeos qué pensar y hacer mientras
llenaba las mentes en blanco de los obispos ignorantes e indecisos
con teología modernista mediante un boletín diario. Aprovecharon la ocasión y ganaron. Küng dijo
que en el Concilio consiguieron mucho más de lo que hubieran
imaginado jamás.
La
«buena» interpretación del Vaticano II:
Venia para contradecir todo
el dogma católico
De manera que en su discurso Ratzinger brega por salvar el
Concilio. Requiere la interpretación correcta del mismo, que
sería la interpretación de la reforma.
Y habilidosamente propone un modo de emplazar toda la enseñanza
tradicional de la Iglesia en el canasto de residuos. Se la
conoce como historicismo. Sostiene que la Iglesia siempre
persiste en sus principios fundamentales, pero la aplicación
histórica de los mismos puede cambiar de época a época:
«Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad
en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera
reforma. En este proceso de novedad en la continuidad debíamos
aprender a captar más concretamente que antes que las
decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes —por
ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de
interpretación liberal de la Biblia— necesariamente debían
ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían
a una realidad determinada en sí misma mudable.»
Lo que esta palabrería significa es que las decisiones pasadas
de la Iglesia se basaron en circunstancias pasajeras. Según
cambian las circunstancias, así pueden cambiar las decisiones
de la Iglesia. Él cita la reacción muy negativa del Papa Pío
IX (1846-1878) al liberalismo como un caso típico. Dicha reacción
estuvo justificada —según Ratzinger— porque los principios
de la Revolución Francesa fueron demasiado radicales para dejar
cabida a la práctica de la religión.
Pero ahora entendemos mejor. Así como el mundo moderno ha
moderado su odio a la religión, así le hizo falta a la Iglesia
—según él— moderar su actitud ante el mundo moderno. «Era
necesario aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo
los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el
fondo y motivando la decisión desde dentro. En cambio, no
son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de
la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios.»
[énfasis añadido]
De un lance, Ratzinger relativiza cuanta decisión haya tomado
la Iglesia. No queda decisión doctrinaria ni condena de error
cuya validez sea permanente: cada una puede y debe cambiar al
ritmo de las circunstancias históricas. Esta afirmación, por sí
sola, da a los modernistas venia para alterar cualquier
declaración pasada de la Iglesia. Somete la enseñanza de la
Iglesia a una perpetua evolución.
Ratzinger usó este historicismo en la Declaración
Conjunta con los luteranos para echar por la borda las
decisiones del Concilio de Trento, relegando las condenas
solemnes a meras «advertencias saludables». Otro tanto se hizo
en el caso de las doctrinas de Antonio
Rosmini condenadas por León XIII. En su contexto histórico
—se dice— era correcto condenarlas. Pero ahora entendemos
mejor, y podemos levantar las condenas.
La
blasfemia de Ratzinger contra los mártires
Es así como el Vaticano II aprobó el 7 de diciembre de 1965 el
decreto sobre la libertad religiosa, el cual —dice
Ratzinger— «recogió de nuevo el patrimonio más profundo de
la Iglesia». ¿Qué es este «patrimonio más profundo»? Pues
esto: que los mártires morían por la libertad religiosa. «Los
mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios
que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así
murieron también por la libertad de conciencia y por la
libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún
Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la
gracia de Dios, en libertad de conciencia.»
A Ratzinger le gustaría que creyéramos que la libertad de
conciencia que exigían los mártires para adherir a la única
fe verdadera, la Católica Apostólica Romana y profesarla, es
la misma libertad de conciencia y profesión que el Vaticano II
reivindicó. Así, pues, él «salva» al Vaticano II adjuntándolo
a los primeros mártires. Suena maravilloso, ¿no?
Pamplinas. El Vaticano II no reivindica el derecho de libertad
religiosa para la Fe Católica solamente, sino para toda religión.
«Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene
derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que
todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por
parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier
potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa,
ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le
impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo
o asociado con otros, dentro de los límites debidos.»
«A las comunidades religiosas les compete igualmente el derecho
de que no se les impida por medios legales o por acción
administrativa de la autoridad civil la elección, formación,
nombramiento y traslado de sus propios ministros, la comunicación
con las autoridades y comunidades religiosas que tienen su sede
en otras partes del mundo, ni la erección de edificios
religiosos y la adquisición y uso de los bienes convenientes.»
¿De veras espera Ratzinger que creamos que San Pedro fue
martirizado por el derecho de los romanos a ofrecer pollos
muertos a Júpiter sin impedimento? ¿O que San Justino aceptó
la muerte en testimonio del derecho de los adeptos de Mitra a
sacrificar su toro sagrado?
Escuchemos a Pío XII: «lo que no responde a la verdad y a
la norma moral no tiene objetivamente derecho alguno, ni a la
existencia, ni a la propaganda ni a la acción».
Escuchemos al Papa Pío IX: «Y contra la doctrina de la
Sagrada Escritura y de los Santos Padres, [los seguidores del
naturalismo] no temen afirmar que “el mejor gobierno es aquél
en el cual no se reconoce al poder político la obligación de
reprimir con sanciones penales a los violadores de la religión
católica, a no ser cuando la tranquilidad pública lo exija”.»
Ratzinger y otros apologistas del Vaticano II procuran
justificar las doctrinas heréticas del Concilio atinentes a la
libertad religiosa intentando confundir el derecho a la libertad
religiosa de profesar la única fe verdadera con un
derecho a profesar absolutamente cualquier religión. Esto es
una mentira bellaca, y lo saben bien.
Escuchemos al Papa León XIII: «La libertad de culto
considerada en relación a la sociedad se basa en el concepto de
que el Estado, aún en una nación católica, no está
obligado a profesar ni favorecer ninguno; debe ser indiferente
con respecto a todos y tenerlos en cuanta como jurídicamente
iguales. No se trata, pues, de aquella tolerancia de hecho
que en circunstancias dadas puede concederse a los cultos
disidentes, pero sí de reconocer a éstos los mismos
derechos que compiten a la única verdadera religión que
Dios constituyó en el mundo y distinguió con caracteres y
signos bien claros y definidos para que todos pudiesen
reconocerla como tal y abrazarla. Y así, una libertad de este
tipo coloca en el mismo plano la verdad y el error, la fe y la
herejía, la Iglesia de Jesucristo y cualquier institución
humana: con ella se establece una deplorable y funesta separación
entre la sociedad humana y Dios que es su autor; se llega por
fin a la triste consecuencia que es el indiferentismo del Estado
en materia de religión, o, lo que es lo mismo, su ateísmo.»
Escuchemos a Pío VII: «Por el mismo hecho de establecerse la
libertad de todos los cultos sin distinción, se confunde la
verdad con el error, y se pone en el rango de las sectas heréticas
y hasta de la perfidia judaica a la Esposa santa e inmaculada de
Cristo, la Iglesia fuera de la cual no puede haber salvación.
[…] Es implícitamente la herejía desastrosa y por siempre
deplorable que San Agustín menciona en estos términos:
“Afirma que todos los herejes están en el buen camino y dicen
la verdad. Absurdidad tan monstruosa que no puedo creer que una
secta la profese realmente”.»
La blasfemia de Ratzinger salta a la vista. Según él, los
primeros mártires murieron por una doctrina que es «contra la
doctrina de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres» (Pío
IX), y que es «el ateísmo del Estado» (León XIII); murieron
por una «herejía desastrosa y por siempre deplorable» (Pío
VII). Menos blasfemo habría sido Ratzinger diciendo que
murieron por el derecho de fornicar, adulterar, o hasta abortar.
Ratzinger
no es para tomarlo en serio
¿Cómo puede esperar Ratzinger que lo tomemos en serio cuando
trata de barrer esta enseñanza de León XIII y otros Papas y
hasta todos los Papas previos como si hubiera sido una reacción
a una coyuntura histórica peculiar? ¿Acaso tales enseñanzas
no son principios morales generales presentados a nosotros de
manera calma y razonable por esos Pontífices Romanos? El
intento de Ratzinger de descartarlos mediante el historicismo
terminará en el fracaso.
Y digo terminará en el fracaso, puesto que millones
defenderán todo lo que salga de su boca antes que enfrentar el
espectro del sedevacantismo. Ratzinger podrá oficiar Misa
desnudo, pero ellos dirán que lleva espléndidos atuendos
tradicionales. Esta ceguera voluntaria no pasará la prueba del
tiempo, pese a todo.
Admisión
de que el Vaticano II contradice la enseñanza de la Iglesia
Ratzinger prosigue: «El Concilio Vaticano II, con la nueva
definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos
elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o
incluso corrigió algunas decisiones históricas» [énfasis
añadido]. Tenemos por fin una admisión de ellos mismos de que
el Vaticano II contradice la enseñanza pasada de la Iglesia. Él
trata de justificarlo del siguiente modo: «pero en esta
aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima
naturaleza y su verdadera identidad. La Iglesia, tanto antes
como después del Concilio, es la misma Iglesia una, santa, católica
y apostólica en camino a través de los tiempos». En otras
palabras, «pese a que la enseñanza constante de Pío VI, Pío
VII, Gregorio XVI, Pío IX, León XIII, San Pío X, Pío XI y Pío
XII ha sido arrojada a la basura por el Vaticano II, todavía
podemos considerarnos católicos.»
Ratzinger se regodea en este enfoque mediano del Vaticano II, y
es extenso en encarecerlo: «Así hoy podemos volver con
gratitud nuestra mirada al Concilio Vaticano II: si lo leemos y
acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y
llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación
siempre necesaria de la Iglesia.»
Los
frutos del Vaticano II
¿Volver con gratitud nuestra mirada? ¿De veras? Miremos a los
frutos del Vaticano II. Un cierto Padre C. J. Mc Closkey, en un
artículo titulado «The Church in the US»
(«La Iglesia en los Estados Unidos»), da estadísticas de los
últimos cuarenta años:
«Miremos primero a los números en EE. UU. En 1965, al final
del Concilio, había 58.000 sacerdotes. Ahora hay 41.000.[12]
En 2020, de mantenerse la actual tendencia (y no hay signo de
ningún resurgimiento de vocaciones), sólo habrá 31.000, de
los cuales la mitad tendrán más de 70 años. Por dar un
ejemplo, yo fui ordenado en 1981 a los 27 años de edad. Hoy, a
los 52, todavía puedo asistir a los encuentros de sacerdotes y
ser uno de los más jóvenes. En 1965 fueron ordenados 1575
nuevos sacerdotes. En 2005, el número fue de 454, menos del
tercio, y recordemos que en EE. UU. la población católica
aumentó de 45,6 millones en 1965 a los 64,8 millones de 2005,
un aumento de casi el 50%. El Venerable Juan Enrique Newman decía:
«El crecimiento es la única evidencia de vida». Según su
definición, la Iglesia en los Estados Unidos ha estado y sigue
estando en abrupto declive. He aquí que es muy claro que ha
habido un abrupto declive en el número de los seminaristas a lo
largo de este período de tiempo. Entre 1965 y 2005, el número
de seminaristas cayó de 50.000 (de los cuales unos 42.000
estaban en escuelas secundarias y universidades, y unos 8.000 ya
tenían un título terciario) a los aproximadamente 5.000 de
hoy: una caída del noventa por ciento.
«Los religiosos y las religiosas (que tomaban votos) han decaído
aún más precipitadamente en EE. UU. en este período de tiempo.
En 1965 había 22.707 sacerdotes; hoy hay 14.137, con un
porcentaje muy superior al de entonces que exceden los 65 años de
edad. Los hermanos religiosos pasaron de 12.271 a 5.451, y las
religiosas del llamativo número de 179.954 en 1865 a 68.634 en
2005.[13]
Aquí mencionaría que la erosión que se ve en estos números así
como la de sacerdotes diocesanos, no sólo se debe a muertes y a
escasez de vocaciones sacerdotales o religiosas, sino también a
una defección masiva, haya sido o no sancionada por la Iglesia.
Tampoco tenemos tiempo de analizar las múltiples causas que
causaron este declive en creencia y práctica; el dudar en
cuestiones de fe y moral que se esparció ampliamente en la
Iglesia post-conciliar después del Concilio, también llevó a
muchos sacerdotes y religiosos a desembarcar en una vida de
casados. Naturalmente esto también tiene un efecto deprimente
sobre el reclutamiento de respuesta a vocación por jóvenes de
ambos sexos que han visto este éxodo en pleno juego. Es muy claro
que el abandono, o los cambios radicales, por parte de muchas
congregaciones, de sus reglas históricas, su vida comunitaria, y
sus indumentarias también tuvo un efecto deletéreo tanto sobre
la perseverancia como sobre el reclutamiento en lo que hace a
vocaciones. Hay muchas más religiosas mayores de noventa que
menores de treinta años de edad en EE. UU. El número de monjas
católicas, 180.000 en 1965, cayó en un 60%. Su edad promedio es
ahora de 68 años. El número de monjas docentes ha caído en un
94% desde el cierre del Concilio. El número de muchachos
dedicados a estudiar para hacerse miembros de las dos principales
órdenes docentes —los jesuitas[14]
y los Hermanos Cristianos— ha caído en un 90% y en un 99%,
respectivamente. Hay poco signo de crecimiento en esta parte de la
Iglesia en EE. UU. Sin embargo, hay algunos signos de esperanza
con la llegada de nuevas congregaciones y el renacimiento de
otras.
«Ahora podemos examinar el estado de lo que era, de muchos modos,
el orgullo y la dicha de la Iglesia Católica previa al Vaticano
II en Estados Unidos: el sistema educativo que se extendía de
escuelas secundarias a centenares (sí, centenares) de colleges
y universidades católicas. Es exacto decir que nunca había
habido, al menos en apariencia, un sistema educativo tan extenso y
tan fundamentalmente sano en ningún lugar ni tiempo en la
historia de la Iglesia. De la educación elemental se hacía
cargo, básicamente, la parroquia, siguiendo el trabajo de pionero
de San Juan Neumann. También la parroquia dirigía muchas
escuelas secundarias, pero al mismo tiempo había muchas dirigidas
por los regimientos de religiosos y religiosas. Virtualmente todas
las escuelas secundarias eran de sexo único mientras algunas eran
co-institucionales, es decir, había muchachos y muchachas en el
mismo edificio pero bajo educación separada. Naturalmente, la
combinación de matrimonios estables, familias relativamente
grandes y catequesis enérgica no sólo producía vocaciones sino
también hombres y mujeres bien formados que vivían su fe de
manera coherente en su trabajo profesional, incluida la vida política
y matrimonial. Todo eso ahora virtualmente ha dejado de ser.
«Casi la mitad de las escuelas católicas que estaban abiertas
en 1965 han cerrado. Había 4,5 millones de estudiantes en
escuelas católicas a mediados de la década de 1960. Ahora hay
alrededor de la mitad de ese número. Lo que es aún más
preocupante es que los niños que siguen asistiendo a escuelas
católicas (primarias y secundarias) reciben enseñanza de católicos
laicos precariamente formados de «Generación X» que a menudo
tienen serias dificultades personales con aspectos de la vida
doctrinaria y moral católica. Sólo el 10% de los docentes
religiosos laicos aceptan la enseñanza de la Iglesia sobre la
anticoncepción, el 53% creía que una católica puede abortar y
seguir siendo buena católica, el 65% dijo que los católicos
tienen derecho a divorciarse y volverse a casar, y en una
encuesta del New York Times, el 70% de los católicos
entre 18 y 54 años de edad dijeron creer que la Sagrada
Eucaristía sólo es un «recordatorio simbólico» de Jesús.
Tales son los frutos del Vaticano II. Consecuentemente, los católicos
lo miramos con puro asco y maldecimos el día en que fue
concebido en el cerebro modernista de Juan XXIII. Desde entonces
nuestras vidas han sido desdichadas. La hazaña de Ratzinger y
su corte ha sido enclavar una ganzúa en un motor de Verdad que
funcionaba a las mil maravillas perfectamente lubricado y
susurrando armoniosamente; —ha sido destrozar un precioso y
cristalino vaso de decencia y rectitud; —ha sido profanar un cáliz
dorado de belleza sobrenatural con la podredumbre de sus herejías.
Han destruido nuestro mundo católico y nuestras vidas católicas.
Y pasados cuarenta años, mientras el mundo católico se cae a
pedazos alrededor de ellos, lo mejor que se les ocurre decir o
hacer es comentarnos que todo es maravilloso. Nos asquea
escuchar eso.
Nuestro Señor dijo: «Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se
cosechan uvas de los espinos, o higos de las zarzas? Así es que
todo árbol bueno produce buenos frutos, y todo árbol malo da
frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un
árbol malo darlos buenos. Todo árbol que no da buen fruto,
será cortado y echado al fuego. Por sus frutos, pues, los podréis
conocer.» (Mateo 7, 16-20)
Puntos
salientes del discurso de Ratzinger
-
Los
efectos del Concilio han sido en gran parte negativos. Por
cuanto sepamos, ésta es la primera admisión de una tal
cosa.
-
Las
decisiones pasadas de la Iglesia son «contingentes por
estar relacionadas a una realidad en sí misma mudable». Esto
da venia a los modernistas para descartar cualesquier dogmas
o condenas de errores emitidos por la Iglesia, puesto que
todos están ligados de alguna manera a circunstancias históricas.
-
El
Vaticano II «revisó e incluso corrigió algunas decisiones
históricas». Esto significa que las decisiones previas
al Vaticano II fueron erróneas. Esta es la primera
admisión de que el Vaticano II de hecho contradijo la enseñanza
tradicional de la Iglesia. Muy significativo.
-
Los
primeros mártires murieron por la enseñanza del Vaticano
II sobre libertad religiosa. Esta afirmación es una
blasfemia, y demasiado absurda para necesitar comentario.
[«Most
Holy Trinity Seminary Newsletter» («Boletín del
Seminario de la Santísima Trinidad), Enero de 2006] |