Magisterio de la Iglesia
San Francisco de Sales
CARTA
ABIERTA A LOS PROTESTANTES §6 — La verdadera Iglesia debe resplandecer por sus milagros. La Iglesia, pues, tiene leche y miel debajo de su lengua244, en su corazón, que es la santidad interior, que no podemos ver; está ricamente adornada con vestidos en oro recamado245, que es la santidad exterior, que puede verse. Empero, visto que las sectas y herejías adornan sus vestidos de la misma manera sobre un tejido falso, ella, además de eso, tiene perfumes y olores propios, y también ciertos signos y brillos de santidad que le son tan genuinos que ninguna otra asamblea puede gloriarse, de manera particular en nuestros tiempos: porque, en primer lugar, resplandece en milagros, que son perfumes y suaves olores, signos específicos de la presencia de Dios inmortal; tales los designa San Agustín246. Y, de hecho, cuando Nuestro Señor dejó este mundo, prometió que la Iglesia estaría acompañada de milagros: A los que creyeron, acompañarán estos milagros: en mi nombre lanzarán los demonios, hablarán nuevas lenguas, manosearán las serpientes; y si algún veneno bebieren, no les hará daño; pondrán las manos sobre los enfermos, y quedarán éstos curados247. Analicemos de cerca estas palabras: 1) No dice que sólo los Apóstoles harían estos milagros, sino los que creyeron; 2) No dice que todos los creyentes en particular harán milagros, sino que los que creyeron serán acompañados por esas señales; 3) Él no dice que eso fue solamente por diez años o veinte, sino que esos milagros acompañarán a los creyentes. Nuestro Señor habla sólo de los Apóstoles, pero no sólo para los Apóstoles; habla del cuerpo de creyentes en general, o sea, habla de la Iglesia; él habla absolutamente, sin distinción de tiempos. Demos, pues, a estas palabras la extensión que Nuestro Señor quiso darles. Los creyentes están en la Iglesia, los creyentes son acompañados por milagros; luego, en la Iglesia tienen que darse milagros en todos los tiempos. Veamos ahora por qué razón el poder de los milagros fue legado a la Iglesia: sin duda, fue para confirmar la predicación evangélica; San Marcos lo atesta, y San Pablo248, que afirma que Dios dio testimonio de la fe que anunciaba por milagros. Dios puso estos instrumentos en las manos de Moisés para que se le creyera249, de donde Nuestro Señor dice que, si él no hubiese hecho milagros, los judíos no estarían obligados a creerle250. Ahora bien, ¿no debe la Iglesia combatir siempre la infidelidad? ¿Por qué entonces queréis retirarle este buen bastón que Dios puso en sus manos? Sé bien que ella no tiene de él tanta necesidad como al principio; desde que este santo árbol de la fe crió buenas raíces, no se debe regar con tanta frecuencia, pero también es filosofar bastante mal quitarle totalmente el efecto cuando permanecen en buena parte la necesidad y la causa. Por otro lado, mostradme alguna época en la cual la Iglesia visible haya estado sin milagros, desde que comenzó hasta hoy. En los tiempos de los Apóstoles hiciéronse infinitos milagros, bien lo sabéis; después, ¿quién no conoce el milagro relatado por Marco Aurelio Antonino, hecho por las oraciones de la legión de soldados cristianos que estaban en su ejército, que por eso recibió el sobrenombre de «Fulminante»? ¿Quién no conoce los milagros de San Gregorio Taumaturgo, San Martín, San Antonio, San Nicolás, San Hilario, y las maravillas que ocurrieron en tiempos de Teodosio y Constantino? Todo esto está relatado por autores irreprensibles: Eusebio, Rufino, San Jerónimo, Basilio, Sulpicio, Atanasio. ¿Quién no sabe lo que ocurrió con la Invención de la Santa Cruz, en tiempos de Juliano el Apóstata? En tiempos de San Juan Crisóstomo, Ambrosio, Agustín, viéronse muchos milagros que ellos mismos nos relatan. ¿Por qué queréis entonces que, siendo la Iglesia la misma, deje ahora de hacer milagros? ¿Qué razones habría para eso? En efecto, aquello que siempre hemos visto, en todas las épocas, acompañar a la Iglesia, no podemos designarlo sino por el nombre de Propiedad de la Iglesia; la verdadera Iglesia hace resplandecer su santidad en los milagros. Porque, si Dios se tornó tan admirable en su propiciatorio, en su Sinaí, y en su la zarza ardiente, porque allí quiso hablar a los hombres, ¿por qué no haría milagrosa su Iglesia, en la cual quiere permanecer para siempre? §7 — La Iglesia Católica está acompañada de milagros, y la pretendida no. Desearía ahora que os mostraseis razonables, sin trapisondas ni pertinacia. Informaciones recogidas debida y auténticamente relatan que, en los comienzos de este siglo, San Francisco de Paula floreció en indudables milagros, como el de la resurrección de los muertos; otro tanto se refiere de San Diego de Alcalá. No se trata de rumores inciertos, sino de pruebas ciertas e informaciones verídicas. ¿Acaso negaríais la aparición de la cruz hecha al valiente y católico capitán Albuquerque y a toda su gente en la isla de Cormorán, que tantos historiadores relatan251 y en la cual tanta gente tomó parte? El devoto Gaspar Barzia curaba enfermos en la India únicamente rezando a Dios por ellos en la Misa, y tan repentinamente, que sólo podía hacerlo la mano de Dios. San Francisco Javier curó paralíticos, sordos, mudos, ciegos; resucitó un muerto, y su cuerpo, a pesar de haber sido enterrado con cal, no se corrompió, como atestan los que lo vieron entero quince meses después de su muerte252; estos dos últimos murieron solamente hace cuarenta y cinco años. En Meliapor se encontró una cruz, grabada en piedra, que se cree haber sido enterrada por los cristianos del tiempo de Santo Tomás; cosa admirable, y no menos verdadera, es que casi todos los años, cerca de la fiesta de este glorioso Apóstol, esta cruz suda sangre abundantemente, o un líquido parecido a la sangre, y muda de color, haciéndose blanca pálida, después negra, y a veces de un azul resplandeciente y muy agradable, retomando finalmente su color natural. Esto lo ve todo el pueblo, y el obispo de Cochín envió una atestación pública, con la imagen de la cruz, al santo Concilio de Trento253. De esta manera se producen milagros en la India, donde la fe no está afirmada del todo aún; debido a la brevedad que aquí se impone, dejo de mencionar un sin fin de casos semejantes. El buen padre Luis de Granada, en su Introducción al Símbolo, refiere varios casos recientes e innegables. Entre varios otros, relata la cura que los reyes católicos de Francia hicieron en nuestros días de la escrófula, enfermedad incurable, no diciendo más que estas palabras: «Dios te cura, el Rey te toca», ni empleando otra disposición sino la de confesarse y comulgar en ese día. He leído la historia de la cura milagrosa de Jacques, hijo de Claude André, de Belmont, en la aldea de Baulne, en la Borgoña: había quedado durante ocho años mudo e impotente; después de haber hecho sus devociones en la iglesia de San Claudio en el día de su fiesta, el 8 de junio de 1588, se vio curado y sano de inmediato. ¿No llamáis a esto un milagro? Hablo de cosas próximas: he leído el acta publicada, he hablado con el notario Vion, que la redactó y firmó debidamente; no faltaron testigos, pues había gente a miles. ¿Pero por qué me entretengo en mostraros solamente los milagros del nuestro siglo? ¿San Malaquías, San Bernardo y San Francisco no eran de nuestra Iglesia? No podréis negarlo; quienes escribieron sus vidas fueron doctos y santos, ya que San Bernardo escribió la de San Malaquías, y San Buenaventura la de San Francisco, y a ninguno de ambos faltó suficiencia ni conciencia, y, aún así, relatan muchos y grandes milagros; pero, sobre todo, las maravillas que ocurren ahora a nuestra puerta, a la vista de nuestros príncipes y de toda la Saboya, cerca de Mondoví, deberían cerrar las puertas a todas las pertinacias. ¿Qué decís de todo esto? ¿Que estos son los milagros que haría el Anticristo? San Pablo afirma que serán falsos254. El mayor que San Juan refiera255 será hacer caer fuego del cielo. Satanás puede hacer tales milagros, y los hizo, sin duda, pero Dios dará pronto remedio a su Iglesia, porque a estos milagros, los siervos de Dios Elías y Enoc, como relatan el Apocalipsis256 y los intérpretes, opondrán otros milagros de mayor poder, porque no solamente se servirán del fuego para castigar milagrosamente a sus enemigos, sino también tendrán el poder de cerrar el cielo a fin de que no llueva ni una gota, mudar y convertir las aguas en sangre, y enviar a la tierra el castigo que mejor les parezca; tres días y medio después de su muerte, resucitarán y subirán al cielo, y la tierra temblará con su ascensión. Entonces, por la oposición de los verdaderos milagros, las ilusiones del Anticristo serán descubiertas y, de la misma manera que Moisés hizo finalmente confesar a los magos del Faraón: Digitus Dei est hic257, así Elías y Enoc harán también que sus enemigos dent gloriam Deo caeli258. Elías hará con los profetas lo que en otros tiempos hizo para castigar la impiedad de los Baalitas y demás religiones259. Quiero decir entonces: 1) que los milagros del Anticristo no son como los que hacemos en la Iglesia, y, consecuentemente, no se deduce que, si aquellos no son característicos de la Iglesia, tampoco lo sean estos; aquellos serán demostrados falsos y combatidos por otros mayores y sólidos, estos son sólidos y nadie podrá oponer otros mayores. 2) Los milagros del Anticristo no serán nada más que un fogaril de tres años y medio de duración, mientras que los milagros de la Iglesia le son de tal manera propios que desde que fue fundada siempre resplandeció por sus milagros; los milagros del Anticristo serán forzados y no durarán, mientras que los de la Iglesia son naturales, debido a su naturaleza sobrenatural, y, por consiguiente, los hace siempre y siempre los hará, para verificar las palabras evangélicas: A los que creyeron, acompañarán estos milagros260. Me diréis que los Donatistas —según refiere San Agustín— hicieron milagros; tratábase, empero, sólo de algunas visiones y revelaciones, de las cuales se vanagloriaban sin testimonio alguno. Ciertamente, a partir de tales visiones particulares no puede probarse que la Iglesia es verdadera; al contrario, únicamente por el testimonio de la Iglesia, como dice el mismo San Agustín, puede probarse o suponerse que tales visiones particulares son verdaderas. Porque si Vespasiano curó a un ciego y a un cojo, los propios médicos, según Tácito261, descubrieron que la ceguera y minusvalidez no eran incurables; no es, pues, portento alguno si el diablo los supo curar. Sócrates262 refiere que un judío que había sido bautizado se presentó a Pablo, obispo Novaciano, para ser rebautizado; súbitamente, las aguas de la fuente desaparecieron. Esta maravilla no se hizo para confirmar el Novacianismo, pero sí el santo Bautismo, que no debía reiterarse. Así, dice San Agustín: «Algunas maravillas se produjeron entre los paganos»263; no para probar el paganismo, sino la inocencia, la virginidad y la fidelidad, que dondequiera que se encuentren, son amadas y apreciadas por su autor. Por otro lado, estas maravillas ocurrieron sólo ocurrieron rara vez, por lo cual no se puede sacar ninguna conclusión; a veces, las nubes echan resplandores, pero sólo el sol tiene por marca y propiedad el iluminar. Dejemos clara esta afirmación: la Iglesia siempre estuvo acompañada de milagros sólidos y bien probados, como los de su Esposo, luego es la verdadera Iglesia; porque, sirviéndome, en caso semejante, de las razones del buen Nicodemo, diría: Nulla societas potest hæc signa facere quæ hæc facit, tam illustria aut tam constanter, nisi Dominus fuerit cum illa264; y, como decía Nuestro Señor a los discípulos de San Juan: Dicite, cæci vident, claudi ambulant, surdi audiunt265, para demostrar que él era el Mesías, de la misma forma debemos concluir, sabiendo que en la Iglesia se hacen milagros tan grandes, que vere Dominus est in loco266. Pero en cuanto a vuestra pretendida iglesia, sólo sabría decirle esto: si potes credere, omnia possibilia sunt credenti267: si fuese la verdadera Iglesia, estaría acompañada de milagros. Me diréis que no es vuestro oficio el hacer milagros ni expulsar demonios; en cierta ocasión se salió mal uno de vuestros grandes maestros, que quiso mezclarse en estos oficios, como relata Bolsec268. Illi de mortuis vivos suscitabant —decía Tertuliano269— isti de vivis mortuos faciunt. Corre el rumor de que uno de lo vuestros curó una vez a un endemoniado, sin embargo, no dicen dónde, ni cuándo, ni cómo, ni quién era la persona curada, ni quiénes fueron los testigos. Es normal que se engañe en su primer intento el aprendiz de un oficio; con frecuencia hacen correr ciertos rumores entre vosotros para tener en vilo al pueblo simple, pero ya que no tienen autor, tampoco deben tener autoridad; además de que en la expulsión del diablo no hay que mirar tanto al hecho, sino considerar antes la manera y forma de hacerlo: si es por legítimas oraciones e invocaciones del nombre de Jesucristo. Una golondrina no hace la primavera: la perpetua y ordinaria manifestación de los milagros es lo que constituye señal distintiva de la verdadera Iglesia, y no mero accidente; pero sería pelear contra el viento y contra las sombras querer refutar estos rumores tan débiles y frágiles, que nadie sabe de dónde vinieron. Toda la respuesta que he encontrado entre vosotros en esta extrema necesidad es que se os hace injusticia pidiéndoos milagros. Sería divertirse a costa vuestra, como si se pidiese a un mariscal que se pusiese a lapidar una esmeralda o un diamante. Por eso yo no os los pido, sino sólo que confeséis francamente que no habéis sido aprendices de los Apóstoles, discípulos, mártires y confesores, que fueron los maestros del oficio. Pero cuando decís que no tenéis necesidad de milagros porque no queréis implantar una nueva fe, decidme también si San Agustín, San Jerónimo, San Gregorio, San Ambrosio y los demás predicaron una nueva doctrina; y entonces por qué hicieron tantos y tan señalados milagros. Es verdad que el Evangelio era mejor recibido en su mundo que en nuestros tiempos, había pastores más excelentes, muchos mártires, y nos habían precedido no pocos milagros, pero no por eso la Iglesia dejaba de tener el don de hacer milagros para mejor ilustrar la santísima religión. Porque si en algún momento hubieran de haber cesado los milagros en la Iglesia, habría sido en tiempos de Constantino el Grande, una vez que el imperio se convirtió al Cristianismo, que cesaron las persecuciones y que el Cristianismo se encontró seguro, pero fue entonces cuando más se multiplicaron por todas las partes. En verdad, la doctrina que predicáis no fue anunciada, ni mucho ni poco. Vuestros predecesores heréticos la predicaron, y con unos de ellos estáis perfectamente de acuerdo en algún punto, y con otros no, como diré más adelante. ¿Dónde estaba vuestra iglesia hace ochenta años? Apenas acaba de nacer y ya la llamáis antigua. Decís que no habéis hecho una iglesia nueva, sino que a la vieja moneda la habéis frotado y limpiado, porque, habiendo estado mucho tiempo cubierta de moho, se había ennegrecido, corroído y enmohecido. Por favor, no digáis más eso, porque vosotros tenéis el metal y el cuño; ¿no son acaso la fe y los sacramentos ingredientes necesarios para la composición de la Iglesia? Y, sin embargo, mudasteis tanto lo uno como lo otro; sois, por consiguiente, falsificadores de moneda, a no ser que demostréis el poder que pretendéis tener para golpear vuestro cuño sobre la moneda del rey. Pero no nos detengamos por aquí: ¿habéis purificado la Iglesia? ¿Habéis limpiado esta moneda? Enseñadnos entonces los caracteres que tenía antes de caer en la tierra y comenzar la oxidarse. Decís que cayó en tiempos de San Gregorio, o poco después. Decid lo que os parezca, mas en aquel tiempo se conservaba la señal de los milagros; mostrádnoslo ahora, porque, si no nos mostráis bien nítida la inscripción y efigie del rey en vuestra moneda, y nosotros os las mostramos en la nuestra, entonces será nuestra la circular con curso legal; la vuestra, pequeña y corroída, será reenviada al fundidor. Si nos queréis representar la Iglesia en la forma que tuvo en tiempos de San Agustín, mostrádnosla no sólo bienhablante, sino también bienhaciente en obras santas y milagros, como ella era entonces. Porque, si queréis decir que en aquella época era más joven que ahora, os responderé que una interrupción tan notable como la que pretendéis que ha existido, de novecientos o mil años, torna esta moneda tan extraña que, si no se ven con claridad las letras y los caracteres ordinarios, la inscripción y la imagen, no podremos aceptarla. No, no: la Iglesia antigua fue siempre poderosa, en la adversidad y en la prosperidad, en palabras y en obras, como su Esposo; la vuestra sólo ha palabreado, tanto en la adversidad como en la prosperidad. Por lo menos, que ahora muestre algún vestigio de la antigua marca, de lo contrario, nunca podrá ser aceptada como la verdadera Iglesia, ni hija de esta antigua Madre. Porque, si quiere vanagloriarse, se le impondrá silencio con estas santas palabras: Si filii Abrahæ estis, opera Abrahæ facite270; la verdadera Iglesia de los creyentes se verá siempre acompañada de milagros. En nuestros tiempos, la única Iglesia en que esto se da es la nuestra, luego, sólo la nuestra es la única y verdadera Iglesia. |
NOTAS 244 Cant 4, 11 245 Sl 45, 14 246 Confesiones, libro 9, cap. 7 247 Mc 16, 17-18 248 Heb 2, 4 249 Ex 4 250 Jn 15, 24 251 vide Maffæum, Hist. Ind.., lib. 5 252 Maff. lib. 15 253 Maff. lib. 2 254 2 Te 2, 9 255 Ap 13, 13 256 Ap 11, 5-6 257 Ex 8, 19 258 Ap 11, 13 259 1 Sam 18 260 Mc 16, 17 261 Hist., lib. 4 §81 262 Lib. 7 cap. 17 263 De Civ. Dei, lib. 10, cap. 15 264 Jn 3, 2 265 Mt 11, 4-5; Lc 7, 22 266 Gn 28, 16 267 Mc 9, 22 268 In vita Calvini, cap. 13 269 De Præs., cap. 30 270 Jn 8, 39 |