Magisterio de la Iglesia

San Juan Eudes

VIVA JESÚS Y MARÍA

PRÓLOGO
Cuya lectura es necesaria

PRESENTACIÓN 

   Decir Madre de Dios, es decir un abismo Insondable de gracia y de santidad[1], un océano sin límites de excelencias y perfecciones, un mundo Inmenso de grandezas y maravillas[2]. Porque, siendo infinita, la dignidad de Madre de Dios comprende un sin fin de cosas grandes y maravillosas.

   Esta es la razón de que esté la tierra llena de santos libros compuestos para alabanza de esta Madre admirable, existiendo en tal cantidad que un excelente autor ha llegado a contar más de cinco mil, sin hablar de los que él desconocía[3]. Sólo la Compañía de Jesús puede presentar más de trescientos de sus piadosos y doctos Hijos que consagraron la pluma a la gloria de la Reina del cielo. ¿No habéis oído hablar de tantos y voluminosos libros compuestos tan sólo sobre el Cántico de esta Virgen bienaventurada, su «Magníficat»? ¡Cuántos Santos Padres y otros graves autores han escrito sobre su Inmaculada Concepción y sobre los demás misterios de su santísima vida, sobre sus eminentísimas virtudes, sobre sus maravillosas dates, sobre las raras perfecciones de su cuerpo virginal, sobre las bellezas cautivadoras de su alma santísima, sobre los privilegios y prerrogativas incomparable vinculados a su excelsa dignidad de Madre de Dios! Sin embargo, no he encontrado un solo libro dedicado a ¡su amabilísimo Corazón: no obstante de ser lo más digno, lo más noble y admirable de esta divina Virgen, y aun la fuente y el hontanar de todas sus grandezas, como vamos a demostrar claramente en seguida.

   Por eso creo hacer un servicio a Nuestro Señor y a su Santísima Madre y un obsequio a cuantos han profesado honrarla y amarla como a soberana y verdadera Madre, con la publicación de este libro para excitar en los corazones de sus lectores una veneración y devoción particular hacia su amabilísimo Corazón: devoción que será fuente inagotable de toda clase de bendiciones según el testimonio de¡ gran San Ignacio de Loyola quien, habiendo llevado sobre su pecho, desde el día de su conversión hasta el último de su vida, una Imagen del Sagrado Corazón de la Madre de Dios, aseguraba que por su mediación había obtenido de la divina Bondad gracias y favores sin cuento[4].

   La obra está dividida en doce libros en que se exponen los temas que figuran en el índice que sigue a cada volumen.

   Las afirmaciones que en estos doce libros se contienen están respaldadas por las divinas Escrituras, la doctrina de los Santos Padres y con buenas y sólidas razones.

   También podréis oír a la misma Verdad, Jesucristo Nuestro Señor, y a su divina Madre, hablando en ciertos pasajes a Santa Brígida, a Santa Gertrudis, Santa Matilde, Santa Teresa, de los maravillosos efectos de la bondad inefable de su benignísimo Corazón. Debéis saber que dos grandes Concilios generales, el de Constanza y el de Basilea, y tres grandes Papas, Bonifacio IX, Martín V y Urbano VI han dado su aprobación a los libros de Santa Brígida, después de haberlos hecho examinar diligentemente por varios y graves autores. Y aun la Iglesia, ¿no les ha dado su autorización, cuando en la oración que dirige a Dios en la fiesta de la santa, se expresa en estos términos: «¡Oh Dios, que revelasteis los secretos del cielo a la Bienaventurada Brígida, por vuestro unigénito Hijo!»

   Tened entendido, además, que los libros de Santa Gertrudis y de Santa Matilde han sido aprobados por un crecidísimo número de santos doctores y sabios teólogos; entre otros por el famosísimo y piadosísimo P. Francisco Suárez, de la Compañía de Jesús, un verdadero prodigio de ciencia, del cual tenemos una aprobación bien extensa de los libros de Santa Gertrudis traducidos al castellano, fechada en Salamanca el 15 de Julio de 1603.

   El santo abad Blosio, tan apreciado entre los teólogos, escolásticos y místicos, después de una lectura, repetida doce veces en un solo año, del libro de Santa Gertrudis: «Insinuaciones de la piedad divina», se preocupa de citarlo repetidamente en sus libros con elogios que evidencian la estima grande en que lo tenía.

   «Aunque no tuviésemos más pruebas de nuestras creencias religiosas —dice este santo y sabio autor— que los libros de Santa Gertrudis, de Santa Matilde, de Santa Hildegarda, de Santa Brígida y otras semejantes a quienes ha manifestado Dios sus secretos, según la expresión del profeta Joel, ello sólo bastaría para confundir a todos los herejes y para dar un Inquebrantable fundamento a las verdades de la fe católica».

   No sólo un crecido número de Doctores ilustres en ciencia y santidad ha dado su aprobación a estos libros, sino también numerosas y célebres Universidades, principalmente la de Alcalá y Salamanca, después de haberlos sometido a un riguroso examen de varios teólogos de nota.

   Todos los hombres desean, naturalmente, y se gozan en ver cosas extraordinarias y milagrosas que superan las fuerzas de la naturaleza. Nada hay, tampoco, después de la Palabra divina, tan eficaz, tan apto para Conquistar la mente, ni que tanto Impresione el corazón. Un solo milagro auténtico y bien probado tiene más fuerza de persuasión para nosotros que muchas razones. Pues las razones se contradicen y destruyen con otras razones: pero un hecho milagroso produce tal impresión en el alma, que no tiene otro remedio que rendirse. Por eso el espíritu de la mentira, enemigo Mortal de la verdad, se ha esforzado siempre en desacreditar los milagros. Y esto parece haber querido hacer por la impiedad de Lutero y de Calvino. Pero como se trata de un don hecho por Dios desde el principio a su Iglesia y que seguirá haciéndolo por toda. su existencia, la malicia de la herejía nunca jamás podrá arrebatárselo, a menos de que fallen todas las divinas Escrituras, los Anales de la Historia eclesiástica, los escritos de los santos, llenas todas de historias milagrosas.

   En este libro encontraréis algunas de esas historias; todas desde luego auténticas, conformes con la fe y la razón y referidas por autores célebres y dignos de crédito.

   Por último, si algo bueno hay en esta obra a sólo Dios sea toda la gloria, que es principio de todo bien. Si algo malo, para mí la vergüenza y confusión, pues en mí llevo la fuente de todo mal 8. Todo lo someto de corazón a la corrección de Aquélla que, guiada en todo por el Espíritu de la verdad, está constituida en columna y fundamento de la verdad. ¡Oh Dios de gracia y de verdad, que yo a Ti te contemple en todo bien; y que me vea a mí mismo en todo lo malo.

EL CORAZÓN ADMIRABLE DE LA MADRE DE DIOS

LIBRO PRIMERO
Donde se declara qué cosa sea el Corazón


de la Bienaventurada Virgen María

CAPÍTULO 1

   Que al Corazón de la Santísima Virgen se le llama con propiedad Corazón admirable, por ser un abismo de maravillas. Que nadie, a excepción de su Hijo Jesús, las conoce perfectamente, ni puede hablar dignamente de ellas.

1. MADRE ADMIRABLE

   Jesús, Hijo único de Dios e Hijo único de María, al escoger a esta Virgen incomparable entre las demás criaturas por Madre nutricia y Señora, y al dárnosla, en su infinita bondad, por Reina, Madre y refugio en toda necesidad, ha querido que la honremos como Él la honra y que la amemos con el amor con que Él la ama.

   Y, pues la ha exaltado y honrado sobre todos los hombres y sobre todos los ángeles, quiere que también nosotros le rindamos mayor respeto y veneración que a los ángeles y a los hombres. Y, pues es nuestra cabeza y nosotros miembros suyos que debemos estar animados de su espíritu, seguir sus inclinaciones, caminar por sus sendas, y continuar su vida en la tierra cultivando las virtudes por Él practicadas, desea igualmente que nuestra devoción hacia su divina Madre sea una prolongación de la que Él le profesó, es decir, que procuremos en nosotros los sentimientos de honra, de sumisión y amor que en este mundo observó para con Ella y que ha de observar por toda la eternidad en el cielo. La Virgen ha ocupado y ocupará siempre el primer puesto en su Corazón, siendo como hasta ahora por toda la eternidad, el objeto primero de su amor, después del Padre eterno. Y ansía, por tanto, que después de Dios, sea ella el principal objeto de nuestras devociones y el primero de nuestra veneración. Así es que, después de los servicios que a su Divina Majestad debemos, ninguno tan grato ni mejor podemos hacerle que servir y honrar a su dignísima Madre.

   Pero como nuestra razón no sabe inclinarse a apreciar y amar una cosa sin conocer el motivo que la hace digna de estima y amor, el infinito celo en que se ve abrasado este único Hijo de María por los intereses de su queridísima Madre, le estimula grandemente a manifestarnos por boca de los Santos Padres y por los oráculos de las divinas Escrituras, aun en este valle de tinieblas, algo de las excelencias incomparables con que se ve enriquecida, reservándonos la parte que excede infinitamente a todo esto para el país de las luces, el cielo.

   Entre estos divinos oráculos, me ha parecido hallar uno en el capítulo doce del Apocalipsis, que viene a ser como un compendio de cuanto más grande y magnífico puede decirse y pensarse sobre esta maravillosa Princesa. Me refiero al expresado en estas palabras: «Apareció en el cielo una señal grande, un prodigio maravilloso, un milagro prodigioso: una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas[5]». ¿Cuál es este inmenso prodigio? Y ¿quién es esa prodigiosa mujer? San Epifanio[6], San Agustín[7], San Bernardo[8] y multitud de santos Doctores están contestes en que se trata de la Reina de las mujeres, la Emperatriz de los hombres y de los Ángeles, la Virgen de las vírgenes; la mujer que ha llevado en sus virginales entrañas a un hombre perfecto, al Hombre-Dios[9].

   Y aparece en el cielo, porque del cielo procede, y es su obra maestra, la Emperatriz, su gloria y felicidad; y porque nada hay en ella que no sea celestial; y aun cuando estuvo con el cuerpo en la tierra, con su alma, con su pensamiento, con su corazón y amor estaba en el cielo.

   Está envuelta en el sol eterno de la divinidad, en las perfecciones de la divina esencia que de tal manera la invade, hinche y compenetra, que se ve plenamente transformada en la luz, sabiduría, poder, bondad, santidad de Dios, y en todas las otras grandezas, como vamos a ver luego ampliamente.

   Tiene la luna bajo sus pies, para indicar que todo el Universo está debajo de Ella, no teniendo más que a Dios por encima de sí, y que todas las cosas están bajo su absoluto dominio.

   La corona de doce estrellas representa las virtudes que en ella resplandecen soberanamente; los misterios de su vida, que vienen a ser otros tantos astros que brillan con mayor luminosidad que las lumbreras del firmamento; figura también los privilegios y prerrogativas con que Dios la ha distinguido, la menor de las cuales sobrepasa sin comparación cuanto de más brillante pueda haber en el cielo; asimismo representa a todos los santos del cielo y de la tierra, que son su gloria y su corona con más razón aún que los Filipenses eran el gozo y la corona de San Pablo[10].

   Pero ¿por qué motivo le ha dado el Espíritu Santo esta cualidad: «Signum magnum», «un gran prodigio»? Sin duda para darnos a entender que es del todo milagrosa; para publicar por doquier las maravillas de que está llena; para exponerla a los ojos de los moradores de cielos y tierra como un espectáculo de admiración, y hacerla objeto de embeleso a los Ángeles y a los hombres.

   Con idéntico fin este divino Espíritu hace prorrumpir en su honor por el mundo entero y por boca de todos los fieles, este glorioso elogio: Mater admirabilis. ¡Oh Madre admirable, con cuánta razón sois así llamada! Porque realmente sois admirable en todas las cosas y de todas las formas.

   Pues ¿no es cosa singularmente admirable y admirablemente singular ver a una criatura producir a quien la ha creado, dar el ser a quien es el Ser, y la vida a aquél de quien la recibió? ¿Ver una estrella que produce al sol, una Virgen que da a luz y es Virgen antes del parto, en el parto y después del parto, siendo a la vez Hermana y Esposa, Hija y Madre de su Padre?

   ¿No es extraordinariamente prodigioso ver a una hija de Adán pecador engendrar al Santo de los Santos, engendrar a Dios, ser Madre del mismo Hijo que tiene a Dios por Padre y puede decirle: «Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado?»[11]. ¿No excede toda admiración el ver a una criatura mortal y pasible hacer lo que para Dios es imposible? ¿No es cierto que Dios no puede, de por sí y por propia y natural virtud, engendrar a un Hijo que sea Dios como Él y hombre como nosotros: Dios infinito, inmenso, inmortal, inmutable, eterno, invisible, impasible, y hombre mortal, visible y pasible? Ciertamente. Sin género de duda, Dios no puede hacer esto. Y sin embargo, ¿no es verdad que nuestra admirable María al engendrar este mismo Hijo, engendra a un tiempo a un Dios y a un hombre: Dios igual a su Padre en dignidad, poder y majestad; y un hombre semejante a nosotros en impotencia, indigencia y debilidad? ¿No es para extasiar a cielos y tierra eternamente ver a una Virgen de quince años recluir en sus entrañas a Quien los cielos no bastan para comprender; amamantar con su virginal leche al que es la vida eterna y principio de toda vida; reposar en su seno al que es la virtud, el poder de Dios, y que eternamente está reposando en el seno adorable de su Padre; llevar en sus brazos a quien da origen a todas las cosas con la virtud de su palabra; conservar, regir y gobernar al que es Criador, conservador y gobernador del universo; y tener poder y autoridad de Madre sobre el Hijo único de Dios, que es Dios como su Padre, y que por toda la eternidad ha estado sin dependencia alguna de su Padre? Porque si a partir de la Encarnación, quedó sometido al Padre como lo está a su Madre, de conformidad con el texto evangélico: «Erat subditus illis»[12], fue la misma Encarnación la que dio a este Padre divino la autoridad de que antes carecía sobre él; y por ello ha sido entregado, sometido al poder de su Padre. ¡Cuántos prodigios y milagros! ¡Cuántas cosas grandes y maravillosas!

   No sin motivo, ciertamente, llama el Espíritu Santo a la Virgen bienaventurada: «Signum magnum», milagro estupendo. Y con toda propiedad los Santos Padres la atribuyen y refieren de ella un sin fin de parecidas cualidades.

   San Ignacio mártir la llama «prodigio del cielo, sagrado y muy sagrado espectáculo, digno de los ojos de Dios y de la justa admiración de los hombres y de los ángeles».

   San Germán, patriarca de Constantinopla, se expresa en estos términos: «Todo es en vos maravilloso, todo grande. ¡Oh Madre de Dios!, y vuestras maravillas superan todo pensar y decir»[13].

   ¿No oís a San Juan Crisóstomo publicar a todos los vientos que esta divina Virgen ha sido y será eternamente Magnum miraculum, «un magno milagro»?[14]

   San Epifanio nos anuncia que María es «maravilloso misterio de cielos y tierra, y prodigioso milagro» digno de extasiar al universo mundo[15]. «¡Oh Virgen sacratísima —sigue diciendo este Santo Padre—, Vos habéis puesto en arrobamiento a los ejércitos todos de ángeles; porque ver una mujer vestida de sol en el cielo es un prodigio que arroba a todos los habitantes del cielo; ver a una mujer en la tierra llevar al sol entre sus brazos es una maravilla digna de extasiar a todo el universo»[16].

   San Basilio, Obispo de Seleucia, habla de este modo: «Jamás vi —dice— sobre la tierra un prodigio que haya tenido algún parecido: un Hijo que es Padre de su Madre, un Hijo que es infinitamente de más edad que la Madre que lo dio a luz»[17].

   Están resonando en mis oídos las palabras de San Juan Damasceno, cuando nos declara que la Madre del Salvador es «El milagro de los milagros»; «tesoro y fuente de milagros»; «abismo de prodigios»; y que si el divino Poder ha hecho infinidad de obras maravillosas anteriormente a la Virgen, no venían a ser, por así decirlo, más que pequeños ensayos y preparativos hasta llegar al milagro de los milagros que se ha cumplido en esta divina Virgen. Era menester que se sucediesen todos estos milagros para llegar a la maravilla de las maravillas[18].

   Y por fin San Andrés, Arzobispo de Candía, nos asevera que, después de Dios, María es el hontanar de todas las maravillas que han venido verificándose en el universo[19]; y que Dios ha hecho en ella tales y tan numerosas maravillas, que sólo Él es capaz de conocerlas perfectamente y alabarlas como se merecen[20].

   Pero entre todas las maravillas, hay una que supera a las demás: el Corazón incomparable de esta gran Reina; que es lo que más cabe admirar en ella. Porque es un mundo de maravillas; un océano de prodigios; un abismo de milagros; principio y fuente de cuantas raras y extraordinarias cosas se admiran en esta gloriosa Princesa[21]. Ha sido la humildad, la pureza y el amor de su Santísimo Corazón lo que en definitiva la ha elevado a la tan sublime dignidad de Madre de Dios; lo que la ha hecho digna en consecuencia de cuantos favores, gracias y privilegios de que la ha colmado Dios sobre la tierra; de cuantas glorias, gozos, felicidades y grandezas ha sido colmada en el cielo, y de cuantas cosas grandes y maravillosas Dios ha operado y operará por toda la eternidad en ella y por ella.

   No os maravilléis, por consiguiente, de que os diga que el Corazón virginal de esta Madre de amor es un Corazón admirable. Cierto que es admirable en su Maternidad, pues ser Madre de Dios dice San Bernardo es «el milagro de los milagros». Pero es asimismo incuestionable que su augustísimo Corazón es un Corazón admirable, por ser principio de su dignísima Maternidad y de cuantas maravillas la acompañan.

   ¡Oh admirable Corazón de Madre tan incomparable! ¡qué pena que las criaturas todas del universo no sean otros tantos corazones que os admiren, os amen y eternamente os glorifiquen!

   De este corazón admirable vamos a tratar en este libro. Pero seria preciso ser todo corazón para hablar y escribir como es debido del Corazón divinísimo de la Madre de Dios. Convendría tener los espíritus todos y los corazones de los Querubines y los Serafines para conocer perfectamente las perfecciones, y para anunciar dignamente las excelencias del nobilísimo Corazón de la Reina de los Ángeles. Pero ¿qué estoy diciendo? No basta esto. Sería necesario tener la mente, el corazón, la lengua y la mano de Jesús, Rey de los corazones, para poder comprender, honrar y anunciar, y consignar por escrito las inefables maravillas encerradas en este sagrado Corazón, el más digno, real y maravilloso de todos los corazones, después del adorable Corazón del Salvador.

   Por eso no he de ser yo tan temerario que pretenda encerrar en este libro los inmensos tesoros y numerosos milagros que se encierran en este Corazón incomparable, que es y será eternamente motivo de embeleso para todos los habitantes del cielo.

   Porque si los Ángeles, al contemplar a su Reina y nuestra Reina, en el momento de la Concepción inmaculada, y verla tan llena de gracia, hermosura y majestad, quedan en completo arrobamiento y se preguntan entre sí maravillados: ¿Quién es ésta que avanza y sube como el alba del día, hermosa como la luna, elegida como el sol, terrible como un ejército en formación?»[22], dejo a vuestra consideración imaginar cuáles sean sus transportes y arrobamiento cuando ven en el cielo el sin número de maravillas realizadas en su virginal Corazón, a partir de su aparición en la tierra hasta el último instante de su vida.

   Si el Dios de los Ángeles halla tan santos y agradables a su divina Majestad los pasos y andares de esta gran Princesa, que llega a expresarse en estos términos: ¡Oh, qué bellos son tus pies, Hija del soberano Príncipe![23], y si invita a la Iglesia triunfante y militante por igual, a celebrar a lo largo de los siglos en la tierra, y por toda la eternidad en el cielo, los pasos que dio María en su visita a su prima Santa Isabel, ya podéis deducir de qué forma la admira y la honra Él, y de qué manera quiere que nosotros admiremos y honremos con Él los movimientos y afectos de su amabilísimo Corazón.

   Si el menor acto de virtud de esta divina Virgen, representado por uno de sus cabellos, es tan agradable a Dios, hasta el punto de declarar Él mismo, que ha sido herido por ella en su Corazón y que le ha cautivado con uno de sus cabellos[24], ¿qué cabe pensar de tantos millones de actos de amor que, cual llamas sagradas, brotaban de continuo del horno ardiente de su virginal Corazón totalmente incendiado de amor divino, lanzándose sin cesar hacia el cielo, hacia el Corazón adorable de la Santísima Trinidad?

   Si la Santa Iglesia, guiada en todo lo que hace por el Espíritu Santo, viene celebrando por tanto tiempo en la tierra y celebrará por toda la eternidad en el cielo, tanta variedad de fiestas en honor de algunas acciones particulares de la Madre de Dios, de tan corta duración muchas de ellas, como la fiesta de la Presentación, en honra de la acción que realiza presentándose a Dios en el templo de Jerusalén; la fiesta de la Purificación, en honor de su acto de obediencia a una ley de la que estaba exenta; la fiesta de nuestra Señora de las Nieves, en memoria de la dedicación del primer templo construido en su honor y por indicación suya; si algunas iglesias particulares dedican especiales fiestas —como veremos en otro lugar— a honrar los vestidos que cubrieron su santo cuerpo: ¿qué honras, qué loas, qué solemnidades no merece su divino Corazón, que durante setenta y dos años o setenta y tres, cuando menos, ha hecho tantos y tales actos de fe, de esperanza y de caridad a Dios, de amor a los hombres, de humildad, de obediencia y de toda especie de virtud; que es el principio y hontanar, como dentro de poco declararemos, de todos los santos pensamientos, afectos, palabras y acciones de su vida? ¿Qué entendimiento podría comprender, y qué lengua explicar las inestimables riquezas y prodigiosos privilegios encerrados en ese sin par Corazón, Rey de todos los corazones consagrados a Jesús?

   Es un mar de gracias, sin fondo ni riberas; un océano de perfecciones sin barrunto de límites; una hoguera inmensa de amor. ¡Oh! Quién me diera que como una gota de agua me perdiese dentro de este mar; que me consumiese como una pajita en esta hoguera, a fin de que nada mío quedase en él, sino que él lo sea todo, pues es único principio de todo bien!

   Ha sido vuestro Hijo Jesús, divina Virgen, el autor de este océano: y nadie como él puede conocer los tesoros infinitos en él escondidos.. Él fue quien prendió el fuego que arde en esta hoguera: y sólo él puede ver la altura que alcanzan las llamas que de ella brotan; nadie como él para medir las perfecciones inmensas con que ha enriquecido esta obra maestra de su omnipotente bondad; ningún otro puede contar las innúmeras gracias por Él volcadas en este abismo de gracia[25]. Sólo él, por tanto, es competente para hablar de este Corazón como es debido.

   Virgen santa, por vuestro bondadosísimo corazón y para honra de este mismo Corazón, os ruego encarecidamente que, a fin de que no trate de buscarme a mí mismo en los discursos sobre este tema, y de que en ellos no se deje oír mi voz, me ofrezcáis, me presentéis a vuestro amadísimo Hijo y le roguéis que me aniquile totalmente y que se digne establecerse en esta nada mía: que sólo Él sea autor de este libro, y yo no sea más que el instrumento de su incomprensible amor hacia vos y del ardentísimo celo con que procura el honor de vuestro dignísimo Corazón; que me sugiera Él las cosas de que desea vaya compuesto este libro; y me inspire las expresiones y la forma en que quiere vayan expuestas; y bendiga abundantemente a sus lectores; que convierta todas las palabras en carbones ígneos y relucientes, para purificar, esclarecer y abrasar sus corazones en el sagrado fuego de amor, para que se hagan dignos de conformarse con el Corazón de Dios y de ser contados entre los Hijos del Corazón maternal de la Madre de Dios.

 

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