Magisterio de la Iglesia
San
Juan Eudes
VIVA JESÚS Y MARÍA
LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO III
CAPÍTULO III *Para mejor conocer qué sea el Corazón sensible y corpóreo de la Santísima Virgen, será bueno aclarar antes algo de las excelencias de su santo cuerpo, del cual es parte primerísima el Corazón. A este respecto he de afirmaros que así como nada existe en Jesús que no sea grande y admirable; tampoco hay nada en la Madre de Jesús que no esté lleno de maravillas y grandezas. Cuanto existe en la santa humanidad de Jesús, se halla deificado y elevado a una dignidad infinita por su unión con la divinidad. Y todo lo que existe en María se ve enaltecido y santificado hasta lo incomprensible por su divina Maternidad. Ninguna parte hay en el sagrado cuerpo de Jesús que no sea digna de la eterna admiración de los hombres y de los Ángeles. Y nada hay en absoluto en el cuerpo virginal de la Madre de Dios, que no merezca las inmortales alabanzas de la creación entera. Con razón dice San Pablo: que en modo alguno somos deudores a la carne ni a la sangre; que cuantos viven según las tendencias de la carne y de la sangre perecerán y morirán de muerte eterna[38]; que la prudencia de la carne es la peste y muerte del alma[39]; que la sabiduría de la carne, es enemistad con Dios[40]; que los hijos de la carne no son hijos de Dios[41]; que ni la carne ni la sangre poseerán el reino de Dios[42]; que el bien no es patrimonio de nuestro cuerpo, sino todo lo contrario, lo es toda clase de mal; que es un cuerpo de muerte[43], y una carne de pecado[44]; y que cuantos son de Jesucristo han crucificado su carne con todos sus vicios y perversos inclinaciones[45]. Sin embargo, cuanto mayor debe ser nuestro desprecio y mortificación de este cuerpo de muerte y de esta carne de pecado que llevamos con nosotros, y que viene a ser un vertedero de inmundicias, masa de corrupción, un muladar pútrido e infierno de abominación, tanto mayor debe ser nuestro respeto y veneración del purísimo y santísimo cuerpo de la Madre del Redentor, por sus maravillosas excelencias de que está dotado, entre las cuales quiero señalar cinco principales que vienen a constituir el permanente objeto de veneración de los Espíritus bienaventurados. 1. LA CARNE VIVIFICA
DE MARÍA
La excelencia primera, es la de haber sido formado este cuerpo, en las entrañas benditas de Santa Ana, no ciertamente por la ordinaria virtud de la naturaleza, sino por el extraordinario poder de Dios, ya que la inmaculada concepción de la Santísima Virgen, sólo a base de un gran milagro de naturaleza y de gracia pudo realizarse. En este sentido se puede aseverar que su cuerpo ha sido formado por mano del Espíritu Santo, y que es obra del Altísimo. Por eso después del cuerpo deificado de Jesucristo Nuestro Señor, no ha habido ni habrá nunca en la tierra cuerpo alguno tan perfecto en toda suerte de ventajosas cualidades como el sagrado cuerpo de la Purísima Madre. Pues Dios, le formó de propia mano y para altísimos destinos de su eterno juicio, ¿quién va a dudar de que la haya dotado de cualidades convenientes al fin tan sublime a que la ha destinado, y a las funciones en que ha de ocuparse? ¿Queréis saber algo de las raras perfecciones del santo cuerpo de la Virgen de las vírgenes? Leed lo que los Santos Padres y eclesiásticos historiadores dicen de él. Leed lo que nos dicen San Epifanio, Nicéforo, Calixto y tantos otros. Su cuerpo se veía adornado de cuantas perfecciones se requieren para la perfección de una soberana hermosura. Su andar reposado y compuesto, lleno de modestia, con la cabeza algo inclinada al andar como una virgen humilde y pudorosa; su voz argentina, dulce, casta y graciosa. Toda su compostura exterior llena de majestad y bondad. En una palabra: era imagen viviente del pudor, de la humildad, de la mortificación, de la modestia y demás virtudes. El vestido era limpio y apropiado; siempre, con todo, modesto, sin ostentación, ni más color que el de la lana; su manto de color celeste. Era de santísimas costumbres y en su conversación se mezclaban la dulzura y la gravedad, la humildad y la caridad: todo lo cual la hacía amable y respetable a cuantos la veían. Era amante del silencio, hablaba poco y raras veces, nunca se dejó llevar de ira, de impaciencia, de risas inmoderadas, ni pronunciaba jamás palabras ociosas. De esta forma nos describe Nicéforo en su Historia a la Santísima Virgen[46]. Y parecidamente San Epifanio, presbítero de Jerusalén, que asegura haber puesto toda la diligencia posible en la búsqueda de antiguos autores griegos que describieron las costumbres de la Madre de Dios, para escoger cuanto hubiese de más exacto[47]. Prestemos oído ahora a los demás Santos Padres. «Sois toda hermosa, Virgen de las Vírgenes, exclama San Agustín; sois toda agradable, inmaculada, luminosa, gloriosa, adornada de toda perfección, enriquecida con toda santidad; sois más santa y más pura —aun en vuestro mismo cuerpo— que todas las Virtudes angélicas»[48]. «¡Oh hermosura de hermosuras!, exclama San Jorge, Arzobispo de Nicomedia. ¡Oh madre de Dios!, sois el ornato y la corona de cuanto hay de más bello y resplandeciente en el universo»[49]. ¡Oh Virgen santa, dice San Anselmo, vos sois tan soberanamente bella y tan perfectamente admirable, que encantáis los ojos y robáis los corazones de cuantos os contemplan!»[50]. La segunda excelencia del virginal cuerpo de la Reina del cielo es la de haber sido expresamente formado para nuestro Señor Jesucristo, y para Él sólo. Fue creado el cielo para ser morada de los ángeles y de los santos; pero el cuerpo glorioso de María es un cielo creado exclusivamente para morada del Rey de los Ángeles y del Santo de los Santos. ¡Oh divina Virgen, vuestra purísima sangre ha sido creada para materia del cuerpo adorable de Jesús; vuestro sagrado seno, para recibirle durante nueve meses; vuestros benditos pechos para amamantarle; vuestros santos brazos para sostenerle; vuestro seno y virginal pecho para hacerle reposar; vuestros ojos, para mirarle y cubrirle con sus lágrimas dolientes y amorosas; vuestros oídos, para escuchar sus divinas palabras; vuestro cerebro para emplearse en la contemplación de su vida y de sus misterios; vuestros pies, para conducirle y acompañarle a Egipto, Nazaret, Jerusalén, al Calvario, y demás lugares por los que anduvo; vuestro divino Corazón, para amarle, y amar cuanto Él amaba. La tercera excelencia del sagrado cuerpo de la Madre admirable, es la de haber sido animado por el alma más santa que haya existido, después del alma adorable de Jesús. Con respecto a lo cual puede afirmarse que los órganos de este santo cuerpo han servido para las más altas y excelentes funciones que pueden darse, después de las del alma deificada del Hijo de Dios. Paréceme oír al gran apóstol San Pablo cuando protesta con orgullo que, sea en vida, sea en muerte, Jesucristo será siempre glorificado en su cuerpo[51]. Si Cristo es glorificado en el cuerpo de un Apóstol, que llama a su mismo cuerpo, cuerpo... de pecado y de muerte, ¡qué gloria no recibirá en el cuerpo de su divina Madre, que es fuente de vida inmortal, y en el cual no tuvo entrada el pecado, por haber sido santificado juntamente con el alma desde el mismo instante de su Concepción inmaculada! Con tal motivo la llama en su liturgia, el apóstol Santiago, apellidado hermano del Señor: «Virgen santísima, inmaculada, bendita sobre todas las cosas, siempre dichosa e irreprensible en todos sus modales». Y he aquí la cuarta excelencia del sagrado cuerpo de la Madre del Santo de los santos, que consiste en haber cumplido a perfección el mandamiento que Dios nos enseña por su Apóstol con estas palabras: «Glorificad y llevad a Dios en vuestro cuerpo»[52]; y que ella comenzó a poner en práctica mucho antes de que se pronunciasen. Queriendo dar a conocer el Espíritu Santo a todos los cristianos que la voluntad de Dios es su santificación, no sólo en sus almas mas también en sus cuerpos, en los que han de llevarle y glorificarle, les comunica por boca de San Pablo: «Que deben ser en cuerpo y alma, como vasos honorables y santos, útiles al servicio del soberano Señor de todas las cosas, y dispuestos a toda clase de buenas obras»[53]. Que sus miembros deben ser como armas de justicia y de santidad en manos de Dios, de que pueda servirse Él para combatir y vencer a su enemigo, el pecado, y para santificarles[54]. Que sus cuerpos deben ser hostias vivas, santas, agradables a Dios y dignas de ser inmoladas a gloria de su Divina Majestad[55]. Que esos mismos cuerpos deben ser templos del Dios vivo[56]. Que son miembros de Jesucristo, hueso de sus huesos, carne de su carne, porción del mismo, y sus santas reliquias; y en consecuencia, deben vivir animados de su espíritu, vivir su vida, y hallarse revestidos de su santidad; y que el Hijo de Dios debe vivir no sólo en sus almas, sino también en sus cuerpos; y que debe aparecer su vida en nuestra carne mortal[57]. Ahora bien; si un cuerpo de muerte, y una carne de pecado como es la nuestra, están obligados a llevar realmente todas estas santas cualidades y estar adornados de tan grande santidad, ¿cómo puede dudarse que el virginal cuerpo de la Madre de Dios no se halle poseído de tan sublime perfección, y que no haya experimentado tales efectos en sumo grado? ¿No es cierto que este cuerpo bienaventurado es vaso purísimo y utilísimo para gloria de su Hacedor, y es asimismo el más cumplido en frutos de buenas obras como jamás se hayan dado? ¿No es cierto que después de la Víctima adorable, inmolada en la cruz, nada más santo ha podido ofrecerse nunca a Dios que el purísimo cuerpo de la Reina de los Santos? ¿No es cierto que es el más augusto y el más digno templo de la divinidad, después del sacratísimo cuerpo del Hijo de Dios? ¿No es cierto que es el primero y más noble miembro del Cuerpo Místico de Jesús? Y ¿quién podrá referir el ornato y lustre que la casa de Dios recibe de este precioso y admirable vaso? ¿Quién podrá pensar en la gloria que recibe la Santísima Trinidad en este santo templo, con el sacrificio de esta hostia incomparable? ¿Quién dudará de que el espíritu de Jesús no se halle plenamente viviente en todas las partes del cuerpo de su divina Madre —la más noble y perfecta de las vidas—, como en el más noble y excelente de entre sus miembros? ¿A quién le cabe dudar de que este sagrado cuerpo no se vea amado, poseído y regido por este mismo espíritu como por su propia alma? ¿Quién puede dudar de que Dios no se vea más honrado en este cuerpo de la Virgen Madre, que en todos los cuerpos restantes y en todos los espíritus aun los más santos del cielo y de la tierra? ¿Quién puede dudar, en fin, de que esta fidelísima Virgen no haya glorificado a Dios en su cuerpo, de todas las formas posibles? Le ha glorificado con la práctica de las palabras de San Pablo, mucho antes de que fuesen proferidas: «Mortificad vuestros miembros»[58]; pues la Virgen ha mortificado de continuo los suyos con ayunos, abstinencias y otras maceraciones, y por una perfecta privación de las satisfacciones de la naturaleza: no comiendo, no bebiendo, ni durmiendo, ni tomando recreación alguna para satisfacción de los sentidos, sino por sola necesidad, y para obedecer a la divina Voluntad que gobernaba enteramente su alma Y su cuerpo y en todas las cosas. Le ha glorificado por el santísimo empleo que de sus miembros y sentimientos hizo, sirviéndose de ellos tan sólo para gloria de Dios y cumplimiento de su santísima voluntad. Le ha glorificado por el ejercicio continuo en toda clase de virtudes de toda especie, que tenían puesto sus reales no sólo en su alma, sino también en sus sentidos y en los miembros todos de su cuerpo. «Bien la habéis podido ver siempre gozosa en sus sufrimientos —dice San Ignacio Mártir—, fuerte en las aflicciones, contenta en la pobreza, dispuesta a servir a todos, aun a los mismos que la afligían, sin darles muestras nunca de frialdad y alejamiento. Era moderada en la prosperidad, tranquila y ecuánime siempre. Su compasión compasiva con los apenados, esforzada en oponerse a los vicios, constante en sus santas empresas, infatigable en sus trabajos, invencible en la defensa de la religión»[59]. ¿Qué palabras habría yo de emplear —exclama San Juan Damasceno— para expresar la gravedad de vuestro andar, la modestia de vuestros vestidos, lo gracioso de vuestro semblante? Vuestro vestido era siempre honesto, vuestro andar grave y acompasado, muy lejos de la ligereza; vuestra conversación era dulcemente grave y dulce con gravedad; vos huíais en lo posible el trato con los hombres, erais obedientísima y humildísima, no obstante vuestra contemplación tan elevada; en una palabra, fuiste siempre la mansión de la Divinidad»[60]. Así es como la bienaventurada Virgen ha llevado y glorificado a Dios en su cuerpo, por lo que debe ser alabada y glorificada por todos los cuerpos y todos los espíritus que existen en el universo. La quinta excelencia de este nobilísimo cuerpo se halla comprendida en estas divinas palabras que tanto venera la santa Iglesia, hasta el punto de no pronunciarlas sin doblar antes las rodillas en tierra: palabras que colman al cielo de alegría, la tierra de consuelo y al infierno de terror; palabras que constituyen el fundamento de nuestra religión y el manantial de nuestra eterna salvación: «Verbum caro factum est»: El Verbo se hizo carne». ¿Qué carne es ésta que con tanto respeto se menciona? Es la carne purísima de la Virgen Madre, que el Verbo eterno ha distinguido de tal manera que la ha unido personalmente a ella y la ha juntado a su propia carne, hasta el punto de poderse afirmar con San Agustín, que la carne de María es carne de Jesús, y que la carne de Jesús es carne de María: «Caro Jesu est caro Mariæ»[61]. ¡Oh incomprensible dignidad de la carne de María! ¡Oh excelencia admirable de su cuerpo virginal! ¡Oh, cuánta veneración se merece un cuerpo adornado de tantas y tan extraordinarias perfecciones! ¡Oh, qué honor se merece un cuerpo tan honrado por Dios! 2. ELEVACIÓN DE
SANTA BRÍGIDA
Oración divinamente inspirada a Santa Brígida, en la que se honran y veneran de modo admirable los santos miembros del sagrado cuerpo de la Virgen Madre, y el santo empleo que de los mismos hizo. ¡Dignísima Señora y queridísima vida mía, Reina del cielo y Madre de Dios, cierta estoy de que los moradores del cielo se ocupan incesantemente en cantar con espléndido gozo las alabanzas de vuestro glorioso cuerpo, y que por mi parte soy indignísima de pensar en Vos; deseo, sin embargo, con toda mi alma alabar y bendecir en la tierra cuanto me sea dado, vuestros preciosos miembros.
¡Bendita sea, por
tanto, oh sacratísima Virgen María, dignísima Señora mía, vuestra sagrada
cabeza aureolada de gloria inmortal, y más esplendente, sin comparación, que
el sol; y benditos sean vuestros hermosos cabellos, rayos todos ellos más
luminosos que los del sol, que representan vuestras divinas virtudes, las cuales
tenéis en tan gran número que no pueden ser enumeradas como no pueden serio
los cabellos de la cabeza. ¡Bendita sea, Santísima Virgen, adorabilísima Señora mía, vuestra modestísima faz, más blanca y brillante que la luna, pues nunca alzó fiel alguno la vista hacia vos en este mundo tenebroso, que dejase de experimentar en su alma alguna consolación espiritual! ¡Benditas sean, oh sacratísima Virgen María, queridísima Señora mía, vuestras cejas y vuestros párpados, más brillantes que los rayos del sol! ¡Benditos vuestros ojos tan pudorosos, que nunca jamás apetecieron nada de las cosas perecederas que en este mundo vieron; y además cuando los elevabais al cielo, vuestras miradas eclipsaban la claridad de las estrellas delante de la corte celestial! ¡Benditas, oh sacratísima Virgen, mi soberana Señora, sean vuestras bienaventuradas mejillas, más blancas y encendidas que el alba, que aparece en su rostro de una albura y rosicler tan agradables; y así, durante vuestra permanencia en este mundo, vuestras mejillas castísimas se coloreaban de una belleza en extremo brillante a los ojos de Dios y de los Ángeles, ya que ni la vanagloria ni la pompa mundana os alcanzaron! ¡Benditos y adorados sean, oh amabilísima María, y queridísima Señora mía, vuestros castísimos oídos, cerrados siempre a las palabras mundanas que pudieran profanarlos! ¡Bendita, oh Virgen santa, divina María, soberana señora mía, vuestra nariz sagrada, cuyas respiraciones todas se acompañaron de un suspiro de vuestro Corazón y de elevaciones de vuestra alma hacia Dios, aun durante vuestro sueño. Suba hasta vuestro santo olfato el suavísimo olor de toda clase de alabanzas y bendiciones, más excelente que el de olorosísimas hierbas, y delicados perfumes! Loada sea infinidad de veces, oh Virgen sagrada, divina María, santísima Señora mía, vuestra bendita lengua, incomparablemente más agradable a Dios que todos los árboles frutales. Pues no solamente no pronunció jamás palabra ofensiva a nadie, sino que ni profirió palabra siquiera que no aprovechase a otros. Cuantas palabras pronunciaba iban sazonadas con una prudencia y dulzura tan grandes, que nunca hubo fruto tan delicioso al gusto, ¡tan agradable era escucharlas! Alabada sea eternamente, oh preciosísima Virgen, oh divina María, Reina y Soberana mía, alabada sea vuestra digna boca con sus santos labios, más bellos sin comparación que todas las rosas y las más placenteras flores; singularmente por aquella benditísima y humildísima palabra que pronunció, ante el ángel venido del cielo a Vos, cuando puso Dios por obra el decreto de la Encarnación en el mundo, predicho antes por boca de los profetas. Ya que en virtud de esta santa palabra debilitasteis el poder del demonio en el infierno, y fortificasteis los coros angélicos en el cielo. Oh María, Virgen de las vírgenes, Reina mía y única consolación después de Dios, benditos sean por siempre, ya que ningún otro empleo hicisteis de estos santos miembros que no se dirigiese a honrar a Dios o al amor del prójimo. Y como los lirios se mueven al soplo del viento, así vuestros sagrados miembros tan sólo se movían y actuaban bajo el impulso y dirección del Espíritu Santo. Benditos sean de todo corazón, Princesa mía, fortaleza y delicia mías, benditos sean vuestros santísimos brazos, benditos vuestros sagrados dedos y purísimas manos, adornadas de tantas piedras preciosas como acciones realizaron; ya que por la santidad de vuestras acciones atrajisteis fuertemente a Vos al Hijo de Dios, al par que vuestros brazos y manos le estrecharon fuertemente contra el Corazón, con el más ardiente amor de madre que imaginarse pueda. Benditos sean con todo mi afecto, Reina de mi corazón, luz de mis ojos, benditos y glorificados sean vuestros sagrados pechos, dulcísimas fuentes ambos de agua viva, y aun mejor, de leche y miel, que alimentaron y dieron la vida al Creador y a las criaturas, que nos procuran continuamente los remedios necesarios a nuestros males, y refrigerio en nuestras aflicciones. Bendito sea, oh María, Virgen gloriosa, gloriosísima reina mía, bendito sea vuestro precioso pecho, más puro que el oro fino; pues que vivió oprimido bajo el dolor de violentísimos dolores, cuando en el Calvario, escuchabais los golpes de los esbirros con el martillo sobre los clavos con que taladraban las manos y pies de vuestro amadísimo Hijo. Y, aunque tan ardientemente lo amabais, preferisteis sin embargo sobrellevar aquel terrible suplicio y verle morir por la salvación de las almas, antes que verle vivir dejando morir a las almas con muerte y perdición eternas. Por lo cual permanecisteis firme y constante en medio de los más crudos tormentos, con una plena conformidad con la divina Voluntad. Amo, venero y glorifico, Virgen incomparable, amabilísima María, vida y alegría de mi corazón, con toda mi alma, vuestro dignísimo Corazón, tan encendido en ardentísimo celo de la gloria de Dios, que las llamas celestiales de vuestro amor se elevaban hasta el Corazón del Padre eterno, atrayendo a su Hijo unigénito, con el fuego del Espíritu Santo, a vuestras purísimas entrañas, quedando no obstante, en el seno del Padre. Alabanza y bendición eternas, oh María, adorabilísima Señora, Virgen a la vez purísima y fecundísima, a vuestras benditas entrañas que produjeron el fruto admirable, que da infinita gloria a Dios, y es la incomprensible alegría de los Ángeles y la vida eterna de los hombres. Alabanza inmortal, sapientísima Virgen, Soberana Señora mía, alabanza inmortal a vuestros sacratísimos pies, que llevaron al Hijo de Dios, y rey de la gloria en el período en que vivió encerrado en vuestro virginal vientre. ¡Oh! ¡Qué hermoso seria contemplar la modestia, majestad y santidad con que Vos caminaríais! Sin duda que no disteis paso alguno que no contribuyese a contentar de modo especialísimo al Rey del cielo, y a llenar de dicha a la celestial corte. Adorados, alabados y glorificados sean, ¡oh admirable María, divina Virgen, Amabilísima Madre, adorados sean el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en su incomprensible majestad, por cuantos favores dispensaron a vuestro santísimo cuerpo, agradabilísima morada del que alaban los ángeles todos en el cielo y venera la Iglesia entera sobre la tierra! Honor por siempre, alabanza perpetua, bendición, gloria e infinitas acciones de gracias a Vos, mi Señor, Rey y Dios mío, que creasteis esta nobilísima y purísima Virgen, y la hicisteis vuestra digna Madre, por todas las alegrías con que, por su medio, habéis colmado a los ángeles y santos del cielo, por todas las gracias que habéis distribuido a los hombres en la tierra, y por cuantas consolaciones habéis departido a las almas que penan en el purgatorio»[62]. De esta forma honra Nuestro Señor Jesucristo, por si y por los santos, las facultades, no solamente del alma, sino también del cuerpo de su gloriosa Madre. Ello me lleva a deducir una importantísima y favorabilísima consecuencia para el Corazón augustísimo de esta Madre de amor, como podremos comprobar en el párrafo siguiente[63]. |
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