CAPÍTULO VII
Sexto cuadro del santísimo Corazón de la bienaventurada Virgen,
que es el Paraíso Terrenal
Una de las más expresas figuras que la poderosísima y sapientísima mano
del Padre Eterno nos ha trazado del Corazón dichoso de su, muy amada Hija
la Preciosísima Virgen, es el Paraíso Terrenal que se nos
describe en los capítulos segundo y tercero del Génesis. Es un
muy excelente cuadro que su infinita bondad nos ha dado de este buenísimo
Corazón. Es un paraíso que representa perfectamente otro paraíso. Es el
paraíso del primer hombre, que nos manifiesta excelentemente el paraíso
del segundo.
Comencemos por el nombre. Si consultamos al oráculo divino, veremos que
este primer paraíso es llamado «Paraíso de deleite, lugar de placer,
jardín de delicias», nombre que perfectamente conviene al Corazón
sagrado de la Madre de Dios, verdadero paraíso del nuevo hombre Jesús;
Jardín del Bien Amado, Jardín cerrado y doblemente cerrado, Jardín de
delicias. Son tres nombres que el Espíritu Santo da al Corazón de su
Santa Esposa, y que dicen mucho.
Primeramente, es el Jardín del Bienamado. Pues no oís
cómo este divino Espíritu la hace hablar de este modo: «Que venga mi
bienamado a su jardín». ¿Quién es este bien amado del que habla? ¿No
es acaso su Hijo Jesús, el único objeto de su amor? ¿Qué jardín es éste,
al cual ella le invita a venir, sino su Corazón virginal, según la
explicación del sabio, al cual ella le atrajo como ha sido dicho, por su
amor, por su humildad? De suerte que el jardín del Bien Amado es el Corazón
de la bien amada; el Corazón de María es el Jardín de Jesús.
En segundo lugar, es un Jardín cerrado, dice, su celestial
Esposo. Mas ¿por qué dice dos veces que es un jardín cerrado? No sin
misterio: Es para enseñarnos que el Corazón de su queridísima Esposa
está absolutamente cerrado a dos cosas: cerrado al pecado, que jamás en
él tuvo entrada, lo mismo que a la serpiente que es el autor del pecado;
cerrado al mundo y a todas las cosas del mundo, y en general a todo lo que
no es Dios, el cual ha estado siempre ocupado, sin dar lugar a cualquier
otra cosa.
Es también para manifestarnos que siempre estuvo doblemente cerrado al
pecado, es decir, por dos fuertes murallas; y doblemente cerrado al mundo
y a todo lo que no es Dios, por otras dos inquebrantables murallas.
¿Cuáles son estas murallas que le cerraron al pecado? Es la gracia
extraordinaria que fue concedida a la Santísima Virgen, en el momento de
su inmaculada concepción, la cual cerró la entrada de su Corazón y de
su alma al pecado original; y es el grandísimo odio al pecado del que
siempre estuvo lleno su Corazón, el que cerró su puerta a toda clase de
pecado actual.
¿Y cuáles son las otras dos murallas, que lo han cerrado también al
mundo y a todas las cosas creadas? La primera es el perfecto amor de Dios,
del que estuvo siempre tan henchido, que en él nunca hubo lugar para
ninguna criatura. La segunda es el perfecto conocimiento que esta divina
María tenia de sí misma y de todas las cosas creadas. Pues, como sabía
muy bien que por sí misma nada era y nada merecía, así nada se
apropiaba, estimándose indigna de todo; y, como conocía clarísimamente
que todas las cosas que hay en el inundo nada son, no les daba entrada
alguna en su Corazón, que Ella sabía que había sido creado, no para las
cosas que no son nada, sino para aquel que lo es todo. He aquí las
razones porque el Espíritu Santo dice dos veces que es un Jardín
Cerrado.
El tercer nombre que le da, al contemplarla en su figura que es el primer
paraíso, es el de: Jardín de Delicias. Pues en
efecto es el jardín de las delicias del Hijo de Dios, y de sus más
grandes delicias, después de aquellas de las que ha gozado desde toda la
eternidad en el seno y en el Corazón de su Padre.
Si Vos nos aseguráis, Jesús mío, que vuestras delicias son estar con
los hijos de los hombres,
aunque estén tan llenos de pecados, de ingratitudes, de infidelidades, ¿qué
delicias no tendrías en el amabilísimo Corazón de vuestra Santísima
Madre, donde jamás habéis visto nada que no os fuese agradable, donde
siempre habéis sido alabado y glorificado y amado más perfectamente que
en el paraíso de los Querubines y de los Serafines? Ciertamente se puede
bien afirmar que después del seno adorable de nuestro Padre eterno, no ha
habido ni habrá jamás un lugar tan santo, tan digno de vuestra grandeza
y tan lleno de gloria y de contento para vos, como el Corazón virginal de
vuestra bienaventurada Madre.
De aquí viene, Salvador mío, que después que Ella os ha invitado a
venir a su jardín, esto es a su Corazón, diciéndoos: Veniat Dilectus
in hortum suum, Vos le hayáis respondido: «He
venido a mi jardín Hermana mía, Esposa mía; en él he recogido mi mirra
con mis aromas», es decir, he recogido todas las mortificaciones y
angustias de vuestro Corazón, y todos los actos de virtud que ha
practicado por mi amor, a fin de conservarlos en mi Corazón, y cifrar en
ellos mi alegría y mi gloria eternamente: «En él también he comido mi
miel, y en él he bebido mi vino y mi leche»[180]
es decir, encuentro tantas delicias en este paraíso que mi eterno Padre
me ha dado, que me parece que tengo en él un continuo festín, y un festín
de miel, de vino y de leche.
Esto por lo que se refiere al nombre.
¿Queréis ahora saber quién fue el que hizo el paraíso terrenal?
Escuchad la divina Palabra: ‘Fue Dios, fue el Señor quien plantó por
su propia mano el paraíso de delicias desde el comienzo del mundo».
Fue su infinita bondad para con el primer hombre la que le obligó a hacer
este primer paraíso para él y para su posteridad, con el objeto de
hacerles pasar, en caso de haber sido obedientes, de un paraíso terrestre
y temporal a otro celestial y eterno.
De igual manera, el amor incomparable del eterno Padre al segundo Adán,
es decir a su hijo Jesús, fue el que le hizo crear este segundo Paraíso
para él y para sus verdaderos hijos, los cuales permanecerán en él
eternamente con su buen Padre, quien desde ahora les hace y les liará por
siempre participantes de las santas y divinas delicias que él posee. Por
esto, después que ha dicho a su dignísima Madre que ha venido a su jardín
para comer en él su miel y beber su vino y su leche, se dirige a sus
mismos hijos y les dice: «Comed y bebed conmigo, amigos, y embriagaos,
carísimos».
Qué significa el caminar de las tres Personas eternas por las tres
alamedas del Paraíso? He aquí su sentido: El Padre se pasea por la
primera, que figura la memoria, para excitar a su Hija predilecta a
acordarse no sólo de todas las gracias que ella recibió de su bondad,
sino también de todos los bienes que otorgó a todas las creaturas, para
bendecirle y darle gracias continuamente por ello. El Hijo se pasea por la
segunda alameda, que designa al entendimiento, para iluminarlo con sus
luces celestiales y hacerle conocer su adorabilísima voluntad en todas
las cosas de su santísima Madre, a fin de que la siga en todo y en todas
partes. El Espíritu Santo se pasea por la tercera alameda, que es la
voluntad, para animarla a ejercitar incesantemente su amor a Dios y su
caridad con las creaturas de Dios.
Además, este santo caminar de estas tres adorables Personas por nuestro
verdadero Paraíso terrestre y celestial al mismo tiempo, es decir, por el
Corazón de nuestra incomparable, María, representa las impresiones y
comunicaciones que, en un grado altísimo, hicieron de sus divinas
perfecciones a este mismo Corazón: el Padre, de su poder; el Hijo, de su
sabiduría; el Espíritu Santo, de su bondad. Por una participación
eminentísima del poder del Padre, este Corazón maternal de nuestra dignísima
Madre tiene todo poder para ayudar, favorecer y llenar a sus verdaderos
hijos de toda suerte de bienes; por una comunicación abundantísima de la
sabiduría del Hijo, sabe una infinidad de medios y de invenciones para
hacerlo; y por una impresión fortísima de la bondad del Espíritu Santo,
está todo él lleno de caridad y de benignidad para quererlo hacer.
En fin, la divina Misericordia y las tres Personas de la santísima
Trinidad reciben un contento singular al caminar sobre las violetas de que
están cubiertos estos cuatro paseos, porque no hay nada que contente
tanto a su Divina Majestad como la humildad, y sobre todo la humildad del
Corazón de la más digna y de la más elevada de todas sus creaturas.
Cuando Dios camina sobre estas violetas, ellas se abajan, después se
vuelven a levantar y quedan más hermosas. Es para hacernos ver que
cuantas más gracias concedió Dios a este mismo Corazón por la impresión
y comunicación de sus divinas perfecciones, tanto más él se abajó por
su humildad, a vista de su nada; y luego se levantó por el amor a Dios, a
vista de su bondad; y así quedó más agradable a su Divina Majestad.
Cierto que es cosa grande en nuestra humildísima María, el ser Virgen;
es cosa más grande el ser Virgen y Madre al mismo tiempo; es cosa grandísima
el ser Virgen y Madre de un Dios. Pero lo que es admirable sobre todas las
cosas es, que siendo tan grande como era, y elevada en alguna manera
infinitamente sobre todas las cosas creadas por su dignidad en cierto modo
infinita de Madre de Dios, se humilló siempre por debajo de todas las
creaturas, creyéndose la más pequeña y la última de todas. ¡Oh
humildad maravillosa del Corazón de María!
¡Oh humildad santa, que podría decir cuán agradable eres al que ama
tanto los corazones humildes y odia tanto los soberbios! Tú eres,
humildad divina, la que proporcionaste un paraíso de delicias a mi Jesús
en el Corazón de su sacratísima Madre. Tú eres también la que haces
que él habite y tenga sus delicias en todos los corazones que son
verdaderamente humildes: como por el contrario, el demonio habita en los
corazones soberbios.
Sí, querido hermano, tú que lees esto, sabes que si la verdadera
humildad está en tu corazón, éste es un paraíso para Jesús que pone
en él su deliciosa morada. Pero si en él hay orgullo, es un infierno
Heno de horror y de maldición donde residen los diablos. Y por tanto,
teme, detesta, huye de la vanidad y la arrogancia: ama, desea, practica la
humildad en todas las maneras posibles y graba en tu corazón estas
palabras del Espíritu Santo: «Humíllate en todas las cosas, y
hallarás gracia ante Dios, ya que él es honrado por los humildes».
Veo allí en primer lugar el árbol de la vida y el árbol de la ciencia
del bien y del mal, que están plantados en el centro, y muchos otros árboles
que producen toda clase de frutos agradables a la vista y deleitables al
gusto. Pero vernos otros árboles incomparablemente mejores en nuestro
segundo Jardín, de los cuales, los primeros no son más que sombras.
Allí no vemos el verdadero Árbol de la vida, que es Jesús, el
Hijo único de Dios, a quien su Padre plantó en el centro de este divino
Paraíso, es decir, en el Corazón virginal de su santísima Madre, cuando
el Ángel le dijo: Dominus tecum: «El Señor es contigo»:
Lo cual explica San Agustín de esta manera: «El Señor es contigo, para
estar en tu Corazón primeramente, después para estar en tu vientre
virginal; para llenar el seno de tu alma, y después para llenar tus entrañas
purísimas».
¿No es el fruto de este Árbol de la vida quien nos devolvió la vida y
la vida eterna, el que hablamos perdido al comer otro fruto que nos había
sido presentado por una mujer que se llamaba Eva? Y este fruto de vida ¿no
nos fue dado por manos de otra mujer, toda divina que se llama María?
Habla San Bernardo: «¿Qué decías, Adán?». «La mujer que me hablas
dado, me dio el fruto del árbol, y comí». «Esas palabras más bien que
disminuir, aumentan tu falta». «Cambia, pues, esa mala excusa en un
grito, de acción de gracias, y di»: «Señor, la mujer que me diste me
dio el fruto del árbol de la vida, y comí, y mi boca la halló más
dulce que la miel, porque tú me has dado la vida con este precioso fruto
Y a continuación, el mismo santo exclama: «Oh Virgen maravillosa y dignísima
de todo honor! ¡Oh mujer, que merece una veneración singularísima! ¡Oh
mujer admirable, más que todas las mujeres, que reparaste la falta de tus
padres, y diste la vida a aquellos de tu raza que vendrían después de ti».
Ese es el primer árbol que vemos en nuestro segundo Paraíso, más
celestial que terreno.
Tampoco vemos allí al árbol de la ciencia
del bien y del mal, puesto que el Corazón
luminosísimo y esclarecidísimo de la Madre de Dios, que es la casa del
Sol, como se ha dicho, y que llevó siempre en si a aquel en el que están
escondidos todos los tesoros de la ciencia y de la sabiduría de Dios, fue
henchido de la ciencia de los Santos, de la ciencia y de la sabiduría del
Santo de los santos, que le hizo conocer perfectamente el bien que es Dios
y le dio un conocimiento clarísimo del sumo mal que es el pecado. Mas
porque ella no conoció el pecado como lo conocieron Adán y Eva,
trasgrediendo el mandato de Dios, sino que lo conoció en la luz de Dios y
como Dios lo conoce, aborreciéndolo como Dios lo aborrece, el fruto de
este árbol no fue para ella funesto y mortal, como lo fue para el primer
hombre y la primera mujer, el del árbol de la ciencia del bien y del mal
que había en el primer paraíso.
De suerte que, como Dios dijo a Adán después de su pecado, pero en un
sentido que se dirigía a su confusión y condenación: He aquí a Adán
que ha llegado a ser uno de
nosotros, que sabe el bien y el
mal: lo mismo se podría decir de nuestra preciosísima Virgen,
pero en un sentido que redunda en su alabanza y gloria: He aquí
a María que ha llegado a ser
semejante a nosotros, que conoce el
bien y el mal como nosotros lo
conocemos, que usa de este conocimiento
como nosotros usamos, y que por este
medio es santa y perfecta como nosotros
somos santos y perfectos.
Vemos todavía otros muchos árboles en nuestro nuevo Jardín, es decir,
en el Corazón de nuestra divina María, totalmente cargados de excelentes
frutos agradabilísimos a la vista y deliciosísimos al gusto del que los
plantó. ¿No son éstos los frutos de que habla a su Predilecto, cuando
le dice: «Venga mi Predilecto a su jardín y coma el fruto de sus
manzanos»? Su fe, su esperanza, su caridad, su sumisión a la divina
Voluntad, son otros tantos árboles plantados en su — Corazón, que
produjeron una infinidad de hermosos frutos. Su pureza virginal, ¿no es
un árbol celestial que dio el fruto de los frutos, el Rey de las Vírgenes,
y después tantos millones de santas Vírgenes como ha habido, hay y habrá
en la Iglesia de Dios? Su celo ardentísimo por la gloria de Dios y la
salvación de las almas, ¿no es un árbol divino que dio tantos frutos
cuantas son las almas a cuya salvación ella ha cooperado?
Como conclusión de este capítulo, después de haberte puesto ante los
ojos al Corazón bienaventurado de la Madre de Dios como el Paraíso de
las delicias del Hombre-Dios, te diré. querido hermano, que es
absolutamente necesario que tú corazón sea o un infierno dé suplicios
para ti, o un paraíso de delicias para ti y para Jesús.
Escoge, pues, hermano; porque en tu mano está hacer de tu corazón un
paraíso o un infierno. Si deseas hacer de él no un infierno, sino un
paraíso, tienes que practicar tres cosas:
La primera, es echar fuera de él a la serpiente y al hombre viejo, es
decir, a todos los enemigos de Dios.
La segunda, considerar al Corazón virginal de tu dignísima Madre, como
al primer Paraíso de las delicias de Jesús, y como al modelo y ejemplar
de muchos otros paraísos que él quiere tener en los corazones de sus
verdaderos hijos, y especialmente en el tuyo; y por consiguiente, examinar
cuidadosamente la forma y el estado de este sagrado Jardín, para preparar
tú uno semejante en tu corazón; volver a ver y a estudiar lo que se dijo
antes, tocante a lo que esta Santísima Virgen hizo con las tres potencias
de su alma, con sus sentidos interiores y exteriores y con sus pasiones, a
fin de hacer tú lo mismo con las tuyas, en cuanto te sea posible con la
gracia de su Hijo; plantar en el centro de tu jardín el árbol de la vida
que es Jesús, y hacer de tal suerte por la fidelidad y la perseverancia,
que quede allí arraigado tan profundamente que jamás pueda ser separado
de allí; plantar también allí el árbol de la ciencia del bien y del
mal, ejercitándote en el conocimiento de Dios que te lleve a amarle, y en
el conocimiento del pecado que te lleve a odiarlo; y plantar además los
santos árboles de la fe, de la esperanza y de la caridad, de la sumisión
a la voluntad de Dios, del celo por su gloria y por la salvación de las
almas, que producen abundantemente frutos de toda suerte de buenas obras.
También plantar allí las flores de todas las demás virtudes,
especialmente el cultivo del temor de Dios, sólo el cual es capaz de
cambiar tu corazón en un paraíso de bendición,
la violeta de la humildad, el lirio de la pureza, la rosa de la caridad y
el clavel de la misericordia: «La gracia, dice el Espíritu Santo,
es decir, la misericordia y compasión de las miserias del prójimo, es un
paraíso de bendiciones para los que la ejercitan». Más, regar todos
estos árboles y todas estas flores con las aguas vivas de la gracia y de
la devoción, que debes sacar de la fuente de los santos Sacramentos, de
la oración y de la lectura de libros de piedad.
La tercera cosa que tienes que hacer, después de todo eso, te lo declara
Dios en estas palabras: «Guarda tu corazón con todo el cuidado y la
diligencia posibles, porque él es el principio de la vida». Para ello,
ponlo confiadamente en las manos de Dios; porque si lo guardas en las
tuyas, seguro que lo perderás; y pídele que ponga a la puerta de este
paraíso un querubín, con una espada resplandeciente en su mano, es
decir: la ciencia y el conocimiento de ti mismo, verdadera madre de la
humildad, que es el guardián de todos los tesoros del cielo en un corazón—,
con el verdadero amor de Dios, que es una espada cortante de dos filos,
que corta la cabeza del amor propio y del amor al mundo, que son dos
fuentes envenenadas con todas las aguas pestíferas del infierno, que harían
morir todos los árboles y todas las flores de tu jardín, si entrasen en
él.
Si procuras hacer estas tres cosas, que son fáciles con la gracia de
Dios, que no la niega a los que se la piden, tu corazón será un paraíso
delicioso para Jesús, el cual nos asegura que sus delicias son estar con
los hijos de los hombres; y para ti un paraíso de paz, de reposo y de
dulzura increíble.
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