LIBRO TERCERO
Que contiene otras seis imágenes del
Corazón Virginal de la Reina del Cielo
CAPÍTULO 1
Séptima imagen del Corazón sagrado de la Madre de Dios, que es la Zarza
ardiente que vio Moisés sobre el monte Horeb
1. ARBUSTO DE DIOS
Orígenes, San Gregorio de Nisa,
San Bernardo y muchos otros santos Padres están de acuerdo en que esta Zarza
ardiente, de la que habla el capítulo tercero del Éxodo, es una
figura de la Santísima Virgen, la cual llevó, dice San Germán, patriarca de
Constantinopla, en una naturaleza mortal y corruptible,
el fuego consumidor de la Divinidad,
sin ser consumida. Pero el doctísimo y piadosísimo Juan
Gersón, canciller de la célebre Universidad de París y uno de los más
ilustres Doctores de esta famosísima Academia de ciencias divinas y humanas,
escribiendo sobre el divino Cántico de la bienaventurada Virgen, y hablando
de su Corazón sagrado, dice que estaba figurado en esta
misma zarza ardiente que Moisés vio
sobre el monte Horeb. Y no habla de este modo sin
razón: porque en efecto, este prodigio extraordinario de una zarza que se
quema en medio de un fuego ardentísimo y que no se consume, es una bellísima
imagen de este mismo Corazón, que se encuentra allí perfectísimamente
descrito en muchas cosas.
No debemos menospreciar esta zarza
porque no es sino una zarza, un miserable arbusto, el último de todos los
arbustos. Por el contrario, lo debemos respetar, ya que Dios lo honró hasta
el punto de escogerlo, a despecho de los altísimos cedros del Líbano, para
hacer brillar en él el esplendor de su gloria en medio del fuego y de las
llamas en que se estaba abrasando. ¿Quieres saber por qué? Escucha al Espíritu
Santo: «El Señor, aunque infinitamente elevado sobre todas las cosas y altísimo,
sin embargo se complace en mirar de cerca y con mirada benigna y amorosa las
cosas pequeñas y humildes; mientras que las cosas grandes y elevadas no las
conoce más que de lejos, como desdeñándolas y despreciándolas»[187].
He ahí por qué miró la humildad
de su sierva: Respexit humilitatem ancillæ suæ[188],
la profundísima humildad del Corazón de María, de la que dice San Bernardo:
Con razón, la que se tenía a si misma en su espíritu y en su Corazón por
la última de todas las creaturas, fue constituida la primera, porque, no
obstante de ser como era, la primera, sin embargo se trataba como si fuera la
última. Pues bien, es esta humildad del Corazón de la Reina del cielo, lo
que se representa en la pequeñez de la zarza misteriosa del monte Horeb.
No debemos tener aversión ni
horror hacia esta zarza por causa de las espinas punzantes con que está por
todas partes defendida, por dentro y por fuera. Al contrario, debemos amarla
por este motivo, ya que Dios la ama por esta consideración. He aquí dos
causas, además de la que ya dije referente a la pequeñez y humildad:
La primera es porque el Corazón
de Dios está donde está el odio al pecado, el Corazón de Dios ama todos los
corazones que odian el pecado, el Corazón de Dios se complace en todos los
corazones a los que desagrada la iniquidad; tanto cuanto se le asemejan en el
odio a lo que él odia infinitamente. De donde resulta que este Corazón
adorable tiene un amor mucho mayor al Corazón amabilísimo de la
bienaventurada Virgen, que a todos los corazones de los hombres, y de los Ángeles;
porque como nunca jamás ha habido un corazón que amara tanto a Dios, tampoco
ha habido jamás quien tuviera tanto horror a lo que es contrario a Dios. Y he
aquí por qué ama Dios a esta zarza ardiente, tanto, que, como el fuego que
la quema representa el fuego del amor divino que abrasa el Corazón de María,
así las espinas, de las que está totalmente lleno, significan el odio casi
infinito que llena absolutamente este Corazón frente al pecado.
La segunda causa es porque estas
espinas representan los dolores agudísimos y las aflicciones sutilísimas que
afligieron, traspasaron y desgarraron mil y mil veces el Corazón de la
preciosísima Virgen y que él sufrió con un grandísimo amor a Dios y una
ardentísima caridad hacia los hombres. Por lo cual puso Dios en él sus
complacencias y estableció allí el trono de su gloria, porque no hay nada
que le sea tan agradable ni en que sea glorificado tanto, como un corazón
angustiado y lleno de tribulaciones y que se porta en ellas como debe. Si
sufrís alguna injuria, dice el Príncipe de los Apóstoles,
y la sufrís por el nombre de Jesucristo,
es decir, según su espíritu y como Él la sufrió, bienaventurados sois,
porque el honor, la gloria, la virtud
y el espíritu de Dios reposan en
vosotros[189].
Pero lo principal que tenemos que
considerar en esta zarza, es lo que significan estas palabras de Moisés: «Iré
y veré esta grande cosa que aparece a mis ojos, por qué esta zarza arde y no
se consume»[190].
Porque él veía, dice el texto sagrado, que la zarza estaba en medio de un
fuego ardentísimo que sin embargo no la consumía.
Gran prodigio, en verdad; pero que
no es más que la pintura de un milagro mucho mayor que tuvo lugar en el Corazón
de nuestra Madre admirable; el cual es un abismo de toda suerte de maravillas,
entre las que una de las principales es ésta: que, mientras esta Madre del
amor hermoso vivió en este mundo, su Corazón estuvo de tal modo abrasado en
el amor de su Dios, que las llamas de este fuego sagrado habrían consumido su
vida corporal, si no hubiese sido conservada milagrosamente en medio de estos
celestes abrasamientos. De suerte que era un milagro mucho mayor verla
subsistir en medio de estos divinos incendios sin ser en ellos aniquilada, que
el milagro de la zarza de Moisés, y que el de la conservación de los tres jóvenes
en el horno de Babilonia, de que hablaremos más ampliamente después.
Ya ves por todo esto cómo la
zarza ardiente del monte Horeb no es la menor imagen del Corazón santísimo
de la Madre del amor.
Pero, ¿sabes tú bien, querido
hermano, que es absolutamente necesario que tu corazón arda en este fuego que
inflamó el Corazón virginal, en este fuego que el Hijo de Dios, según él
nos dijo, vino a traer a la tierra para prenderlo por todas partes, o bien que
arda eternamente en el fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles?
¡Oh Dios! ¡Qué diferencia entre estos dos fuegos! Cómo puede uno durar
siempre en medio de estos fuegos devoradores y de estos incendios eternos,
sobre los cuales Dios dice a todos los hombres: «¿Quién de vosotros podrá
habitar con el fuego devorador? ¿Quién de vosotros podrá habitar con los
ardores eternos?[191].
Pero ¿cuáles serán las dulzuras, los gozos, los encantos de los que ardan
para siempre con los Serafines y con todos los celestiales amantes del amabilísimo
Jesús, en los fuegos deliciosos de su divino amor? Oh, ¿qué no se deberá
hacer para preservarse de una tan espantosa desgracia, y para poseer una dicha
tan apetecible?
Alégrate, tú que lees o escuchas
estas cosas, y da gracias a Dios porque eso todavía está en tu mano, ya que
todavía estás en este mundo, y porque hasta te es más fácil ser del número
de los que se verán embriagados por toda una eternidad, en las delicias
inconcebibles del amor eterno, que perderte con los que han de sufrir para
siempre los horribles suplicios de los fuegos del infierno. Si deseas evitar
esto y gozar aquello, trabaja por extinguir enteramente en tu corazón el
fuego del amor al mundo y del amor a ti mismo, el fuego infernal de la
concupiscencia, el fuego de la ambición, el fuego de la ira, el fuego de la
envidia. Entrega tu corazón a Jesús, y pídele que encienda en ti este fuego
que él vino a traer a la tierra; y para esto, dile frecuentemente con San
Agustín: «Oh fuego que siempre ardes y nunca te extingues; oh amor siempre férvido
y que nunca disminuyes, quémame y abrásame totalmente, para que yo sea todo
fuego y todo llama de amor a ti».
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