CAPÍTULO IV
Décima imagen del santísimo Corazón de la bienaventurada Virgen, que es el
Templo maravilloso de Jerusalén
1. FIGURA Y
REALIDAD
Una de las mayores maravillas que
hubo en este inundo, durante el tiempo de la Ley mosaica, fue el Templo de
Salomón, obra en verdad admirable por todos los conceptos.
Pero ese templo tan admirable no
era más que una figura y una sombra de muchas clases de templos que hay en la
religión cristiana. Era figura de la humanidad sagrada del Hijo de Dios: Destruid
este templo, decía él a los judíos, hablando de su cuerpo, y
yo lo reedificaré en tres días.
Era figura de la santa Iglesia. Era figura de todo cristiano. Era figura de
nuestros templos materiales.
Era también figura y una imagen más
de otro templo más santo y más augusto que todos los precedentes, excepto el
primero. ¿Qué templo es éste?; es el Corazón sagrado de la santísima
Madre de Dios. Porque lo que la Iglesia dice de su persona, que la llama templum
Domini, sacrarium Spiritus Sancti: «El templo del Señor, el sagrario del
Espíritu Santo», bien se puede decir con mucha mayor razón de su Corazón;
ya que, como antes demostramos, este divino Corazón es la fuente de todas las
cualidades y excelencias de que está adornada. Y si, según la divina
Palabra, el cuerpo de un cristiano es el templo de Dios, ¿quién se atreverá
a disputar esta cualidad al dignísimo Corazón de la Madre de todos los
cristianos?
Digo, pues, que este santo Corazón
es el verdadero templo de la Divinidad, el sagrario del Espíritu Santo, el
santuario de la santísima Trinidad.
Es un templo que fue edificado, no
ya por una gran multitud de obreros, como el de Salomón, sino por la mano
todopoderosa de Dios, que puede hacer cosas infinitamente mayores en un
momento, que todos los poderes del cielo y de la tierra en una eternidad.
Es un templo que fue consagrado
por el sumo Pontífice Jesucristo, Nuestro Señor.
Es un templo que jamás fue
profanado con ningún pecado.
Es un templo adornado de toda
suerte de gracias ordinarias y extraordinarias, y de todas las virtudes
cristianas en sumo grado.
Es un templo que no sólo está
todo cubierto de oro, sino que es todo él de finísimo y purísimo oro, y de
un oro infinitamente más precioso que todo el oro material que hay en el
universo. Porque este Corazón amabilísimo de la Madre del amor hermoso está
todo lleno de amor a Dios y de caridad para con nosotros, todo él
transformado en amor y en caridad, todo amor y todo caridad, y todo amor purísimo
y caridad perfectísima: amor más abrasado, más divino y más puro, y
caridad más inflamada, más santa y más excelente que el amor y la caridad
de todos los Serafines.
Es un templo que contiene en si
todas las riquezas de Dios y todos los tesoros del cielo y de la tierra:
porque guarda en sí todos los misterios de la vida del Hijo de Dios: Conservabat
omnia verba hæc in Corde suo; y
posee al Hijo del mismo Dios, que es el tesoro del Padre eterno, y que
encierra en sí todo lo que hay de rico y de precioso en la santísima
Trinidad.
Es un templo en el que el sumo
Sacerdote ofreció su primer sacrificio, en el momento de su Encarnación.
Es un templo en el que el Doctor
de los doctores y el Predicador de los predicadores, es decir, el mismo Jesús
que enseñó y predicó tantas veces en el templo de Jerusalén, nos da tantas
instrucciones santas y tantas predicaciones divinas cuantos son los ejemplos
en la práctica de todas las virtudes que nos ofrece este Corazón virginal.
Es un templo en el que Dios es
adorado más santamente, alabado más dignamente y glorificado más
perfectamente, después del templo de la humanidad sagrada de Jesús, que en
todos los demás templos materiales y espirituales que ha habido, hay y habrá
en el cielo y en la tierra. Porque los más pequeños actos de virtud, y hasta
los pensamientos piadosos de este santo Corazón, son más agradables a su
Divina Majestad y le tributan más honor y gloria que las mayores acciones de
los mayores Santos. Es lo que el Espíritu Santo nos quiere dar a entender,
cuando habla a esta incomparable Virgen de la manera que verás, la cual,
aunque llena de misterios muy encumbrados, sin embargo parece baja al sentido
humano. Porque, como Dios se complace en esconder sus tesoros en nuestros
Sacramentos, bajo un poco de agua, unas gotas de aceite y las apariencias de
un poco de pan y de vino: también se complace ordinariamente en exponernos
altísimos misterios y verdades subidísimas con expresiones vulgares y
comparaciones bajas, para confundir el orgullo y la vanidad del espíritu
humano, que es grande y magnífico en palabras, pero muy débil y muy mezquino
en los efectos.
Es, pues, un templo el Corazón de
nuestra divina María, y un templo tan lleno de singularidades y de
maravillas, que Dios, que dio al rey David la descripción de todas las partes
del templo de Jerusalén escrita de su propia mano, quiso poner los grandes y
maravillosos misterios que hay en este Corazón admirable.
La primera cosa importante que
observo en el templo de Salomón es el Candelabro de oro
que Moisés hizo hacer, por mandato de Dios, no echándolo en molde, sino a
fuerza de martillazos, para servir primeramente en el tabernáculo, y mucho
tiempo después para que fuera puesto en el templo de Salomón. Este
candelabro, en el que había siete lámparas, representa muchas y muy sublimes
cosas.
San Epifanio,
San Juan Damasceno,
y muchos otros santos doctores nos manifiestan que es figura de la sacrosanta
Madre de Dios, que, después de su Hijo Jesús, es el candelabro más luminoso
y la antorcha más brillante de la casa de Dios. «¡Oh candelabro virginal,
dice San Epifanio, que hizo ver el día a los que estaban en las sombras de la
noche! ¡Oh candelabro virginal que disipa las tinieblas del infierno, y que
hace brillar en nuestras almas la luz del cielo! ¡Oh candelabro virginal, que
siempre ha estado lleno del aceite de la gracia, y que ha conservado siempre
el fuego del amor divino con el que ha iluminado nuestros espíritus e
inflamado nuestros corazones? ¡Oh candelabro virginal, que ha extendido sus
divinos resplandores por toda la tierra!»
Verdaderamente, sacratísima
Virgen, tú eres el verdadero Candelabro de oro del verdadero templo de Dios,
que es su Iglesia, y con grande razón ella te saluda y reconoce como la
puerta por la que la luz entró en el mundo: Salve, porta, ex
qua mundo lux est orta. Mas ello pertenece
propiamente y de manera particular a tu santísimo Corazón, especialmente a
tu Corazón espiritual que comprende las tres facultades de la parte superior
de tu alma. Porque este Corazón es el asiento de la luz: de la luz de la razón,
de la luz de la fe, de la luz de la gracia. Es el trono del Sol eterno, y aun
es un sol que llena el cielo y la tierra con sus luces. En este sol puso el
Espíritu Santo su tabernáculo, y derramó sus dones con plenitud: el don de
sabiduría y de entendimiento, el don de consejo y de fortaleza, el don de
ciencia y de piedad, y el don del temor del Señor. En este candelabro colocó
él sus siete lámparas ardientes y brillantes. Es un candelabro que es todo
de oro puro, para significar la excelencia incomparable del amor y de la
caridad del Corazón de la Madre de Dios. Es un candelabro que fue hecho a
fuerza de martillazos, para mostrar que este Corazón virginal fue formado y
perfeccionado con los martillos de mil y mil tribulaciones. En fin, es un
candelabro admirable que ilumina divinamente y regocija maravillosamente a los
que moran en la casa de Dios.
¡Alabanzas eternas al que hizo
este hermoso candelabro y nos le dio! ¡Oh divino candelabro!, disipa nuestras
tinieblas, ilumina nuestros espíritus, derrama tus luces por todo el
universo, para que Dios sea conocido y amado de todos los hombres.
La segunda cosa notable que había
en el templo de Salomón es la Mesa. Estaba hecha para recibir los
panes de la proposición que los sacerdotes ofrecían todos los días a Dios;
así llamados porque estaban allí como propuestos o expuestos ante su Divina
Majestad en sacrificio perpetuo; y después, eran comidos por los sacerdotes.
Todos los santos Padres están de
acuerdo en que estos panes eran figura de Nuestro Señor Jesucristo, que es el
pan que descendió del cielo; pan de los Ángeles, pan de Dios, pan de los
hijos de Dios, pan que es el alimento y la vida de los cristianos, que tienen
todos el nombre de sacerdotes en las santas Escrituras: unos por oficio, del
cual poseen un carácter especial; otros por participación; Pan, en fin, que
está compuesto de la carne inmaculada y de la purísima sangre de la Virgen
Madre, y de la Persona del Verbo eterno, que es como el espíritu y la vida de
este pan vivo y vivificante.
Mas ¿cuál es la mesa que recibe
este pan divino, y que estaba figurada en aquella mesa que recibía los panes
de la proposición? San Germán, patriarca de Constantinopla, responde que es
la bienaventurada Virgen.
San Epifanio dice lo mismo: «María es la mesa espiritual de los fieles, que
nos dio el pan de vida».
«Esta mesa virginal está siempre cubierta de una gran abundancia de exquisitísimos
y excelentísimos manjares». Porque, como la mesa expone y da en alguna
manera el pan y los manjares de que está cubierta, y hasta invita y atrae
para comerlos, así la Madre del Salvador nos produjo y dio el verdadero pan
de vida, y nos llama e invita a comerle: Venid, dice, venid a comer mi pan.
Pues si por esta razón, estaba
ella representada por la mesa de los panes de la proposición, bien puede
decirse igualmente que esa misma mesa era figura de su sagrado Corazón, y que
este Corazón admirable es la verdadera mesa de la casa de Dios: Mesa que la
Madre del amor preparó para todos sus hijos’. Mesa hecha de una madera
absolutamente incorruptible, para hacer ver que el Corazón de esta Madre de
gracia, no sólo no sufrió jamás la corrupción del pecado, sino que hasta
era enteramente incapaz de él, por la grandísima abundancia de gracia de la
que estaba colmada. Mesa revestida toda de láminas de oro purísimo, es
decir, de las divinas perfecciones, como veremos en otra parte: Mesa que tiene
tres coronas de oro, que son: un amor purísimo a Dios, un amor perfectísimo
para con el prójimo, y una caridad desinteresadísima hacia ella misma.
La mesa ¿no está hecha para
recibir el pan que se ponga en ella, para llevarlo, para darlo y para ponerlo
en las manos y en la boca de los que lo comen? Pues ¿no es verdad que el
Corazón de la Madre de Jesús es el primero que lo recibió al salir del
Corazón de su Padre, y que lo recibió para dárnoslo? ¿No es verdad que, así
como el Padre eterno lo lleva desde toda la eternidad en su Corazón, la
bienaventurada Virgen lo llevará también por toda la eternidad en su Corazón?
¿No es verdad que así como este Padre adorable nos declara que su Corazón
paternal nos dio en la Encarnación y nos da aún todos los días en la
Eucaristía, a su Verbo y a su Hijo muy amado: Eructavit, o según otra
versión, Effudit Cor meum Verbum bonum: también esta misma
Virgen nos dio lo mismo de su Corazón materna], ya que la Iglesia nos la
presenta frecuentemente diciendo estas mismas palabras con el Padre eterno: Eructavit
Cor meum Verbum bonum?
Por lo cual el Espíritu Santo la hace hablar de este modo: «Yo estaba con él,
es decir, con el Padre eterno, disponiendo y ordenando todas las cosas»;
y según la dicción hebrea: Ego eram prope ipsum nutritia: «Yo estaba
con él y cerca de él en calidad de nutricia», para ser la Madre y la
nodriza de los hombres. Yo estaba unida estrechísimamente a él, de voluntad,
de espíritu y de Corazón; no teniendo más que una misma voluntad, un mismo
espíritu, un mismo Corazón con él, y Corazón totalmente abrasado de amor a
los hombres. Este amor le impulsó a darles a su único y muy amado Hijo: este
mismo amor me llevó a darles también este mismo Hijo, que es mi Hijo propio
y verdadero como lo era suyo; y a darles este Hijo, que es el fruto de su
Corazón y del mío, para que fuera el pan de sus almas y la vida de sus
corazones.
Los panes de la proposición se
cocían en vasos de oro: El Corazón de María es un vaso sagrado de oro purísimo,
en el que este pan divino fue cocido y preparado con el fuego de su amor y de
su caridad. Y por eso la llama San Epifanio: «un horno celeste y espiritual,
que nos dio el pan de vida».
Este santo Corazón es el altar,
como después. veremos, sobre el que se ofreció y presentó a Dios este Pan
del cielo: también este mismo Corazón es la mesa celestial en la que se nos
dio para alimento nuestro. Salió una vez del Corazón y del seno de su Padre,
para venir al Corazón y al seno de María: y sale todos los días y a todas
horas, sin salir, no obstante, del Corazón de su Padre y del Corazón de su
Madre para venir a nuestros corazones, y a nuestras almas por la santa
Eucaristía.
De este modo el Corazón sagrado
de nuestra piadosísima Madre es una santa mesa que lleva el pan de los Ángeles,
y que está siempre cubierto para nosotros de un festín magnífico, en que
los manjares extraordinarios son la carne adorable y la sangre preciosa de su
Hijo, que son una parte de su carne inmaculada y de su purísima sangre.
Aquí, carísimos hermanos,
exclama el santo Cardenal Pedro Damián, aquí os conjuro que consideréis
atentamente cuán deudores somos a esta dichosísima Madre de Dios, y
cuán obligados estamos a rendirle, después de Dios, acciones de
gracias. Porque este cuerpo adorable que recibimos en la santa Eucaristía, es
el mismo cuerpo que formó la dichosísima Virgen en sus entrañas, el que
llevó en su seno, y alimentó tan cuidadosamente, y esta sangre preciosa que
bebemos en el Sacramento de nuestra redención, es una parte de su sangre. ¿Qué
lengua podría, alabar dignamente a una tal Madre, que alimenta a sus hijos
con la carne inmaculada de sus entrañas, es decir, con aquel que dijo,
hablando de sí mismo: Yo soy el pan vivo que descendí, del cielo?
Por esta divina María, todavía
dice él mismo, comemos todos los días este pan celestial, porque por sus
oraciones Dios nos excita a recibirle, y nos da la gracia de recibirlo
dignamente. Porque, así como Eva indujo al hombre a comer del fruto
prohibido, que le causó la muerte: era conveniente que María nos excitara a
comer el pan de vida. Eva nos hizo gustar un fruto que nos privó de las
delicias del festín eterno de la casa de Dios: María nos dio un
manjar que nos ha abierto la puerta del cielo y nos ha hecho dignos de
sentarnos para siempre a la mesa del Rey de los Ángeles.
¡Oh, sea por siempre bendita y
honrada, en la tierra y en el cielo, esta buenísima María, que tuvo tanta
caridad con unas miserables creaturas, tan indignas de ello! ¡Oh, sea por
siempre alabado y glorificado por todo el universo su benignísimo Corazón,
tan lleno de amor a unos hijos que le son tan ingratos!
La tercera cosa importante que veo
en el templo de Salomón, es el célebre Altar de los perfumes.
Encuentro a muchos santos Intérpretes
de las divinas Escrituras que dicen que este Altar de los inciensos representa
los corazones de los fieles, que son otros tantos altares en los que debe
ofrecerse a Dios un sacrificio perpetuo de alabanza y de oración. Pues si los
corazones de los hijos estaban figurados en este altar, ¿cuánto más el
Corazón de la Madre, que, después del Corazón de Jesús, es el primero y el
más santo de todos los altares? Este es el altar de oro que hay delante del
trono de Dios, del que se habla en el capítulo octavo del Apocalipsis.
En este altar la Madre del Salvador ofreció a Dios un sacrificio de amor, de
adoración, de alabanza, de acción de gracias y de oraciones, más agradable
a su Divina Majestad, que todos los sacrificios que le fueron o serán jamás
ofrecidos en todos los demás altares.
¿Qué significan esos cuatro
olores de que está compuesto el timiama perpetuo? Es la práctica eminentísima
de cuatro virtudes principales, que estuvieron siempre en sumo grado en el
Corazón de la Reina de las virtudes, con cuyo ejercicio continuo ofreció a
Dios un sacrificio perpetuo de alabanza, de honor y de gloria, que le fue
infinitamente agradable.
La primera de estas cuatro
virtudes, es su fe vivísima y perfectísima, significada, dice Orígenes, por
la caracola o concha, que despide un olor muy agradable; porque la caracola
tiene en algún modo la forma de un escudo, y la fe tiene este nombre en las
santas Escrituras, siendo el verdadero escudo de nuestras almas, que las cubre
y las defiende contra las flechas envenenadas de los enemigos de su salvación;
como también porque la fe esparce dondequiera que se encuentra el buen olor
de Jesucristo.
La segunda de las cuatro virtudes
antedichas, es la pureza y la fuerza de su oración, representada por el
incienso.
La tercera, es su incomparable
misericordia y su caridad inestimable, señalada por el gálbano, que la
impulsó a darnos a su Hijo único para que fuera nuestra redención.
La cuarta, es la mortificación
sensibilísima y dolorosísima, figurada por la primera mirra, con la que
ofreció a este mismo Hijo en sacrificio a su eterno Padre, para nuestra
salvación.
He ahí el timiama perpetuo y el
sacrificio continuo que la Madre del Salvador ofreció durante todo el curso
de su vida en el altar de su Corazón, con tanto amor y tanta caridad, que
mereció ser asociada a su Hijo en el gran sacrificio que él hizo de sí
mismo para la salvación del universo.
«Oh gloriosa Virgen, tú eres
totalmente fuego de amor y de caridad», dice San Amadeo, Obispo de Lausana,
que vivió hace más de quinientos años. «Tú hiciste un sacrificio a Dios
de todo lo que tenías y de todo lo que eras, que le fue agradabilísimo. ¡Oh
admirable fénix!, tú acumulaste toda suerte de maderas aromáticas es decir,
todas las prácticas de las virtudes más extraordinarias, después, habiendo
prendido allí el fuego del amor divino, llenaste todo el cielo y a todos los
habitantes del cielo, de un olor maravilloso. Este es el dulcísimo perfume y
el excelentísimo timiama que sale del incensario del Corazón de María, y
que excede incomparablemente a todos los olores más agradables. Incensario
que, estando en las manos del sumo Sacerdote, no sólo envió su incienso
hasta lo más alto de los cielos, sino que él mismo fue elevado hasta el
trono del Rey eterno».
Te importa infinitamente, queridísimo
hermano, participar de los frutos del sacrificio del Hijo y de la Madre;
porque si no participas de ellos, jamás tendrás parte con ellos. Si deseas
tener parte en ellos, haz de tu corazón un altar, y ofrece en ese altar un
sacrificio semejante al sacrificio de tu Padre y de tu Madre, con una
cuidadosa y fiel imitación de su amor, de su fidelidad, de su caridad, de su
paciencia, de su humildad y de sus demás virtudes.
¡Oh Madre de Jesús!, yo te doy
mi corazón: usa de él como del tuyo; haz de él un altar, como lo hiciste
del tuyo; adorna este altar con todos los ornatos que tú sabes le son
conformes; y ofrece en este altar el mismo sacrificio que ofreciste en el
altar de tu Corazón a la santísima Trinidad.
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