Magisterio de la Iglesia

Ad beatissimi

13. Manos a la obra por el premio eterno

   Es necesario pues, Venerables Hermanos, renovar según ellas todos los corazones. No de otra suerte lograrán la paz los hombres, ni la sociedad humana. Exhortamos, por tanto, a los que padecen cualquier adversidad, a que no fijen sus miradas en la tierra, en la cual no somos más que peregrinos, sino que la levanten al cielo a donde nos encaminamos: "no tenemos aquí morada permanente, sino que anhelamos la futura"(1). Y en medio de las adversidades con las que Dios prueba la constancia en su divino servicio, consideren con frecuencia que premio les está reservado para cuando salgan vencedores de esta lucha. "Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable"(2)Finalmente, el dedicarse con todo empeño y esfuerzo a que reconozca en los hombres la fe en las verdades sobrenaturales, y asimismo, el aprecio, el deseo y la esperanza de los bienes, eternos, debe ser vuestro principal empeño, Venerables Hermanos, así como también el del Clero y el de todos los nuestros, que, unidos en varias asociaciones, procuran promover la gloria de Dios y el verdadero bien común. Porque a medida que esta fe crezca entre los hombres, decrecerá en ellos el afán inmoderado de alcanzar los fingidos bienes de la tierra, y renaciendo a la caridad, gradualmente cesarán las luchas y contiendas sociales.

14. Algo se ha hecho ya en el campo religioso

   Ahora bien, si, dejando aparte la sociedad civil, volvemos Nuestro pensamiento a considerar las cosas eclesiásticas, tenemos, sin duda, motivos para que Nuestro ánimo, herido por la general calamidad de estos tiempos, al menos en parte, reciba algún alivio; pues además de las pruebas, que se presentan clarísimas, de la divina virtud y firmeza de que goza la Iglesia, no pequeño consuelo Nos ofrecen los preclaros frutos que de su activo Pontificado nos dejó Nuestro predecesor Pío X, después de haber ilustrado a la Sede Apostólica con los ejemplos de una vida santa. Vemos, en efecto, por obra suya, inflamado por doquier el espíritu religioso entre los eclesiásticos; despertada la piedad del pueblo cristiano; promovidas en las asociaciones de los católicos la acción y la disciplina; fundadas en unas partes, y multiplicadas en otras, las sedes episcopales; ajustada la educación de la juventud levítica conforme a la exigencia de los cánones, y, en cuanto es necesario, a la condición de estos tiempos; alejados de la enseñanza de las ciencias sagradas los peligros de temerarias innovaciones; el arte musical, obligado a servir dignamente a la majestad de las funciones sagradas; y aumentando el decoro de la Liturgia y propagando extensamente el nombre cristiano con nuevas misiones de predicadores evangélicos.

   Son estos realmente, grandes méritos de Nuestro Antecesor para con la Iglesia, de los cuales conservará grata memoria la posteridad. Sin embargo, como quiera que el campo del Padre de familias, por permisión divina, está siempre expuesto a la malicia del hombre enemigo, jamás sucederá que no deba trabajarse en él para que la abundante cizaña no sofoque la buena mies. Por lo tanto, teniendo como dicho también a Nosotros, lo que Dios dijo al Profeta: "Sobre pueblos y reinos hoy te doy poder de arrancar y arruinar... de edificar, levantar y plantar"(3), por Nuestra parte, tendremos sumo cuidado en alejar cualquier mal y promover el bien hasta que plazca al Príncipe de los Pastores pedirnos cuenta de nuestro ministerio.

   Y ahora, Venerables Hermanos, al dirigirnos por medio de esta primera Encíclica, creemos conveniente indicar algunos puntos principales, a los cuales hemos resuelto dedicar Nuestro especial cuidado; así, procurando vosotros secundar con vuestro celo Nuestros designios, se obtendrán más pronto los frutos deseados.

15. Unión y concordia

   Y ante todo, como quiera que en toda sociedad de hombres, sea cualquiera el motivo por el que se han asociado, lo primero que se requiere para el éxito de la acción común, es la unión y concordia de los ánimos, Nos procuraremos resueltamente que cesen las disensiones y discordias que hay entre los católicos y que no nazcan en otros en lo sucesivo; de tal manera, que entre los católicos no haya más que un solo sentir y un solo obrar. Saben bien los enemigos de Dios y de la Iglesia que cualquiera disensión de los nuestros en la lucha es para ellos una victoria; por lo que, cuando ven a los católicos más unidos, entonces emplean la antigua táctica de sembrar astutamente la semilla de la discordia, esforzándose por deshacer la unión. ¡Ojalá que semejante táctica no les hubiese proporcionado tan frecuentemente el éxito apetecido, con tanto daño de la Religión! Así, pues, cuando la potestad legítima mandare algo, a nadie sea lícito quebrantar el precepto por la sola razón de que no lo aprueba, sino que todos sometan su parecer a la autoridad de aquel al cual están sujetos, y le obedezcan por deber de conciencia. Igualmente ninguna persona privada se tenga por maestra en la Iglesia, ya cuando publique libros o periódicos, ya cuando pronuncie discursos en público. Saben todos a quien ha confiado Dios el magisterio de la Iglesia; a sólo éste, pues, se deje el derecho de hablar como le parezca y cuando quiera. Los demás tienen el deber de escucharlo y obedecerlo devotamente. Mas en aquellas cosas sobre las cuales, salvo la fe y la disciplina, no habiendo emitido su juicio la Sede Apostólica, se puede disputar por ambas partes, a todos es lícito manifestar y defender lo que opinan. Pero en estas disputas húyase de toda intemperancia de lenguaje que pueda causar grave ofensa a la caridad; cada uno defienda su opinión con libertad, pero con moderación, y no crea serle lícito acusar a los contrarios, sólo por esta causa, de fe sospechosa o de falta de disciplina.

Motes indebidos que deben evitarse

   Queremos también que los católicos se abstengan de usar aquellos apelativos que recientemente se han introducido para distinguir unos católicos de otros, y que los eviten, no sólo como innovaciones profanas de palabras, que no están conformes con la verdad ni con la equidad, sino también porque de ahí se sigue grande perturbación y confusión entre los mismos. La fe católica es de tal índole y naturaleza, que nada se le puede añadir ni quitar: o se profesa por entero o se rechaza por entero: "Esta es la fe católica; y quien no la creyere firme y fielmente no podrá salvarse"(4). No hay, pues, necesidad de añadir calificativos para significar la profesión católica; bástale a cada uno esta profesión: Cristiano es mi nombre, católico, mi apellido; procure tan sólo se en efecto aquello que dice.

16. Exhortación a los que disminuyan la fe o se engrían. Modernismo

   Por lo demás, a los nuestros que se han consagrado a la utilidad común de la causa católica, pide hoy la Iglesia otra cosa muy distinta que insistir por más tiempo en cuestiones de las cuales ninguna utilidad se sigue; pide que con todo esfuerzo procuren conservar la fe íntegra y libre de toda sombra de error, siguiendo especialmente la huellas de Aquel a quien Cristo ha constituido guardián e intérprete de la verdad. También hay, y no pocos, quienes como dice el Apóstol: "No sufrirán la sana doctrina y deseosos de novedades... apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas"(5). En efecto, orgullosos y engreídos por la gran estima que tienen del entendimiento humano, el cual ciertamente, por permisión divina, ha hecho increíbles progresos en el estudio d la naturaleza, algunos, anteponiendo su propio juicio a la autoridad de la Iglesia, llevaron a tal punto su temeridad que no dudaron en medir con su inteligencia aun los mismos secretos misterios de Dios, y cuanto ha revelado al hombre, y de acomodarlos a la manera de pensar de estos tiempos. Así se engendraron los monstruosos errores del Modernismo, que Nuestro Antecesor llamó justamente síntesis de todas las herejías, y condenó solemnemente. Nos, Venerables Hermanos, renovamos aquí esta condenación en toda su extensión; y dado que tan pestífero contagio no ha sido aún enteramente atajado, sino que todavía se manifiesta acá y allá, aunque solapadamente. Nos exhortamos a que con sumo cuidado se guarde cada uno del peligro de contraerlo. Pues de esta peste bien puede afirmarse lo que Job había dicho de otra cosa: "Fuego que devora hasta la destrucción y que consume toda mi hacienda"(6). Y no solamente deseamos que los católicos se guarden de los errores de los modernistas, sino también de sus tendencias, o del espíritu modernista, como suele decirse: el que queda inficionado de este espíritu rechaza con desdén todo lo que sabe a antigüedad, y busca, con avidez la novedad en todas las  cosas divinas, en la celebración del culto sagrado, en las instituciones católicas, y hasta en el ejercicio privado de la piedad. Queremos, por tanto, que sea respetada aquella ley de Nuestros mayores: Nihil innovetur nisi quod traditum est, "Nada se innove sino lo que se ha trasmitido"; la cual, si por una parte ha de ser observada inviolablemente en las cosas de fe, por otra, sin embargo, debe servir de norma para todo aquello que pueda sufrir mutación, si bien, aun en esto vale generalmente la regla: Non nova, sed noviter, "No cosas nuevas sino de un modo nuevo". 

  

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