Magisterio de la Iglesia

Anno jam exeante (Fragmento)

BENEDICTO XV
Sobre los principios de la revolución francesa
7 de marzo de 1917

Introducción

   Desde los tres primeros siglos y los orígenes de la Iglesia, en el curso de los cuales la sangre de los cristianos fecundó la tierra entera, puede decirse que jamás corrió la Iglesia un peligro mayor que el que se manifestó hacia fines del siglo XVIII. Es entonces, cuando una filosofía delirante, prolongación de la herejía y apostasía de los Innovadores, adquirió sobre los espíritus un poder universal de seducción y provocó una confusión total, con el determinado propósito de arruinar los fundamentos cristianos de la sociedad, no sólo en Francia sino poco a poco en todas las naciones.

   Así como se hizo profesión de fe renegar públicamente de la autoridad de 1a Iglesia, secesó de tener a la Religión como guardiana y salvaguarda del derecho, el deber y el orden en la ciudad, se consideró que el origen del poder estaba en el pueblo y no en Dios; pretendieron que entre ]os hombres la igualdad de naturaleza implica la igualdad de derechos: que el argumento del placer definía lo que estaba permitido, exceptuando lo que prohibía la ley; ,que nada tenía fuerza de ley si no emanaba de una decisión masiva; y lo- que supera todo, autorizaba el uso de la libertad de pensamiento en materia religiosa y así mismo de publicar sin restricciones bajo el pretexto de que no se dañaba a nadie.

   Estos son los elementos que, bajo la forma de principios, se encuentran desde entonces en la base de la teoría de los Estados. ¿Se quiere entonces saber cuántos desastres pueden acarrear estos elementos a la sociedad humana, allí donde las ciegas pasiones y la rivalidad de los partidos los ponen en manos de la multitud? Jamás fue esto más evidente que en la época en que se hizo la primera proclamación. Por otra parte aquí, como se podía prever, lo que se produjo desde que el populacho tomó la dirección de todos los asuntos y dio libre curso a los sentimiento de envidia, que tanto tiempo había abrigado, hacia las clases superiores que fue: todo hombre de condición elevada que tuviere la mala suerte de vivir o aún solamente de pensar, de una manera no aprobada por los hombres más criminales, corría desde entonces un peligro de muerte; nada era tan santo o tan augusto, que en nombre de la libertad y la justicia, que gozaban de una licencia sin freno, no fuera profanado; no había más que masacres y destrucción cuyo objetivo era la desolación y destrucción de la Francia cristiana; lo que se vio sobre todo a partir del momento en que en un rapto de temeridad y demencia, fue abolido el culto de la Divina Majestad y la Razón, invocada como Dios, recibió el homenaje de ritos sacrílegos.

   Seguramente ese furor de destrucción, por la índole misma de su violencia y sus excesos, no duró mucho tiempo ni hubiera podido hacerlo. Inmediatamente después que las instituciones civiles hubieron recibido una forma inspirada en los nuevos principios, el culto divino, sin el cual ningún Estado podría mantenerse, fue restablecido. A pesar de esto, si se quisiera afianzar realmente la estabilidad y la cohesión del reencontrado orden público, sería necesario que una acción más profunda penetrase en los pueblos hasta la médula y que por todas partes fuesen creadas instituciones, fuentes de vida cristiana; y como no estaría asegurado en adelante que la antigua forma de régimen político fuera restablecida, sería necesario dedicar los máximos esfuerzos para hacer penetrar gra- dualmente en la nueva Constitución de ]a ciudad, el espíritu cristiano.

   Aquí, nos es permitido admirar la misericordiosa providencia de Dios; con su permiso, Francia había olvidado su antigua gloria al punto de repudiar su herencia de sabiduría cristiana, rechazo mortal para ella y ejemplo funesto para las otras naciones. Gracias a la Providencia, Francia iluminó a sus hijos insignes por su celo y sus virtudes, quienes se dedicaron a reparar los daños que su madre había soportado o también causado.

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