Magisterio de la Iglesia
Spiritus Paraclitus
CARTA ENCÍCLICA (Continuación
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El respeto de Cristo por la palabra de Dios. Pero, deteniéndonos un poco en este asunto, ¿quién desconoce o ha olvidado que el Señor Jesús, en los sermones que tuvo al pueblo, sea en el monte junto al lago de Genesaret, sea en la sinagoga de Nazaret y en su ciudad de Cafarnaum, sacaba de la Sagrada Escritura la materia de su enseñanza y los argumentos para probarla? ¿Acaso no tomó de allí las armas invencibles para la lucha con los fariseos y saduceos? Ya enseñe, ya dispute, de cualquier parte de la Escritura aduce sentencias y ejemplos, y los aduce de manera que se deba necesariamente creer en ellos; en este sentido recurre sin distinción a Jonás y a los ninivitas, a la reina de Saba y a Salomón, a Elías y a Eliseo, a David, a Noé, a Lot y a los sodomitas y hasta a la mujer de Lot (1). Y testifica la verdad de los Libros Sagrados, hasta el punto de afirmar solemnemente: Ni una iota ni un ápice pasará de la ley hasta que todo se cumpla (2) y No puede quedar sin cumplimiento la Escritura (3), por lo cual, el que incumpliere uno de estos mandamientos, ¡por pequeño que sea, y lo enseñare así a los hombres, será tenido por el menor en el reino de los cielos (4). Y para que los apóstoles, a los que pronto había de dejar en la tierra, se empaparan de esta doctrina, antes de subir a su Padre, al cielo, les abrió la inteligencia, para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: Porque así está escrito y así convenía que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día (5). La doctrina, pues, de San Jerónimo acerca de la importancia y de la verdad de la Escritura es, para decirlo en una sola palabra, la doctrina de Cristo. Por lo cual exhortamos vivamente a todos los hijos de la Iglesia, y en especial a los que forman en esta disciplina a los alumnos del altar, a que sigan con ánimo decidido las huellas del Doctor Estridonense; de lo cual se seguirá, sin duda, que estimen este tesoro de las Escrituras como él lo estimó y que perciban de su posesión frutos suavísimos de santidad. III. EJEMPLOS DE SAN JERÓNIMO 1) Su ejemplar amor y conocimiento de la Escritura. 17. Debemos amar las Sagradas Escrituras. Porque tener por guía y maestro al Doctor Máximo no sólo tiene las ventajas que dejamos dichas, sino otras no pocas ni despreciables que queremos brevemente, venerables hermanos, recordar con vosotros. De entrada se ofrece en primer lugar a los ojos de nuestra mente aquel su amor ardentísimo a la Sagrada Biblia que con todo el ejemplo de su vida y con palabras llenas del Espíritu de Dios manifestó Jerónimo y procuró siempre más y más excitar en los ánimos de los fieles: «Ama las Escrituras Santas -exhorta a todos en la persona de la virgen Demetríades-, y te amará la sabiduría; ámala, y te guardará; hónrala, y te abrazará. Sean éstos tus collares y pendientes» (6). 2) Su monumental obra, la Vulgata y sus cartas lo atestiguan. Su conocimiento escriturístico. La continua lección de la Escritura y la cuidadosa investigación de cada libro, más aún, de cada frase y de cada palabra, le hizo tener tal familiaridad con el sagrado texto como ningún otro escritor de la antigüedad eclesiástica. A este conocimiento de la Biblia, unido a la agudeza de su ingenio, se debe atribuir que la versión Vulgata, obra de nuestro Doctor, supere en mucho, según el parecer unánime de todos los doctos, a las demás versiones antiguas, por reflejar el arquetipo original con mayor exactitud y elegancia. Dicha Vulgata, que, «recomendada por el largo uso de tantos siglos en la Iglesia», el concilio Tridennno declaró había de ser tenida por auténtica y usada en la enseñanza y en la oración, esperamos ver pronto, si el Señor benignísimo nos concediere la gracia de esta luz, enmendada y restituida a la fe de sus mejores códices; y no dudamos que de este arduo y laborioso esfuerzo, providentemente encomendado a los Padres Benedictinos por nuestro predecesor Pío X, de feliz memoria, se han de seguir nuevas ventajas para la inteligencia de las Escrituras. Sus cartas rezuman amor y conocimiento bíblico. El amor a las cuales resplandece sobre todo en las cartas de San Jerónimo, de tal manera que parecen tejidas con las mismas palabras divinas; y así como a San Bernardo le resultaba todo insípido si no encontraba el nombre dulcísimo de Jesús, de igual manera nuestro santo no encontraba deleite en las cartas que no estuvieran iluminadas por las Escrituras. Por lo cual escribía ingenuamente a San Paulino, varón en otro tiempo distinguido por su dignidad senatorial y consular, y poco antes convertido a la fe de Cristo: «Si tuvieres este fundamento (esto es, la ciencia de las Escrituras), más aún, si te guiara la mano en tus obras, no habría nada más bello, más docto ni más latino que tus volúmenes... Si a esta tu prudencia y elocuencia se uniera la afición e inteligencia de las Escrituras, pronto te vería ocupar el primer puesto entre los maestros...» (7). 3) Su manera de aprovechar la Biblia. a) Renunciamiento al mundo y humildad. 18. Cómo descubrir los tesoros de la Escritura. Mas por qué camino y de qué modo se deba buscar con esperanza cierta de buen éxito este gran tesoro concedido por el Padre celestial para consuelo de sus hijos peregrinantes, lo indica el mismo Jerónimo con su ejemplo. En primer lugar advierte que llevemos a estos estudios una preparación diligente y una voluntad bien dispuesta. El, pues, una vez bautizado, para remover todos los obstáculos externos que podían retardarle en su santo propósito, imitando a aquel hombre que habiendo hallado un tesoro, por la alegría del hallazgo va y vende todo lo que tiene y compra el campo(8), dejó a un lado las delicias pasajeras y vanas de este mundo, deseó vivamente la soledad y abrazó una forma severa de vida con tanto mayor afán cuanto más claramente había experimentado antes que estaba en peligro su salvación entre los incentivos de los vicios. 19. Humildad de espíritu. Con todo, quitados estos impedimentos, todavía le faltaba aplicar su ánimo a la ciencia de Jesucristo y revestirse de aquel que es manso y humilde de corazón, puesto que había experimentado en sí lo que Agustín asegura que le pasó cuando empezó los estudios de las Sagradas Letras. El cual, habiéndose sumergido de joven en los escritos de Cicerón y otros, cuando aplicó su ánimo a la Escritura Santa, «me pareció indigna de ser comparada con la dignidad de Tulio. Mi soberbia rehusaba su sencillez, y mi agudeza no penetraba sus interioridades. Y es que ella crece con los pequeños, y yo desdeñaba ser pequeño y, engreído con el fausto, me creía grande» (9). No de otro modo Jerónimo, aunque se había retirado a la soledad, de tal manera se deleitaba con las obras profanas, que todavía no descubría al Cristo humilde en la humildad de la Escritura. «Y así, miserable de mí ayunaba por leer a Tulio. Después de frecuentes vigilias nocturnas, después de las lágrimas que el recurso de mis pecados pasados arrancaba a mis entrañas, se me venía Plauto a las manos. Si alguna vez, volviendo en mí, comenzaba a leer a los profetas, me horrorizaba su dicción inculta, y, porque con mis ojos ciegos no veía la luz, pensaba que era culpa del sol y no de los ojos» (10). Pero pronto amó la locura de la cruz, de tal manera que puede ser testimonio de cuánto sirva para la inteligencia de la Biblia la humilde y piadosa disposición del ánimo. b) Invocación de la luz y ayuda del Espíritu Santo 20. Clima de oración. Y así, persuadido de que «siempre en la exposición de las Sagradas Escrituras necesitamos de la venida del Espíritu Santo» (11) y de que la Escritura no se puede leer ni entender de otra manera de como «lo exige el sentido del Espíritu Santo con que fue escrita»(12), el santo varón de Dios implora suplicante, valiéndose también de las oraciones de sus amigos, las luces del Paráclito; y leemos que encomendaba las explicaciones de los libros sagrados que empezaba, y atribuía las que acababa felizmente, al auxilio de Dios y a las oraciones de los hermanos. 21. Respeto a la doctrina de los Padres. Además, de igual manera que a la gracia de Dios, se somete también a la autoridad de los mayores, hasta llegar a afirmar que «lo que sabía no lo había aprendido de sí mismo, ya que la presunción es el peor maestro, sino de los ilustres Padres de la Iglesia» (13); confiesa que «en los libros divinos no se ha fiado nunca de sus propias fuerzas» (14), y a Teófilo, obispo de Alejandría, expone así la norma a la cual había ajustado su vida y sus estudios: «Ten para ti que nada debe haber para nosotros tan sagrado como salvaguardar los derechos del cristiano, no cambiar el sentido de los Padres y tener siempre presente la fe romana, cuyo elogio hizo el Apóstol» (15). 22. Autoridad suprema de la Cátedra de Pedro Con toda el alma se entrega y somete a la Iglesia, maestra suprema, en la persona de los romanos pontífices; y así, desde el desierto de Siria, donde le acosaban las insidias de los herejes, deseando someter a la Sede Apostólica la controversia de los orientales sobre el misterio de la Santísima Trinidad, escribía al Papa Dámaso: «Me ha parecido conveniente consultar a la cátedra de Pedro y a la fe elogiada por el Apóstol, buscando hoy el alimento de mi alma allí donde en otro tiempo recibí la librea de Cristo... Porque no quiero tener otro guía que a Cristo, me mantengo en estrecha comunión con Vuestra Santidad, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé muy bien que sobre esta piedra está fundada la Iglesia... Declarad vuestro pensamiento: si os agrada, no temeré admitir las tres hipóstasis; si lo ordenáis, aceptaré que una fe nueva reemplace a la de Nicea y que seamos ortodoxos con las mismas fórmulas de los arrianos» (16). Por último, en la carta siguiente renueva esta maravillosa confesión de fe: «Entretanto, protesto en alta voz: El que está unido a la cátedra de Pedro, está conmigo»(17). Siempre fiel a esta regla de fe en el estudio de las Escrituras, rechaza con este único argumento cualquier falsa interpretación del sagrado texto: «Esto no lo admite la Iglesia de Dios»(18), y con estas breves palabras rechaza el libro apócrifo que contra él había aducido el hereje Vigilancio: «Ese libro no lo he leído jamás. ¿Para qué, si la Iglesia no lo admite?»(19)
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NOTAS
(1)
Cf. Mt 12,3.39-42; Lc
17,26-29.32, etc. (volver)
2) Mt 5,18. (volver)
(3) Jn 10,35. (volver)
(4) Mt 5,19. (volver)
(5) Lc 24,45s. (volver)
(6) Ep. 130,20. (volver)
(7) Ep. 58,9,2; 11,2. (volver)
(8) Mt 13,44. (volver)
(9) S. Aug., Conf. 3,5; cf. 8,12. (volver)
(10) Ep. 22,30,2. (volver)
(11) In Mich. 1,10-15. volver)
(12) In Gal. 5 19s. (volver)
(13) Ep. 108,26,2. (volver)
(14) Ad Domnionem et Rogatianum, in 1 par. praef. (volver)
(15) Ep. 63,2. (volver)
(16) Ep. 15,1,2.4. (volver)
(17) Ep. 16,2,2. (volver)
(18) In Dan. 3,37. (volver)
(19) Adv. Vigil. 6. (volver)