Magisterio de la Iglesia
Spiritus Paraclitus
CARTA ENCÍCLICA (Continuación
- 7)
La Biblia exalta a la Iglesia y realza el amor a ella. Tomar en toda la revelación el sentido literal sin descuidar el espiritual En la búsqueda de este sentido no podemos negar que San Jerónimo, imitando a los doctores latinos y a algunos de entre los griegos de los tiempos antiguos, concedió más de lo justo en un principio a las interpretaciones alegóricas. Pero el amor que profesaba a los Libros Sagrados, y su continuo esfuerzo por repasarlos y comprenderlos mejor, hizo que cada día creciera en él la recta estimación del sentido literal y que expusiera sobre este punto principios sanos; los cuales, por constituir todavía hoy el camino más seguro para sacar el sentido pleno de los Libros Sagrados, expondremos brevemente. Debemos, ante todo, fijar nuestra atención en la interpretación literal o histórica: «Advierto siempre al prudente lector que no se contente con interpretaciones supersticiosas que se hacen aisladamente según el arbitrio de los que las inventan, sino que considere lo primero, lo del medio y lo del fin, y que relacione todo lo que ha sido escrito»(1). Añade que toda otra forma de interpretación se apoya, como en su fundamento, en el sentido literal (2), que ni siquiera debe creerse que no existe cuando algo se afirma metafóricamente; porque «frecuentemente la historia se teje con metáforas y se afirma bajo imágenes» (3). Y a los que opinan que nuestro Doctor negaba en algunos lugares de la Escritura el sentido histórico, los refuta él mismo con estas palabras: «No negamos la historia, sino que preferimos la inteligencia espiritual» (4) Puesta a salvo la significación literal o histórica, busca sentidos más internos y profundos, para alimentar su espíritu con manjar más escogido; enseña a propósito del libro de los Proverbios, y lo mismo advierte frecuentemente de las otras partes de la Escritura, que no debemos pararnos en el solo sentido literal, «sino buscar en lo más hondo el sentido divino, como se busca en la tierra el oro, en la nuez el núcleo y en los punzantes erizos el fruto escondido de las castañas» (5). Por ello, enseñando a San Paulino «por qué camino se debe andar en las Escrituras Santas», le dice: «Todo lo que leemos en los libros divinos resplandece y brilla aun en la corteza, pero es más dulce en la médula. Quien quiere comer la nuez, rompe su cáscara»(6) San Jerónimo, advierte, sin embargo, que cuando se trate de buscar este sentido interior, que se haga con moderación, «no sea que, mientras buscamos las riquezas espirituales, parezca que despreciamos la pobreza de la historia»(7). Y así desaprueba no pocas interpretaciones místicas de los escritores antiguos precisamente porque no se apoyan en el sentido literal: «Que todas aquellas promesas cantadas por los profetas no sean sonidos vacíos o simples términos de retórica, sino que se funden en la tierra y sólo sobre el cimiento de la historia levanten la cumbre de la inteligencia espiritual»(8). Seguir el método de Cristo y de los Apóstoles Prudentemente observa a este respecto que no se deben abandonar las huellas de Cristo y de los apóstoles, los cuales, aunque consideran el Antiguo Testamento como preparación y sombra de la Nueva Alianza y, consiguientemente, interpretan muchos pasajes típicamente, no por eso lo reducen todo a significaciones típicas. Y, para confirmarlo, apela frecuentemente al apóstol San Pablo, quien, por ejemplo, «al exponer los misterios de Adán y Eva, no niega su creación, sino que, edificando la inteligencia espiritual sobre el fundamento de la historia, dice: Por esto dejará el hombre, etc.» (9). Si los intérpretes de las Sagradas Letras y los predicadores de la palabra divina, siguiendo el ejemplo de Cristo y de los apóstoles y obedeciendo a los consejos de León XIII, no despreciaren «las interpretaciones alegóricas o análogas que dieron los Padres, sobre todo cuando fluyen de la letra y se apoyan en la autoridad de muchos», sino que modestamente se levantaren de la interpretación literal a otras más altas, experimentarán con San Jerónimo la verdad del dicho de Pablo: «Toda la Sagrada Escritura, divinamente inspirada, es útil para enseñar, para argüir, para corregir y para instruir en la santidad» 10, y obtendrán del infinito tesoro de las Escrituras abundancia de ejemplos y palabras con que orientar eficaz y suavemente la vida y las costumbres de los fieles hacia la santidad. Grave peligro de caer en el "evangelio del hombre". Húyase de la fantasía y declamación vacía. Por lo que se refiere a la manera de exponer y de expresarse, dado que entre los dispensadores de los misterios de Dios se busca sobre todo la fidelidad, establece San Jerónimo que se debe mantener antes que nada «la verdad de la interpretación», y que «el deber del comentarista es exponer no lo que él quisiera, sino lo que pensaba aquel a quien interpreta» (11) y añade que «hablar en la Iglesia tiene el grave peligro de convertir, por una mala interpretación, el Evangelio de Cristo en evangelio de un hombre» (12). En segundo lugar, «en la exposición de las Santas Escrituras no interesan las palabras rebuscadas ni las flores de la retórica, sino la instrucción y sencillez de la verdad» (13). Habiéndose ajustado en sus escritos a esta norma, declara en sus comentarios haber procurado, no que sus palabras «fueran alabadas, sino que las bien dichas por otro se entendieran como habían sido dichas» (14); y que en la exposición de la palabra divina se requiere un estilo que «sin amaneramientos... exponga el asunto, explique el sentido y aclare las oscuridades sin follaje de palabras rebuscadas»(15). Plácenos aquí reproducir algunos pasajes de Jerónimo por los cuales aparece claramente cuánto aborrecía él la elocuencia propia de los retóricos, que con el vacío estrépito de las palabras y con la rapidez en el hablar busca los vanos aplausos. «No me gusta que seas —dice al presbítero Nepociano— un declamador y charlatán, sino hombre enterado del misterio y muy versado en los secretos de tu Dios. Atropellar las palabras y suscitar la admiración del vulgo ignorante con la rapidez en el hablar es de tontos»(16). «Los que hoy se ordenan de entre los literatos se preocupan no de asimilarse la médula de las Escrituras, sino de halagar los oídos de la multitud con flores de retórica»(17). «Y nada digo de aquellos que, a semejanza mía, si de casualidad llegaron a las Escrituras Santas después de haber frecuentado las letras profanas y lograron agradar el oído de la muchedumbre con su estilo florido, ya piensan que todo lo que dicen es ley de Dios, y no se dignan averiguar qué pensarán los profetas y los apóstoles, sino que adaptan a su sentir testimonios incongruentes; como si fuera grande elocuencia, y no la peor de todas, falsificar los textos y violentar la Escritura a su capricho»(18). «Y es que, faltándoles el verdadero apoyo de las Escrituras, su verborrea no tendría autoridad si no intentaran corroborar con testimonios divinos la falsedad de su doctrina»(19). Mas esta elocuencia charlatana e ignorancia locuaz «no tiene mordiente, ni vivacidad, ni vida; todo es algo desnutrido, marchito y flojo, semillero de plantas y hierbas, que muy pronto se secan y corrompen»; por el contrario, la sencilla doctrina del Evangelio, semejante al pequeño grano de mostaza, «no se convierte en planta, sino que se hace árbol, de manera que los pájaros del cielo vengan y habiten en sus ramas»(20). Por eso él buscaba en todo esta santa sencillez del lenguaje, que no está reñida con la claridad y elegancia no buscada: «Sean otros oradores, obtengan las alabanzas que tanto ansían y atropellen los torrentes de palabras con los carrillos hinchados; a mí me basta hablar de manera que sea entendido y que, explicando las Escrituras, imite su sencillez» (21). Porque «la interpretación de los eclesiásticos, sin renunciar a la elegancia en el decir, debe disimularla y evitarla de tal manera que pueda ser entendida no por la vanas escuelas de los filósofos o por pocos discípulos, sino por toda clase de hombres» (22). Si los jóvenes sacerdotes pusieren en práctica estos consejos y preceptos y los mayores cuidaran de tenerlos siempre presentes, tenemos la seguridad de que su ministerio sería muy provechoso a las almas de los fieles. |
NOTAS
(1)
In
Mt. 25,13. (volver)
2) Cf. In Ez. 38,1s; 41,23s; 42,13s; In Mc. 1,13.31; Ep. 129,6,1, etc. (volver)
(3) In Hab. 3,14s. (volver)
(4) In Mc. 9,1-7; cf. In Ez. 40-24-27. (volver)
(5) In Eccles. 12,9s. (volver)
(6) Ep. 58,9,1. (volver)
(7) In Edem. 2,24s. (volver)
(8) In Am. 9,6. (volver)
(9) In Is. 6,1-7. (volver)
(10) 2 Tim 3,16. (volver)
(11) Ep. 49, al. 48,17,7. volver)
(12) In Gal. 1,11s. (volver)
(13) In Am. praef. in 1,3. (volver)
(14) In Gal. praef. in 1.3. (volver)
(15) Ep. 36,14,2. (volver)
(16) Ep. 52,8,1. (volver)
17) Dial. cont. Lucif., 11. (volver)
18) Ep. 53,7,2. (volver)
(19) In Tit. 1,10s. (volver)
(20) In Mt. 13,32. (volver)
(21) Ep. 36,14, 2. (volver)
(22) Ep. 48, al. 49,4,3. (volver)