Magisterio de la Iglesia
Immortale Dei
Sobre la libertad A aquella se opone la legítima y apetecible verdad que, en el orden individual, no permite que el hombre se someta a los amos abominables del error y de las malas pasiones, y que en el orden público, gobierna sabiamente a los ciudadanos, procura ampliamente los medios de progreso y preserva el Estado de ajenas arbitrariedades. Pues bien, la Iglesia, más que nadie, aprueba esta libertad noble y digna del hombre y para afianzarla en toda su solidez e integridad no cesó nunca de esforzarse y de luchar. En efecto, de todo lo que más contribuye al bienestar común, todo cuanto provechosamente se ha instituido para contrarrestar la licencia de aquellos gobernantes que no se preocupan del pueblo, cuanto impide a los supremos poderes públicos inmiscuirse descaradamente en los asuntos del municipio y del hogar, cuanto concierne al honor, a la persona humana, a la conservación de la igualdad de derechos para todos y cada uno de los ciudadanos, de todo ello, la Iglesia Católica ha sido siempre o la iniciadora, o la realizadora o la protectora, según lo atestiguan los documentos de pasadas edades. Siempre, pues, consecuente consigo misma, si por una parte rechaza la libertad inmoderada la que en los individuos y en los pueblos degenera en licencia o esclavitud, por otra parte, voluntaria y gustosamente abraza los adelantos que traen consigo los días con tal que signifiquen verdadera prosperidad de esta vida que es como la carrera a aquélla otra que nunca acaba. De modo, pues, que la afirmación de que la Iglesia rechaza las más recientes conquistas de la vida pública y que en bloque repudia cuanto creara el genio de Nuestros tiempos no es sino una calumnia vana y ayuna de verdad. Ciertamente, rechaza las teorías insanas, reprueba el nefando afán de alterar el orden público, y particularmente, aquella disposición de ánimo en que se vislumbra el principio de la voluntaria apostasía de Dios. Mas como todo lo que es verdadero no puede proceder sino de Dios, cualquier verdad que el espíritu humano, en sus investigaciones, descubra la Iglesia la reconoce como cierta huella de la mente divina. Y dado que no hay en el orden natural ninguna verdad que pueda destruir la fe en las enseñanzas recibidas de Dios antes bien muchas apoyan esta misma fe, y como todo descubrimiento de verdad puede impulsarnos a conocer y alabar al mismo Dios, la Iglesia siempre acogerá gozosa y voluntariamente todo cuanto ensanche el dominio de las ciencias, y con diligencia favorecerá y adelantará, como suele hacerlo, aquellas disciplinas que tratan de la explicación de la naturaleza, no menos que otros ramos del saber. Por estos estudios, la Iglesia no se fastidia si la mente halla algo nuevo; no se opone a que se busquen medios para un mayor decoro y bienestar de la vida; hay más, enemiga del ocio y de la pereza, desea con toda el alma que los espíritus humanos produzcan frutos abundantes mediante el ejercicio y el cultivo de sus facultades; estimula toda clase de artes y oficios; dirige con su espíritu todos los estudios de estas cosas a la holgura y bienestar, tratando sólo de impedir que la inteligencia y el trabajo no aparten al hombre de Dios ni de los bienes celestiales. 26. La verdad es madre de la libertad. Sólo el Papa la enseña Mas todo ello, aunque muy razonable y prudente, poco agrada a Nuestros tiempos, por cuanto los estados no sólo no se adhieren a la doctrina que enseña la sabiduría cristiana sino que parecen aun alejarse cada día más de ella. Esto no obstante, como la verdad, una vez que se ha anunciado suele, por su propia fuerza, difundirse ampliamente e impregnar poco a poco las mentes humanas, conscientes, por ello, de Nuestro supremo y santísimo cargo, es decir, movidos por la Apostólica misión que cumplimos para con todos los pueblos, proclamamos con absoluta franqueza toda la verdad, no como si no conociésemos perfectamente la mentalidad de los tiempos, o como si creyésemos que habían de repudiarse los adelantos modernos, sanos y útiles, sino porque queremos que la marcha de la cosa pública tenga despejado de tropiezos el camino, afianzado su fundamento, y ello, mediante la libertad genuina sin desmedro; pues, entre los hombres la verdad es la madre y óptima guardiana de la libertad: la libertad os hará libres(1). C. CONCLUSIONES DE ORDEN TEÓRICO Y PRÁCTICO I - En el orden de los principios 27. Deberes de los católicos Si en el desarrollo tan difícil de las cosas, los católicos escucharan Nuestra voz, como debían hacerlo, verían fácilmente cuáles son en la teoría y en la práctica las obligaciones de cada uno. En efecto, es necesario que todo lo que los Romanos Pontífices, en el orden de los principios, enseñaron o han de enseñar en un futuro lo crean en toda su extensión con ánimo firme, y cuantas veces fuese menester, lo proclamen públicamente. Ante todo, débese tener el criterio de la Sede Apostólica, y deben todos sentir lo que ella siente respecto de lo que llaman libertades en los tiempos más recientes conquistadas. Ha de procurarse que su honesta apariencia no engañe a nadie y ha de recordarse de que fuentes brotaron y con qué afanes suelen sostenerse y fomentarse. Harto ya sabemos, además, por experiencia cuáles son los efectos que ellas surten en el Estado, pues engendran, sin interrupción, frutos de que los hombres probos y expertos con razón se arrepienten. Si, en efecto, existe en alguna parte si uno se imagina tal Estado en que en forma perversa y tiránica se hace ludibrio del cristianismo, y se lo compara con este reciente género de Estado, de que hablamos, podría éste parecer más tolerable. Los principios, sin embargo, en que, como antes dijimos, se basa son, por supuesto, tales que de suyo por nadie pueden ser aprobados. II - En la práctica Consecuencias prácticas para la vida individual La actividad puede desarrollarse, pues, ya en los asuntos privados y domésticos, ya en los públicos. En el orden privado constituye el primer deber el conformar escrupulosamente la vida y las costumbres con las normas evangélicas, no rehusando nada de lo que la virtud cristiana exija aunque sea un poco más difícil de sufrir y de tolerar. Además, todos deben amar a la Iglesia, cual Madre común, con espíritu obediente observar sus leyes, servir su causa, tratar de mantener incólumes sus derechos, y trabajar para que con igual piedad Ella sea honrada y amada por todos cuantos pueda mediante su autoridad influenciar en algún sentido. Consecuencias para la vida pública También interesa al bienestar público que los católicos cooperen con inteligencia en la administración municipal, que trabajen intensamente en ella y consigan que en el orden público haya facilidad a fin de que la juventud se eduque en la religión y sana moral como en justicia corresponde a cristianos, de lo cual depende en gran parte la salud de cada uno de los Estados. También será generalmente, útil y noble salir de este marco más estrecho para hacerse presente en un campo más amplio abarcando en su acción al mismo Estado supremo. Decimos generalmente porque estas Nuestras normas valen para todas las naciones. Por lo demás, puede suceder en algún caso que por gravísimas y muy justificadas razones de ningún modo convenga (nequaquam expedit), que los católicos intervengan en la administración estatal y asuman funciones políticas(2). Pero en general, como decíamos, el no querer participar en absoluto en la cosa pública, sería tan reprensible y malo como el no aportar al bienestar común, ningún esfuerzo diligente ni cooperación; tanto más cuanto que los católicos exhortados por la misma doctrina que profesan están obligados a cumplir en conciencia e íntegramente con su deber. Pues, de lo contrario, si ellos quedan inactivos, fácilmente lograrán las riendas del poder aquellos que por sus ideas no ofrecen, ciertamente, mucha esperanza de un saludable gobierno. Esto sería también pernicioso para el cristianismo, porque precisamente en manos de los enemigos de la Iglesia se concentraría el mayor poder, mientras los amigos de ella podían hacer muy poco. Es pues, del todo evidente que los católicos poseen justas razones para intervenir en la vida pública; pues no intervienen, ni deben intervenir en los asuntos políticos para aprobar lo que en ellos hay de censurable sino para trocar todo esto en cuanto sea posible, en el genuino y verdadero bien común público, teniendo el firme propósito de inyectar en todas las venas del Estado, cual salubérrima savia y sangre, la sabiduría y la virtud de la Religión Católica. Ejemplo del cristianismo primitivo No de otra manera se obró en los primeros tiempos de la Iglesia, pues las costumbres y las inclinaciones paganas distaban muchísimo de las tendencias y de la moral evangélicas; con todo, se hallaban cristianos que en medio de la corrupción se conservaban irreprensibles, e inalterables y donde se les abría una puerta se introducían animosamente. Ejemplarmente fieles a los príncipes y obedientes en cuanto les fuese lícito, a las leyes del Imperio, difundían por doquiera el maravilloso esplendor de la santidad esforzándose por ser útiles a sus hermanos y por atraer a los demás a la sabiduría de Cristo, resueltos, no obstante, a renunciar a sus puestos y morir valerosamente, cuando no podían retener los honores, las magistraturas y el poder sin traicionar la virtud. Por este motivo, penetraron rápidamente las enseñanzas cristianas no solamente en los hogares, sino también en los campamentos militares, en la corte y en la misma familia real. Somos de ayer, y ya llenamos todo lo vuestro, vuestras ciudades, islas, villas, municipios, concejos, aun vuestros campamentos, en vuestras organizaciones de ciudadanos libres y en las de los esclavos, en el palacio, en el senado y en los tribunales(3), de modo que la fe cristiana cuando fue lícito profesar públicamente el Evangelio, ya no apareció como niño dando vagidos en la cuna, sino cual persona adulta y ya harto pujante, en gran parte de los estados. 28. Exhortación: Conducta práctica Conveniente es que en estos tiempos se renueven tales ejemplos de Nuestros mayores. Es necesario que los católicos dignos de este nombre quieran, ante todo, ser y parecer hijos amantísimos de la Iglesia; han de rechazar sin vacilación todo lo que sea incompatible con esta profesión gloriosa; han de aprovecharse en cuanto pueda hacerse en conciencia de las instituciones de los pueblos para la defensa de la verdad y de la justicia: han de esforzarse para que la libertad en el obrar no traspase los límites señalados por la naturaleza y por la ley de Dios; han de procurar que todo Estado tome aquel carácter y forma cristiana que hemos dicho. Obediencia al Papa y a los Obispos No es posible fácilmente indicar una manera cierta y uniforme de lograr este fin, puesto que debe ajustarse a todos los lugares y tiempos, tan distintos unos de otros. Sin embargo, hay que conservar, ante todo, la unión de las voluntades y buscar la unidad en la acción, lo cual se obtendrá sin dificultad si cada uno toma por norma de su vida, las prescripciones de la Sede Apostólica, y si obedece a los Obispos, a quienes el Espíritu Santo puso para gobernar su Iglesia(4). En verdad, la defensa de la Religión católica exige necesariamente la unidad de todos y suma perseverancia en la profesión de las doctrinas que la Iglesia enseña, procurándose en esta parte que nadie asienta de ningún modo a opiniones falsas, o las resista con más blandura de la que consienta la verdad. En las cuestiones no decididas por la autoridad, será lícito discutir con moderación y con el deseo de investigar la verdad; pero dejando a un lado las sospechas injustas y las mutuas recriminaciones. Sin concesiones a los errores modernos Por lo cual, a fin de que la unión de los ánimos no se quebrante con la temeridad en el recriminar, entiendan todos que la integridad de la verdad católica no puede en ninguna manera subsistir con las opiniones que se acercan al naturalismo o al racionalismo, cuyo fin último es arrasar, hasta los cimientos a la Religión cristiana, y establecer en la sociedad la autoridad del hombre, postergando la de Dios. Tampoco es lícito cumplir sus deberes de una manera en privado y de otra en público, acatando la autoridad de la Iglesia en la vida particular y rechazándola en la pública; pues esto sería mezclar lo bueno y lo malo, hacer que el hombre entable una lucha consigo mismo, cuando por el contrario, siempre ha de ser consecuente consigo mismo y nunca apartarse de la virtud cristiana en ninguna cosa ni en ningún genero de vida. Mas si la controversia versase sobre cosas meramente políticas, sobre la mejor clase de gobierno, sobre tal o cual forma de organizar los Estados, podrá ciertamente haber una honesta diversidad de opiniones. La justicia no tolera que a personas cuya piedad es por otra parte conocida, y que están dispuestas a acatar las enseñanzas de la Sede Apostólica, se les recrimine el que piensen de distinta manera acerca de las cosas que hemos dicho. Y sería aun mucho mayor la injusticia si se las acusase de haber violado, o héchose sospechosas en la fe católica, como más de una vez lo hemos tenido que lamentar. Tengan presente este precepto los que suelen dar a la estampa sus escritos, y en especial los redactores de periódicos. Evitar polémicas internas y luchas Porque cuando se ponen en discusión cosas de tanta importancia como son las que se tratan en el día, no hay que dar lugar a polémicas internas, ni a cuestiones de partido, sino que, unidos los ánimos y las aspiraciones, deben esforzarse a conseguir lo que es propósito común de todos; es a saber: la defensa y conservación de la Religión y de la sociedad. Por lo tanto, si antes ha habido alguna división y contienda, conviene relegarlas al olvido; si hubo alguna temeridad o injusticia, quien quiera que sea el culpable, hay que repararlo con mutua caridad y resarcirlo con suma devoción de todos hacia la Sede Apostólica. De esta manera, los católicos, conseguirán dos cosas muy excelentes: la una, el hacerse cooperadores de la Iglesia en la conservación y propagación de los principios cristianos; la otra, el procurar el mayor beneficio posible a la sociedad civil, puesta en grave peligro a causa de las malas doctrinas y de las perversas pasiones. EPÍLOGO 29. Conclusión y bendición Estas son, Venerables Hermanos, las enseñanzas que hemos creído conveniente dar a todas las naciones del orbe católico, acerca de la constitución cristiana de los Estados y sobre los deberes que competen a cada cual. Por lo demás, conviene implorar con Nuestras plegarias el auxilio del cielo, y rogar a Dios que Aquel de quien es propio iluminar los entendimientos y mover las voluntades de los hombres, conduzca al fin apetecido lo que deseamos e intentamos para gloria suya y salvación de todo el genero humano. Y como auspicio favorable de los beneficios divinos y prenda de Nuestra paternal benevolencia, os damos, con el mayor afecto, Venerables Hermanos, Nuestra bendición a vosotros, al clero y a todo el pueblo confiado a la vigilancia de vuestra fe.
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NOTAS Juan, 8, 32. (volver)
(2) La reserva que se nota y aun se expresa en este párrafo, se debe a las circunstancias especiales del tiempo en que se escribió la presente Encíclica y de la actitud que los católicos italianos después de la usurpación de los Estados Pontificios asumían frente al reino italiano. Desde los tiempos de Pío IX y en especial después de la toma de Roma se había dado la consigna y aun la orden formal de la abstención en los asuntos políticos nacionales, la cual don Margotti, escritor y teólogo, condensaba en la célebre frase: Ni elegidos ni electores, no quedándoles a los católicos italianos sino la actuación en el terreno municipal y en las obras religiosas y piadosas. La consigna mencionada se cumplió hasta Benedicto XV con el nombre "Non expedit", "no conviene, no interesa". El abogado Grassi, en cambio, en un folleto que trataba del clero, de los liberales y el gobierno trazó los principios que animaban a un grupo de católicos, enemigos de la intransigencia, los que, con aunuencia del Papa, se reunían en la residencia del conde Campello della Spina y cuya influencia, andando el tiempo, se acentuaba hasta triunfar finalmente El punto principal de su rpograma consistía en la renuncia al "Non expedit", propugnando la misma libertad de participar en los asuntos políticos nacionales como la tenían en la administración municipal. (volver)