Magisterio de la Iglesia

Providentissimus Deus

 LEÓN XIII
Sobre el estudio de la Sagrada Escritura
18 de Noviembre de 1893

   1. La providencia de Dios, que por un admirable designio de amor elevó en sus comienzos al género humano a la participación de la naturaleza divina y, sacándolo después del pecado y de la ruina original, lo restituyó a su primitiva dignidad, quiso darle además el precioso auxilio de abrirle por un medio sobrenatural los tesoros ocultos de su divinidad, de su sabíduría y de su misericordia[1]. Pues aunque en la divina revelación se contengan también cosas que no son inaccesibles a la razón humana y que han sido reveladas al hombre, «a fin de que todos puedan conocerlas fácilmente, con firme certeza y sin mezcla de error, no puede decirse por ello, sin embargo, que esta revelación sea necesaria de una manera absoluta, sino porque Dios en su infinita bondad ha destinado al hombre a su fin sobrenatural»[2]. «Esta revelación sobrenatural, según la fe de la Iglesia universal», se halla contenida tanto «en las tradiciones no escritas» como «en los libros escritos», llamados sagrados y canónicos porque, «escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y en tal concepto han sido dados a la Iglesia»[3]. Eso es lo que la Iglesia no ha cesado de pensar ni de profesar públicamente respecto de los libros de uno y otro Testamento. Conocidos son los documentos antiguos e importantísimos en los cuales se afirma que Dios que habló primeramente por los profetas, después por sí mismo y luego por los apóstoles nos ha dado también la Escritura que se llama canónica[4], y que no es otra cosa sino los oráculos y las palabras divinas[5], una carta otorgada por el Padre celestial al género humano, en peregrinación fuera de su patria, y transmitida por los autores sagrados[6]. Siendo tan grande la excelencia y el valor de las Escrituras, que, teniendo a Dios mismo por autor, contienen la indicación de sus más altos misterios, de sus designios y de sus obras, síguese de aquí que la parte de la teología que se ocupa en la conservación y en la interpretación de estos libros divinos es de suma importancia y de la más grande utilidad.

   2. Y así Nos, de la misma manera que hemos procurado, y no sin fruto, gracias a Dios, hacer progresar con frecuentes encíclicas y exhortaciones otras ciencias que nos parecían muy provechosas para el acrecentamiento de la gloria divina y de la salvación de los hombres, así también nos propusimos desde hace mucho tiempo excitar y recomendar este nobilísimo estudio de las Sagradas Letras y dirigirlo de una manera más conforme a las necesidades de los tiempos actuales. Nos mueve, y en cierto modo nos impulsa, la solicitud de nuestro cargo apostólico, no solamente a desear que esta preciosa fuente de la revelación católica esté abierta con la mayor seguridad y amplitud para la utilidad del pueblo cristiano, sino también a no tolerar que sea enturbiada, en ninguna de sus partes, ya por aquellos a quienes mueve una audacia impía y que atacan abiertamente a la Sagrada Escritura, ya por los que suscitan a cada paso novedades engañosas e imprudentes.

   3. No ignoramos, ciertamente, venerables hermanos, que no pocos católicos sabios y de talento se dedican con ardor a defender los libros santos o a procurar un mayor conocimiento e inteligencia de los mismos. Pero, alabando a justo título sus trabajos y sus frutos, no podemos dejar de exhortar a los demás cuyo talento, ciencia y piedad prometen en esta obra excelentes resultados, a hacerse dignos del mismo elogio. Queremos ardientemente que sean muchos los que emprendan como conviene la defensa de las Sagradas Letras y se mantengan en ello con constancia; sobre todo, que aquellos que han sido llamados, por la gracia de Dios, a las órdenes sagradas, pongan de día en día mayor cuidado y diligencia en leer, meditar y explicar las Escrituras, pues nada hay más conforme a su estado.

   4. Aparte de su importancia y de la reverencia debida a la palabra de Dios, el principal motivo que nos hace tan recomendable el estudio de la Sagrada Escritura son las múltiples ventajas que sabemos han de resultar de ello, según la promesa cierta del Espíritu Santo: «Toda la Escritura, divinamente inspirada, es útil para enseñar, para argüir, para corregir, para instruir en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y pronto a toda buena obra»[7]. Los ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo y de los apóstoles demuestran que con este designio ha dado Dios a los hombres las Escrituras. Jesús mismo, en efecto, que «se ha conciliado la autoridad con los milagros y que ha merecido la fe por su autoridad y ha ganado a la multitud por la fe»[8], tenía costumbre de apelar a la Sagrada Escritura en testimonio de su divina misión. En ocasiones se sirve de los libros santos para declarar que es el enviado de Dios y Dios mismo; de ellos toma argumentos para instruir a sus discípulos y para apoyar su doctrina; defiende sus testimonios contra las calumnias de sus enemigos, los opone a los fariseos y saduceos en sus respuestas y los vuelve contra el mismo Satanás, que atrevidamente le solicitaba; los emplea aun al fin de su vida y, una vez resucitado, los explica a sus discípulos hasta que sube a la gloria de su Padre.

   5. Los apóstoles, de acuerdo con la palabra y las enseñanzas del Maestro y aunque El mismo les concedió el don de hacer milagros[9], sacaron de los libros divinos un gran medio de acción para propagar por todas las naciones la sabiduría cristiana, vencer la obstinación de los judíos y sofocar las herejías nacientes. Este hecho resalta en todos sus discursos, y en primer término en los de San Pedro, los cuales tejieron en gran parte de textos del Antiguo Testamento el apoyo más firme de la Nueva Ley. Y lo mismo aparece en los evangelios de San Mateo y San Juan y en las epístolas llamadas Católicas; y de manera clarísima en el testionio de aquel que se gloriaba de haber estudiado la ley de Moisés y los Profetas «a los pies de Gamaliel», para poder decir después con confianza, provisto de armas espirituales: «Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas para con Dios»[10].

   6. Que todos, pues, y muy especialmente los soldados de la sagrada milicia, comprendan, por los ejemplos de Cristo y de los apóstoles, en cuánta estimación deben ser tenidas las divinas Letras y con cuánto celo y con qué respeto les es preciso aproximarse a este arsenal. Porque aquellos que deben tratar, sea entre doctos o entre ignorantes, la doctrina de la verdad, en ninguna parte fuera de los libros santos encontrarán enseñanzas más numerosas y más completas sobre Dios, Bien sumo y perfectísimo, y sobre las obras que ponen de manifiesto su gloria y su amor. Acerca del Salvador del género humano, ningún texto tan fecundo y conmovedor como los que se encuentran en toda la Biblia, y por esto ha podido San Jerónimo afirmar con razón «que la ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de Cristo»[11], en ellas se ve viva y palpitante su imagen, de la cual se difunde por manera maravillosa el alivio de los males, la exhortación a la virtud y la invitación al amor divino. Y en lo concerniente a la Iglesia, su institución, sus caracteres, su misión v sus dones se encuentran con tanta frecuencia en la Escritura y existen en su favor tantos y tan sólidos argumentos, que el mismo San Jerónimo ha podido decir con mucha razón: «Aquel que se apoya en los testimonios de los libros santos es el baluarte de la Iglesia»[12]. Si lo que se busca es algo relacionado con la conformación y disciplina de la vida y de las costumbres, los hombres apostólicos encontrarán en la Biblia grandes y excelentes recursos: prescripciones llenas de santidad, exhortaciones sazonadas de suavidad y de fuerza, notables ejemplos de todas las virtudes, a lo cual se añade, en nombre y con palabras del mismo Dios, la importantísima promesa de las recompensas y el anuncio de las penas para toda la eternidad.

   7. Esta virtud propia y singular de las Escrituras, procedente del soplo divino del Espíritu Santo, es la que da autoridad al orador sagrado, le presta libertad apostólica en el hablar y le suministra una elocuencia vigorosa y convincente. El que lleva en su discurso el espíritu y la fuerza de la palabra divina «no habla solamente con la lengua, sino con la virtud del Espíritu Santo y con grande abundancia»[13]. Obran, pues, con torpeza e imprevisión los que hablan de la religión y anuncian los preceptos divinos sin invocar apenas otra autoridad que las de la ciencia y de la sabiduría humana, apoyándose más en sus propios argumentos que en los argumentos divinos. Su discurso, aunque brillante, será necesariamente lánguido y frío, como privado que está del fuego de la palabra de Dios[14], y está muy lejos de la virtud que posee el lenguaje divino: «Pues la palabra de Dios es viva y eficaz y más penetrante que una espada de dos filos y llega hasta la división del alma y del espíritu»[15]. Aparte de esto, los mismos sabios deben convenir en que existe en las Sagradas Letras una elocuencia admirablemente variada, rica y más digna de los más grandes objetos; esto es lo que San Agustín ha comprendido y perfectamente probado[16] y lo que confirma la experiencia de los mejores oradores sagrados, que han reconocido, con agradecimiento a Dios, que deben su fama a la asidua familiaridad y piadosa meditación de la Biblia.

   8. Conociendo a fondo todas estas riquezas en la teoría y en la práctica, los Santos Padres no cesaron de elogiar las Divinas Letras y los frutos que de ellas se pueden obtener. En más de un pasaje de sus obras llaman a los libros santos «riquísimo tesoro de las doctrinas celestiales»[17] y «eterno manantial de salvación»[18], y los comparan a fértiles praderas y a deliciosos jardines, en los que la grey del Señor encuentra una fuerza admirable y un maravilloso encanto [19]. Aquí viene bien lo que decía San Jerónimo al clérigo Nepociano: «Lee a menudo las divinas Escrituras; más aún, no se te caiga nunca de las manos la sagrada lectura; aprende lo que debes enseñar...; la predicación del presbítero debe estar sazonada con la lección de las Escrituras» [20], y concuerda la opinión de San Gregorio Magno, que ha descrito como nadie los deberes de los pastores de la Iglesia: «Es necesario dice que los que se dedican al ministerio de la predicación no se aparten del estudio de los libros santos»[21].

   9. Y aquí nos place recordar este aviso de San Agustín: «No será en lo exterior un verdadero predicador de la palabra de Dios aquel que no la escucha en el interior de sí mismo»[22]; y este consejo de San Gregorio a los predicadores sagrados: «que antes de llevar la palabra divina a los otros se examinen a sí mismos, no sea que, procurando las buenas acciones de los demás, se descuiden de sí propios»[23]. Mas esto había ya sido advertido, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Cristo, que empezó a obrar y a enseñar [24], por la voz del Apóstol al dirigirse no solamente a Timoteo, sino a todo el orden de los eclesiásticos con este precepto: «Vela con atención sobre ti y sobre la doctrina, insiste en estas cosas; pues obrando así, te salvarás a ti mismo y salvarás a tus oyentes»[25]. Y ciertamente, para la propia y ajena santificación, se encuentran preciosas ayudas en los libros santos, y abundan sobre todo en los Salmos; pero sólo para aquellos que presten a la divina palabra no solamente un espíritu dócil y atento, sino además una perfecta y piadosa disposición de la voluntad. Porque la condición de estos libros no es común, sino que, por haber sido dictados por el mismo Espíritu Santo, contienen verdades muy importantes, ocultas y difíciles de interpretar en muchos puntos; y por ello, para comprenderlos y explicarlos, tenemos siempre necesidad de la presencia de este mismo Espíritu [26], esto es, de su luz y de su gracia, que, como frecuentemente nos advierte la autoridad del divino salmista, deben ser imploradas por medio de la oración humilde y conservadas por la santidad de vida.

   10. Y en esto aparece de un modo esplendoroso la previsión de la Iglesia, la cual, «para que este celestial tesoro de los libros sagrados, que el Espíritu Santo entregó a los hombres con soberana liberalidad, no fuera desatendido»[27], ha proveído en todo tiempo con las mejores instituciones y preceptos. Y así estableció no solamente que una gran parte de ellos fuera leída y meditada por todos sus ministros en el oficio diario de la sagrada salmodia, sino que fueran explicados e interpretados por hombres doctos en las catedrales, en los monasterios y en los conventos de regulares donde pudiera prosperar su estudio: y ordenó rigurosamente que los domingos y fiestas solemnes sean alimentados los fieles con las palabras saludables del Evangelio[28]. Asimismo, a la prudencia y vigilancia de la Iglesia se debe aquella veneración a la Sagrada Escritura, en todo tiempo floreciente y fecunda en frutos de salvación.

   11. Para confirmar nuestros argumentos y nuestras exhortaciones, queremos recordar que todos los hombres notables por la santidad de su vida y por su conocimiento de las cosas divinas, desde los principios de la religión cristiana, han cultivado siempre con asiduidad el estudio de las Sagradas Letras. Vemos que los discípulos más inmediatos de los apóstoles, entre los que citaremos a Clemente de Roma, a Ignacio de Antioquía, a Policarpo, a todos los apologistas, especialmente Justino e Ireneo, para sus cartas y sus libros, destinados ora a la defensa, ora a la propagación de los dogmas divinos, sacaron de las divinas Letras toda su fe, su fuerza y su piedad. En las escuelas catequéticas y teológicas que se fundaron en la jurisdicción de muchas sedes episcopales, y entre las que figuran como más célebres las de Alejandría y Antioquía, la enseñanza que en ellas se daba no consistía, por decirlo así, más que en la lectura, explicación y defensa de la palabra de Dios escrita. De estas aulas salieron la mayor parte de los Santos Padres y escritores, cuyos profundos estudios y notables obras se sucedieron durante tres siglos con tan grande abundancia, que este período fue llamado con razón la Edad de Oro de la exégesis bíblica.

   12. Entre los orientales, el primer puesto corresponde a Orígenes, hombre admirable por la rápida concepción de su entendimiento y por la constancia en sus trabajos, en cuyas numerosos escritos y en la inmensa obra de sus Hexaplas puede decirse que se han inspirado casi todos sus sucesores. Entre los muchos que han extendido los límites de esta ciencia es preciso enumerar como los más eminentes: en Alejandría, a Clemente y a Cirilo; en Palestina, a Eusebio y al segundo Cirilo; en Capadocia, a Basilio el Grande y a los dos Gregorios, el Nacianceno y el de Nisa; y en Antioquía, a Juan Crisóstomo, en quien a una notable erudición se unió la más elevada elocuencia.

   13. La Iglesia de Occidente no ostenta menores títulos de gloria. Entre los numerosos doctores que se han distinguido en ella, ilustres son los nombres de Tertuliano y de Cipriano, de Hilario y de Ambrosio, de León y Gregorio Magnos; pero sobre todo los de Agustín y de Jerónimo: agudísimo el uno para descubrir el sentido de la palabra de Dios y riquísimo en sacar de ella partido para defender la verdad católica; el otro, por su conocimiento extraordinario de la Biblia y por sus magníficos trabajos sobre los libros santos, ha sido honrado por la Iglesia con el título de Doctor Máximo.

   14. Desde esta época hasta el siglo XI, aunque esta clase de estudios no fueron tan ardientes ni tan fructuosamente cultivados como en las épocas precedentes, florecieron bastante, gracias, sobre todo, al celo de los sacerdotes. Estos cuidaron de recoger las obras más provechosas que sus predecesores habían escrito y de propagarlas después de haberlas asimilado y aumentado de su propia cosecha, como hicieron sobre todo Isidoro de Sevilla, Beda y Alcuino; o bien de glosar los manuscritos sagrados, como Valfrido, Estrabón y Anselmo de Luán; o de proveer con procedimientos nuevos a la conservación de los mismos, como hicieron Pedro Damián y Lanfranco.

   15. En el siglo XII, muchos emprendieron con gran éxito la explicación alegórica de la Sagrada Escritura; en este género aventajó fácilmente a los demás San Bernardo, cuyos sermones no tienen otro sabor que el de las divinas Letras.         

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NOTAS

  • [1]  Leonis XIII Acta 13,326,364: ASS 26 (1893-94) 269-293.

  • [2]  Conc. Vat. I, ses.3 c.2: de revelatione.

  • [3]   Ibíd.

  • [4] S. Aug., De civ. Dei 11,3.

  • [5]  S. Clem. Rom., 1 Cor. 45; S. Polyc., Ad Phil. 7; Iren. Adv. haer., 2,28,2.

  • [6]  S. Io. Chrys., In Gen. hom.2,2; S. Aug., In Ps. 30 serm.2,l; S. Greg.I M., Ep. 4,13 ad Theod.

  • [7] Tim 3,16s.

  • [8] S. Aug., De util. cred. 14.32. 

  • [9] Hech 14,3.

  • [10] S. Hier., Epist. 53 (al. 103) ad Paulinum 3. Cf. Hech 22,3; 2 Cor 10,4.  

  • [11] S. Hier., In Is. pról.

  • [12]  S. Hier., In Is. 54,12.

  • [13] Cf. 1 Tes 1,5.

  • [14]  Cf. Jer 23,29.

  • [15] Heb 4,12.

  • [16]  S. Aug., De doctr. christ. 4,6,7.

  • [17]  S. Io. Chrys., In Gen. hom.21,2; 60,3; S. Aug., De discipl. christ. 2.

  • [18] S. Athan., Epist. fest. 39.

  • [19] S. Aug., Serm. 26,24; S. Ambr., In Ps. 118 serm. l 9 2. 

  • [20] S. Hier., Epist. 52 (al. 2) ad .Nepotianum. 

  • [21] S. Greg. M., Reg. past. 2,11 (al. 22); Moral. 18,26 (al. 14).

  • [22] S. Aug, Serm. 179,1.

  • [23] S. Greg. M. Reg. past. 3 24 (al. 48).

  • [24] Cf. Act. 1,1.

  • [25]  1 Tim 4,16.

  • [26] S. Hier., In Mich. 1,10. 

  • [27]  Conc. Trid., ses.5 c.1 de ref.

  • [28]  Ibíd. 1,2.