Magisterio de la Iglesia

Providentissimus Deus 

   16. Pero también se realizaron nuevos y abundantes progresos gracias al método de los escolásticos. Estos, aunque se dedicaron a investigar la verdadera lección de la versión latina, como lo demuestran los correctorios bíblicos que crearon, pusieron todavía más celo y más cuidado en la interpretación y en la explicación de los libros santos. Tan sabia y claramente como nunca hasta entonces distinguieron los diversos sentidos de las palabras sagradas; fijaron el valor de cada una en materia teológica; anotaron los diferentes capítulos y el argumento de cada una de las partes; investigaron las intenciones de los autores y explicaron la relación y conexión de las distintas frases entre sí; con lo cual todo el mundo ve cuánta luz ha sido llevada a puntos oscuros. Además, tanto sus libros de teología como sus comentarios a la Sagrada Escritura manifiestan la abundancia de doctrina que de ella sacaron. A este título, Santo Tomás se llevó entre todos ellos la palma. 

   17. Pero desde que nuestro predecesor Clemente V mandó instituir en el Ateneo de Roma y en las más célebres universidades cátedras de literatura orientales, nuestros hombres empezaron a estudiar con más vigor sobre el texto original de la Biblia y sobre la versión latina. Renacida más tarde la cultura griega, y más aún por la invención de la imprenta, el cultivo de la Sagrada Escritura se extendió de un modo extraordinario. Es realmente asombroso en cuán breve espacio de tiempo los ejemplares de los sagrados libros, sobre todo de la Vulgata, multiplicados por la imprenta, llenaron el mundo; de tal modo eran venerados y estimados los divinos libros en la Iglesia. 

   18. Ni debe omitirse el recuerdo de aquel gran número de hombres doctos, pertenecientes sobre todo a las órdenes religiosas, que desde el concilio de Viena hasta el de Trento trabajaron por la prosperidad de los estudios bíblicos; empleando nuevos métodos y aportando la cosecha de su vasta erudición y de su talento, no sólo acrecentaron las riquezas acumuladas por sus predecesores, sino que prepararon en cierto modo el camino para la gloria del siguiente siglo, en el que, a partir del concilio de Trento, pareció hasta cierto punto haber renacido la época gloriosa de los Padres de la Iglesia. Nadie, en efecto, ignora, y nos agrada recordar, que nuestros predecesores, desde Pío IV a Clemente VIII, prepararon las notables ediciones de las versiones antiguas Vulgata y Alejandrina; que, publicadas después por orden y bajo la autoridad de Sixto V y del mismo Clemente, son hoy día de uso general. Sabido es que en esta época fueron editadas, al mismo tiempo que otras versiones de la Biblia, las poliglotas de Amberes y de París, aptísimas para la investigación del sentido exacto, y que no hay un solo libro de los dos Testamentos que no encontrara entonces más de un intérprete; ni existe cuestión alguna relacionada con este asunto que no ejercitara con fruto el talento de muchos sabios, entre los que cierto número, sobre todo los que estudiaron más a los Santos Padres, adquirieron notable renombre. Ni a partir de esta época ha faltado el celo a nuestros exegetas, ya que hombres distinguidos han merecido bien de estos estudios, y contra los ataques del racionalismo, sacados de la filología y de las ciencias afines, han defendido la Sagrada Escritura sirviéndose de argumentos del mismo género. 

   19. Todos los que sin prevenciones examinen esta rápida reseña nos concederán ciertamente que la Iglesia no ha perdonado recurso alguno para hacer llegar hasta sus hijos las fuentes saludables de la Divina Escritura; que siempre ha conservado este auxilio, para cuya guarda ha sido propuesta por Dios, y que lo ha reforzado con toda clase de estudios, de tal modo que no ha tenido jamás, ni tiene ahora, necesidad de estímulos por parte de los extraños.

   20. El plan que hemos propuesto exige que comuniquemos con vosotros, venerables hermanos, lo que estimamos oportuno para la buena ordenación de estos estudios. Pero importa ante todo examinar qué clase de enemigos tenemos enfrente y en qué procedimientos o en qué armas tienen puesta su confianza.

   21. Como antiguamente hubo que habérselas con los que, apoyándose en su juicio particular y recurriendo a las divinas tradiciones y al magisterio de la Iglesia, afirmaban que la Escritura era la única fuente de revelación y el juez supremo de la fe; así ahora nuestros principales adversarios son los racionalistas, que, hijos y herederos, por decirlo así, de aquellos y fundándose igualmente en su propia opinión, rechazan abiertamente aun aquellos restos de fe cristiana recibidos de sus padres. Ellos niegan, en efecto, toda divina revelación o inspiración; niegan la Sagrada Escritura; proclaman que todas estas cosas no son sino invenciones y artificios de los hombres; miran a los libros santos, no como el relato fiel de acontecimientos reales, sino como fábulas ineptas y falsas historias. A sus ojos no han existido profecías, sino predicciones forjadas después de haber ocurrido los hechos, o presentimientos explicables por causas naturales; para ellos no existen milagros verdaderamente dignos de este nombre, manifestaciones de la omnipotencia divina, sino hechos asombrosos, en ningún modo superiores a las fuerzas de la naturaleza, o bien ilusiones y mitos; los evangelios y los escritos de los apóstoles han de ser atribuidos a otros autores.

   22. Presentan este cúmulo de errores, con los que creen poder anonadar a la sacrosanta verdad de los libros divinos, como veredictos inapelables de una nueva ciencia libre; pero que tienen ellos mismos por tan inciertos, que con frecuencia varían y se contradicen en unas mismas cosas. Y mientras juzgan y hablan de una manera tan impía respecto de Dios, de Cristo, del Evangelio y del resto de las Escrituras, no faltan entre ellos quienes quisieran ser considerados como teólogos, como cristianos y como evangélicos, y que bajo un nombre honrosísimo ocultan la temeridad de un espíritu insolente. A estos tales se juntan, participando de sus ideas y ayudándolos, otros muchos de otras disciplinas, a quienes la misma intolerancia de las cosas reveladas impulsa del mismo modo a atacar a la Biblia. Nos no sabríamos deplorar demasiado la extensión y la violencia que de día en día adquieren estos ataques. Se dirigen contra hombres instruidos y serios que pueden defenderse sin gran dificultad; pero se ceban principalmente en la multitud de los ignorantes, como enemigos encarnizados de manera sistemática. Por medio de libros, de opúsculos y de periódicos propagan el veneno mortífero; lo insinúan en reuniones y discursos; todo lo han invadido, y poseen numerosas escuelas arrancadas a la tutela de la Iglesia, en las que depravan miserablemente, hasta por medio de sátiras y burlas chocarreras, las inteligencias aún tiernas y crédulas de los jóvenes, excitando en ellos el desprecio hacia la Sagrada Escritura.

   23. En todo esto hay, venerables hermanos, hartos motivos para excitar y animar el celo común de los pastores, de tal modo que a esa ciencia nueva, a esa falsa ciencia[29], se oponga la doctrina antigua y verdadera que la Iglesia ha recibido de Cristo por medio de los apóstoles y surjan hábiles defensores de la Sagrada Escritura para este duro combate.

   24. Nuestro primer cuidado, por lo tanto, debe ser éste: que en los seminarios y en las universidades se enseñen las Divinas Letras punto por punto, como lo piden la misma importancia de esta ciencia y las necesidades de la época actual. Por esta razón, nada debéis cuidar tanto como la prudente elección de los profesores; para este cometido importa efectivamente nombrar, no a personas vulgares, sino a los que se recomienden por un grande amor y una larga práctica de la Biblia, por una verdadera cultura científica y, en una palabra, por hallarse a la altura de su misión. No exige menos cuidado la tarea de procurar quienes después ocupen el puesto de éstos. Será conveniente que, allí donde haya facilidad para ello, se escoja, entre los alumnos mejores que hayan cursado de manera satisfactoria los estudios teológicos, algunos que se dediquen por completo a los libros divinos con la posibilidad de cursar en algún tiempo estudios superiores. Cuando los profesores hayan sido elegidos y formados de este modo, ya pueden emprender con confianza la tarea que se les encomienda; y para que mejor la lleven y obtengan los resultados que son de esperar, queremos darles algunas instrucciones más detalladas.

   25. Al comienzo de los estudios deben atender al grado de inteligencia de los discípulos, para formar y cultivar en ellos un criterio, apto al mismo tiempo para defender los libros divinos y para captar su sentido. Tal es el objeto del tratado de la introducción bíblica, que suministra al discípulo recursos; para demostrar la integridad y autoridad de la Biblia, para buscar y descubrir su verdadero sentido y para atacar de frente las interpretaciones sofísticas, extirpándolas en su raíz. Apenas hay necesidad de indicar cuán importante es discutir estos puntos desde el principio, con orden, científicamente y recurriendo a la teología; pues todo el restante estudio de la Escritura se apoya en estas bases y se ilumina con estos resplandores.

   26. El profesor debe aplicarse con gran cuidado a dar a conocer a fondo la parte más fecunda de esta ciencia, que concierne a la interpretación, y para que sus oyentes sepan de qué modo podrán utilizar las riquezas de la palabra divina en beneficio de la religión y de la piedad. Comprendemos ciertamente que ni la extensión de la materia ni el tiempo de que se dispone permiten recorrer en las aulas todas las Escrituras. Pero, toda vez que es necesario poseer un método seguro para dirigir con fruto su interpretación, un maestro prudente deberá evitar al mismo tiempo el defecto de los que hacen gustar deprisa algo de todos los libros, y el defecto de aquellos otros que se detienen en una parte determinada más de la cuenta. Si en la mayor parte de las escuelas no se puede conseguir, como en las academias superiores, que este o aquel libro sea explicado de una manera continua y extensa, cuando menos se ha de procurar que los pasajes escogidos para la interpretación sean estudiados de un modo suficiente y completo; los discípulos, atraídos e instruidos por este módulo de explicación, podrán luego releer y gustar el resto de la Biblia durante toda su vida.

   27. El profesor, fiel a las prescripciones de aquellos que nos precedieron, deberá emplear para esto la versión Vulgata, la cual el concilio Tridentino decretó que había de ser tenida «como auténtica en las lecturas públicas, en las discusiones, en las predicaciones y en las explicaciones»[30], y la recomienda también la práctica cotidiana de la Iglesia. No queremos decir, sin embargo, que no se hayan de tener en cuenta las demás versiones que alabó y empleó la antigüedad cristiana, y sobre todo los textos primitivos. Pues si en lo que se refiere a los principales puntos el pensamiento del hebreo y del griego está suficientemente claro en estas palabras de la Vulgata, no obstante, si algún pasaje resulta ambiguo o menos claro en ella, «el recurso a la lengua precedente» será, siguiendo el consejo de San Agustín, utilísimo [31]. Claro es que será preciso proceder con mucha circunspección en esta tarea; pues el oficio «del comentador es exponer, no lo que él mismo piensa, sino lo que pensaba el autor cuyo texto explica»[32].

   28. Después de establecida por todos los medios, cuando sea preciso, la verdadera lección, habrá llegado el momento de escudriñar y explicar su sentido. Nuestro primer consejo acerca de este punto es que observen las normas que están en uso respecto de la interpretación, con tanto más cuidado cuanto el ataque de nuestros adversarios es sobre este particular más vivo. Por eso, al cuidado de valorar las palabras en sí mismas, la significación de su contexto, los lugares paralelos, etc., deben unirse también la ilustración de la erudición conveniente; con cautela, sin embargo, para no emplear más tiempo ni más esfuerzo en estas cuestiones que en el estudio de los libros santos y para evitar que un conocimiento demasiado extenso y profundo de tales cosas lleve al espíritu de la juventud más turbación que ayuda.

   29. De aquí se pasará con seguridad al uso de la Sagrada Escritura en materia teológica. Conviene hacer notar a este respecto que a las otras causas de dificultad que se presentan para entender cualquier libro de autores antiguos se añaden algunas particularidades en los libros sagrados. En sus palabras, por obra del Espíritu Santo, se oculta gran número de verdades que sobrepujan en mucho la fuerza y la penetración de la razón humana, como son los divinos misterios y otras muchas cosas que con ellos se relacionan: su sentido es a veces más amplio y más recóndito de lo que parece expresar la letra e indican las reglas de la hermenéutica; además, su sentido literal oculta en sí mismo otros significados que sirven unas veces para ilustrar los dogmas y otras para inculcar preceptos de vida; por lo cual no puede negarse que los libros sagrados se hallan envueltos en cierta oscuridad religiosa, de manera que nadie puede sin guía penetrar en ellos[33]. Dios lo ha querido así (ésta es la opinión de los Santos Padres) para que los hombres los estudien con más atención y cuidado, para que las verdades más penosamente adquiridas penetren más profundamente en su corazón y para que ellos comprendan sobre todo que Dios ha dado a la Iglesia las Escrituras a fin de que la tengan por guía y maestra en la lectura e interpretación de sus palabras. Ya San Ireneo enseñó[34] que, allí donde Dios ha puesto sus carismas, debe buscarse la verdad, y que aquellos en quienes reside la sucesión de los apóstoles explican las Escrituras sin ningún peligro de error: ésta es su doctrina y la doctrina de los demás Santos Padres, que adoptó el concilio Vaticano cuando, renovando el decreto tridentino sobre la interpretación de la palabra divina escrita, declaró ser la mente de éste que «en las cosas de fe y costumbres que se refieren a la edificación de la doctrina cristiana ha de ser tenido por verdadero sentido de la Escritura Sagrada aquel que tuvo y tiene la santa madre Iglesia, a la cual corresponde juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Santas Escrituras; y, por lo tanto, que a nadie es lícito interpretar dicha Sagrada Escritura contra tal sentido o contra el consentimiento unánime de los Padres»[35].

   30. Por esta ley, llena de prudencia, la Iglesia no detiene ni coarta las investigaciones de la ciencia bíblica, sino más bien las mantiene al abrigo de todo error y contribuye poderosamente a su verdadero progreso. Queda abierto al doctor un vasto campo en el que con paso seguro pueda ejercitar su celo de intérprete de manera notable y con provecho para la Iglesia. Porque en aquellos pasajes de la Sagrada Escritura que todavía esperan una explicación cierta y bien definida, puede acontecer, por benévolo designio de la providencia de Dios, que con este estudio preparatorio llegue a madurar; y, en los puntos ya definidos, el doctor privado puede también desempeñar un papel útil si los explica con más claridad a la muchedumbre de los fieles o más científicamente a los doctos, o si los defiende con energía contra los adversarios de la fe. El intérprete católico debe, pues, mirar como un deber importantísimo y sagrado explicar en el sentido declarado los textos de la Escritura cuya significación haya sido declarada auténticamente, sea por los autores sagrados, a quienes les ha guiado la inspiración del Espíritu Santo como sucede en muchos pasajes del Nuevo Testamento, sea por la Iglesia, asistida también por el mismo Espíritu Santo «en juicio solemne o por su magisterio universal y ordinario»[36], y llevar al convencimiento de que esta interpretación es la única que, conforme a las leyes de una sana hermenéutica, puede aceptarse. En los demás puntos deberá seguir la analogía de la fe y tomar como norma suprema la doctrina católica tal como está decidida por la autoridad de la Iglesia; porque, siendo el mismo Dios el autor de los libros santos y de la doctrina que la Iglesia tiene en depósito, no puede suceder que proceda de una legítima interpretación de aquellos un sentido que discrepe en alguna manera de ésta. De donde resulta que se debe rechazar como insensata y falsa toda explicación que ponga a los autores sagrados en contradicción entre sí o que sea opuesta a la enseñanza de la Iglesia.

   31. El maestro de Sagrada Escritura debe también merecer este elogio: que posee a fondo toda la teología y que conoce perfectamente los comentarios de los Santos Padres, de los doctores y de los mejores intérpretes. Tal es la doctrina de San Jerónimo[37] y de San Agustín, quien se queja, con razón, en estos términos: «Si toda ciencia, por poco importante que sea y fácil de adquirir, pide ser enseñada por un doctor o maestro, ¡qué cosa más orgullosamente temeraria que no querer aprender de sus intérpretes los libros de los divinos misterios!»[38]. Igualmente pensaron otros Santos Padres y lo confirmaron con su ejemplo «al procurar la inteligencia de las divinas Escrituras no por su propia presunción, sino según los escritos y la autoridad de sus predecesores, que sabían haber recibido, por sucesión de los apóstoles, las reglas para su interpretación»[39].

   32. La autoridad de los Santos Padres, que después de los apóstoles «hicieron crecer a la Iglesia con sus esfuerzos de jardineros, constructores, pastores y nutricios»[40], es suprema cuando explican unánimemente un texto bíblico como perteneciente a la doctrina de la fe y de las costumbres; pues de su conformidad resulta claramente, según la doctrina católica, que dicha explicación ha sido recibida por tradición de los apóstoles. La opinión de estos mismos Padres es también muy estimable cuando tratan de estas cosas como doctores privados; pues no solamente su ciencia de la doctrina revelada y su conocimiento de muchas cosas de gran utilidad para interpretar los libros apostólicos los recomiendan, sino que Dios mismo ha prodigado los auxilios abundantes de sus luces a estos hombres notabilísimos por la santidad de su vida y por su celo por la verdad. Que el intérprete sepa, por lo tanto, que debe seguir sus pasos con respeto y aprovecharse de sus trabajos mediante una elección inteligente.

   33. No es preciso, sin embargo, creer que tiene cerrado el camino para no ir más lejos en sus pesquisas y en sus explicaciones cuando un motivo razonable exista para ello, con tal que siga religiosamente el sabio precepto dado por San Agustín: «No apartarse en nada del sentido literal y obvio, como no tenga alguna razón que le impida ajustarse a él o que haga necesario abandonarlo»[41]; regla que debe observarse con tanta más firmeza cuanto existe un mayor peligro de engañarse en medio de tanto deseo de novedades y de tal libertad de opiniones. Procure asimismo no descuidar lo que los Santos Padres entendieron en sentido alegórico o parecido, sobre todo cuando este significado derive del sentido literal y se apoye en gran número de autoridades. La Iglesia ha recibido de los apóstoles este método de interpretación y lo ha aprobado con su ejemplo, como se ve en la liturgia; no que los Santos Padres hayan pretendido demostrar con ello propiamente los dogmas de la fe, sino que sabían por experiencia que este método era bueno para alimentar la virtud y la piedad.

   34. La autoridad de los demás intérpretes católicos es, en verdad, menor; pero, toda vez que los estudios bíblicos han hecho en la Iglesia continuos progresos, es preciso dar el honor que les corresponde a los comentarios de estos doctores, de los cuales se pueden tomar muchos argumentos para rechazar los ataques y esclarecer los puntos difíciles. Pero lo que no conviene en modo alguno es que, ignorando o despreciando las excelentes obras que los nuestros nos dejaron en gran número, prefiera el intérprete los libros de los heterodoxos y busque en ellos, con gran peligro de la sana doctrina y muy frecuentemente con detrimento de la fe, la explicación de pasajes en los que los católicos vienen ejercitando su talento y multiplicando sus esfuerzos desde hace mucho tiempo y con éxito. Pues aunque, en efecto, los estudios de los heterodoxos, prudentemente utilizados, puedan a veces ayudar al intérprete católico, importa, no obstante, a éste recordar que, según numerosos testimonios de nuestros mayores[42], el sentido incorrupto de las Sagradas Letras no se encuentra fuera de la Iglesia y no puede ser enseñado por los que, privados de la verdad de la fe, no llegan hasta la médula de las Escrituras, sino que únicamente roen su corteza[43].

   35. Es muy de desear y necesario que el uso de la divina Escritura influya en toda la teología y sea como su alma; tal ha sido en todos los tiempos la doctrina y la práctica de todos los Padres y de los teólogos más notables. Ellos se esforzaban por establecer y afirmar sobre los libros santos las verdades que son objeto de la fe y las que de éste se derivan; y de los libros sagrados y de la tradición divina se sirvieron para refutar las novedades inventadas por los herejes y para encontrar la razón de ser, la explicación y la relación que existe entre los dogmas católicos. Nada tiene esto de sorprendente para el que reflexione sobre el lugar tan importante que corresponde a los libros divinos entre las fuentes de la revelación, hasta el punto de que sin su estudio y uso diario no podría la teología ser tratada con el honor y dignidad que le son propios. Porque, aunque deban los jóvenes ejercitarse en las universidades y seminarios de manera que adquieran la inteligencia y la ciencia de los dogmas deduciendo de los artículos de la fe unas verdades de otras, según las reglas de una filosofía experimentada y sólida, no obstante, el teólogo profundo e instruido no puede descuidar la demostración de los dogmas basada en la autoridad de la Biblia. «Porque la teología no toma sus argumentos de las demás ciencias, sino inmediatamente de Dios por la revelación. Por lo tanto, nada recibe de esas ciencias como si le fueran superiores, sino que las emplea como a sus inferiores y seguidoras». Este método de enseñanza de la ciencia sagrada está indicado y recomendado por el príncipe de los teólogos, Santo Tomás de Aquino[44], el cual, además, como perfecto conocedor de este peculiar carácter de la teología cristiana, enseña de qué manera el teólogo puede defender estos principios si alguien los ataca: «Argumentando, si el adversario concede algunas de las verdades que tenemos por revelación; y en este sentido disputamos contra los herejes aduciendo las autoridades de la Escritura o empleando un artículo de la fe contra los que niegan otro. Por el contrario, si el adversario no cree en nada revelado, no nos queda recurso para probar los artículos de la fe con razones, sino sólo para deshacer las que él proponga contra la fe» [45].

   36. Hay que poner, por lo tanto, especial cuidado en que los jóvenes acometan los estudios bíblicos convenientemente instruidos y pertrechados, para que no defrauden nuestras legítimas esperanzas ni, lo que sería más grave, sucumban incautamente ante el error, engañados por las falacias de los racionalistas y por el fantasma de una erudición superficial. Estarán perfectamente preparados si, con arreglo al método que Nos mismo les hemos enseñado y prescrito, cultivan religiosamente y con profundidad el estudio de la filosofía y de la teología bajo la dirección del mismo Santo Tomás. De este modo procederán con paso firme y harán grandes progresos en las ciencias bíblicas como en la parte de la teología llamada positiva.

   37. Haber demostrado, explicado y aclarado la verdad de la doctrina católica mediante la interpretación legítima y diligente de los libros sagrados es mucho ciertamente; resta, sin embargo, otro punto que fijar y tan importante como laborioso: el de afirmar con la mayor solidez la autoridad íntegra de los mismos. Lo cual no podrá conseguirse plena y enteramente sino por el magisterio vivo y propio de la Iglesia, que «por sí misma y a causa de su admirable difusión, de su eminente santidad, de su fecundidad inagotable en toda suerte de bienes, de su unidad católica, de su estabilidad invencible, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y una prueba irrefutable de su divina misión»[46]. Pero toda vez que este divino e infalible magisterio de la Iglesia descansa también en la autoridad de la Sagrada Escritura, es preciso afirmar y reivindicar la fe, cuando menos, en la Biblia, por cuyos libros, como testimonios fidedignos de la antigüedad, serán puestas de manifiesto y debidamente establecidas la divinidad y la misión de Jesucristo, la institución de la jerarquía de la Iglesia y la primacía conferida a Pedro y a sus sucesores.

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NOTAS

  • [29] 1 Tim 6,20.

  • [30] Ses.4 decr. de edit. et usu Libr. Sacr.

  • [31] S. Aug., De doct.christ. 3,4.

  • [32]  S. Aug., De doct.christ. 3,4.

  • [33]  S. Hier., Epist. 53 (al. 103) ad Paulinum 4.

  • [34] S. Iren., Adv, haer. 4, 26, 5. 

  • [35] Conc. Vat. I, ses.3 c.2: de revel., ex Conc. Trid., ses.4 decr. de edit. et usu Libr. Sacr. 

  • [36] Conc. Vat. ses.3: de fide.

  • [37] S Hier., Epist. 53 (al. 103) 6ss. 

  • [38]  S. Aug., De util. cred. 17, 35. 

  • [39] Rufinus, Hist. eccl. 2,9.  

  • [40] S. Aug., C. Iulian. 2, 10, 37.   

  • [41]  S. Aug., De Gen. ad litt. 8, 7, 13. 

  • [42] Cf. Clemen. Al., Strom. 7,16; Orig., De princ, 4,8; In Lev. hom.4,8; Tertull., De praescr. 15s; S. Hilar., In Mt. 13,1.  

  • [43] S. Greg. M., Moral. 20,9 (al. 11).

  • [44] S. Thom,, I q.l a.5 ad 2.  

  • [45]  Ibíd., a.8. 

  • [46] Conc. Vat. I, ses. 3 c. 3: de fide.