Magisterio de la Iglesia

Providentissimus Deus 

   38. A este fin será muy conveniente que se multipliquen los sacerdotes preparados, dispuestos a combatir en este campo por la fe y a rechazar los ataques del enemigo, revestidos de la armadura de Dios, que recomienda el Apóstol[47], y entrenados en las nuevas armas y en la nueva estrategia de sus adversarios. Es lo que hermosamente incluye San Juan Crisóstomo entre los deberes del sacerdote: «Es preciso dice emplear un gran celo a fin de que la palabra de Dios habite con abundancia en nosotros[48]; no debemos, pues, estar preparados para un solo género de combate, porque no todos usan las mismas armas ni tratan de acometernos de igual manera. Es, por lo tanto, necesario que quien ha de medirse con todos, conozca las armas y los procedimientos de todos y sepa ser a la vez arquero y hondero, tribuno y jefe de cohorte, general y soldado, infante y caballero, apto para luchar en el mar y para derribar murallas; porque, si no conoce todos los medios de combatir, el diablo sabe, introduciendo a sus raptores por un solo punto en el caso de que uno solo quedare sin defensa, arrebatar las ovejas»[49]. Más arriba hemos mencionado las astucias de los enemigos y los múltiples medios que emplean en el ataque. Indiquemos ahora los procedimientos que deben utilizarse para la defensa.

   39. Uno de ellos es, en primer término, el estudio de las antiguas lenguas orientales y, al mismo tiempo, el de la ciencia que se llama crítica. Siendo estos dos conocimientos en el día de hoy muy apreciados y estimados, el clero que los posea con más o menos profundidad, según el país en que se encuentre y los hombres con quienes esté en relación, podrá mejor mantener su dignidad y cumplir con los deberes de su cargo, ya que debe hacerse todo para todos[50] y estar siempre pronto a satisfacer a todo aquel que le pida la razón de su esperanzas[51]. Es, pues, necesario a los profesores de Sagrada Escritura, y conviene a los teólogos, conocer las lenguas en las que los libros canónicos fueron originariamente escritos por los autores sagrados; sería también excelente que los seminaristas cultivasen dichas lenguas, sobre todo aquellos que aspiran a los grados académicos en teología. Debe también procurarse que en todas las academias, como ya se ha hecho laudablemente en muchas, se establezcan cátedras donde se enseñen también las demás lenguas antiguas, sobre todo las semíticas, y las materias relacionadas con ellas, con vistas, sobre todo, a los jóvenes que se preparan para profesores de Sagradas Letras.

   40. Importa también, por la misma razón, que los susodichos profesores de Sagrada Escritura se instruyan y ejerciten más en la ciencia de la verdadera crítica; porque, desgraciadamente, y con gran daño para la religión, se ha introducido un sistema que se adorna con el nombre respetable de «alta crítica», y según el cual el origen, la integridad y la autoridad de todo libro deben ser establecidos solamente atendiendo a lo que ellos llaman razones internas. Por el contrario, es evidente que, cuando se trata de una cuestión histórica, como es el origen y conservación de una obra cualquiera, los testimonios históricos tienen más valor que todos los demás y deben ser buscados y examinados con el máximo interés; las razones internas, por el contrario, la mayoría de las veces no merecen la pena de ser invocadas sino, a lo más, como confirmación. De otro modo, surgirán graves inconvenientes: los enemigos de la religión atacarán la autenticidad de los libros sagrados con más confianza de abrir brecha; este género de «alta crítica» que preconizan conducirá en definitiva a que cada uno en la interpretación se atenga a sus gustos y a sus prejuicios; de este modo, la luz que se busca en las Escrituras no se hará, y ninguna ventaja reportará la ciencia; antes bien se pondrá de manifiesto esa nota característica del error que consiste en la diversidad y disentimiento de las opiniones, como lo están demostrando los corifeos de esta nueva ciencia; y como la mayor parte están imbuidos en las máximas de una vana filosofía y del racionalismo, no temerán descartar de los sagrados libros las profecías, los milagros y todos los demás hechos que traspasen el orden natural.

   41. Hay que luchar en segundo lugar contra aquellos que, abusando de sus conocimientos de las ciencias físicas, siguen paso a paso a los autores sagrados para echarles en cara su ignorancia en estas cosas y desacreditar así las mismas Escrituras. Como quiera que estos ataques se fundan en cosas que entran en los sentidos, son peligrosísimos cuando se esparcen en la multitud, sobre todo entre la juventud dedicada a las letras; la cual, una vez que haya perdido sobre algún punto el respeto a la revelación divina, no tardará en abandonar la fe en todo lo demás. Porque es demasiado evidente que así como las ciencias naturales, con tal de que sean convenientemente enseñadas, son aptas para manifestar la gloria del Artífice supremo, impresa en las criaturas, de igual modo son capaces de arrancar del alma los principios de una sana filosofía y de corromper las costumbres cuando se infiltran con dañadas intenciones en las jóvenes inteligencias. Por eso, el conocimiento de las cosas naturales será una ayuda eficaz para el que enseña la Sagrada Escritura; gracias a él podrá más fácilmente descubrir y refutar los sofistas de esta clase dirigidos contra los libros sagrados.

   42. No habrá ningún desacuerdo real entre el teólogo y el físico mientras ambos se mantengan en sus límites, cuidando, según la frase de San Agustín, «de no afirmar nada al azar y de no dar por conocido lo desconocido»[52]. Sobre cómo ha de portarse el teólogo si, a pesar de esto, surgiere discrepancia, hay una regla sumariamente indicada por el mismo Doctor: «Todo lo que en materia de sucesos naturales pueden demostrarnos con razones verdaderas, probémosles que no es contrario a nuestras Escrituras; mas lo que saquen de sus libros contrario a nuestras Sagrada Letras, es decir, a la fe católica, demostrémosles, en lo posible o, por lo menos, creamos firmemente que es falsísimo»[53]. Para penetrarnos bien de la justicia de esta regla, se ha de considerar en primer lugar que los escritores sagrados, o mejor el Espíritu Santo, que hablaba por ellos, no quisieron enseñar a los hombres estas cosas (la íntima naturaleza o constitución de las cosas que se ven), puesto que en nada les habían de servir para su salvación [54], y así, más que intentar en sentido propio la exploración de la naturaleza, describen y tratan a veces las mismas cosas, o en sentido figurado o según la manera de hablar en aquellos tiempos, que aún hoy rige para muchas cosas en la vida cotidiana hasta entre los hombres más cultos. Y como en la manera vulgar de expresarnos suele ante todo destacar lo que cae bajo los sentidos, de igual modo el escritor sagrado y ya lo advirtió el Doctor Angélico «se guía por lo que aparece sensiblemente»[55], que es lo que el mismo Dios, al hablar a los hombres, quiso hacer a la manera humana para ser entendido por ellos.

   43. Pero de que sea preciso defender vigorosamente la Santa Escritura no se sigue que sea necesario mantener igualmente todas las opiniones que cada uno de los Padres o de los intérpretes posteriores han sostenido al explicar estas mismas Escrituras; los cuales, al exponer los pasajes que tratan de cosas físicas, tal vez no han juzgado siempre según la verdad, hasta el punto de emitir ciertos principios que hoy no pueden ser aprobados. Por lo cual es preciso descubrir con cuidado en sus explicaciones aquello que dan como concerniente a la fe o como ligado con ella y aquello que afirman con consentimiento unánime; porque, «en las cosas que no son de necesidad de fe, los santos han podido tener pareceres diferentes, lo mismo que nosotros», según dice Santo Tomás[56]. El cual, en otro pasaje, dice con la mayor prudencia: «Por lo que concierne a las opiniones que los filósofos han profesado comúnmente y que no son contrarias a nuestra fe, me parece más seguro no afirmarlas como dogmas, aunque algunas veces se introduzcan bajo el nombre de filósofos, ni rechazarlas como contrarias a la fe, para no dar a los sabios de este mundo ocasión de despreciar nuestra doctrina»[57]. Pues, aunque el intérprete debe demostrar que las verdades que los estudiosos de las ciencias físicas dan como ciertas y apoyadas en firmes argumentos no contradicen a la Escritura bien explicada, no debe olvidar, sin embargo, que algunas de estas verdades, dadas también como ciertas, han sido luego puestas en duda y rechazadas. Que si los escritores que tratan de los hechos físicos, traspasados los linderos de su ciencia, invaden con opiniones nocivas el campo de la filosofía, el intérprete teólogo deje a cargo de los filósofos el cuidado de refutarlas.

   44. Esto mismo habrá de aplicarse después a las ciencias similares, especialmente a la historia. Es de sentir, en efecto, que muchos hombres que estudian a fondo los monumentos de la antigüedad, las costumbres y las instituciones de los pueblos, investigan y publican con grandes esfuerzos los correspondientes documentos, pero frecuentemente con objeto de encontrar errores en los libros santos para debilitar y quebrantar completamente su autoridad. Algunos obran así con demasiada hostilidad y sin bastante equilibrio, ya que se fían de los libros profanos y de los documentos del pasado como si no pudiese existir ninguna sospecha de error respecto a ellos, mientras niegan, por lo menos, igual fe a los libros de la Escritura ante la más leve sospecha de error y sin pararse siquiera a discutirla.

   45. Puede ocurrir que en la transcripción de los códices se les escaparan a los copistas algunas erratas; lo cual debe estudiarse con cuidado y no admitirse fácilmente sino en los lugares que con todo rigor haya sido demostrado; también puede suceder que el sentido verdadero de algunas frases continúe dudoso; para determinarlo, las reglas de la interpretación serán de gran auxilio; pero lo que de ninguna manera puede hacerse es limitar la inspiración a solas algunas partes de las Escrituras o conceder que el autor sagrado haya cometido error. Ni se debe tolerar el proceder de los que tratan de evadir estas dificultades concediendo que la divina inspiración se limita a las cosas de fe y costumbres y nada más, porque piensan equivocadamente que, cuando se trata de la verdad de las sentencias, no es preciso buscar principalmente lo que ha dicho Dios, sino examinar más bien el fin para el cual lo ha dicho. En efecto, los libros que la Iglesia ha recibido como sagrados y canónicos, todos e íntegramente, en todas sus partes, han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo; y está tan lejos de la divina inspiración el admitir error, que ella por sí misma no solamente lo excluye en absoluto, sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad con que es necesario que Dios, Verdad suma, no sea autor de ningún error.

   46. Tal es la antigua y constante creencia de la Iglesia definida solemnemente por los concilios de Florencia y de Trento, confirmada por fin y más expresamente declarada en el concilio Vaticano, que dio este decreto absoluto: «Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, íntegros, con todas sus partes, como se describen en el decreto del mismo concilio (Tridentino) y se contienen en la antigua versión latina Vulgata, deben ser recibidos por sagrados y canónicos. La Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque, habiendo sido escritos por la sola industria humana, hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor»[58]. Por lo cual nada importa que el Espíritu Santo se haya servido de hombres como de instrumentos para escribir, como si a estos escritores inspirados, ya que no al autor principal, se les pudiera haber deslizado algún error. Porque El de tal manera los excitó y movió con su influjo sobrenatural para que escribieran, de tal manera los asistió mientras escribían, que ellos concibieran rectamente todo y sólo lo que El quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo expresaran aptamente con verdad infalible; de otra manera, El no sería el autor de toda la Sagrada Escritura.

   47. Tal ha sido siempre el sentir de los Santos Padres. «Y así dice San Agustín, puesto que éstos han escrito lo que el Espíritu Santo les ha mostrado y les ha dicho, no debe decirse que no lo ha escrito El mismo, ya que, como miembros, han ejecutado lo que la cabeza les dictaba»[59]. Y San Gregorio Magno dice: «Es inútil preguntar quién ha escrito esto, puesto que se cree firmemente que el autor del libro es el Espíritu Santo; ha escrito, en efecto, el que dictó lo que se había de escribir; ha escrito quien ha inspirado la obra»[60]. Síguese que quienes piensen que en los lugares auténticos de los libros sagrados puede haber algo de falso, o destruyen el concepto católico de inspiración divina, o hacen al mismo Dios autor del error.

   48. Y de tal manera estaban todos los Padres y Doctores persuadidos de que las divinas Letras, tales cuales salieron de manos de los hagiógrafos, eran inmunes de todo error, que por ello se esforzaron, no menos sutil que religiosamente, en componer entre sí y conciliar los no pocos pasajes que presentan contradicciones o desemejanzas (y que son casi los mismos que hoy son presentados en nombre de la nueva ciencia); unánimes en afirmar que dichos libros, en su totalidad y en cada una de sus partes, procedían por igual de la inspiración divina, y que el mismo Dios, hablando por los autores sagrados, nada podía decir ajeno a la verdad. Valga por todos lo que el mismo Agustín escribe a Jerónimo: «Yo confieso a vuestra caridad que he aprendido a dispensar a solos los libros de la Escritura que se llaman canónicos la reverencia y el honor de creer muy firmemente que ninguno de sus autores ha podido cometer un error al escribirlos. Y si yo encontrase en estas letras algo que me pareciese contrario a la verdad, no vacilaría en afirmar o que el manuscrito es defectuoso, o que el traductor no entendió exactamente el texto, o que no lo he entendido yo»[61].

   49. Pero luchar plena y perfectamente con el empleo de tan importantes ciencias para establecer la santidad de la Biblia, es algo superior a lo que de la sola erudición de los intérpretes y de los teólogos se puede esperar. Es de desear, por lo tanto, que se propongan el mismo objeto y se esfuercen por lograrlo todos los católicos que hayan adquirido alguna autoridad en las ciencias profanas. El prestigio de estos ingenios, si nunca hasta el presente, tampoco hoy falta a la Iglesia, gracias a Dios, y ojalá vaya en aumento para ayuda de la fe. Consideramos de la mayor importancia que la verdad encuentre más numerosos y sólidos defensores que adversarios, pues no hay cosa que tanto pueda persuadir al vulgo a aceptar la verdad como el ver a hombres distinguidos en alguna ciencia profesarla abiertamente. Incluso la envidia de los detractores se desvanecerá fácilmente, o al menos no se atreverán ya a afirmar con tanta petulancia que la fe es enemiga de la ciencia, cuando vean a hombres doctos rendir el mayor honor y la máxima reverencia a la fe.

   50. Puesto que tanto provecho pueden prestar a la religión aquellos a quienes la Providencia concedió, junto con la gracia de profesar la fe católica, el feliz don del talento, es preciso que, en medio de esta lucha violenta de los estudios que se refieren en alguna manera a las Escrituras, cada uno de ellos elija la disciplina apropiada y, sobresaliendo en ella, se aplique a rechazar victoriosamente los dardos que la ciencia impía dirige contra aquéllas.

   51. Aquí nos es grato tributar las merecidas alabanzas a la conducta de algunos católicos, quienes, a fin de que los sabios puedan entregarse con toda abundancia de medios a estos estudios y hacerlos progresar formando asociaciones, gustan de contribuir generosamente con recursos económicos. Excelente manera de emplear su dinero y muy apropiada a las necesidades de los tiempos. En efecto, cuantos menos socorros pueden los católicos esperar del Estado para sus estudios, más conviene que la liberalidad privada se muestre pronta y abundante; de modo que aquellos a quienes Dios ha dado riquezas, las consagren a conservar el tesoro de la verdad revelada.

   52. Mas, para que tales trabajos aprovechen verdaderamente a las ciencias bíblicas, los hombres doctos deben apoyarse en los principios que dejamos indicados más arriba; sostengan con firmeza que un mismo Dios es el creador y gobernador de todas las cosas y el autor de las Escrituras, y que, por lo tanto, nada puede deducirse de la naturaleza de las cosas ni de los monumentos de la historia que contradiga realmente a las Escrituras. Y si tal pareciese, ha de demostrarse lo contrario, bien sometiendo al juicio prudente de teólogos y exegetas cuál sea el sentido verdadero o verosímil del lugar de la Escritura que se objeta, bien examinando con mayor diligencia la fuerza de los argumentos que se aducen en contra. Ni hay que darse por vencidos si aun entonces queda alguna apariencia en contrario, porque, no pudiendo de manera alguna la verdad oponerse a la verdad, necesariamente ha de estar equivocada o la intepretación que se da a las palabras sagradas o la parte contraria; si ni lo uno ni lo otro apareciese claro, suspendamos el juicio de momento. Muchas acusaciones de todo género se han venido lanzando contra la Escritura durante largo tiempo y con tesón, que hoy están completamente desautorizadas como vanas, y no pocas interpretaciones se han dado en otro tiempo acerca de algunos lugares de la Escritura que no pertenecían ciertamente a la fe ni a las costumbresen los que después una más diligente investigación ha aconsejado rectificar. El tiempo borra las opiniones humanas, mas «la verdad se robustece y permanece para siempre»[62]. Por esta razón, como nadie puede lisonjearse de comprender rectamente toda la Escritura, a propósito de la cual San Agustín decía de sí mismo[63] que ignoraba más que sabía, cuando alguno encuentre en ella algo demasiado difícil para podérselo explicar, tenga la cautela y prudencia del mismo Doctor: «Vale más sentirse prisionero de signos desconocidos, pero útiles, que enredar la cerviz, al tratar de interpretarlos inútilmente, en las coyundas del error, cuando se creía haberla sacado del yugo de la servidumbre» [64].

   53. Si los hombres que se dedican a estos estudios auxiliares siguen rigurosa y reverentemente nuestros consejos y nuestras órdenes; si escribiendo y enseñando dirigen los frutos de sus esfuerzos a combatir a los enemigos de la verdad y a precaver de los peligros de la fe a la juventud, entonces será cuando puedan gloriarse de servir dignamente el interés de las Sagradas Letras y de suministrar a la religión católica un apoyo tal como la Iglesia tiene derecho a esperar de la piedad y de la ciencia de sus hijos.

   54. Esto es, venerables hermanos, lo que acerca de los estudios de Sagrada Escritura hemos creído oportuno advertir y mandar en esta ocasión movidos por Dios. A vosotros corresponde ahora procurar que se guarde y se cumpla con la escrupulosidad debida; de suerte que se manifieste más y más el reconocimiento debido a Dios por haber comunicado al género humano las palabras de su sabiduría y redunde todo ello en la abundancia de frutos tan deseados, especialmente en orden a la formación de la juventud levítica, que es nuestro constante desvelo y la esperanza de la Iglesia. Procurad con vuestra autoridad y vuestras exhortaciones que en los seminarios y centros de estudio sometidos a vuestra jurisdicción se dé a estos estudios el vigor y la prestancia que les corresponden. Que se lleven a cabo en todo bajo las directrices de la Iglesia según los saludables documentos y ejemplos de los Santos Padres y conforme al método laudable de nuestros mayores, y que de tal manera progresen con el correr de los tiempos, que sean defensa y ornamento de la verdad católica, dada por Dios para la eterna salvación de los pueblos.

   55. Exhortamos, por último, paternalmente a todos los alumnos y ministros de la Iglesia a que se acerquen siempre con mayor afecto de reverencia y piedad a las Sagradas Letras, ya que la inteligencia de las mismas no les será abierta de manera saludable, como conviene, si no se alejan de la arrogancia de la ciencia terrena y excitan en su ánimo el deseo santo de la sabiduría que viene de arribas[65]. Una vez introducidos en esta disciplina e ilustrados y fortalecidos por ella, estarán en las mejores condiciones para descubrir y evitar los engaños de la ciencia humana y para percibir y referir al orden sobrenatural sus frutos sólidos; caldeado así el ánimo, tenderá con más vehemencia a la consecucíón del premio de la virtud y del amor divino: «Bienaventurados los que investigan sus testimonios y le buscan de todo corazón»[66].

   56. Animados con la esperanza del divino auxilio y confiando en vuestro celo pastoral, en prenda de los celestiales dones y en testimonio de nuestra especial benevolencia, os damos amorosamente en el Señor, a vosotros todos y a todo el clero y pueblo confiado a vuestros cuidados, la bendición apostólica.

   Dado en Roma, junto a San Pedro, el 18 de noviembre de 1893, año 16 de nuestro pontificado.

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NOTAS

  • [47] Cf. Ef 6, 13-17. 

  • [48] Cf. Col 3, 16. 

  • [49] S. Io. Chrys., De sacerd. 4, 4.

  • [50] Cf. 1 Cor 9, 22.   

  • [51] Cf. 2 Pe 3, 15.  

  • [52] S. Aug., In Gen. op. imperf. 9, 30. 

  • [53] S. Aug., De Gen. ad. litt. 1, 21, 41. 

  • [54] S. Aug., ibíd., 2, 9, 20. 

  • [55] S. Thom, I q.70 a.l ad 3. 

  • [56] S. Thom, In 2 Sent. d.2 q.l a.3. 

  • [57] S. Thom, Opusc. 10.

  • [58] Conc. Vat. I, ses.3 c.2: de revel. 

  • [59] S. Aug., De cons. Evang. 1,35.

  • [60] S. Greg. M., Moral. in 1 Iob, praef, 1,2. 

  • [61] S. Aug., Epist. 82,1 et crebius alibi.  

  • [62] 3 Esdr 4,38.  

  • [63] S. Aug., Epist. 55 ad Ianuar. 21.

  • [64] S. Aug., De doctr. christ. 3, 9, 18.

  • [65] Cf. Sal 3, 15-17.

  • [66]  Sal 18, 2.