Magisterio de la Iglesia
Rerum novarum
III - POR LOS MEDIOS HUMANOS QUE ACONSEJA 22. Medios humanos No puede, sin embargo, dudarse que para conseguir, el fin propuesto se requieren también medios humanos. Todos, sin excepción alguna, todos aquellos a quienes atañe esta cuestión, es menester que se dirijan al mismo fin, y en la medida que les corresponde trabajen para alcanzarlo, a semejanza de la Providencia Divina reguladora del mundo, en el cual vemos que resultan los efectos de la concorde operación de las causas todas de que dependen. 23. La acción del Estado Bueno es, pues, que examinemos qué parte del remedio que se busca se ha de exigir al Estado. Entendemos hablar aquí del Estado, no como existe en este pueblo o en el otro, sino tal cual lo demanda la recta razón, conforme con la naturaleza, y cual demuestran que debe ser, los documentos de la divina sabiduría que Nos particularmente expusimos en la Carta Encíclica en que tratamos de la constitución cristiana de los Estados. Esto supuesto, los que gobiernan un pueblo deben primero ayudar en general, y como en globo, con todo el complejo de leyes e instituciones, es decir, haciendo que de la misma conformación y administración de la cosa pública espontáneamente brote la prosperidad, así de la comunidad como de los particulares. Porque éste es el oficio de la prudencia cívica, éste es el deber de los que gobiernan. Ahora bien: lo que más eficazmente contribuye a la prosperidad de un pueblo, es la probidad de las costumbres, la rectitud y orden de la constitución de la familia, la observancia de la religión y de la justicia, la moderación en imponer la equidad, en repartir las cargas públicas, el fomento de las artes y del comercio, una floreciente agricultura, y si hay otras cosas semejantes que cuanto con mayor empeño se promueven, tanto será mejor y más feliz la vida de los ciudadanos. Con el auxilio, pues, de todas éstas, así como pueden los que gobiernan aprovechar a todas las clases, así pueden también aliviar muchísimo la suerte de los proletarios, y esto en uso de su mejor derecho y sin que pueda nadie tenerlos por entrometidos, porque debe el Estado, por razón de su oficio atender al bien común. Y cuanto mayor sea la suma de provecho que de esta general providencia dimanare, tanto menor será la necesidad de buscar nuevas vías para el bienestar de los obreros. 24. El Estado debe promover la justicia distributiva Pero debe, además tenerse en cuenta otra cosa que va más al fondo de la cuestión, y es esta: que en la sociedad civiles una e igual la condición de las clases altas y de la ínfimas. Porque son los proletarios con el mismo derecho que los ricos por su naturaleza, ciudadanos, es decir, partes verdaderas y vivas de que, mediante las familias, se compone el cuerpo social, por no añadir que en toda ciudad es la suya la clase sin comparación más numerosa. Pues como sea absurdísimo cuidar de una parte de los ciudadanos y descuidar otra, síguese que debe la autoridad pública tener cuidado conveniente del bienestar y provecho de la clase proletaria; de lo contrario, violará la justicia, que manda a dar cada uno su derecho. A este propósito dice sabiamente santo Tomás: Como las partes y el todo son en cierta manera una misma cosa, así lo que es del todo es en cierta manera de las partes(29). De lo cual se sigue que entre los deberes no pocos ni ligeros de los gobernantes, a quienes toca mirar por el bien del pueblo, el principal de todos es proteger todas las clases de ciudadanos por igual, es decir, guardando inviolablemente la justicia llamada distributiva. 25. Protección especial al trabajador Mas, aunque todos los ciudadanos, sin excepción alguna, deban contribuir algo a la suma de los bienes comunes, de los cuales espontáneamente toca a cada uno parte proporcionada, sin embargo, no pueden todos contribuir lo mismo y por igual. Cualesquiera que sean los cambios que se hagan en las formas de gobierno, existirán siempre en la sociedad civil esas diferencias, sin las cuales ni puede ser ni concebirse alguna. Necesariamente habrán de hallarse unos que gobiernen, otros que hagan leyes, otros que administren justicia, y otros que, con su consejo y autoridad, manejen los negocios del municipio o las cosas de la guerra. Y que estos hombres, así como sus deberes son los más graves, así deben ser en todo pueblo los primeros; nadie hay que no lo vea; porque ellos, inmediatamente y por excelente manera, trabajan para el bien de la comunidad. Por el contrario, distinto del de éstos es el modo y distintos los servicios con que aprovechan a la sociedad los que se ejercitan en algún arte u oficio, si bien estos últimos, aunque menos directamente, sirven también muchísimo a la pública utilidad. Verdaderamente el bien social, puesto que debe ser tal que con él se hagan mejores los hombres, se ha de poner principalmente en la virtud. Sin embargo, a una bien constituida sociedad toca también suministrar los bienes corporales y externos, "cuyo uso es necesario para el ejercicio de la virtud"(30). Ahora bien: para la producción de estos bienes no hay nada más eficaz ni más necesario que el trabajo de los proletarios, ya empleen éstos su habilidad y sus manos en los campos, ya los empleen en los talleres. Aún más: tal es en esta parte su fuerza, y su eficacia que, con grandísima verdad, se puede decir que no de otra cosa, sino del trabajo de los obreros salen las riquezas de los Estados. Exige, pues, la equidad que la autoridad pública tenga cuidado del proletario haciendo que le toque algo de lo que él aporta a la utilidad común, que con casa en qué morar, vestido con qué cubrirse y protección con que defenderse de quien atenta a su bien, pueda con menos dificultades soportar la vida. De donde se sigue que se ha de tener cuidado de fomentar todas aquellas cosas que en algo pueden aprovechar a la clase obrera. El cual cuidado, tan lejos está de perjudicar a nadie, que antes aprovechará a todos, porque importa muchísimo al Estado que no sean de todo punto desgraciados aquellos, de quienes provienen esos bienes de que el Estado tanto necesita. 26. Extensión y límites de la intervención del Estado El Estado no debe absorber ni al ciudadano, ni a la familia; es justo que al ciudadano, y a la familia se les deje la facultad de obrar con libertad en todo aquello que, salvo el bien común y sin perjuicio de nadie, se puede hacer. Deben, sin embargo, los que gobiernan proteger la comunidad y los individuos que la forman. Deben proteger la comunidad, porque a los que gobiernan, les ha confiado la naturaleza la conservación de la comunidad de tal manera, que esta protección o custodia del público bienestar es, no sólo la ley suprema, sino el fin único, la razón total de la soberanía que ejercen; y deben proteger a los individuos o partes de la sociedad, porque la filosofía, igualmente que la fe cristiana, convienen en que la administración de la cosa pública es por su naturaleza ordenada, no a la utilidad de los que la ejercen, sino a la de aquellos sobre quienes se ejerce. Como el poder de mandar proviene de Dios, y es una comunicación de la divina soberanía, debe ejercerse a imitación del mismo poder de Dios, el cual, con solicitud de Padre, no menos atiende a las cosas individuales que a las universales. Si, pues, se hubiera hecho o amenazara hacerse algún daño al bien de la comunidad o al de algunas clases sociales y si tal daño no pudiera de otro modo remediarse o evitarse, menester es que le salga al encuentro la pública autoridad. Deberes del Estado Pues bien: importa al bienestar del público y al de los particulares que haya paz y orden; que todo el ser de la sociedad doméstica se gobierne por los mandamientos de Dios y los principios de la ley natural; que se guarde y se fomente la religión; que florezcan en la vida privada y en la pública costumbres puras; que se mantenga ilesa la justicia y no se deje impune al que viola el derecho de otro; que se formen robustos ciudadanos, capaces de ayudar, y si el caso lo pidiere, defender la sociedad. Eliminación de abusos Por esto, si acaeciese alguna vez que amenazasen trastornos o por amotinarse los obreros o por declararse en huelga; que se relajasen entre los proletarios los lazos naturales de la familia, que se hiciese violencia a la religión de los obreros no dándoles comodidad suficiente para los ejercicios de piedad; si en los talleres peligrase la integridad de las costumbres, o por la mezcla de los dos sexos o por otros perniciosos incentivos de pecar; u oprimiesen los amos a los obreros con cargas injustas o condiciones incompatibles con la persona y dignidad humanas; si se hiciera daño a la salud con un trabajo desmedido o no proporcionado al sexo ni a la edad; en todos estos casos claro es que se debe aplicar, aunque dentro de ciertos límites, la fuerza y autoridad de las leyes. Los límites los determina el fin mismo, por el cual se apela al auxilio de las leyes, es decir, que no deban éstas abarcar más y extenderse a más de lo que demanda el remedio de estos males o la necesidad de evitarlos. 27. Amparo del derecho de los débiles Deben, además, religiosamente guardarse los derechos de todos, en quienquiera que los tenga; y debe la autoridad pública proveer que a cada uno se le guarde lo suyo, evitando y castigando toda violación de la justicia. Aunque en la protección de los derechos de los particulares, débense tener en cuenta principalmente los de la clase ínfima y pobre. Porque la clase de los ricos, como se puede defender con sus propios recursos, necesita menos del amparo de la pública autoridad; el pobre pueblo, como carece de medios propios con qué defenderse, tiene que apoyarse grandemente en el patrocinio del Estado. Por esto, a los jornaleros, que forman parte de la multitud indigente, debe con singular cuidado y providencia cobijar el Estado. 28. Protección de la propiedad privada Pero será bien tocar en particular algunas cosas aun de más importancia. Es la principal que con el imperio y defensa de las leyes se ha de poner a salvo la propiedad privada. Y sobre todo ahora que tan grande incendio han levantado todas las codicias, debe tratarse de contener al pueblo dentro de su deber; porque si bien es permitido esforzarse sin mengua de la justicia, en mejorar la suerte, sin embargo, quitar a otro lo que es suyo, o en pro de una absurda igualdad, apoderarse de la fortuna ajena, lo prohíbe la justicia y lo rechaza la naturaleza misma del bien común. Es cierto que la mayor parte de los obreros quiere mejorar su suerte, a fuerza de trabajar honradamente y sin hacer a nadie injuria; pero también es verdad que hay, y no pocos, imbuídos de torcidas opiniones y deseosos de novedades, que de todas maneras procuran trastornar las cosas y arrastrar a los demás a la violencia. Intervenga, pues, la autoridad del Estado, y poniendo un freno a los agitadores aleje de los obreros los artificios corruptores de las costumbres, y de los que legítimamente tienen el peligro de ser robados. 29. El Estado debe promover el bienestar moral Una mayor duración o una mayor dificultad del trabajo y la idea de que el jornal es exiguo, dan no pocas veces a los obreros motivo para lanzarse en huelga y entregarse por su voluntad al ocio. A este mal frecuente y grave debe poner remedio la autoridad pública; porque semejante cesación del trabajo no sólo daña a los amos y aun a los mismos obreros, sino que perjudica al comercio ya los intereses del Estado; y como suele no andar muy lejos de la violencia y sedición, pone muchas veces en peligro la pública tranquilidad. Y en esto lo más eficaz y más provechoso es prevenir con la autoridad de las leyes, e impedir que pueda brotar el mal, apartando a tiempo las causas que se ve han de producir un conflicto entre los amos y los obreros. 30. La dignidad del obrero Asimismo hay en el obrero muchos bienes, cuya conservación demanda la protección del Estado. Los primeros son los bienes del alma. Porque esta vida mortal, aunque buena y apetecible, no es lo último para lo cual hemos nacido, sino camino solamente e instrumento para llegar a aquella vida del alma que será completa con la vista de la verdad y del amor del sumo bien. El alma es la que lleva impresa en sí la imagen y semejanza de Dios y donde reside aquel señorío, en virtud del cual se le ordenó al hombre dominar sobre naturalezas inferiores y hacerse tributarias para su utilidad y provecho a todas las tierras y mares. Henchid la tierra y tened señorío sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo, y sobre todos los animales que se mueven sobre la tierra(31). En esto son todos los hombres iguales; amos y criados, príncipes y particulares, puesto que uno mismo es el Señor de todos(32). Nadie puede impunemente hacer injuria a la dignidad del hombre, de la que el mismo Dios dispone con gran reverencia, ni impedirle que tienda a aquella perfección, que lo conduce a la vida sempiterna que en el cielo lo aguarda. Descanso dominical Más aún: ni el hombre mismo, aunque quiera, puede en esta parte permitir que se le trate de un modo distinto del que a su naturaleza conviene ni querer que su alma sea esclava; pues no se trata aquí de derechos de que libremente pueda disponer el hombre, sino de deberes que lo obligan para con Dios, y que tiene que cumplir religiosamente. Síguese de aquí la necesidad de descansar de las obras, o trabajos en los días festivos. Esto, sin embargo no se ha de entender como una licencia de entregarse a un ocio inerte y mucho menos a ese descanso que muchos desean, factor de vicios y promotor del derroche del dinero, sino del descanso completo de toda operación laboriosa, consagrado por la religión. Cuando al descanso se junta la religión, aparta al hombre de los trabajos y negocios de la vida cotidiana, para levantarle a pensar en los bienes celestiales y a dar el culto que de justicia debe a la Eterna Divinidad. En esto, principalmente consiste, y éste es el fin primario del descanso, que en los días de fiesta se ha de tomar, lo cual Dios sancionó con una ley especial en el Antiguo Testamento: Acuérdate de santificar el día sábado(33), y con su ejemplo lo enseñó con aquel descanso misterioso que tomó cuando hubo fabricado al hombre. Y reposó el día séptimo de toda la obra que había hecho(34). |
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