Magisterio de la Iglesia

Satis cognitum (Continuación)

20. Los Obispos sus sucesores.

   Los Apóstoles, en efecto, consagraron a los Obispos y designaron nominalmente a los que debían ser sus sucesores inmediatos en el ministerio de la palabra (Act. 6, 4). Pero no fue esto solo: ordenaron a sus sucesores que escogieran hombres propios para esta función y que los revistieran de la misma autoridad y les confiriesen a su vez el cargo de enseñar.

   Tú, pues, hijo mío, fortifícate en la gracia que está en Jesucristo, y lo que has escuchado de mí delante de gran número de testigos, confíalo a los hombres fieles que sean capaces de instruir en ello a los otros (II Tim. 2, 1-2). Es, pues. verdad que, así como Jesucristo fue enviado por Dios y los Apóstoles por Jesucristo, del mismo modo los Obispos y todos los que sucedieron a los Apóstoles.

   Los Apóstoles nos han predicado el Evangelio enviados por Nuestro Señor Jesucristo y Jesucristo fue enviado por Dios. La misión de Cristo es la de Dios, la de los Apóstoles es la de Cristo, y ambas han sido instituidas según el orden y por la voluntad de Dios... Los Apóstoles predicaban el Evangelio por naciones y ciudades; y después de haber examinado según el espíritu de Dios, a los que eran las primicias de aquellas cristiandades, establecieron los Obispos y los Diáconos para gobernar a los que habían de creer en los sucesivo... Instituyeron a los que acabamos de citar y más tarde tomaron sus disposiciones para cuando aquellos muriera, otros hombres probados les sucedieran en su ministerio (1)

21. Conservación de la doctrina.

   Es, pues, necesario que de una manera permanente subsista, de una parte, la misión constante e inmutable de enseñar todo lo que Jesucristo ha enseñado, y de otra, la obligación constante e inmutable de aceptar y de profesar toda la doctrina así enseñada. San Cipriano lo expresa de un modo excelente en estos términos:

   Cuando nuestro Señor Jesucristo, en el Evangelio declara que aquellos que no están con El son sus enemigos, no designa una herejía en particular, sino denuncia como adversarios suyos a todos aquellos que no están enteramente con El, y que no recogiendo con El, dispersan el rebaño: El que no está conmigo -dijo- está contra mí, y el que no recogge conmigo, desparrama (2)

   Penetrada plenamente de estos principios, y cuidadosa de su deber, la Iglesia nada ha deseado con tanto ardor ni procurado con tanto esfuerzo, como conservar del modo más perfecto la integridad de la fe. Por esto ha mirado como a rebeldes declarados y ha desterrado de su seno a todos los que no piensan como ella sobre cualquier punto de su doctrina.

22. No es lícito separarse en lo más mínimo del magisterio de la Iglesia. 

   Los arrianos, los montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron, seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? Un juicio semejante ha condenado a todos los favorecedores de doctrinas erróneas que fueron apareciendo en las diferentes épocas de la historia. Nada es más peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical, después apostólica (3).

   Tal ha sido constantemente la costumbre de la Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los Santos Padres, que siempre han mirado como excluido de la comunión católica y fuera de la Iglesia a cualquiera que se separe en lo más mínimo de la doctrina enseñada por el magisterio auténtico. San Epifanio, San Agustín, Teodoreto, han mencionado un gran número de herejías de su tiempo. San Agustín hace notar que otras clases de herejías pueden desarrollarse, y que, si alguno se adhiere a una sola de ellas, por ese mismo hecho se separa de la unidad católica.

   De que alguno diga que no cree en esos errores (esto es, las herejías que acaba de enumerar), no se sigue que deba creerse y decirse católico. Pues puede haber y pueden surgir otras herejías que no están mencionadas en esa obra y cualquiera que abrazase una sola de ellas cesaría de ser cristiano católico (4)

23. San Pablo insiste en la integridad de la fe.

   Este medio instituido por Dios para para conservar la unidad de la fe, de que Nos hablamos, está expuesto con insistencia por San Pablo en su epístola a los de Efeso, al exhortarlos en primer término, a conservar la armonía de los corazones. Aplicaos a conservar la unidad del espíritu por el vínculo de la paz (Efes. 4, 3); y como los corazones no pueden estar plenamente unidos por la caridad, si los espíritus no están conformados en la fe, quiere que no haya entre todos ellos más que una misma fe. Un solo Señor y una sola fe (Efes. 4, 5).

   Y quiere una unidad tan perfecta, que excluya todo peligro de error a fin de que no seamos como niños vacilantes llevados de un lado a otro a todo viento de doctrina por la malignidad de los hombres, por la astucia que arrastra a los lazos del error (Efes. 4, 14). (Efes. 4, 14). Y enseña que esta regla debe ser observada, no durante un período de tiempo determinado, sino hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe, en la medida de los tiempos de la plenitud de Cristo (Efes.4, 13). ¿Pero dónde ha puesto Jesucristo el principio que debe establecer esta unidad y el auxilio que debe conservarla? Helo aquí: Ha hecho a unos Apóstoles, y a otros pastores y doctores para la perfección de los Santos, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo (Efes. 4, 11).

24. Orígenes ensalza la tradición. 

   Esta es también la regla que desde la antigüedad más remota han seguido siempre y unánimemente han defendido los Padres y los doctores. Escuchad a Orígenes: Cuantas veces nos muestran los herejes las Escrituras canónicas, a las que todo cristiano da su asentimiento y su fe, parecen decir: En nosotros está la palabra de la verdad. Pero no debemos creerles ni apartarnos de la primitiva tradición eclesiástica, ni creer otra cosa que lo que las Iglesias de Dios nos han enseñado por la tradición sucesiva (5).

25. San Ireneo. 

   Escuchad a San Ireneo: La verdadera sabiduría es la doctrina de los Apóstoles... que ha llegado hasta nosotros por la sucesión de los Obispos... al trasmitirnos el conocimiento muy completo de las Escrituras, conservándolos sin alteración (6).

26. Tertuliano. 

   He aquí lo que dice Tertuliano: Es evidente que toda doctrina, conforme con las de las Iglesias apostólicas, madres y fuentes primitivas de la fe, debe ser declarada verdadera; pues, ella guarda sin duda la que las Iglesias han recibido de los Apóstoles, los Apóstoles de Cristo, Cristo de Dios. ..Nosotros estamos siempre en comunión con las Iglesias apostólicas,. ninguna tiene diferente doc- trina; este es el mayor testimonio de la verdad (7).

27. San Hilario. 

   Y  San Hilario: "Cristo, sentado en la barca para enseñar, nos da a entender que los que están fuera de la Iglesia no pueden tener ninguna unión con la palabra divina. Pues la barca representa a la Iglesia, en la que sólo el Verbo de verdad reside y se hace escuchar, y los que están fuera de ella y fuera permanecen, esté- riles e inútiles como la arena de la ribera, no pueden comprenderle" (8).

28. San Gregorio y San Basilio. 

   Rufino alaba a San Gregorio Nacianceno y a San Basilio porque "se entregaban únicamente al estudio de los libros de la Escritura Santa, sin tener la presunción de pedir su interpretación a su propia inteligencia, sino que la buscaban en los escritos y en la autoridad de los antiguos, quienes a su vez, según era evidente, recibieron de la sucesión apostólica la regla de su interpretación" (9).

29. Cristo instituyó el magisterio

   Es, pues, incuestionable, después de lo que acabamos de decir, que Jesucristo instituyó en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y además perpetuo, investido de su propia autoridad, revestido del espíritu de verdad, confirmado por milagros, y quiso, y muy severamente lo ordenó, que las enseñanzas doctrinales de ese magisterio fuesen recibidas como las suyas propias. Cuantas veces, por lo tanto, declarare ese magisterio que tal o cual verdad forma parte del conjunto de la doctrina divinamente revelada, todos deben tener por cierto que es verdad; pues si en cierto modo pudiera ser falso, se seguiría, lo cual es evidentemente absurdo, que Dios mismo sería el autor del error de los hombres, Señor, si estamos en el error Vos mismo nos habéis engañado (10). Alejado, pues, todo motivo de duda, ¿Puede a nadie permitirse rechazar alguna de esas verdades, sin que se precipiten abiertamente en la herejía, sin que se separe de la Iglesia y sin que repudie en conjunto toda la doctrina cristiana?

30. Separarse en un punto es separarse en todo.

   Pues tal es la naturaleza de la fe, que nada es más imposible que creer esto y dejar de creer aquello. La Iglesia profesa efectivamente que la fe es "una virtud sobrenatural por la que, bajo la inspiración y con el auxilio de la gracia de Dios, creemos que lo que nos ha sido revelado por El es verdadero; y lo creemos, no a causa de la verdad intrínseca de las cosas, vista a la luz natura de nuestra razón, sino a causa de la autoridad de Dios mismo, que nos revela esas verdades, y que no puede engañarse ni engañarnos (11).

   Si hay, pues, un punto que ha sido revelado evidentemente por Dios y nos negamos a creerlo, no creemos en nada de la fe divina. Pues el juicio que emite Santiago respecto de las faltas en el orden moral, hay que aplicarlo a los errores de entendimiento en el orden de la fe. Quien hace se culpable en un solo punto se hace transgresor de todos (Stgo. 2, 10). Esto es aun más verdadero en los errores del entendimiento. No es, en efecto, en el sentido más propio, como pueda llamarse trasgresor de toda la ley a quien haya cometido una sola falta moral, pues si puede aparecer despreciando a la majestad de Dios, autor de toda ley, ese desprecio no aparece sino por una especie de interpretación de la voluntad del pecador. Al contrario, empero, quien en un solo punto rehusa su asentimiento a las verdades divinamente reveladas, realmente abdica de toda la fe, pues rehusa someterse a Dios en cuanto es la soberana verdad y el motivo propio de la fe. En muchos puntos están conmigo, en otros no están conmigo; pero a causa de los puntos en que no están conmigo, de nada les sirve estar conmigo en todo lo demás (12).

   Nada es más justo; porque aquellos que no toman de la doctrina cristiana sino lo que quieren, se apoyan en su propio juicio y no en la fe, y al rehusar reducir a servidumbre toda inteligencia bajo la obediencia a Cristo (II Cor. 10, 5) obedecen en realidad a sí mismos antes que a Dios. Vosotros que en el Evangelio creéis lo que os agrada y os negáis a creer lo que os desagrada, creéis en vosotros mismos mucho más que en el Evangelio (13).

   Los Padres del Concilio Vaticano nada nuevo dictaminaron al respecto pues sólo se conformaron con la institución divina y con la antigua doctrina de la Iglesia y con la naturaleza misma de la fe, cuando formularon este decreto: Se deben creer como de fe divina y católica todas las verdades que están contenidas en la palabra de Dios, escrita o trasmitida por la tradición, y que la Iglesia, bien por un juicio solemne o por su magisterio ordinario y universal propone como divinamente revelada (14).

31. Acogerse al seno de la Iglesia.

   Siendo evidente que Dios quiere de una manera absoluta que en su Iglesia reine la unidad de fe, y estando demostrado de qué naturaleza ha querido que fuese esa unidad, y por qué principio ha decretado asegurar su conservación, séanos permitido dirigirnos a todos aquellos que no han resuelto cerrar los oídos a la verdad y decirles con San Agustín: Pues que vemos en ellos un gran socorro de Dios y tanto provecho y utilidad, ¿dudaremos en acogernos al seno de esta Iglesia que, según la confesión del género humano tiene en la Sede Apostólica y ha guardado por la sucesión de sus Obispos la autoridad suprema, a despecho de los clamores de los herejes que la asedian y han sido condenados ya por el, juicio del pueblo, ya por las solemnes decisiones de los Concilios, o por la majestad de los milagros?

   No querer darle el primer lugar es seguramente producto de una impiedad soberbia o de una arrogancia desesperada. y si toda ciencia, aun la más humilde y fácil, exige, para lograrse, el auxilio de un doctor o de un maestro ¿Puede imaginarse un orgullo más temerario, tratándose de libros de los divinos misterios, negarse a recibirlos de
boca de sus intérpretes y, sin conocerlos, querer condenarlos?
(15)

32. Otros deberes de la Iglesia

   Es, pues, sin duda deber de la Iglesia conservar y propagar la doctrina cristiana en toda su integridad y pureza. Pero su papel no se limita a eso, y el fin mismo para , el que la Iglesia fue instituida no se agotó con esta primera obligación. En efecto, por la salud del género humano se sacrificó Jesucristo, y con este fin relacionó todas sus enseñanzas y todos sus preceptos, y lo que ordenó a la Iglesia que buscase en la verdad de la doctrina, fue la santificación y la salvación de los hombres. Pero este plan tan grande y tan excelente, no puede realizarse por la fe sola; es preciso añadir a ella el culto dado a Dios en espíritu de justicia y de piedad, y que comprende, sobre todo, el sacrificio divino y la participación de los sacramentos y, por añadidura, la santidad de las leyes morales y de
la disciplina. Todo esto debe hallarse en la Iglesia, pues ella está encargada de continuar hasta el fin de los siglos las funciones del Salvador; la religión que por la voluntad de Dios, en cierto modo toma cuerpo en ella, es la Iglesia sola quien la ofrece en toda su plenitud y perfección; e igualmente todos los medios de salvación que, en el plan ordinario de la Providencia son necesarios a los hombres, sola ella es quien los procura.

33. No cualquiera es maestro. 

   Pero así como la doctrina celestial no ha estado nunca abandonada al capricho o al juicio individual de los hombres, sino que ha sido primeramente enseñada por Jesús,  después confiada exclusivamente al magisterio de que hemos hablado, tampoco al primero que llega de entre el pueblo cristiano, sino a ciertos hombres escogidos ha dado Dios la facultad de cumplir y administrar los divinos misterios y el poder de mandar y de gobernar.

   Sólo a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores se refieren estas palabras de Jesucristo: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio... bautizad a los hombres... (Mc. 16, 15; Mat. 28, 19) haced esto en memoria mía (Luc. 22, 10). A quien perdonareis los pecados les serán perdonados (Juan 20, 23). Del mismo modo, sólo a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores les ordenó apacentar el rebaño, esto es, gobernar con autoridad al pueblo cristiano, que por ese mandato éste quedó obligado a prestarles obediencia y sumisión. El conjunto de todas estas funciones del ministerio apostólico, está comprendido en estas palabras de San Pablo: Que los hombres nos miren como a ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (I Cor. 4, 1).

   De este modo Jesucristo llamó a todos los hombres sin excepción, a los que existían en su tiempo y a los que debían de existir más tarde: para que le siguiesen como Jefe y Salvador, y no aislada e individualmente, sino todos en conjunto, unidos en un solo haz de personas y de corazones, para que de esta multitud resultase un solo pueblo, legítimamente constituido en sociedad; un pueblo verdaderamente uno por la comunidad de la fe, de fin y de medios apropiados a alcanzar a éste; un pueblo sometido a un solo y un mismo poder.

34. Libertad de la Iglesia

   De hecho, todos los principios naturales que entre los hombres crean espontáneamente una sociedad destinada a proporcionarles la perfección de que su naturaleza es capaz, fueron establecidos por Jesucristo en la Iglesia, de modo que, en su seno todos los que quieran ser hijos adoptivos de Dios puedan llegar a la perfección conveniente a su dignidad, y conservarla y así lograr su salvación. La Iglesia, pues, como ya hemos indicado, debe servir a los hombres de quía en el camino del cielo, y Dios le ha dado la misión de juzgar y de decidir por sí misma, de todo lo que atañe a la Religión, y de administrar, según su voluntad, libremente y sin cortapisas de ningún género, los intereses cristianos.

   Es, por lo tanto, no conocerla bien o calumniarla injustamente, al acusarla de pretender invadir el dominio de la sociedad civil, o de poner trabas a los derechos de los soberanos. Todo lo contrario; Dios ha hecho de la Iglesia la más excelente de todas las sociedades, tanto como la gracia divina sobrepuja a la naturaleza y los bienes inmortales superan las cosas perecederas.

35. Sociedad divina y humana.

   Por su origen, es pues, la Iglesia una sociedad divina; por su fin y por los medios inmediatos que la conducen es sobrenatural; por los miembros de que se compone, y que son hombres, es una sociedad humana. Por esto vemos que las Sagradas Escrituras la designan con los nombres que convienen a una sociedad perfecta. Llámasela, no solamente Casa de Dios, la Ciudad colocada sobre la montaña, donde todas las naciones deben reunirse, sino también Rebaño que debe ser gobernado por un solo pastor, y en el que deben refugiarse todas las ovejas de Cristo; también es llamada Reino suscitado por Dios y que durará eternamente; en fin, Cuerpo de Cristo, cuerpo místico, sin duda, pero vivo siempre, perfectamente formado y compuesto de gran número de miembros, cuya función es diferente, pero ligados entre sí y unidos bajo el imperio de la cabeza que todo lo dirige.

36. Un solo jefe.

   Ahora bien, es imposible imaginarse una sociedad humana verdadera y perfecta que no esté gobernada por un poder soberano cualquiera. Jesucristo debe haber puesto a la cabeza de la Iglesia un jefe supremo a quien toda la multitud de los cristianos es sometida y obediente, Por esto también, del mismo modo que la Iglesia, para ser una en su calidad de reunión de los fieles, requiere necesariamente la unidad de la fe, también para ser una en cuanto a su condición de sociedad divinamente constituida, ha de tener, por derecho divino, la unidad de gobierno, que produce y comprende la unidad de comunión. La unidad de la Iglesia debe ser considerada bajo dos aspectos: primero, el de la conexión mutua de los miembros de la Iglesia o comunicación que entre ellos existe, y en segundo lugar, el del orden que liga a todos los miembros de la Iglesia a un solo jefe.(16)

37. Gravedad del cisma.

   De ahí se comprende que los hombres no se separan menos de la unidad de la Iglesia por el cisma que por la herejía. Se señala como diferencia entre por la herejía y el cisma, que la herejía profesa un dogma corrompido y el cisma, consecuencia de una disensión entre el episcopado, se separa de la Iglesia (17).

   Estas palabras concuerdan con las de San Juan Crisóstomo sobre el mismo asunto: Digo y protesto que dividir a la Iglesia no es menor mal que caer en la herejía (18). Por esto si ninguna herejía puede ser legítima, tampoco hay cisma que pueda mirarse como promovido por un buen derecho. Nada es más grave que el sacrilegio del cisma: no hay necesidad legítima de romper la unidad (19).

38. No basta reconocer a Cristo como Jefe. 

   ¿Y cuál es el poder soberano a que todos los cristianos deben obedecer y cuál es su natu raleza ? Sólo puede determinarse comprobando y conociendo bien la voluntad de Cristo acerca de este punto. Seguramente Cristo es el Rey eterno y eternamente, desde lo alto del cielo, continúa dirigiendo y protegiendo invisiblemente su reino; pero como ha querido que este reino fuera visible, ha debido designar a alguien que ocupe su lugar en la tierra después que El mismo subió a los cielos.

   Si alguno dice que el único jefe y el único pastor es Jesucristo, que es el único esposo de la Iglesia única, esta respuesta no es suficiente. Es cierto, en efecto, que el mismo Jesucristo obra los Sacramentos en la Iglesia. El es quien bautiza, quien remite los pecados; es el verdadero Sacerdote que se ofrece sobre el altar de la cruz y por su virtud se consagra todos los días su cuerpo sobre el altar y, no obstante, como no debía permanecer con todos los fieles por su presencia corpórea, escogió ministros por cuyo medio pudiera dispensarse a los fieles los Sacramentos de que acabamos de hablar, como lo hemos dicho más arriba (cap. 74). Del mismo modo, porque debía sustraer a la Iglesia su presencia corporal, fue preciso que designara a alguien para que en su lugar, cuidase de la Iglesia universal. por eso dijo a Pedro antes de su ascensión: Apacienta mis ovejas (20).

39. Primado de Pedro

   Jesucristo, pues, dio pedro a la Iglesia por Jefe soberano, y estableció que este poder instituido hasta el fin de los siglos para la salvación de todos, pasase como herencia a los sucesores de Pedro, en quienes el mismo Pedro sobreviviría perpetuamente mediante su autoridad. Cierto es que al bienaventurado Pedro, y fuera de él a ningún otro se hizo esta insigne promesa: Tú eres Pedro.. y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (21). Es a Pedro a quien el Señor habló; a uno solo a fin de fundar la unidad por uno solo (22).

   En efecto, sin ningún otro preámbulo, designa por su nombre al padre del Apóstol y al apóstol mismo. (Tu eres bienaventurado, Simón, hijo de Jonás), y no permitiendo ya que se le llame Simón, reivindica para él en adelante como suyo en virtud de su poder, y  quiere por una imagen muy apropiada que se llame Pedro, porque es la piedra sobre la que debía fundar su Iglesia (23).

40. Pedro, cimiento de la Iglesia. 

   Según este oráculo, es evidente, que por voluntad y orden de Dios, la Iglesia está establecida sobre el bienaventurado Pedro; como el edificio sobre los cimientos. y como la naturaleza y la virtud propia de los cimientos es dar solidez y cohesión al edificio por la conexión íntima de sus diferentes partes y servir de vínculo necesario para la seguridad de toda la obra, si el cimiento desaparece, todo el edificio se derrumba. El papel de Pedro es, pues, el de soportar a la Iglesia y mantener en ella la conexión y la solidez de una cohesión indisoluble. Pero, ¿cómo podría desempeñar ese papel si no tuviera el poder de mandar, defender y juzgar, en una palabra, un poder de jurisdicción propio y verdadero? Es evidente que los Estados y las sociedades no pueden subsistir sin un poder de jurisdicción. El primado de honor, o el poder tan modesto de aconsejar y advertir, que se llama poder de dirección, son incapaces de prestar a ninguna sociedad humana un elemento eficaz de unidad y de solidez.

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NOTAS      
(1)
Clemente Rom. Epit. I Cor. cop. 42-44. P.G. 1, 291-298. (volver)

2) S. Cipr. Ep. ad Magnum 1. P.L. 3, 1138. (volver)

(3) Auctor Tract. de Fide Orthod. c. Arianos. c. 1. P.L. 17, 552. (volver)

(4) S. Aug. De Haeres. nº 88. P.L. 42, 50.. (volver)

(5) Orígenes, Vetus interpr. Comm. in Mt. n. 46, P.G. 7, 1077. (volver)

(6) S. Irineo, Contra haer., 1.IV, c. 33, n. 8, P.G. 7, 1077 (volver)

(7) Tertul. De praescript., c. 21. P.L. 2, 33.  (volver)

(8) S. Hilar. Comment. in Mat. 23, n. 1. P.L. 9, 993. (volver)

(9) Ruf Hist. Eccl., I. II, c. 9. P.L. 21, 518. (volver)

(10) Ricardo de S. Victor, De Trinit., 1. I, c. 2. P.L. 196, 891. (volver)

(11)  Conc. Vatic., sess. III, c. 3. Denz. nr. 1789. volver)

(12) S. Agust. in Psalm. 54, n. 19. P.L. 36, 641. (volver)

(13) S. Agust. cont. Faust. 1. 17, 3. P.L. 42, 342.(volver)

(14) Conc. Vatic. , sess. III, c. 3. Denz. nr. 1792  (volver)

(15) Aug. De util. cred., c. 17, 35. P.L. 42, 91.  (volver)

(16) S. Thom. 2, 2, q. 39 a. 1.  (volver)

17) S. Jeron. Com. in Ep. ad Tit., c. 3, 10-11. P.L. 26, 598. (volver)

(18) S. Crisost. Hom. 9 in Ep. Eph. n. 5. P.G. 62, 87. (volver)

(19) S. Agust. contr. Epist. Parm., 1. II, c. 9n. 25. P.L. 43, 69. (volver)

(20)  S. Thom. contra Gent. I, IV c. 76  (volver)  

(21)  Paciano, ad Sempr. C. III, 11 P.L. 13, 1071. (volver)

(22) S. Cirilo Alej. in Ev. Joh. 1. II in 1, 42.  (volver)

(23)  Orig. Com. in Mat., t. 12, n. 11. P.G. 13, 1003-06.  (volver)