Magisterio de la Iglesia
Tametsi futura
LEÓN
XIII
Venerables Hermanos: Salud y Bendición apostólica 1. Motivo: La profunda piedad de los peregrinos a Roma en el Año Santo y de los católicos del mundo. Aun cuando los fieles que, preocupándose principalmente de la vida futura, están atentos a su salvación, se ven rodeados de amenazas y zozobras, por ser muchos e inminentes los peligros que amenazan su vida, tanto en el orden público como en el privado, no desmayan, sin embargo, teniendo aún en estos calamitosos días del siglo XIX algunas esperanzas y algún consuelo. Y no se crea que nada importan a la salvación de las almas el pensamiento constante de la otra vida y de las cosas referentes a la fe y a la piedad cristiana: hechos a los que no es posible negarles asentimiento, demuestran que estas virtudes se han de confirmar y corroborar con más ahínco que en otros, en los tiempos que corren, pudiendo servir de saludable ejemplo el que, a pesar de los mil halagos del siglo y de tantas ofensas a la piedad como se ven por todas partes, una inmensa multitud de peregrinos de todas las naciones acuden a la sola indicación del Pontífice para prosternarse ante los sepulcros de los santos Apóstoles; y todos, ya pertenezcan a esta o la otra categoría social, dan claras muestras de su religión; y confiados en la indulgencia que les ofrece la Iglesia, buscan con tierna solicitud la manera de conseguir la bienaventuranza eterna. ¿A quién no llaman la atención estos hechos que están a la vista de todos, y a quién no enfervorizan el ánimo, más que de costumbre, para con el Salvador del género humano? Digno es, en verdad, de los mejores tiempos del cristianismo este sublime ardor de la fe cristiana en tantos miles de hombres que, con una sola voluntad y una sola idea invocan el nombre de Dios y pregonan las alabanzas de Cristo desde un confín al otro de la tierra; pues ciertamente que a estas como llamaradas del fervor religioso, ha de seguir un formidable incendio; tan heroico ejemplo no puede pasar inadvertido y ser indiferente a los demás. ¿Qué cosa más necesaria y más conveniente en estos días que restablecer ampliamente en los pueblos el espíritu cristiano y las antiguas virtudes? 2. La Iglesia debe dar a conocer a Cristo. Es peligroso y malvado hacerse sordo a estos llamamientos, mucho más cuando son tan abundantes en número, y cuando desoyéndolos se desoyen y desprecian los medios que influyen en la renovación de esta piedad: si conociesen el don de Dios, y si considerasen que nada puede haber más miserable que el apartarse de las enseñanzas del Libertador del mundo y el abandonar las costumbres e instituciones cristianas, indudablemente resucitarían y procurarían huir de una muerte tan segura y horrible. Ahora bien; el defender y propagar en la tierra el reino del Hijo de Dios y el esforzarse a que los hombres se salven con la comunicación de los divinos beneficios, es precisamente misión de la Iglesia, y tan grande y tan exclusiva de ella, que en esta obra consiste principalmente toda su autoridad y poder. Nos hemos procurado hasta el día, de una manera difícil pero con gran solicitud y en la medida de Nuestras fuerzas aquel beneficio en el ejercicio de Nuestro Pontificado; y vosotros, oh Venerables Hermanos, en lo que os toca habéis obrado también de este modo, y aun habéis consumido en esta obra juntamente con Nos, todos vuestros pensamientos, vigilias y trabajos; pero ante las circunstancias actuales, debemos redoblar Nuestros esfuerzos y propagar ahora, con ocasión del año santo, el conocimiento y amor de Jesucristo enseñando, persuadiendo y exhortando, si es que han de escuchar Nuestra voz no tan sólo los que reciben siempre dócilmente las enseñanzas cristianas, sino también aquellos desgraciados que llamándose cristianos, viven sin fe y sin el verdadero amor de Dios, Nuestro Señor, de los cuales Nos compadecemos grandemente, queriendo atender a ellos de modo expreso para que sepan lo que han de hacer y a dónde han de ir si hacen caso de Nos y no Nos desatienden. 3. Horror de una humanidad sin Cristo. El no haber conocido nunca a Jesucristo es una grande desgracia, pero desgracia, al fin, que no envuelve ingratitud ni maldad; mas el repudiarlo u olvidarlo, ya conocido, es un crimen, tan nefando y aborrecible, que parece no puede darse en el hombre; pues Cristo es el origen y el principio de todos los bienes, y el género humano, así como no pudo ser redimido sin su preciosísima sangre, así tampoco pudo ser conservado sin su divino poder. "En ningún otro hay salud; pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre, los hombres, por el cual podamos ser salvos"(1). ¿Qué vida será la de los mortales que arrojen de sí a Jesús que es la virtud y la sabiduría de Dios"? ¿Cuáles serán las costumbres, cuáles los excesos de aquellos hombres que están privados de la luz del Cristianismo? Reflexionando un poco sobre estas cosas, entre las cuales se cuentan la obscura ceguedad de la mente, de que habla san Pablo(2), la depravación de la naturaleza, el libertinaje y el cúmulo de supersticiones que lo inficionan todo, a la vez se siente en el ánimo la compasión y el horror, estando esto en la conciencia del vulgo aunque no medite y reflexione sobre ellas con el detenimiento que merecen. No arrastraría a muchos la soberbia ni la desdicha enervaría sus buenos propósitos si guardaran en la memoria los inmensos beneficios que debe el hombre a Dios, evocando con frecuencia en su ánimo de dónde lo sacó Cristo y hasta qué punto lo ha ensalzado. 4. La expectación del Mesías Desterrado y desheredado por tanto tiempo el linaje humano, día por día caminaba hacia su destrucción y ruina envuelto en aquellos males y en otros que trajo consigo el delito de nuestros primeros padres, sin que en lo humano cupiera remedio a tantas desgracias hasta que apareció, bajado del cielo, el libertador del género humano, Cristo Señor, con cuya venida se vio cumplida la promesa del Eterno, hecha en el principio del mundo, de que vendría a la tierra el Vencedor y Dominador de la serpiente y Restaurador de la dignidad humana, por lo cual las generaciones sucesivas miraban su venida con gran expectación y deseos. Los ojos fijos en Él, el pueblo había entonado, durante mucho tiempo con toda solemnidad, las profecías de los sagrados vates que con anterioridad habían significado distinta y claramente los varios acontecimientos, las hazañas, las instituciones, las leyes, las ceremonias y los sacrificios del pueblo elegido, diciendo además que la perfecta y absoluta salud del género humano radicaban en Aquel que había de entregarse como Sacerdote futuro y que había de ser la víctima de expiación, el Restaurador de la libertad, el Rey de la paz el Doctor universal y el Fundador del imperio que permanecería en pie mientras durasen los siglos. 5. Cristo Redentor por la Cruz. Con estos vaticinios y estos títulos tan varios en la forma, pero tan congruentes en el fondo, era designado aquel que, por la excesiva caridad con que nos amó, se había ofrecido para nuestra salvación. Por tanto, como llegase el tiempo de realizarse el divino decreto, el unigénito Hijo de Dios, hecho hombre satisfizo ubérrima y cumplidamente con su sangre al Dios ofendido por los hombres, y reivindicó para sí al género humano, a tanto precio redimido. No estáis redimidos por el oro y la plata corruptibles, sino por la preciosa sangre de Cristo, que es como la de un cordero inmaculado e inocente(3). Y así, redimiendo verdadera y propiamente a todos los hombres ya sujetos a su imperio y potestad, puesto que Él mismo es su creador y conservador, los hizo de nuevo suyos. No os pertenecéis pues que habéis sido comprados a gran precio(4). De aquí que todas las cosas fueron restablecidas por Dios en Cristo. El arcano de su voluntad, fundado en su mero beneplácito por el cual se propuso restaurar en Cristo, cumplidos los tiempos prescritos, todas las cosas(5). Y como Jesús borrase el documento de aquel decreto que era contrario a Nosotros, fijándolo en la cruz(6), las celestiales iras se aplacaron para siempre, quedando rotos los lazos de la antigua servidumbre en que estaba el conturbado y errante género humano, reconciliada ya la voluntad divina, devuelta la gracia, abiertas de par en par las puertas de la eterna bienaventuranza y restablecido el derecho con los medios de conseguirla. 6. El retorno a la dignidad humana. Entonces, despierto el hombre de aquel mortífero y continuo letargo en que yacía, vio la luz de la verdad tan deseada que buscaron en vano siglos y siglos; desde luego conoció que había nacido para unos bienes más altos y seguros que los que se perciben con los sentidos frágiles y pasajeros, y en los cuales había puesto el fin de todos sus pensamientos y cuidados; conoció también que ésta era la constitución de la vida humana, que esta era la ley suprema y que todas las cosas deben dirigirse a Dios como a su fin para que habiendo salido de Él, a Él volvamos algún día. De este principio y fundamento surgió renovada la conciencia de la dignidad humana, y los corazones recibieron el sentimiento de la fraternal caridad de todos. Entonces los deberes y los derechos, como era consiguiente, en parte fueron perfeccionados y en parte constituidos íntegramente, y a la vez, las virtudes se exaltaron hasta un punto que no lo pudo nunca sospechar siquiera ninguna filosofía; y de aquí que las ideas, las costumbres y la conducta de la vida tomaran otro rumbo, y cuando el conocimiento del Redentor hubo afluido copiosamente, y su virtud, que excluye la ignorancia y los antiguos vicios, se hubo fundido en las íntimas arterias de los pueblos, entonces se obtuvo aquella mudanza de cosas de las gentes que, adquirida por la humanidad cristiana, cambió radicalmente la faz de todo el orbe. 7. Universalidad de la Redención. El recuerdo de todas estas cosas que hasta aquí hemos dicho, lleva consigo, Venerables Hermanos, un inmenso consuelo, al mismo tiempo que una gran fuerza para exhortar, puesto que debemos estar agradecidos y mostrar, en cuanto podamos, Nuestro mismo agradecimiento al Divino Salvador. Nos hallamos separados desde muy antiguo de los principios, bases o fundamentos de nuestra restaurada salvación; sin embargo, nos ha de importar esto, cuando es perpetua la virtud de la redención, y sus beneficios son inmortales y han de permanecer eternamente; el que una vez reparó la naturaleza perdida por el pecado, la conserva y la ha de conservar para siempre: Se entregó El para la redención de todos...(7). En Cristo, todo serán vivificado...(8) Y su reino no tendrá fin(9) Así, pues, por voluntad eterna de Dios, está en Jesucristo puesta toda salvación no solamente de algunos sino de todos los mortales; pues aquellos que de El se alejan asimismo por esto se condenan a su propia ruina, guiados por un cierto furor; y al mismo tiempo cuanto es de su parte hacen porque la sociedad humana, como arrebatada por gran ímpetu, caiga en aquellos grandes males e infortunios de que nos libró el Redentor por su misericordia y piedad. 8. Sin Cristo no hay salud. Incurren en un error harto inconsistente, que los aparta muy lejos del fin deseado, quienes toman por caminos extraviados; del mismo modo, si se rechaza la clara y pura luz de la verdad, es porque los ánimos están ofuscados y como infatuados de la miserable perversidad de las opiniones. ¿Qué esperanza de salud puede haber para aquellos que abandonan el principio y fuente de la vida? Cristo es únicamente el camino, la verdad y la vida. Yo soy el camino, la verdad y la vida(10); de tal manera, que sin El necesariamente caen por tierra estos tres principios indispensables para la salvación de todos. 9. Nadie ve al Padre si no por Cristo. Consideramos ahora lo que la realidad misma enseña diariamente y lo que aun en la mayor afluencia de bienes mortales experimenta todo el mundo, a saber: que nada puede haber fuera de Dios en que la voluntad humana descanse de un modo absoluto y completo. El único fin del hombre es Dios, y la vida que hacemos en la tierra es una verdadera semejanza e imagen de cierta peregrinación. Ahora bien; para nosotros Jesucristo es el camino, porque desde esta vida mortal, tan llena de trabajos y de dudas, no podemos de ninguna manera llegar a Dios, sumo, único y principal de los bienes, si no somos guiados y conducidos por Cristo. Nadie viene al Padre sino por mí(11). ¿Y cómo podríamos conseguir esto sino por El? Pues, en primer lugar y muy principalmente por su gracia, la cual, sin embargo, sería vacía o vana en el hombre que desprecia sus preceptos y leyes. Pues para conseguir esto, una vez adquirida la salud por Cristo, hizo que su ley fuese la custodia y directora del género humano con cuyo gobierno se separasen los hombres de sus maldades y se dirigiesen seguros a su Dios. Id y enseñad a todas las gentes... enseñándoles a observar todo lo que Yo os he mandado...(12). Guardad mis mandamientos(13). De donde resulta que es lo más principal y necesario para la profesión de la fe cristiana el mostrarse dócil a los preceptos de Jesucristo y sujetar completamente la voluntad a El como a nuestro dueño y supremo Rey.
10. La naturaleza viciada.
Cosa grande y difícil de conseguir y que muchas veces requiere
trabajo intenso y esfuerzo y constancia, pues aunque la humana naturaleza fue reparada
por la misericordia del Redentor, sin embargo, todavía en cada uno de
nosotros queda cierta enfermedad, la enfermedad y el vicio de la naturaleza. Los diversos apetitos traen al hombre de acá para allá, y fácilmente
lo impelen hacia los halagos de los placeres mundanos para que siga más bien lo
que le agrada que lo mandado por Jesucristo. De aquí que hemos de poner todo nuestro empeño
en rechazar con todas nuestras fuerzas a las pasiones en obsequio de Cristo; las
cuales si no obedecen a la razón se constituyen en dueñas y señoras del
hombre haciéndolo su siervo y quitando el hombre entero a Cristo. Los hombres de entendimiento extraviado, réprobos
en cuanto a la fe, se ve que son esclavos, pues sirven a una triple pasión, la sensualidad
y el orgullo y las diversiones humanas(14); y en esta lucha de tal manera
debe el hombre empeñarse que lleve con agrado por causa de Cristo las
molestias e innumerables incomodidades que en este mundo ha de sufrir. 11. Necesidad del vencimiento. Difícil es, en verdad, rechazar lo que con tanta
fuerza nos atrae y nos deleita: duro y áspero el despreciar, sujetándose al
imperio y voluntad de Cristo Nuestro Señor, aquéllas cosas que consideramos
como bienes del cuerpo y de fortuna; pero es necesario que el hombre cristiano
se muestre sufrido y fuerte en sobrellevar esto que se le ha dado para su vida,
si quiere conducirse bien. ¿Nos hemos olvidado acaso cuyo es el cuerpo y
cuya es la cabeza de que somos miembros? Con grande gozo llevó la cruz el que
nos prescribió la abnegación de nosotros mismos. Y en esta disposición del alma de que hablamos
consiste precisamente la dignidad de la naturaleza humana. Pues los mismos
sabios de la antigüedad bien han reconocido que el dominarse a sí mismos y
hacer que la parte inferior del alma se sujete a la superior, no indica
debilidad o abatimiento de la voluntad, sino antes bien cierta generosa virtud,
en gran manera conveniente a la razón, y que es, a la vez, digna del hombre. 12. Esperanza de bienes eternos Por lo demás, hemos de sufrir y padecer mucho:
tal es la presente condición del hombre. No puede el hombre gozar una vida
exenta de dolores y llena de goces y felicidad sin borrar de algún modo el
decreto, la voluntad de su divino Fundador y Creador, que quiso se perpetuasen
las consecuencias de aquel primer pecado. Muy conveniente es, por lo tanto, no
esperar en la tierra el término de los dolores, sino fortalecer Nuestro ánimo
para mejor soportarlos, con lo cual somos instruidos con la esperanza cierta de
los mayores bienes. Pues Cristo no asignó a las riquezas, ni a la
vida delicada ni a los hombres, ni al poder, sino a la paciencia con lágrimas y
afán de justicia y al corazón limpio, la felicidad sempiterna en el cielo. 13. El Reino de Cristo. Fácilmente se deduce de lo expuesto qué se puede esperar del error y soberbia de aquellos que, despreciando el reino de Cristo ponen y encumbran al hombre mortal sobre todas las cosas y proclaman que es preciso acatar en todo la humana razón y la naturaleza vana, mientras no pueden ni alcanzan a definir cuál sea este reinado.
El reino de Cristo tiene su fuerza y forma en la caridad divina, y su principio y fundamento en el amar santa y ordenadamente. De lo cual fluye necesariamente, que todo deber ha de ser guardado inviolablemente; que en nada se han de mermar los derechos ajenos: que se han de reputar por inferiores las cosas humanas a las celestes, y anteponer el amor de Dios a todas las cosas. Y esta dominación del hombre sobre sí mismo todo estriba en el amor de Cristo, a quien rechazar o empeñarse en no conocer es propio de alma vacía de caridad y falta de devoción. Gobierne, pues, el hombre en nombre de Jesucristo, pero con esta sola y única condición: la de servir a Dios primeramente e inspirar en la ley divina su norma y sistema de vida. |
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