PÍO PP.
X Venerables hermanos: Salud y bendición apostólica
INTRODUCCIÓN
Los motivos de esta Encíclica
El primer deber que Cristo
señaló a quien, como Nos, tiene confiado desde lo alto el oficio de
apacentar la grey del Señor, es custodiar con la mayor vigilancia el depósito de la santa fe que se nos ha entregado; y esto, tanto rechazando las novedades profanas de lenguaje como las contradicciones de una mal llamada ciencia. y ciertamente que no ha habido época en la que no haya sido necesaria esta vigilancia del Pastor Supremo, pues nunca han
faltado, por instigación del enemigo del género humano, hombres que enseñan doctrinas perversas
(1) charlatanes de novedades y seductores
(2), metidos en el error y que arrastran hacia el error
(3). Pero hay que
reconocer que, en estos últimos tiempos, el número de los enemigos de la cruz de Cristo ha aumentado enormemente; todos ellos, con técnicas
absolutamente nuevas y astuciosas, se esfuerzan por agostar las energías vitales de la Iglesia y hasta querrían
destruir el reino de Cristo, si esto fuera posible. Por eso, no podemos permanecer callados por más tiempo, no vaya a ser que demos la impresi6n de estar faltando al más sacrosanto de nuestros
deberes, y la comprensi6n que hasta ahora hemos tenido esperando ver una rectificaci6n, sea interpretada
como abandono de Nuestro oficio.
No podemos callar
El motivo principal, por el que no podemos dejar pasar más tiempo, es que ya no es necesario buscar a los fabricantes de errores entre los enemigos abiertos, sino que, con grande y angustioso dolor, los vemos introducidos en el seno mismo de la Iglesia, y son por ello tanto más peligrosos cuanto que son más difíciles de descubrir. Nos referimos, Venerables Hermanos, a tantos seglares y, lo que es más lastimoso, a tantos sacerdotes que, con un falso amor a la Iglesia, sin ningún sólido fundamento filosófico ni teológico, incluso impregnados de doctrinas envenenadas, que inoculan hasta la médula de los huesos de la Iglesia, se alzan
como reformadores, con una absoluta falta de humildad; como ejército compacto arremeten contra lo que de más santo hay en la obra de Cristo, y ni siquiera:
respetan la persona del Redentor divino: con sacrílega osadía la reducen a la categoría de
puro y simple hombre.
A todos ellos los incluimos entre los enemigos aun cuando ellos mismos se asombren; pero -dejando aparte sus intenciones que sólo Dios puede juzgar- nadie que conozca sus doctrinas y su modo de
hablar y de actuar podrá extrañarse de lo que decimos. Y no exageraría quien los incluyese entre los peores adversarios de la Iglesia. Pues, como hemos dicho, no desde fuera, sino dentro mismo de la Iglesia llevan a cabo su perversa actividad; por eso, el peligro se encuentra metido en las venas y en las entrañas de la Iglesia; con mucha mayor eficacia dañina, puesto que conocen tan íntimamente
a la Iglesia. A todo esto se añade que no atacan las ramas o los retoños, sino las raíces mismas: la fe y
sus más profundas fibras. y una vez dañada esta raíz de inmortalidad, intentan propagar el virus por todo el árbol, de tal manera, que no hay aspecto de la verdad católica en donde no pongan su mano y que no traten de corromper. Emplean tales tácticas para hacer
daño, que no se encuentran otras más malvadas ni más insidiosas: son una mezcla de racionalista y católico, tan hábilmente presentada, que con facilidad engañan a los incautos; y son hasta tal punto osados, que no hay consecuencia que les detenga o que no mantengan con firme obstinación. Además, suelen llevar una vida llena de actividad, con gran dedicación al estudio, y unas costumbres intachables que les atrae la estima de todos, lo cual es muy
adecuado para engañarles. Pero lo que hace pensar que no tienen remedio es que tienen el espíritu tan absorbido por sus doctrinas, que no admiten ninguna autoridad ni aceptan ningún freno; y como obran con conciencia errónea, creen que es celo por la verdad lo que en realidad sólo es efecto
de la soberbia y de la obcecación. Habíamos esperado conseguir que algún día estos hombres
rectificaran su actitud, adoptando con ellos primero una actitud indulgente, como con hijos Nuestros que son; después, siendo más severos; por último, aun
contra nuestros deseos, hemos tenido que reprenderles públicamente. Sabéis bien, Venerables Hermanos, que todo ha sido inútil: se sometían un momento, para volver a levantar la cabeza más llenos de
soberbia. Si se tratase sólo de ellos, quizá hasta podríamos pasar todo esto por alto, pero se trata del prestigio y de la tranquilidad de la religión católica. Por tanto, es preciso interrumpir un silencio, que sería criminal prolongar, y arrancar la máscara
de estos hombres, para mostrarlos ante la Iglesia entera tal y como son.
Como los modernistas (este es el nombre que con razón se les da) utilizan la táctica insidiosa de no exponer sus doctrinas orgánicamente estructuradas, sino desarticuladas, para que parezcan inconexas y poco concretas, cuando en realidad son firmes y consistentes, lo primero que hay que hacer es presentar esas doctrinas en su conjunto, señalando los lazos que las unen,
y a continuación determinar las causas de los errores e indicar 1os remedios
adecuados para atajar el mal.
I.
LA
DOCTRINA MODERNISTA
Para proceder ordenadamente en materia tan compleja, hay que empezar advirtiendo que cada modernista es como la síntesis de varios
personajes: el filósofo, el creyente, el teólogo, el historiador, el crítico, el apologista, el reformador; conviene ir distinguiendo uno por uno a todos estos
personajes, si se quiere conocer bien su sistema y llegar hasta los principios de sus doctrinas y calibrar sus consecuencias.
1.
EL MODERNISTA
"FILÓSOFO"
El agnosticismo
Comenzando por el filósofo, los modernistas toman como punto de partida la doctrina filosófica llamada agnosticismo. Esta filosofía recluye
a la razón humana en el ámbito de los fenómenos, es decir, en la apariencia que presentan las cosas y en
las formas de esa apariencia, afirmando que la razón no tiene ni derecho ni facultades para traspasar
los límites de esa apariencia. En consecuencia, es incapaz de elevarse hasta Dios, ni puede conocer su
existencia a través de las cosas que se ven. De ello resulta que Dios no puede ser de ningún modo objeto directo de la ciencia, y que Dios no puede en absoluto ser sujeto histórico. Con estos presupuestos, cualquiera puede advertir qué es lo que queda de la teología natural. de los
motivos de credibilidad. de la revelación externa. Todo esto queda barrido por los modernistas y lo reducen a un
intelectualismo que, según ellos, mueve a risa y es un sistema muerto hace ya tiempo. Ni siquiera los detiene el hecho de que la Iglesia ya ha condenado con toda claridad estos monstruosos errores. El Concilio
Vaticano decretó: Si alguien dijere que Dios uno y verdadero, Creador y Señor nuestro, no puede ser
conocido con certeza por la luz de la razón natural del hombre, a través de las cosas creadas, sea
anatema (4); igualmente: Si alguien dijere que no es posible o que no es conveniente que el hombre, mediante la revelación divina. sea instruido acerca de Dios
y del culto que se le debe. sea anatema (5); y además: Si alguien dijere que la revelación divina no puede
llevarse a cabo por medio de signos externos y que, por consiguiente los hombres sólo se deben mover hacia la fe por una experiencia interna individual o por una inspiración
privada, sea anatema (6). Nadie podría saber en virtud de qué razonamiento los modernistas pasan del agnosticismo,
que no es más que ignorancia, al ateísmo científico e histórico, que es una pura negación, y, en consecuencia, por medio de qué raciocinio, desde ignorar si Dios ha intervenido o no en la historia del género humano van a parar en una explicación de esa historia al
margen de Dios, como si realmente Dios no hubiera intervenido. Los modernistas dan por sentado que la ciencia y la historia deben ser ateas; en el ámbito de una y otra sólo hay lugar para fenómenos: Dios y lo divino están excluidos. Más adelante veremos las consecuencias a las que esta doctrina absurda da origen, en lo que se refiere a la persona sagrada de Cristo, a los misterios de su vida y de su muerte, a su resurrección ya su ascensión a los cielos.
La inmanencia vital
Este agnosticismo no es más que el aspecto negativo de la doctrina modernista; el aspecto positivo lo ofrece la llamada inmanencia
vital. El paso de
uno al otro se lleva a cabo del siguiente modo: como cualquier otro hecho, la Religión -sea
natural o sobrenatural- debe tener una explicación. Puesto que se rechaza le teología natural, no se
admiten los motivos de credibilidad como camino hacia la revelación, y tampoco se acepta ninguna
revelación externa, la explicación, pues, no podrá encontrarse fuera del hombre; es en el interior del propio hombre en donde hay que buscarla; pero como la Religión es una forma de vida, la explicación estará exclusivamente en la misma vida del hombre. Por este camino se llega a establecer el principio de la inmanencia
religiosa. Efectivamente, el primer
movimiento de todo fenómeno vital -ya queda dicho que, para los modernistas, la religión es uno de
tales fenómenos- arranca de una cierta indigencia o de un cierto impulso, cuya primera expresión es ese movimiento del corazón que llamamos sentimiento. Puesto que el objeto de la religión es Dios, la
conclusión se impone: la fe que es principio y fundamento de toda religión, reside en un
sentimiento íntimo que brota a causa de la indigencia de lo divino. Por otra parte, esta indigencia no se hace
sentir sino en determinadas circunstancias favorables, pertenece en realidad al ámbito de la conciencia; en un primer momento está latente en el fondo de la conciencia -en lo que la filosofía moderna llama
subconsciencia, donde tiene echada su raíz
escondida e inaccesible.
El sentimiento religioso
Ahora habría que preguntar cómo esta indigencia de lo divino, al ser sentida por el hombre, se
convierte en religión. A esto los modernistas responden: la ciencia y la historia están cercadas entre dos límites; uno externo, que es el mundo visible; y otro interno, que es la conciencia. Cuando la
ciencia y la historia llegan a estos límites, ya no pueden dar un paso, pues más allá está lo incognoscible. Colocada frente a este incognoscible -ya sea que esté fuera del hombre, más allá de la naturaleza
visible, ya sea que esté en lo profundo de la subconsciencia, la indigencia de lo divino, sin ningún
juicio previo (y esto es fideismo), suscita un peculiar sentimiento en el espíritu inclinado a la religión; este sentimiento lleva en sí la realidad de Dios, tanto como objeto cuanto como causa de ese mismo
sentimiento, y además une en cierto modo al hombre con Dios. A este sentimiento los modernistas lo
llaman fe y es para ellos el principio de la religión.
Pero no acaba en esto la filosofía o, más exactamente, los delirios de los modernistas. No se
limitan a localizar la fe en este sentimiento, sino que afirman que con la fe y en la fe, tal como ellos la entienden, tiene lugar la revelación. ¿ Qué más se
puede pedir para la revelación? ¿No es ya revelación- o al menos un inicio de revelación- ese sentimiento religioso que brota en la conciencia? ¿Por qué no puede ser Dios mismo quien se manifiesta al alma-
aunque de un modo confuso- en ese sentimiento religioso? y aún añaden: como
Dios es al mismo tiempo objeto y causa de la fe, esa revelación se refiere a Dios y de Dios procede: tiene a Dios como revelador y
como revelado. De aquí,
Venerables Hermanos, la absurda afirmación de los modernistas: toda religión es al mismo tiempo natural y sobrenatural, según se mire; de aquí que conciencia y revelación vengan a ser la misma cosa; de aquí el que se constituya a la conciencia religiosa como regla universal, equivalente a la revelación, a la que se han de someter todos, incluso la suprema autoridad de la Iglesia, tanto en su misión de enseñar como en la de legislar sobre lo sagrado o lo disciplinar.
La "transfiguración" y la "desfiguración"
En todo este proceso que, según los modernistas, da origen a la fe ya la revelación, hay que prestar particular atención aun punto de gran importancia, por las consecuencias a que da lugar, según ellos. Lo
Incognoscible de que hablan no se presenta a la fe como algo aislado o singular; sino que está
íntimamente ligado a algún fenómeno que, perteneciendo al campo de la ciencia o de la historia, de algún modo se escapa de ellas, porque puede ser este
fenómeno un hecho natural, que encierre algún misterio, o puede ser un hombre cuyo modo de ser, cuyos hechos o palabras no puedan explicarse por las leyes comunes de la historia. Entonces, la fe,
-atraída por lo Incognoscible que va unido al
fenómeno, abraza al fenómeno entero y, en cierto modo,
le comunica su propia vida. De esto resultan dos consecuencias: primero, una especie de
transfiguración del fenómeno, el cual es elevado por encima de sus propias características, de manera que se hace materia apta para revestir la forma de lo
divino, que la fe le va a proporcionar; segundo, lo que podríamos llamar como una desfiguración del
fenómeno, ya que la fe le da algo que realmente no tiene, al sustraerlo a las circunstancias de lugar y de tiempo: esto ocurre en especial cuando se trata de fenómenos ocurridos ya hace tiempo, y tanto más cuanto más antiguos sean. Los modernistas sacan de todo esto dos reglas que, junto con la ya
obtenida del agnosticismo, forman como los pilares de la crítica histórica.
Para exponerlo con mayor claridad, tomemos un ejemplo que se refiera a la persona de Cristo: en la persona de Cristo -dicen-, la ciencia y la historia no ven más que un hombre; luego en virtud de la primera regla sacada del agnosticismo, hay que
eliminar de su historia lo que aparezca como divino. Según la segunda regla, la persona de Cristo ha sido transfigurada por la fe, luego hay que también
eliminar de ella todo aquello que la eleva por encima de las circunstancias históricas. Por último, la regla tercera nos descubre que la persona de Cristo ha sido desfigurada por la fe: luego hay que liberarla de los dichos y hechos y, en una palabra, de todo lo que no responde a su mentalidad, estado,
educación, al lugar y tiempo en que vivió. Es ésta una manera ciertamente extraña de raciocinar; pero así es la crítica de los modernistas.
El origen de la religión
Así pues, el sentimiento
religioso, que por la inmanencia vital surge desde la profundidad del
subconsciente, es el germen y la razón de toda religión y de todo lo que en la religión hay
o pueda haber en el futuro. Este sentimiento, rudimentario y casi informe en su
comienzo bajo la influencia de aquel principio arcano del que nació, va tomando fuerza poco a poco al paso que progresa la vida humana, cuya forma es, según ya hemos dicho.
Así se explica el origen de cualquier religión, incluso de la sobrenatural: no es más que el
desarrollo del sentimiento religioso. La religión católica no está excluida, pues es una más entre tantas: nació en la conciencia de Cristo -hombre privilegiado como no hubo nunca otro ni lo habrá-, por el
proceso de la inmanencia vital y no de otra forma. Causa estupor la audacia de tales afirmaciones y de tanto sacrilegio. Pero, Venerables Hermanos, no son sólo los incrédulos quienes dicen tales necedades; hombres católicos, incluso muchos de ellos
sacerdotes, así hablan sin recato, y con tales delirios pretenden reformar la Iglesia. No se trata ya de aquel antiguo error que atribuía a la naturaleza humana un cierto derecho al orden sobrenatural: se ha avanzado mucho más,
hasta afirmar que nuestra religión santísima, tanto en Cristo como en nosotros mismos, es un producto espontáneo de la
naturaleza. Nada más a propósito para destruir todo el orden sobrenatural. Con toda razón el Concilio
Vaticano decretó: Si alguien dijere que el hombre no puede ser elevado por Dios a un
conocimiento y una perfección que supere a la naturaleza, sino que puede y debe
finalmente llegar por sí mismo. por un
constante progreso, a la posesión de toda verdad y de todo bien, sea anatema
(7).
"Pensar" la fe
Hasta aquí, Venerables Hermanos, no hemos visto que se haya dado lugar a que la inteligencia
intervenga. Pero también ella, según los modernistas, participa en el acto de fe; conviene señalar de qué manera.
Dicen: "en ese sentimiento, del que hemos hablado, puesto que es sentimiento y no conocimiento, Dios se hace presente al hombre, pero de una manera tan confusa que apenas si puede distinguirse, o no se distingue en absoluto, del sujeto que cree. Por tanto, se necesita que ese sentimiento sea iluminado por una luz que ponga de relieve a Dios y se distinga. Esta es la función de la inteligencia, cuyo papel es pensar y analizar; por medio de ella, el hombre traduce, primero en representaciones y después en palabras, los fenómenos vitales que en él se producen; los modernistas expresan esto con la conocida frase:
'el hombre religioso debe pensar su fe' ".
La inteligencia se aplica al sentimiento y, poniendo su atención en él lo trabaja, como hace un pintor que va perfilando el dibujo de un cuadro envejecido hasta devolverle su nitidez; así. lo viene a explicar uno de los maestros modernistas. En esta tarea el trabajo de la inteligencia es doble: de una parte, por un acto natural y espontáneo expresa las cosas con una fórmula simple y vulgar; por otra parte, de un modo reflejo y más profundo-
o, como dicen, elaborando el pensamiento-, vierte las cosas pensadas en expresiones secundarias, derivadas de
aquella primera fórmula sencilla, pero más trabajadas y más precisas. Estas fórmulas secundarias, una vez sancionadas por el magisterio supremo de la Iglesia, constituyen el dogma.
Origen y naturaleza del dogma
Así hemos llegado a uno de los puntos capitales de la doctrina modernista: el origen del dogma y su naturaleza. El origen lo sitúan en aquellas fórmulas simples que, en cierto modo, son necesarias para la fe, pues para que la revelación sea
verdaderamente tal, exige que en la conciencia haya alguna noticia manifiesta de Dios. Pero, al parecer, afirman que el dogma, donde propiamente se contiene es en las fórmulas secundarias.
Para poder captar su naturaleza, es preciso que primero averigüemos cuál es la relación existente entre las fórmulas religiosas y el sentimiento
religioso del espíritu. Cosa fácil de entender, si no se pierde de vista que la finalidad de tales f6rmulas no es más que proporcionar al creyente un medio para que se dé cuenta de su fe. Por eso, las fórmulas son como un intermediario entre el creyente y su fe: en lo que
a la fe respecta, no son más que unos signos inadecuados, a los que llamamos símbolos; en cuanto al que cree, son sólo instrumentos.
Por eso no se puede decir de ningún modo que encierren una verdad absoluta, pues, en cuanto que son símbolos, son imágenes de la verdad y han de ser adaptadas al
sentimiento religioso, en lo que éste se refiere al hombre; en cuanto que son instrumentos, son vehículos de la verdad, y tendrán también que adaptarse al hombre, puesto que se refieren al sentimiento religioso. Dado que el objeto del sentimiento religioso
está contenido en lo absoluto, tiene infinitos aspectos, de los que pueden ir
surgiendo ora uno ora otro. A su vez, el hombre que cree puede encontrarse en muy diversas circunstancias. En consecuencia, también las fórmulas que
llamamos dogmas están sometidas a esas mismas vicisitudes y, por tanto, sujetas a mutación. Así queda abierto el camino a una evolución
íntima del dogma.
Es un cúmulo infinito de sofismas, que anega y destruye toda religión.
Los modernistas afirman rotundamente que el dogma no sólo puede, sino que debe evolucionar y estar sometido a mutación, pero, además esto
mismo se desprende de sus asertos.
Entre sus doctrinas principales, la más importante es ésta, deducida del principio de la inmanencia
vital: para que las fórmulas religiosas sean
realmente religiosas y no sólo elucubraciones intelectuales, deben ser vitales y han de vivir la misma vida del sentimiento
religioso. Esto no quiere decir que esas fórmulas, especialmente si sólo son
imaginativas, hayan sido inventadas para sustituir al sentimiento religioso, pues ni su origen ni su clase
importan nada: lo que importa es que el sentimiento religioso, después de haberlas modificado lo
necesario, se las asimile vitalmente. Esto quiere decir , con otras palabras, que es necesario que el corazón acepte la fórmula primitiva y la apruebe, y que bajo la dirección del corazón se lleve a cabo un trabajo que engendre las fórmulas
secundarias. Lo cual lleva consigo el que, para ser vitales, estas fórmulas han de adaptarse simultáneamente al creyente
y a la fe y conservar esa adaptación. De ahí que, si esa adaptación desapareciera por cualquier causa,
perderían su primitivo contenido y habría que
cambiarlas.
Como, según todo lo dicho, la situación de las fórmulas dogmáticas es tan precaria, se comprende que los modernistas se burlen de ellas y las
desprecien, y que, por el contrario, no hagan más que hablar del sentimiento religioso y de la vida
religiosa y ensalzarlos. Así reprochan descaradamente a la Iglesia el que esté descaminándose, porque no distingue entre el significado externo de las
fórmulas y el impulso religioso y moral, y porque está atada de una manera ineficaz y obstinada a
fórmulas sin contenido, con lo cual está arruinando la religión.
Ciertamente son ciegos que guían a otros ciegos, hinchados con la soberbia de la ciencia, que llegan en su locura hasta pervertir el eterno concepto de la verdad y, simultáneamente, la auténtica
naturaleza del sentimiento religioso; han inventado un nuevo sistema en el que, empujados por una
desenfrenada avidez de novedades, no buscan la verdad allá donde verdaderamente está, menosprecian las santas y
apostólicas tradiciones, se abrazan a doctrinas vanas, fútiles. inciertas. no aprobadas por la Iglesia Y. como cabezas huecas. sobre esas
doctrinas pretenden fundamentar y asentar la verdad
(8).
Este es el modernista en cuanto a
filósofo.
2.
EL MODERNISTA
"CREYENTE" Si ahora queremos averiguar cómo se distingue un modernista filósofo de un modernista
"creyente", hay que hacer primero una advertencia: el filósofo admite
lo divino como objeto de la fe; pero esta realidad no existe fuera del alma de quien cree, en cuanto que es objeto de su sentimiento y de su afirmación y, por consiguiente, no
pasa de ser un fenómeno; para el filósofo no cuenta ni le tiene interés el que esta realidad exista de por sí,
fuera del sentimiento y de la afirmación que él mismo hace. Por el contrario, para el modernista
"creyente" es absolutamente cierto que la realidad existe por sí misma y no depende en absoluto de
quien cree; pero si se quiere saber en qué se basa esta certeza del modernista
"creyente", responde: en la experiencia singular de cada hombre.
Al decir esto, por un lado se apartan de los racionalistas, pero por otro se adhieren al pensamiento
de los protestantes y seudomísticos.
Ellos lo explican así: en el sentimiento religioso hay una cierta intuición del corazón, por medio de
la cual el hombre se llega hasta la realidad de Dios, y saca un convencimiento tan firme de que Dios
existe y actúa dentro y fuera del ser humano, que es muy superior a cualquier persuasión científica. Esto constituye una verdadera experiencia, superior a cualquier otra experiencia racional; y añaden: si hay quienes, como los racionalistas, niegan esta experiencia, es porque no se quieren poner en las mismas circunstancias morales que son necesarias para que se produzca. Esta experiencia es la que verdaderamente y con toda propiedad hace
creyente a la persona que la ha tenido.
¡Qué lejos está todo esto de la doctrina católica! Ya hemos visto que el Concilio Vaticano condenó estas fantasías.
Más adelante diremos cómo, una vez admitidas estas locuras, junto con los errores ya citados,
queda abierto el camino al ateismo. Ahora conviene advertir inmediatamente que, según esta doctrina de
la experiencia, unida a la del simbolismo, toda religión ha de
considerarse verdadera, y hasta el paganismo. En todas las religiones se dan
experiencias de esta clase; luego, ¿Pueden los modernistas negar que en los
turcos las haya y afirmar que sólo en el catolicismo las puede haber? La verdad
es que no lo hacen; incluso, unos de manera velada y otros abiertamente,
aseguran que todas las religiones son verdaderas. No pueden adoptar otra
postura, pues según los principios que ellos mismos han asentado, no tienen
argumentos para decir que hay religiones falsas. Sólo podrían hacerlo basándose
en la falsedad del sentimiento religioso o en la falsedad de la fórmula
elaborada por el entendimiento; pero el sentimiento es siempre el mismo, aunque
pueda ser imperfecto, y la fórmula, para ser verdadera, lo único que precisa
es estar de acuerdo con el sentimiento y con el hombre que cree, cualquiera que
sea su agudeza mental. Quizá podrían los modernistas poner una sola objeción
a las demás religiones: que la religión católica, por tener más vida tiene
también más verdad, y que es más digna del nombre
cristiano porque responde con más plenitud al cristianismo primitivo.
A nadie puede extrañar que se llegue a estas conclusiones
partiendo de los datos que hemos indicado. Lo que no deja de producir estupor es
que hombres católicos, e incluso sacerdotes, a quienes estas monstruosidades
horrorizan -según queremos creer- actúan como si estuviesen plenamente de
acuerdo con ellas. Son tales los elogios que dedican a quienes enseñan esos
errores, tantos son los honores que públicamente les tributan, que dan pie a
pensar que lo que pretenden es honrar no a las personas, que quizá merezcan una
cierta consideración, sino a los mismos errores que abiertamente enseñan, y que ponen todo su empeño en
difundirlos entre el pueblo. La
"experiencia" y la tradición
Esta doctrina, además, tiene otro aspecto que está en abierta contradicción con la verdad
católica. El concepto de experiencia se aplica también a la tradición mantenida hasta ahora por la Iglesia, destruyéndola completamente. Porque los modernistas entienden la tradición como una
comunicación con otras personas, por medio de la predicación y empleando fórmulas intelectivas, de una experiencia
original. A esas fórmulas, aparte de su fuerza representativa, como ellos dicen, les atribuyen un poder sugestivo, tanto sobre el que cree, para despertar en él el sentimiento religioso quizá adormecido y renovar la experiencia ya habida, como sobre los no creyentes, para en ellos engendrar el sentimiento y producir la experiencia. Así es como la experiencia religiosa se propaga a todos los pueblos; por la predicación, a los pueblos que hoy existen; por escrito o por transmisión oral, a los que existan mañana.
Unas veces esta comunicación de experiencias echa raíces y está viva; otras veces envejece y muere. El hecho de estar viva es para los modernistas señal de ser verdad, pues para ellos verdad y vida se confunden. De esto se concluye que todas las
religiones existentes son verdaderas, pues de lo contrario no existirían. Relación entre fe y ciencia
Con lo hasta aquí expuesto
tenemos más que de sobra, Venerables Hermanos, para saber con certeza la relación que los modernistas establecen entre la fe y la ciencia, en la que queda incluida también la historia.
En primer lugar, hay que dejar claro que, para ellos, las materias respectivas de la fe y de la ciencia son independientes entre sí. La fe versa sobre algo que la ciencia declara ser incognoscible para ella; de aquí que también las esferas de una y otra sean
diferentes: la ciencia versa sobre fenómenos, en los que no hay sitio para la fe; por el contrario, la fe versa sobre lo divino, que para la ciencia no existe. Por eso nunca puede haber conflicto entre la fe y la
ciencia, pues si cada uña permanece en el ámbito que le es propio, nunca podrán encontrarse y, en consecuencia, no entrarán en colisión.
Si alguien objeta que entre las cosas visibles hay algunas, como la vida humana de Cristo, que pertenecen también a la fe, ellos lo niegan; pues aunque esas cosas pertenecen al mundo de los fenómenos, son arrebatadas de ese mundo sensible y transformadas en materia de orden divino, cuando son impregnadas por la vida de la fe y, de la manera que hemos expuesto más arriba, son transfiguradas y desfiguradas por esa fe. Así, a quien plantease la cuestión de si Cristo realizó verdaderos milagros y profetizó verdaderamente lo futuro, si de verdad
resucitó y subió a los cielos, la ciencia agnóstica le dirá que no, la fe le dirá que sí. Pero estas posturas no son contrarias, pues uno niega, como filósofo que se dirige a filósofos, contemplando la figura de Cristo como realidad
histórica; el otro afirma, como creyente que habla a creyentes, contemplando la vida de Cristo como revivida por la fe y en la fe.
Sin embargo, añaden, estaría totalmente equivocado quien sacase la idea de que la fe y la ciencia no
están subordinadas la una a la otra. bajo ningún concepto; podría pensar
acertadamente que la ciencia no está sometida a la fe, pero la fe sí está sometida a la ciencia no por un capítulo, sino por tres.
Primero: es de señalar que, en cualquier hecho religioso, dejando aparte la realidad divina y la experiencia que de ella tenga el creyente, todo lo
demás, principalmente las fórmulas religiosas, no sale del ámbito de los fenómenos y, por consiguiente, cae bajo el dominio de la ciencia. Cierto que el
creyente puede, si es su deseo, salir del mundo; pero mientras permanezca en él estará sometido, aunque no lo quiera, a las leyes, a la investigación
y a los juicios de la ciencia y de la historia.
Segundo: aunque se diga que Dios es objeto únicamente de la fe, esto se ha de entender de la
realidad divina, pero no de la idea de Dios; ésta también está sometida a la ciencia ya que, cuando la ciencia filosofa en el llamado orden lógico. alcanza a todo lo que es absoluto e ideal. Por lo cual, la filosofía o la ciencia está en su derecho de conocer acerca de la idea de Dios, de orientar su desarrollo y de
librarla de posibles excrecencias; esto explica el axioma modernista: "la evolución religiosa tiene que estar coordinada con la evolución moral e
intelectual", o como ha dicho uno de sus maestros: ha de estar subordinada a ellas.
Tercero: el hombre no tiene una doble personalidad, en consecuencia, el creyente siente la
necesidad íntima de armonizar la fe con la ciencia, de manera que la fe no esté en discordancia con la idea general que la ciencia presenta de este mundo. Así resulta que la ciencia es independiente de la
fe, mientras que la fe, aun siendo cosa diferente de la ciencia, ha de estar subordinada a ésta.
Todo esto, Venerables Hermanos, está en oposición con lo que Nuestro predecesor, Pío IX,
enseñaba
(9): Lo propio de la filosofía, en lo que se refiere a la religión, no es dominar, sino servir; no
prescribir lo que se ha de creer, sino abrazarlo con sumisión racional; ni escudriñar la profundidad de
1os misterios de Dios, sino mostrarles reverencia piadosa y humilde. Los modernistas invierten los términos; se les puede aplicar lo que decía Gregorio IX también antecesor Nuestro, a propósito de
algunos teólogos de su tiempo
(10): Algunos de vosotros, hinchados de vanidad como odres, se empeñan en traspasar con novedades profanas los límites puestos
por los Padres, sometiendo la comprensión de la escritura inspirada... la filosofía racional, y sólo
por ostentación científica, no para provecho de los oyentes... Obsesionados por doctrinas disparates
y peregrinas, lo ponen todo patas arriba y hacen que la reina sea sierva de la esclava.
Las aparentes contradicciones del modernismo
Esto resulta evidente para quien observa la conducta de los modernistas, consecuente en todo
con sus enseñanzas. Muchos de sus escritos y de su dichos parecen contradictorios, de modo que
podría pensarse que vacilan inseguros. Pero se trata de una actitud deliberada, por el concepto que tienen de la separación entre fe y ciencia. Por
eso encontramos en sus escritos una página que un católico puede aprobar sin reservas, a la cual sigue otra que sólo cabe pensar que ha sido dictada por un racionalista. Cuando escriben sobre la
historia, no hacen mención de la divinidad de Cristo, pero cuando predican la confiesan con toda claridad. En sus exposiciones históricas no tienen lugar ni los Concilios ni los Santos Padres, pero cuando explican el Catecismo los citan con todos los honores. O sea, que hacen una disección entre la exégesis teológica y pastoral y la científica e histórica.
Igualmente, apoyándose en el principio de que la ciencia y la fe son independientes, cuando disertan sobre filosofía, historia o crítica, no tienen empacho en seguir el pensamiento de Lutero (11),
haciendo en todo caso omiso de los maestros católicos, de los Santos Padres, de los Concilios, del Magisterio eclesiástico; y si se les llama la atención, replican que se les está coartando la libertad. Como
afirman que la fe está subordinada a la ciencia, con frecuencia y desfachatez echan en cara a la Iglesia que se obstina en no supeditar sus dogmas a los dictados de la filosofía; hacen tabla rasa de la teología antigua y pretenden instaurar otra nueva que secunde los delirios de los
filósofos.
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