MAGISTERIO DE LA IGLESIA
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EXHORTACIÓN
APOSTOLICA
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20. Por su ministerio y los peligros debe elevar su alma siempre y hacer diariamente su meditación Aunque las diferentes funciones sacerdotales sean augustas y llenas de veneración, ocurre, sin embargo, que quienes las cumplen por costumbre, no las consideran con la religiosidad que se merecen. De aquí, disminuyendo el fervor poco a poco, fácilmente se pasa a la negligencia y hasta al disgusto de las cosas más santas. Añádase a esto que al sacerdote le es necesario el vivir diariamente como en medio de una generación depravada, de modo que muchas veces, aun en el ejercicio mismo de la caridad pastoral, habrá de temer no se encubran allí las asechanzas de la serpiente infernal. ¿Qué decir de la facilidad con que hasta los corazones piadosos se manchan con el polvo del mundo? Bien, pues, se ve cuál y cuán grande es la necesidad de volverse todos los días hacia la contemplación de las cosas del cielo, para que, recobradas de tiempo en tiempo las fuerzas, la mente y la voluntad queden robustecidas contra las tentaciones. Conviene, además, que el sacerdote adquiera cierta facilidad y hábito para elevarse y tender hacia las cosas celestiales, a fin de gustar las cosas de Dios, enseñarlas y aconsejarlas con ahínco; y ordenar su vida sobre las cosas humanas de tal suerte que todo cuanto haga según su ministerio, lo haga según Dios, inspirado y guiado por la fe. Ahora bien; que esta disposición de ánimo, esta unión como espontánea del alma con Dios, se produce y se conserva principalmente gracias a la meditación cotidiana, cosa es tan clara a quien piense un poco siquiera, que ya no es necesario el detenernos más en su explicación. 21. Tristes consecuencias del descuido de la meditación Confirmación de todo esto, bien triste por cierto, podemos hallar en la vida de aquellos sacerdotes que o hacen poco caso de la meditación de las cosas eternas, o la miran con fastidio. Y así son de ver aquellos hombres, en quienes ha languidecido bien tan importante como el sentir de Cristo, entregados por completo a las cosas de la tierra, pretendiendo cosas vanas, hablando fútiles palabras y tratando las cosas santas negligente, fría y aun indignamente quizá. En un principio, esos sacerdotes, fortalecidos por la gracia de su reciente unción sacerdotal, preparaban con diligencia su ánimo para rezar el oficio divino, para no hacer como los que tientan a Dios: buscaban el tiempo más oportuno y los sitios más retirados del estrépito de las gentes; procuraban investigar los sentidos de la palabra de Dios; cantaban alabanzas, gemían, se alegraban y derramaban su espíritu con el Salmista. Y ahora, con relación a entonces, ¡cuán cambiados!... Apenas si ya nada en ellos queda, de aquella animosa piedad con que anhelaban los divinos misterios. ¡Cuán amados les eran en otros tiempos aquellos tabernáculos! Ansiaba el alma por sentarse a la mesa del Señor y poder llevar continuamente a otras muchas hacia ella. Antes del sacrificio, ¡qué pureza, qué oraciones las de aquella alma fervorosa! En la celebración de la misa, ¡cuánta reverencia entonces, exactamente cumplidas las augustas ceremonias en toda su hermosura! ¡Qué gracias dadas de lo íntimo del corazón! Así, felizmente, en el pueblo se esparcía el buen olor de Cristo.... Acordaos, os rogamos hijos amadísimos, acordaos... de los pasados días[1] cuando, en efecto, el alma ardía inflamada por el entusiasmo de la santa meditación. 22. Su apostolado carece de fuerza y gracia Entre aquellos mismos a quienes es gravoso recogerse en su corazón[2] o que lo descuidan, no faltan ciertamente quienes no disimulan la consiguiente pobreza de su alma, y se excusan poniendo por causa que se entregaron totalmente a la actividad del ministerio sacerdotal, a la múltiple utilidad de los demás. Mas se engañan miserablemente. Porque, no acostumbrados ya a tratar con Dios, cuando de El hablan a los hombres o cuando les dan consejos para la vida cristiana, carecen totalmente del espíritu de Dios, de suerte que en ellos la palabra evangélica parece casi muerta. Su voz, aunque brille con una prudencia o facundia que se alaba, ya no es el eco de la voz del buen Pastor, única que las ovejas oyen para su bien, sino que resuena y se pierde sin fruto, algunas veces infecunda por el mal ejemplo, no sin deshonra para la religión y escándalo para los buenos. Lo mismo sucede en los demás ministerios de su agitada vida; pues, o no se sigue ventaja alguna de sólida utilidad, o es de corta duración, porque le falta la lluvia del cielo que se atrae en abundancia tan sólo por la oración del que se humilla[3]. 23. Condena de las tendencias modernas que rehuyen y aun desprecian la oración Y no podemos menos de lamentarnos vehementemente de aquellos que, arrastrados por perniciosas novedades, ni se avergüenza siquiera de pensar en contra de lo que llevamos dicho, juzgando ellos que es como perdido el trabajo que se emplea en meditar y en orar. ¡Funesta ceguera! ¡Ojalá que los tales, considerando bien consigo mismo, lleguen por fin a conocer en qué paran esa negligencia y desprecio tal de la oración! De aquí procedió la soberbia y la contumacia; y éstas dieron frutos harto amargos, que el ánimo de Padre rehuye recordar y desea totalmente arrancar. Dios atienda a este deseo, y mirando con ojos benignos a los extraviados, derrame sobre ellos tan abundantemente el espíritu de gracia y de oración, que llorando su error vuelvan de grado, con alegría de todos, a los caminos en mal hora abandonados, y continúen en ellos con más cautela. ¡Y séanos Dios testigo, como en otro tiempo lo fue con el Apóstol[4], de cómo los amamos a todos ellos en las entrañas de Jesucristo! 24. Útil y necesaria para la cura de almas Que en ellos, como en todos vosotros, hijos amadísimos, se grabe muy bien Nuestra exhortación, porque es también de Cristo Señor Nuestro: Atended, vigilad y orad[5]. Ante todo, que cada cual aplique su industria al empeño de meditar piadosamente; procure esto mismo con diligencia y ánimo confiado, suplicando: ¡Señor, enséñanos a orar![6]. Ni tiene poco peso para inducirnos a meditar esta especial razón: a saber, cuán gran influencia en el consejo y virtud procede de aquí, cosa muy útil para la recta cura de almas, obra la más difícil de todas. Y muy a propósito viene, siendo digna de ser recordada, la alocución pastoral de San Carlos: Entended, hermanos, que nada es tan necesario a todos los varones eclesiásticos como la oración mental, que preceda, acompañe y siga a todas nuestras acciones; "Cantaré, dice el Profeta, y entenderé"[7]. Si administras los sacramentos, oh hermano, medita qué haces; si celebras la misa, piensa qué ofreces; si cantas, mira con quién y qué cosas hablas; si diriges las almas, piensa en la sangre con que están lavadas[8]. Por lo cual, con justa razón, nos manda la Iglesia repetir frecuentemente aquellas palabras de David: Bienaventurado el varón que medita en la ley del Señor, su voluntad permanece de día y de noche; todas las cosas que haga le resultarán bien. Además, sirva a todos de noble estímulo esto último: si el sacerdote se llama otro Cristo, y lo es, por la comunicación de la potestad, ¿no deberá hacerse tal y ser considerado como tal también por la imitación de sus obras?... Sea, pues, nuestro gran empeño meditar la vida de Jesucristo[9]. 25. Lectura de la Biblia y de libros piadosos En gran manera importa que el sacerdote añada de continuo la lectura de libros piadosos y, ante todo, de los libros inspirados de las cosas divinas. Y así Pablo mandaba a Timoteo: Dedícate a la lectura[10]. Por esto Jerónimo indicaba a Nepociano, cuando le hablaba de la vida sacerdotal: Nunca caiga de tus manos la lectura sagrada, dando para ello la siguiente razón: Aprende lo que debes enseñar: adquiere aquella palabra fiel, que es según la doctrina, para que puedas exhortar con doctrina sana y refutar a los que te contradigan. ¡Qué provecho, en efecto, no consiguen los sacerdotes que tal hacen con asiduidad constante! ¡Cuán dulcemente predican a Cristo, cómo inclinan hacia la perfección, cómo elevan a deseos celestiales los corazones y las almas de sus oyentes, en vez de debilitarlos y lisonjearlos! -Mas, por otro título- y en tal caso, con gran provecho vuestro-, queridos hijos, tiene fuerza el precepto de San Jerónimo: Que la lectura sagrada esté siempre en tus manos[11]. ¿Quién ignora la gran fuerza que tiene sobre el corazón de un amigo la voz del amigo que le advierte sinceramente, le ayuda con su consejo, le reprende, le anima y le aparta del error? Dichoso aquel que encuentra un amigo verdadero...[12]. El que lo ha encontrado, ha encontrado un tesoro[13]. En el número, pues, de amigos verdaderamente fieles hemos de contar los libros piadosos. Ellos con gravedad nos avisan de nuestros deberes y de las prescripciones de la legítima disciplina; despiertan en nuestros corazones las voces celestiales adormecidas; reprenden el abandono de nuestros buenos propósitos; perturban nuestra engañosa tranquilidad; censuran nuestras afecciones menos rectas, disimuladas; nos descubren los peligros a que frecuentemente se exponen los incautos. Y todos estos oficios nos los prestan con benevolencia tan discreta que se nos muestran, no ya sólo como amigos, sino como los mejores amigos. Los tenemos, cuando nos place, como juntos a nuestro lado, a toda hora dispuestos a socorrernos en nuestras más íntimas necesidades; su voz jamás es amarga, sus advertencias jamás interesadas, su palabra jamás tímida ni falaz. 26. Ejemplo de San Agustín. -Lectura perjudicial Numerosos e insignes ejemplos demuestran la eficacia tan provechosa de los buenos libros; pero entre todos sobresale indudablemente el ejemplo de San Agustín, cuyos insignes méritos con la Iglesia de allí tomaron su origen: Toma y lee; toma y lee... Yo tomé rápido (las Epístolas de San Pablo), las abrí y leí en silencio... Como por una luz de paz, infundida en mi corazón, se disiparon las tinieblas de mis dudas[14]. Desgraciadamente, por lo contrario, en nuestros días ocurre con frecuencia que los miembros del clero se van poco a poco cubriendo con las tinieblas de la duda y llegan a seguir las tortuosas sendas del mundo, principalmente por preferir a los libros piadosos y divinos todo género de libros bien diversos y hasta la turba de los periódicos saturados de sutil y ponzoñoso error. Guardaos, queridos hijos; no os fiéis de vuestra edad adulta y provecta; no os dejéis engañar por la falaz esperanza de que así atenderéis mejor al bien común. No se franqueen los límites que las leyes de la Iglesia señalan o que la prudencia de cada uno y el amor de sí mismo determinan; porque, luego de empapada el alma de este veneno, muy difícil será evitar las consecuencias de la ruina causada. 27. El examen de cada día El provecho que el sacerdote obtendrá, así de las lecturas sanas como de la meditación de las cosas celestiales, será más abundante si acudiere a algún recurso por el que pueda reconocer, si se aplica con cuidado en llevar a la práctica de la vida cuanto ha leído y meditado. Muy a propósito viene el excelente medio recomendado singularmente al sacerdote por San Juan Crisóstomo: Todas las noches, antes de entregarte al sueño, llama a juicio a tu conciencia y pídele cuenta muy severa de los malos proyectos formados durante el día..., investígalos y desgárralos, castígalos también[15]. Y cuán conveniente y provechoso sea para la virtud cristiana este ejercicio, pruébanlo los maestros de la vida espiritual con admirables avisos y exhortaciones. Citemos a propósito aquellas palabras de San Bernardo: Como investigador diligente de la pureza de tu alma, investiga tu vida con el examen de cada día, averigua con cuidado qué has ganado y qué has perdido... Aplícate a conocerte a ti mismo... Pon todas tus faltas delante de tus ojos. Ponte frente a ti mismo, como delante de otro; y luego llora de ti mismo[16]. 28. A ejemplo de los comerciantes debemos practicar con gran diligencia el examen Vergüenza grande sería que aun en esto se cumpliesen aquellas palabras del Salvador: Los hijos de este siglo son mucho más avisados que los hijos de la luz[17]. Bien es de ver el sumo cuidado con que ellos administran sus asuntos, y con cuánta frecuencia repasan sus ingresos y sus gastos, con qué diligencia y con qué rigor hacen sus cuentas, cómo se lamentan de sus pérdidas y qué gran empeño ponen en resarcirlas. Mas nosotros, en quienes existe tal vez un vivo afán por adquirir honores, aumentar nuestro patrimonio, conquistar renombre y gloria por medio de la ciencia, con gran descuido y suma negligencia olvidamos el negocio más importante y el más difícil, esto es, el de nuestra propia santificación. |
NOTAS |
(12) Eccli. 25, 12. (volver) (13) Ibid. 6, 14. (volver) (14) Conf. 8, 12. (volver) (15) Exposit. in Ps. 4, 8. (volver) (16) Meditationes piisimae c. 5: De quotid. sui ipsius exam. (volver) (17) Luc. 16, 8.(volver) |