MAGISTERIO DE LA IGLESIA
Haerent Anim-
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EXHORTACIÓN
APOSTOLICA
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29. Los peligros del descuido del examen Apenas si de tarde en tarde nos recogemos alguna vez dentro de nosotros mismos para examinar nuestra alma, la cual por ese motivo se halla como una enmarañada selva, o como la viña de aquel perezoso de la que está escrito: Pasado he por las tierras del perezoso y por la viña del necio, y he visto cómo se hallaban invadidas por las ortigas y cómo las espinas habían recubierto toda la superficie, mientras su cerca de piedra se hallaba destruida[1]. Y el peligro es tanto mayor cuanto que los malos ejemplos, no poco perjudiciales aun a la virtud del mismo sacerdote, se multiplican en torno suyo, de tal suerte que cada día es preciso vivir con más cautela y resistir con mayor esfuerzo. La experiencia demuestra cómo el que hace frecuente y severo examen propio de sus pensamientos, palabras y actos, tiene más fuerza para odiar y huir del mal, y también más ardor y celo para el bien. Asimismo la experiencia pone de manifiesto a cuántos inconvenientes y peligros se halla expuesto ordinariamente el que rehuye presentarse ante este tribunal en el que la justicia se asienta para juzgar, mientras la conciencia se presenta como reo al mismo tiempo que como acusador. En vano trataréis de buscar en él aquella circunspección, tan conveniente en todo cristiano, de evitar aun los pecados más leves; aquel pudor del alma, propio singularmente de todo sacerdote, que se asusta hasta de la más pequeña ofensa de Dios. Más aún: semejante incuria y tal negligencia de sí mismo, llegan a veces a tal grado que hasta descuida el mismo sacramento de la Penitencia, medio el mas oportuno suministrado por la infinita misericordia del Señor a la debilidad humana. 30. Negligencias indignas del sacerdote No se puede negar, antes bien hay que deplorarlo con amargura, que no rara vez sucede que quien aparta a los otros del pecado con la inflamada elocuencia de la divina palabra, haga caso omiso de ello y se endurezca en los pecados; que quien exhorta y apremia a los demás para que con el debido cuidado se apresuren a lavar las manchas de sus almas, haga eso mismo con el mayor descuido, dejando pasar meses enteros; que quien sabe infundir el aceite y el vino saludable en las heridas del prójimo, yace más herido aún que los demás cerca del camino, sin reclamar solícito el auxilio de una fraternal mano que tal vez está cercana. ¡Cuántas cosas -oh dolor- han resultado y resultan hoy todavía de proceder tan indigno en la presencia del Señor y de su Iglesia, tan perjudicial al pueblo cristiano como deshonroso al propio estado sacerdotal! 31. La corrupción de los mejores es la peor Y cuando Nos, por deber de conciencia, pensamos en estas cosas, Nuestra alma se llena de amargura, Nuestra voz clama entre sollozos. ¡Ay del sacerdote, que no sabe ocupar bien su puesto y que, desleal, profana el santo nombre de Dios, ante quien debe ser santo! La corrupción de los mejores es la peor. Grande es la dignidad de los sacerdotes, pero grande es su caída, si pecan; alegrémonos por su elevación, mas temamos por su caída; no es tan alegre el haber estado en alto, como triste el haber caído desde allí[2]. Muy desgraciado, por lo tanto, el sacerdote que, olvidado de sí mismo, no se preocupa de la oración, rehuye el alimento de las lecturas piadosas, y jamás vuelve dentro de sí para escuchar la voz de la conciencia que le acusa. Ni las llagas de su alma cada vez más irritadas, ni los gemidos de la Iglesia, su madre, conmoverán al desdichado, hasta que le hieran estas tremendas amenazas: Ciega el corazón de este pueblo, tápale los oídos, ciérrale los ojos, no sea que vea con sus ojos, oiga con sus oídos y comprenda con su corazón, y así se convierta y yo le cure[3]. Que el Señor, rico en misericordia, aleje de cada uno de vosotros, hijos queridos, tan triste vaticinio; El, que ve el fondo de Nuestro corazón, sabe que está libre de todo rencor hacia quienquiera que sea, y más bien compadecido de todos con el amor de Pastor y de Padre. ¿Cuál es, por lo tanto, nuestra esperanza, nuestra alegría y nuestra corona? ¿No sois acaso vosotros mismos delante de Jesucristo Señor Nuestro?[4]. 32. Necesidad de eximia virtud Mas vosotros mismos, cuantos dondequiera estéis, bien conocéis en qué desdichados tiempos se encuentra la Iglesia, por secretos designios de Dios. Considerad también y meditad cuán sagrado es el deber que os incumbe, de tal suerte que, pues habéis sido dotados por ella de dignidad tan alta, os esforcéis también por estar a su lado y por asistirla en sus tribulaciones. Por todo ello nunca como ahora se precisa, en el clero, una virtud nada vulgar, absolutamente ejemplar, vigilante, activa, potentísima finalmente para hacer y padecer por Cristo grandes cosas. Nada hay que con tanto ardor supliquemos para todos y cada uno de vosotros. 33. Castidad, obediencia y fidelidad a la Iglesia Florezca, pues, en vosotros, con su inmaculada lozanía la castidad, el mejor ornato de nuestro orden, pues por su brillo el sacerdote se hace como semejante a los ángeles a la vez que aparece más venerable ante el pueblo cristiano y más fecundo en frutos de santidad. Crezca siempre el respeto a la obediencia solemnemente prometida a los que el Espíritu Santo constituyó como pastores de la Iglesia; y, sobre todo, únanse espíritus y corazones con lazos cada día más estrechos de fidelidad, en obsequio tan justamente debido a esta Sede Apostólica. 34. Caridad apostólica, en especial con la juventud Triunfe en todos aquella caridad que no busca lo propio, a fin de que, ahogados los estímulos de la envidiosa contienda y la ambición insaciable que atormentan al corazón humano, todos vuestros esfuerzos, con una fraternal emulación, tiendan al aumento de la gloria divina. Grande es la multitud, harto infeliz, de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos que espera los frutos de vuestra caridad; os esperan, más que a nadie, compactas turbas de jóvenes, risueña esperanza de la sociedad y de la religión, que por doquier hállanse rodeados de halagos y de vicios. Consagraos con entusiasmo, no sólo a enseñar el catecismo, según de nuevo y con mayor empeño recomendamos; sino también a servir a todos por cuantos medios os inspiren vuestro consejo y vuestra prudencia. Y al socorrer, proteger, curar y apaciguar, no pretendáis ni anheláis, como sedientos, sino ganar las almas para Jesucristo o mantenérselas unidas a el. ¡Mirad con cuánta diligencia, fatiga y denuedo trabajan, incansables, los enemigos en su afán de arruinar las almas! 35. Celo por las misiones y alegría en las persecuciones Por este esplendor de la caridad es por lo que principalmente se alegra la Iglesia católica y se gloría en su clero, que evangeliza la paz cristiana, que lleva la salud y la civilización hasta los pueblos bárbaros, por los cuales, aun a costa de los mayores sacrificios consagrados a veces con la sangre derramada, el reino de Cristo se extiende más cada día y la santa fe brilla más augusta con nuevos triunfos. -Y si con el odio, la afrenta y la calumnia, queridos hijos, se correspondiera, como sucede con frecuencia, a los oficios de vuestra difusiva caridad, no por ello queráis sucumbir a la tristeza, no desmayéis en hacer el bien[5]. Ante vuestros ojos se hagan presentes los escuadrones, tan insignes en número como en mérito, de todos cuantos, a imitación de los apóstoles, entre los más crueles oprobios por el nombre de Jesucristo, iban contentos, y, maldecidos, bendecían. Somos nosotros, hijos y hermanos de los Santos, cuyos nombres brillan en el libro de la vida, y cuyos méritos celebra la Iglesia. ¡No hagamos tal agravio a nuestra gloria![6]. 36. Reforma por los ejercicios espirituales Si en el orden clerical se restaurare y se aumentare la vida de la gracia sacerdotal, nuestros restantes proyectos de reforma en toda su amplitud tendrán, Dios mediante, mucha mayor eficacia. Y por ello Nos parece muy conveniente el añadir a todo cuanto hemos dicho algunos medios propios para conservar y mantener esta gracia. Primero es el tan conocido y recomendado por todos, pero no usado igualmente por todos, el piadoso retiro del alma para hacer los llamados Ejercicios Espirituales cada año, si es posible, ya en privado cada uno, ya con otros, donde el fruto suele ser más abundante, salvas siempre las prescripciones de los Obispos. Nos ya hemos ponderado bastante las ventajas de esta institución, al mandar sobre ello algunas cosas en lo que toca a la disciplina del clero romano[7]. 37. Utilidad del recogimiento mensual Ni menos útil será para las almas que dicho retiro se tenga cada mes, siquiera durante algunas horas, ya en privado, ya en común. Con gran satisfacción vemos cómo en varios sitios ya se ha establecido esta costumbre, no sólo bajo el auxilio de los Obispos, sino a veces bajo su personal presidencia en reuniones para tal efecto. 38. Recomendación de la vida común para la virtud y la ciencia Otra cosa hemos de recomendar con sumo empeño, esto es, una cierta unión más estrecha de los sacerdotes, cual conviene entre hermanos, establecida y gobernada por la autoridad episcopal. Muy recomendable es, en efecto, que se reúnan en sociedades, así para asegurarse ciertos socorros mutuos contra las desgracias como para defender la integridad de su honor y de sus cargos contra los ataques enemigos, o para cualquier otra finalidad de este género. Pero también importa el asociarse para perfeccionar los conocimientos en las ciencias sagradas y, sobre todo, para conservar con el más diligente cuidado la vocación eclesiástica, o para promover los intereses de las almas, comunicando todos entre sí sus consejos y sus iniciativas. La historia de la Iglesia pone muy de relieve cuán felices resultados debe a este género de asociación en los tiempos en que, de ordinario, los sacerdotes vivían en comunidad. ¿Por qué, pues, no podría restablecerse algo así en nuestros tiempos, claro es que según lo consintieran los sitios y los empleos? ¿Y no se podría esperar lógicamente, con gozo de la Iglesia, los mismos frutos de aquellos otros tiempos? 39. Existen ya tales comunidades del clero secular De hecho, no faltan comunidades de este género, provistas de la autorización de los Obispos, tanto más útiles cuanto antes se ingrese en ellas, ya al principio mismo del sacerdocio. Nos mismo, en Nuestro ministerio episcopal, promovimos una institución que por experiencia hallamos muy ventajosa, y aun ahora continuamos dispensándole, como a otras semejantes, Nuestra especial benevolencia. 40. Otros medios Auxilios tales de la gracia sacerdotal, y otros que la cuidadosa prudencia de los Obispos inspirase, según las circunstancias, estimadlos y empleadlos vosotros, queridos hijos, a fin de que cada día más y más dignamente andéis por el camino de la vocación a que habéis sido llamados[8], honrando así vuestro ministerio a la par que cumplís en vosotros la voluntad de Dios, que es vuestra santificación. 41. Oración y sacrificio para la santificación del clero A eso miran Nuestros principales pensamientos y cuidados: y, por ello, elevados al Cielo los ojos, con frecuencia renovamos sobre todo el clero la súplica misma de Jesucristo: Padre santo, santifícales[9]. Y, en este acto de súplica, Nos alegramos de que un gran número de fieles de toda condición, en extremo preocupados por vuestro bien y el de la Iglesia, ruega juntamente con Nos; más aún, por dicha Nuestra hay no pocas almas muy ilustres en virtud, no sólo en los sagrados claustros, sino también, aun en medio de la vida del siglo, que se ofrecen como víctimas consagradas a Dios con ese mismo objeto y con un incesante entusiasmo. Quiera Dios aceptar en olor de suavidad sus puras y eximias oraciones, y que no desdeñe tampoco Nuestras muy humildes súplicas. Ampárenos, según le suplicamos, clemente y próvido, el mismo Señor, que colme a todo el clero con los tesoros de gracia, caridad y con toda virtud de que es fuente el Sacratísimo Corazón de su amado Hijo. 42. Acción de gracias por las felicitaciones en sus bodas de oro Queremos, para terminar, queridos hijos, manifestaros toda Nuestra gratitud por los deseos y felicitaciones que Nos habéis ofrecido con amor y piedad, en ocasión del quincuagésimo aniversario de Nuestro sacerdocio. 43. El Papa encomienda a todos a la Sma. Virgen Para que Nuestras súplicas por vosotros más cumplidamente se vean realizadas, queremos sean confiadas a la augusta Virgen Madre, Reina de los Apóstoles. Ya que ella, con su ejemplo, enseñó a aquellas primicias del orden sacerdotal cómo habían de perseverar en la oración hasta ser revestidos por la virtud de lo alto, y esta misma virtud se la obtuvo mucho más cumplida con sus ruegos, aumentó y fortificó con sus consejos, con próspera fertilidad para sus trabajos. 44. Bendición apostólica Deseamos, entre tanto, amados hijos, que la paz de Cristo rebose abundante en vuestros corazones con el gozo del Espíritu Santo, teniendo por prenda la Bendición Apostólica que a todos vosotros os concedemos con el amor más entrañable. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 4 de agosto de 1908, al principio del sexto año de Nuestro Pontificado. |
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