Magisterio de la Iglesia

Ad catholici sacerdotii

30. La santidad debe ser el alma de la acción sacerdotal para no correr peligro

   Sería gravísimo y peligrosísimo yerro si el sacerdote, dejándose llevar de falso celo, descuidase la santificación propia por engolfarse todo en las ocupaciones exteriores, por buenas que sean, del ministerio sacerdotal. Procediendo así, no sólo pondría en peligro su propia salvación eterna, como el gran Apóstol de las Gentes temía de sí mismo: «Castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado»(64), pero se expondría también a perder, si no la gracia divina, al menos, sí, aquella unción del Espíritu Santo que da tan admirable fuerza y eficacia al apostolado exterior.  

3. Las virtudes sacerdotales   

31. La perfección en general; imitación de Cristo

   Aparte de eso, si a todos los cristianos está dicho: «Sed perfectos como lo es vuestro Padre celestial»(65), ¡con cuánta mayor razón deben considerar como dirigidas a sí estas palabras del divino Maestro los sacerdotes llamados con especial vocación a seguirle más de cerca! Por esta razón inculca la Iglesia severamente a todos los clérigos esta su obligación gravísima, insertándola en su código legislativo: «Los clérigos deben llevar interior y exteriormente vida más santa que los seglares y sobresalir entre ellos, para ejemplo, en virtud y buenas obras»(66). Y puesto que el sacerdote es embajador en nombre de Cristo(67); ha de vivir de modo que pueda con verdad decir con el Apóstol: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo»(68); ha de vivir como otro Cristo, que con el resplandor de sus virtudes alumbró y sigue alumbrando al mundo.

a) La vida espiritual y piadosa

32. La piedad sacerdotal

   Pero si todas las virtudes cristianas deben florecer en el alma del  sacerdote, hay, sin embargo, algunas que muy particularmente están bien en él y más le adornan. La primera es la piedad, según aquello del Apóstol a su discípulo Timoteo: «Ejercítate en la piedad»(69). Ciertamente, siendo tan íntimo, tan delicado y frecuente el trato del sacerdote con Dios, no hay duda que debe ir acompañado y como penetrado por la esencia de la devoción. Si la piedad es útil para todo(70), lo es principalmente para el ejercicio del ministerio sacerdotal. Sin ella, los ejercicios más santos, los ritos más augustos del sagrado ministerio, se desarrollarán mecánicamente y por rutina; faltará en ellos el espíritu, la unción, la vida; pero la piedad de que tratamos, venerables hermanos, no es una piedad falsa, ligera y superficial, grata al paladar, pero de ningún alimento; que suavemente conmueve, pero no santifica. Nos hablamos de piedad sólida: de aquella que, independientemente de las continuas fluctuaciones del sentimiento, está fundada en los más firmes principios doctrinales, y consiguientemente formada por convicciones profundas que resisten a las acometidas y halagos de la tentación. 

33. La piedad mariana

   Esta piedad debe mirar filialmente en primer lugar a nuestro Padre que está en los cielos, mas ha de extenderse también a la Madre de Dios; y habrá de ser tanto más tierna en el sacerdote que en los simples fieles cuanto más verdadera y profunda es la semejanza entre las relaciones del sacerdote con Cristo y las de María con su divino Hijo.  

b) La virtud de la castidad y el celibato   

34. La castidad y el celibato en la Iglesia

   Intímamente unida con la piedad, de la cual le ha de venir su hermosura y aun la misma firmeza, es aquella otra preciosísima perla del sacerdote católico, la castidad, de cuya perfecta guarda en toda su integridad tienen los clérigos de la Iglesia latina, constituidos en Ordenes mayores, obligación tan grave que su quebrantamiento sería además sacrilegio(71). Y si los de las Iglesias orientales no están sujetos a esta ley en todo su rigor, no obstante aun entre ellos es muy considerado el celibato eclesiástico; y en ciertos casos, especialmente en los más altos grados de la jerarquía, es un requisito necesario y obligatorio.

35. La castidad sacerdotal ante la razón y en el Antiguo Testamento

   Aun con la simple luz de la razón se entrevé cierta conexión entre esta virtud y el ministerio sacerdotal. Siendo verdad que Dios es espíritu(72), bien se ve cuánto conviene que la persona dedicada y consagrada a su servicio en cierta manera se despoje de su cuerpo. Ya los antiguos romanos habían vislumbrado esta conveniencia. El orador más insigne que tuvieron cita una de sus leyes, cuya expresión era: «A los dioses, diríjanse con castidad»; y hace sobre ella este comentario: «Manda la ley que acudamos a los dioses con castidad, se entiende del alma, en la que está todo, mas no excluye la castidad del cuerpo; lo que quiere decir es que, aventajándose tanto el alma al cuerpo, y observándose el ir con castidad de cuerpo, mucho más se ha de observar el llevar la del alma»(73). En el Antiguo Testamento mandó Moisés a Aarón y a sus hijos, en nombre de Dios, que no salieran del Tabernáculo y, por lo tanto, que guardasen continencia durante los siete días que duraba su consagración(74).    

36. La castidad sacerdotal en el Nuevo Testamento

   Pero al sacerdocio cristiano, tan superior al antiguo, convenía mucha mayor pureza. La ley del celibato eclesiástico, cuyo primer rastro consignado por escrito, lo cual supone evidentemente su práctica ya más antigua, se encuentra en un canon del concilio de Elvira(75) a principios del siglo IV, viva aún la persecución, en realidad no hace sino dar fuerza de obligación a una cierta y casi diríamos moral exigencia, que brota de las fuentes del Evangelio y de la predicación apostólica.  

37. El modelo del Maestro, de María y José

   El gran aprecio en que el divino Maestro mostró tener la castidad, exaltándola como algo superior a las fuerzas ordinarias(76); el reconocerle a El como flor de Madre virgen(77) y criado desde la niñez en la familia virginal de José y María; el ver su predilección por las almas puras, como los dos Juanes, el Bautista y el Evangelista.   

38 Castidad sacerdotal en la doctrina apostólica y la tradición: San Pablo

   El oír, finalmente, cómo el gran Apóstol de las Gentes, tan fiel intérprete de la ley evangélica y del pensamiento de Cristo, ensalza en su predicación el valor inestimable de la virginidad, especialmente para más de continuo entregarse al servicio de Dios: «El no casado se cuida de las cosas del Señor y de cómo ha de agradar a Dios»(78); todo esto era casi imposible que no hiciera sentir a los sacerdotes de la Nueva Alianza el celestial encanto de esta virtud privilegiada, aspirar a ser del número de aquellos que son capaces de entender esta palabra(79), y hacerles voluntariamente obligatoria su guarda, que muy pronto fue obligatoria, por severísima ley eclesiástica, en toda la Iglesia latina. Pues, a fines del siglo IV, el concilio segundo de Cartago exhorta a que guardemos nosotros también aquello que enseñaron los apóstoles, y que guardaron ya nuestros antecesores(80).   

39. Los Padres de la Iglesia. Testimonios antiguos.

   Y no faltan textos, aun de Padres orientales insignes, que encomian la excelencia del celibato eclesiástico manifestando que también en ese punto, allí donde la disciplina era más severa, era uno y conforme el sentir de ambas Iglesias, latina y oriental. San Epifanio atestigua a fines del mismo siglo IV que el celibato se extendía ya hasta los subdiáconos: «Al que aún vive en matrimonio, aunque sea en primeras nupcias y trata de tener hijos, la Iglesia no le admite a las órdenes de diácono, presbítero, obispo o subdiácono; admite solamente a quien, o ha renunciado a la vida conyugal con su única esposa, o ya viudo la ha perdido; lo cual se practica principalmente donde se guardan fielmente los sagrados cánones»(81). Pero quien está elocuente en esta materia es el diácono de Edesa y doctor de la Iglesia universal, San Efrén Sirio, con razón llamado cítara del Espíritu Santo(82). Dirigiéndose en uno de sus poemas al obispo Abrahán, amigo suyo, le dice: «Bien te cuadra el nombre, Abrahán, porque también tú has sido hecho padre de muchos; pero no teniendo esposa como Abrahán tenía a Sara, tu rebaño ocupa el lugar de la esposa. Cría a tus hijos en la fe tuya; sean prole tuya en el espíritu, la descendencia prometida que alcance la herencia del paraíso. ¡Oh fruto hermoso de la castidad en el cual tiene el sacerdocio sus complacencias...!; rebosó el vaso, fuiste ungido; la imposición de manos te hizo el elegido; la Iglesia te escogió para sí, y te ama»(83). Y en otra parte: «No basta al sacerdote y a lo que pide su nombre al ofrecer el cuerpo vivo (de Cristo) tener pura el alma, limpia la lengua, lavadas las manos y adornado todo el cuerpo, sino que debe ser en todo tiempo completamente puro, por estar constituido mediador entre Dios y el linaje humano. Alabado sea el que tal pureza ha querido de sus ministros»(84). Y San Juan Crisóstomo afirma que quien ejercita el ministerio sacerdotal debe ser tan puro como si estuviera en el cielo entre las angélicas potestades(85).    

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