Magisterio de la Iglesia

Ad catholici sacerdotii

40. Las razones teológicas

    Bien que ya la alteza misma, o por emplear la expresión de San Epifanio, la honra y dignidad increíble(86), del sacerdocio cristiano, aquí por Nos brevemente declarada, prueba la suma conveniencia del celibato y de la ley que se lo impone a los ministros del altar. Quien desempeña un ministerio en cierto modo superior al de aquellos espíritus purísimos que asisten ante el Señor(87), ¿no ha de estar con mucha razón obligado a vivir, cuanto es posible, como un puro espíritu? Quien debe todo emplearse en las cosas tocantes a Dios(88), ¿no es justo que esté totalmente desasido de las cosas terrestres y tenga toda su conversación en los cielos?(89). Quien sin cesar ha de atender solícito a la eterna salvación de las almas, continuando con ellas la obra del Redentor, ¿no es justo que esté desembarazado de los cuidados de la familia, que absorberían gran parte de su actividad?     

41. Renunciaron libremente

   Espectáculo es, por cierto, para conmover y excitar admiración, aun repitiéndose con tanta frecuencia en la Iglesia católica, el de los jóvenes levitas que antes de recibir el sagrado Orden del subdiaconado, es decir, antes de consagrarse de lleno al servicio y culto de Dios, por su libre voluntad, renuncian a los goces y satisfacciones que honestamente pudieran proporcionarse en otro género de vida. Por su libre voluntad hemos dicho: como quiera que, si después de la ordenación ya no la tienen para contraer nupcias terrenales, pero las órdenes mismas las reciben no forzados ni por ley alguna ni por persona alguna, sino por su propia y espontánea resolución personal(90).    

42. No se objeta la costumbre oriental

   No es nuestro ánimo que cuanto venimos diciendo en alabanza del celibato eclesiástico se entienda como si pretendiésemos de algún modo vituperar, y poco menos que condenar, otra disciplina diferente, legítimamente admitida en la Iglesia oriental; lo decimos tan sólo para enaltecer en el Señor esta virtud, que tenemos por una de las más altas puras glorias del sacerdocio católico y que nos parece responder mejor a los deseos del Corazón Santísimo de Jesús y a sus designios sobre el alma sacerdotal.  

c) La generocidad, el desprendimiento y el celo

43. Desinterés de los bienes terrenales

   No menos que por la pureza debe distinguirse el sacerdote católico por el desinterés. En medio de un mundo corrompido, en que todo se vende y todo se compra, ha de mantenerse limpio de cualquier género de egoísmo, mirando con santo desdén toda vil codicia de ganancia terrena, buscando almas, no riquezas; la gloria de Dios, no la propia. No es el hombre asalariado que trabaja por una recompensa temporal; ni el empleado que cumple, sí, a conciencia, las obligaciones de su cargo, pero tiene también puesta la mira en su carrera, en sus ascensos; es el buen soldado de Cristo que no se embaraza con negocios del siglo, a fin de agradar a quien le alistó para su servicio(91), pero es el ministro de Dios y el padre de las almas, y sabe que su trabajo, sus afanes, no tienen compensación adecuada en los tesoros y honores de la tierra. 

   No le está prohibido recibir lo conveniente para su propia sustentación, conforme a aquello del Apóstol: «Los que sirven al altar participan de las ofrendas... y el Señor dejó ordenado que los que predican el Evangelio vivan del Evangelio»(92); pero llamado al patrimonio del Señor, como lo expresa su mismo apelativo de clérigo, es decir, a la herencia del Señor, no espera otra merced que la prometida por Jesucristo a sus apóstoles: «Grande es vuestra recompensa en el reino de los cielos»(93)

44. Las fatales consecuencias de la avaricia

   ¡Ay del sacerdote que, olvidado de tan divinas promesas, comenzara a mostrarse codicioso de sórdida ganancia(94) y se confundiese con la turba de los mundanos, que arrancaron al Apóstol, y con él a la Iglesia, aquel lamento: Todos buscan sus intereses y no los de Jesucristo!(95). Este tal, fuera de ir contra su vocación, se acarrearía el desprecio de sus mismos fieles, porque verían en él una lastimosa contradicción entre su conducta y la doctrina evangélica, tan claramente enseñada por Cristo, y que el sacerdote debe predicar: «No tratéis de amontonar tesoros para vosotros en la tierra, donde el orín y la polilla los consumen y donde los ladrones los desentierran y roban; sino atesoraos tesoros en el cielo»(96). Cuando se reflexiona que un apóstol de Cristo, uno de los Doce, como con dolor observan los evangelistas, Judas, fue arrastrado al abismo de la maldad precisamente por el espíritu de codicia de los bienes de la tierra, se comprende bien que ese mismo espíritu haya podido acarrear a la Iglesia tantos males en el curso de los siglos. La codicia, llamada por el Espíritu Santo raíz de todos los males(97), puede llevar al hombre a todos los crímenes; y cuando a tanto no llegue, un sacerdote tocado de este vicio, prácticamente, a sabiendas o sin advertirlo, hace causa común con los enemigos de Dios y de la Iglesia y coopera a la realización de sus inicuos planes.    

45. La bendición del desprendimiento

   Al contrario, el desinterés sincero gana para el sacerdote las voluntades de todos, tanto más cuanto que con este despego de los bienes de la tierra, cuando procede de la fuerza íntima de la fe, va siempre unida una tierna compasión para con toda suerte de desgraciados, la cual hace del sacerdote un verdadero padre de los pobres, en los que, acordándose de las conmovedoras palabras de su Señor: «Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis»(98), con singular afecto reconoce, reverencia y ama al mismo Jesucristo.    

46. El celo por las almas

   Libre así el sacerdote católico de los dos principales lazos que podrían tenerle demasiado sujeto a la tierra, los de una familia propia y los del interés propio, estará mejor dispuesto para ser inflamado en el fuego celestial que brota de lo íntimo del Corazón de Jesucristo, y no aspira sino a comunicarse a corazones apostólicos, para abrasar toda la tierra(99), esto es, con el fuego del celo. Este celo de la gloria de Dios y de la salvación de las almas debe, como se lee de Jesucristo en la Sagrada Escritura(100), devorar al sacerdote, hacerle olvidarse de sí mismo y de todas las cosas terrenas e impelerlo fuertemente a consagrarse de lleno a su sublime misión, buscando medios cada vez más eficaces para desempeñarla con extensión y perfección siempre crecientes.  

   ¿Cómo podrá un sacerdote meditar el Evangelio, oír aquel lamento del buen Pastor: «Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, las cuales también debo yo recoger»(101), y ver «los campos con las mieses ya blancas y a punto de segarse»(102), sin sentir encenderse en su corazón el ansia de conducir estas almas al corazón del Buen Pastor, de ofrecerse al Señor de la mies como obrero infatigable? ¿Cómo podrá un sacerdote contemplar tantas infelices muchedumbres, no sólo en los lejanos países de misiones, pero desgraciadamente aun en los que llevan de cristianos ya tantos siglos, que yacen como ovejas sin pastor(103), que no sienta en sí el eco profundo de aquella divina compasión que tantas veces conmovió al corazón del Hijo de Dios?(104). Nos referimos al sacerdote que sabe que en sus labios tiene la palabra de vida, y en sus manos instrumentos divinos de regeneración y salvación. Pero, loado sea Dios, que precisamente esta llama del celo apostólico es uno de los rayos más luminosos que brillan en la frente del sacerdote católico; y Nos, lleno el corazón de paternal consuelo, contemplamos y vemos a nuestros hermanos y a nuestros queridos hijos, los obispos y los sacerdotes, como tropa escogida, siempre pronta a la voz del Supremo Jefe de la Iglesia para correr a todos los frentes del campo inmenso donde se libran las pacíficas pero duras batallas entre la verdad y el error, la luz y las tinieblas, el reino de Dios y el reino de Satanás.  

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