Magisterio de la Iglesia
Quas Primas
CARTA ENCÍCLICA
PÍO
XI 1. La causa más profunda de los males de hoy: la apostasía En la primera Encíclica, que al comenzar Nuestro Pontificado enviamos a todos los Obispos del orbe católico*, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano. En ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos, mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador. El remedio: la vuelta a Cristo y su paz Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto posible Nos fuese. En el reino de Cristo, dijimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo. 2. El movimiento espiritual despertó nuevas esperanzasEntretanto, no dejó de infundirnos sólida esperanza de tiempos mejores la favorable actitud de los pueblos hacia Cristo y su Iglesia, única que puede salvarlos; actitud nueva en unos, reavivada en otros, de donde podía colegirse que muchos, que hasta entonces habían estado como desterrados del reino del Redentor, por haber despreciado su soberanía, se preparaban felizmente y hasta se daban prisa en volver a sus deberes de obediencia. 3. Todo lo que aconteció en el curso del Año Santo alentó esas esperanzas Y todo cuanto ha acontecido en el transcurso del Año Santo, digno todo de perpetua memoria y recordación, ¿acaso no ha redundado en indecible honra y gloria del Fundador de la Iglesia, Señor y Rey Supremo? Porque maravilla es cuánto ha conmovido a las almas la Exposición Misional, que ofreció a todos el conocer bien, ora el infatigable esfuerzo de la Iglesia en dilatar cada vez más el reino de su Esposo por todos los continentes e islas -aun, de éstas, las de mares los más remotos-, ora el crecido número de regiones conquistadas para la fe católica por la sangre y los sudores de esforzadísimos e invictos misioneros, ora también las vastas regiones que todavía quedan por someter a la suave y salvadora soberanía de nuestro Rey. Además, cuantos -en tan grandes multitudes- durante el Año Santo han venido de todas partes a Roma guiados por sus Obispos y sacerdotes, ¿qué otro propósito han traído sino postrarse, con sus almas purificadas, ante el sepulcro de los Apóstoles y visitarnos a Nos para proclamar que viven y vivirán sujetos a la soberanía de Jesucristo? Como una nueva luz ha parecido también resplandecer este reinado de nuestro Salvador cuando Nos mismo, después de comprobar los extraordinarios méritos y virtudes de seis vírgenes y confesores, los hemos elevado al honor de los altares, ¡Oh, cuánto gozo y cuánto consuelo embargó Nuestra alma cuando, después de promulgados por Nos los decretos de canonización, una inmensa muchedumbre de fieles, henchida de gratitud, cantó el Tu, Rex gloriae Christe, en el majestuoso templo de San Pedro! La labor de la Iglesia y el recuerdo del Concilio de Nicea acentuaron el resurgimiento Y así, mientras los hombres y las naciones, alejados de Dios, corren a la ruina y a la muerte por entre incendios de odios y luchas fratricidas, la Iglesia de Dios, sin dejar nunca de ofrecer a los hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas generaciones de santos y de santas para Cristo, el cual no cesa de levantar hasta la eterna bienaventuranza del reino celestial a cuantos le obedecieron y sirvieron fidelísimamente en el reino de la tierra. Asimismo, al cumplirse en el Año Jubilar el XVI Centenario del Concilio de Nicea, con tanto mayor gusto mandamos celebrar esta fiesta, y la celebramos Nos mismo en la Basílica Vaticana, cuanto que aquel Sagrado Concilio definió y proclamó como dogma de fe católica la consubstancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que, al incluir las palabras cuyo reino no tendrá fin en su Símbolo o fórmula de fe, promulgaba la real dignidad de Jesucristo. Cumplimiento del deseo general de la institución de la fiesta de Cristo Rey Habiendo, pues, concurrido en este Año Santo tan oportunas circunstancias para realzar el reinado de Jesucristo, Nos parece que cumpliremos un acto muy conforme a Nuestro deber apostólico, si, atendiendo a las súplicas elevadas a Nos, individualmente y en común, por muchos Cardenales, Obispos y fieles católicos, ponemos digno fin a este año jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo Rey. Y ello de tal modo Nos complace, que deseamos, Venerables Hermanos, deciros algo acerca del asunto. A vosotros toca acomodar después a la inteligencia del pueblo cuanto os vamos a decir sobre el culto de Cristo Rey; de esta suerte, la solemnidad nuevamente instituida producirá en adelante, y ya desde el primer momento, los más variados frutos. I. EL CULTO DE JESUCRISTO REY 4. El culto de Cristo Rey en sentido figurado: se debe a Cristo por sus perfecciones humanas y por su dominio sobre los hombres Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia, cuanto porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres, porque con su supereminente caridad[1] y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie -entre todos los nacidos- ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús. 5. Es Rey también en el sentido literal, como hombre por la unión hipostática Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de El que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino[2], porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas. 6. La Realeza de Cristo en el Antiguo Testamento ¿ Y no leemos, de hecho, con frecuencia en las Sagradas Escrituras que Cristo es Rey? Él es llamado el Príncipe que ha de nacer de la estirpe de Jacob[3]; el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra[4]. El salmo nupcial, donde bajo la imagen y representación de un Rey muy opulento y muy poderoso, se celebraba al que había de ser verdadero Rey de Israel, contiene estas frases: El trono tuyo, ¡oh Dios!, permanece por los siglos de los siglos; el cetro de tu reino es cetro de rectitud[5]. Y omitiendo otros muchos textos semejantes, en otro lugar, como para dibujar mejor los caracteres de Cristo, se predice que su reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la justicia y de la paz: Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz... y dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extremo del orbe de la tierra[6]. Especialmente los profetas A este testimonio se añaden otros, aun más copiosos, de los Profetas, y principalmente el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un Párvulo y se nos ha dado un Hijo, el cual lleva sobre sus hombros el principado; y tendrá por nombre el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe de Paz. Su imperio será amplificado, y la paz no tendrá fin; se sentará sobre el solio de David, y poseerá su reino para afianzarlo y consolidarlo haciendo reinar la equidad y la justicia desde ahora y para siempre[7]. Lo mismo que Isaías vaticinan los demás Profetas. Así Jeremías, cuando predice que de la estirpe de David nacerá el vástago justo, que cual hijo de David reinará como Rey, y será sabio y juzgará en la tierra[8]. Así Daniel, al anunciar que el Dios del Cielo fundará un reino, el cual no será jamás destruido..., permanecerá eternamente[9]; y poco después añade: Yo estaba observando durante la visión nocturna, y he aquí que venía entre las nubes del cielo un personaje que parecía el Hijo del Hombre; quien se adelantó hacia el Anciano de muchos días y le presentaron ante El. Y dióle éste la potestad, el honor y el reino: Y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán: La potestad suya es potestad eterna, que no le será quitada, y su reino es indestructible[10]. Aquellas palabras de Zacarías donde predice al Rey manso que, subiendo sobre una asna y su pollino, había de entrar en Jerusalén, como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas[11], ¿acaso no las vieron realizadas y comprobadas los santos evangelistas? 7. La Realeza de Cristo en el Nuevo Testamento Por otra parte, esta misma doctrina sobre Cristo Rey, que hemos entresacado de los libros del Antiguo Testamento, tan lejos está de faltar en los del Nuevo que, por lo contrario, se halla magnífica y luminosamente confirmada. En este punto, y pasando por alto el mensaje del Arcángel, por el cual fue advertida la Virgen que daría a luz un niño a quien Dios había de dar el trono de David su Padre y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás fin[12], es el mismo Cristo el que da testimonio de su realeza; pues, ora en su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora, al responder al Gobernador Romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los Apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey[13], y públicamente confirma que es Rey[14], y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra[15]. Con las cuales palabras ¿qué otra cosa se significa sino la grandeza de su poder y la extensión infinita de su reino? Por lo tanto, no es de maravillar que San Juan le llame Príncipe de los Reyes de la tierra[16], y que El mismo, conforme a la visión apocalíptica, lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los que dominan[17]. Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero universal de todas las cosas[18], menester es que reine Cristo, hasta que, al fin de los siglos, ponga bajo los pies del trono de Dios a todos sus enemigos[19]. |
NOTAS
(1) Eph. 3, 19. (volver)
(2) Dan. 7, 13-14. (volver)
(3) Num. 24, 19. (volver)
(4) Ps. 2. (volver)
(5) Ps. 44. (volver)
(6) Ps. 71. (volver)
(7) Is. 9, 6-7. (volver)
(8) Ier. 23, 5. (volver)
(9) Dan. 2, 44. (volver)
(10) Dan. 7, 13-14. (volver)
(11) Zach. 9, 9. volver)
(12) Luc. 1, 32-33. (volver)
(13) Mat. 25, 31-40. (volver)
(14) Io. 18, 37. (volver)
(15) Mat. 28, 18. (volver)
(16) Apoc. 1, 5. (volver)
(17) Ibid. 19, 16. (volver)
(18) Hebr. 1, 1. (volver)
(19) 1 Cor. 15, 25. (volver)