Magisterio de la Iglesia
Ubi arcano
PÍO
XI
I. INTRODUCCIÓN 1. Ascensión al trono pontificio. Preocupaciones Y dolores. Desde el momento en que por inescrutable de signio de Dios Nos vimos exaltados, sin mérito alguno, a esta Cátedra de verdad y caridad, fue Nuestro ánimo, Venerables Hermanos, dirigiros cuanto antes y con el mayor afecto Nuestra palabra, y con vosotros a todos Nuestros amados hijos confiados directamente a vuestros cuidados. Un indicio de esta voluntad Nos parece haber dado cuando, apenas elegidos, desde lo alto de la Basílica Vaticana, y en presencia de una grandí sima muchedumbre, dimos la bendición a la urbe y al orbe; bendición que todos vosotros, con el Sagrado Colegio de Cardenales al frente, recibisteis con tan grata alegria que para Nos, en el impo nente momento de echar sobre Nuestros hombros casi de improviso el peso de este cargo, fue muy oportuno, y des pués de la confianza en el auxilio divi no, muy grande consuelo y alivio. Aho ra, por fin, al llegar al Nacimiento de Nuestro Señor JESUCRISTO, y al comien zo del nuevo año, Nuestra boca se abre para vosotros(1); y sea Nuestra palabra como solemne regalo que el padre envía a sus hijos para felicitarles. El hacer esto antes de ahora, como habríamos deseado, Nos lo impidieron diversas causas. Lo primero, fue preciso corresponder a la atención y delicadeza de los católicos, de quienes cada dia llegaban innumerables cartas para dar con expresiones de la más ardiente devoción al nuevo sucesor de SAN PEDRO. Luego comenzamos al punto a experimentar lo que el Apóstol llama los cuidados que urgen cada día, la solicitud de todas las Iglesias(2); y a cuidados ordinarios de Nuestro Oficio se juntaron otros, como el de proseguir los gravísimos negocios que encontramos ya incoados, respecto a la Tierra Santa y al estado de aquellos cristianos y de aquellas Iglesias que son de las más ilustres; el defender, según demanda Nuestro oficio, la causa de la caridad junto con la de la justicia en las conferencias de las naciones vencedoras, en las que se trataba la suerte de las otras naciones, exhortando especialmente a que se tuviera la debida cuenta con los intereses espirituales, que no son de menor, antes de más valer que los otros; el procurar con todo empeño el socorro de inmensas muchedumbres de gentes lejanas consumidas por el hambre y por todo género de calamidades, lo cual hemos llevado a cabo mandando el mayor subsidio que Nos fue posible en las actuales estrecheces implorando socorros de todo el mundo el trabajar por componer en el mismo pueblo en que habíamos nacido, y en medio del cual Dios colocó la Sede de PEDRO, las luchas violentas que desde largo tiempo y con frecuencia ocurrían y que parecían poner en inminente peligro la suerte de la nación para Nos tan querida. Gozos y consuelos. No faltaron, sin embargo, en el mismo tiempo acontecimientos que Nos llenaron de gozo. A la verdad, tanto en los días del XXVI Congreso Eucarístico internacional, como en los del III Centenario de Propaganda Fide, Nos experimentamos tanta abundancia de consuelos celestiales cuanta difícilmente habríamos esperado poder gozar en los comienzos de Nuestro Pontificado. Tuvimos ocasión de hablar con casi todos y cada uno de Nuestros amados hijos, los Cardenales, lo mismo con los Venerables Hermanos, los Obispos, en tanto número, cuantos difícilmente habríamos podido ver en muchos años. Pudimos también dar audiencia a grandes muchedumbres de fieles, como a otras porciones escogidas de la innumerable familia que el Señor Nos había confiado, de toda tribu y lengua y pueblo y nación, según se lee en el Apocalipsis, y dirigirles, como vivamente lo deseamos, Nuestra paternal palabra. Congreso Eucarístico Internacional de Roma. En aquellas ocasiones N os parecía asistir a espectáculos divinos: cuando Nuestro Redentor JESUCRISTO bajo los velos eucarísticos era llevado en triunfo por las calles de Roma, seguido de un innumerable y apiñado acompañamiento de devotos, venidos de todos los países, y parecía haber vuelto a granjearse el amor que se le debe como a Rey de los hombres y de las naciones; cuando los sacerdotes y piadosos seglares, como si sobre ellos hubiera de nuevo descendido el Espíritu Santo, se mostraban inflamados del espíritu de oración y del fuego del apostolado y cuando la fe viva del pueblo romano, para mucha gloria de Dios y para salvación de muchas almas, otra vez en tiempos pasados se manifestaba a la faz del universo muudo. Devoción a María. Entre tanto la Virgen MARÍA, Madre de Dios y benignísima Madre de todos nosotros, que Nos había sonreído ya en los Santuarios de Czenstochowa y de Ostrabrarna, en la gruta milagrosa de Lourdes y sobre to do en Milán desde la aérea cúspide del Duomo y desde el vecino santuario de Rho, pareció aceptar el homenaje de Nuestra piedad, cuando en el santísimo santuario de Loreto, después de restau rados los destrozos causados por el in cendio, quisimos que se repusiese su venerable imagen, que junto a Nos ha bía sido rehecha con toda perfección y por Nuestra propias manos había sido consagrada y coronada. Fue éste un magnifico y espléndido triunfo de la Santísima Virgen, que desde el Vaticano hasta Loreto, dondequiera que pasó la santa imagen, fue honrada por la reli giosidad de los pueblos con una no interrumpida serie de obsequios, hechos por gentes de toda clase que en gran número salían a recibirla y con vivísi mas expresiones mostraban su devoción a MARÍA y al Vicario de Cristo. Objetivo de la Encicliea y del Ponti ficado: la pacificación del mundo. Con el aviso de estos sucesos, tristes y ale gres, cuya memoria queremos quede aquí consignada para la posteridad, se iba poco a poco haciendo para Nos cada vez más claro qué es lo que debía mos llevar más en el alma durante Nuestro Pontificado, y aguello de que debíamos hablar en la primera Encí clica. Nadie hay que ignore que ni para los hombres en partícular, ni para la sociedad, ni para los pueblos, se ha conseguido todavía una paz verdadera después de la guerra calamitosa, y que todavía se echa de menos la tranquili dad activa y fructuosa que todos de sean. Pero de este mal es preciso ante todo examinar la grandeza y gravedad, e indagar después las causas y las raí ces, si se quiere, como Nos queremos, poner el oportuno remedio. Y esto es lo que por deber de Nuestro Apostólico oficio Nos proponemos comenzar con esta Encíclica, y esto lo que nunca después cesaremos de procurar. Es de cir, que así como las condiciones de los presentes tiempos son las mismas que tanto preocuparon a BENEDICTO XV, Nuestro llorado Predecesor, en todo el tiempo de su Pontificado, es lógico que los mismos pensamientos y cuidados que él tuvo, Nos mismo los hagamos Nuestros. Y es de desear que todos los buenos tengan un mismo sentir y que rer con Nos, y que con Nos trabajen para impetrar de Dios en favor de los hombres una reconciliación de verdad y duradera. II. LOS MALES PRESENTES 2. La falta de paz. Admirablemente cuadran a nuestra Edad aquellas pala bras de los Profetas: Esperamos la paz y este bien no vino, el tiempo de la cu ración, y he aquí el terror(3); el tiempo de restaurarnos, y he aquí a todos turbados(4). Esperamos la luz, y he aquí las tinieblas...; y la justicia, y no viene; la salud, y se ha alejado de nosotros(5). Pues aunque hace tiempo en Europa se han depuesto las armas, sin embargo sabéis cómo en el vecino Oriente se levantan peligros de nuevas guerras, y allí mismo, en una región inmensa co mo hemos antes dicho, todo está lleno de horrores y miserias, y todos los días una ingente muchedumbre de infelices, sobre todo de ancianos, mujeres y niños, mueren de hambre, de peste y por los saqueos; y donde quiera que hubo guerra no están todavía apagadas las viejas rivalidades, que se dan a cono cer: o con disimulo en los asuntos po líticos, o de una manera encubierta en la variedad de los cambios monetarios, o sin rebozo en las páginas de los dia rios y periódicos; y hasta invaden los confines de aquellas cosas que por su naturaleza deben permanecer extrañas a toda lucha acerba, como son los estu dios de las artes y de las letras. 3. Falta la paz internacional. De ahí que los odios y las mutuas ofensas en tre los diversos Estados no den tregua a los pueblos. ni perduren solamente las enemistades entre vencidos y ven cedores, sino entre las mismas naciones vencedoras, ya que las menores se que jan de ser oprimidas y explotadas por las mayores, y las mayores se lamentan de ser el blanco de los odios y de las insidias de las menores. Y los Estados. sin excepción, experimentan los tristes efectos de la pasada guerra; peores ciertamente los vencidos, y no pequeños los mismos que no tomaron parte algu na en la guerra. Y los dichos males van cada día agravándose más, por irse re tardando el remedio; tanto más, que las diversas propuestas y las repetidas ten tativas de los hombres de Estado para remediar tan tristes condiciones de co sas han sido inútiles, si ya no es que las han empeorado. Por todo lo cual, creciendo cada día el temor de nuevas guerras y más espantosas, todos los Estados se ven casi en la necesidad de vivir preparados para la guerra, y con eso quedan exhaustos los erarios, pierde el vigor de la raza y padecen gran menoscabo los estudios y la vida religiosa y moral de los pueblos. 4. Falta la paz social y politica. Y lo que es más deplorable, a las externas enemistades de los pueblos se juntan las discordias intestinas que ponen en peligro no sólo los ordenamiento sociales, sino la misma trabazón de la sociedad. Debe contarse en primer lugar la "lucha de clases", que, inveterada ya como llaga mortal en el mismo seno de las naciones, inficiona las obras todas, las artes, el comercio; en una palabra, todo lo que contribuye a la prosperidad pública y privada. y este mal se bace cada vez más pernicioso por la codicia de bienes materiales de una parte, y de la otra por la tenacidad en conservar los, y en ambas a dos por el ansia de riquezas y de mando. De aquí las frecuentes huelgas, voluntarias y forzosas; de aquí los tumultos públicos y las consiguientes represiones, con descontennto y daño de todos. Añádanse las luchas de partido para el gobierno de la cosa pública, en la que las partes contendientes suelen de ordinario hostilizarse con la mira puesta, no sinceramente, según las varias opiniones, en el bien público, sino el logro del propio provecho con daño del bien común. Y así vemos cómo van en aumento las conjuras, cómo se originan insidias, atentados contra los ciudadanos y contra los mismos ministros de la autoridad; cómo se acude al te rror, a las amenazas, a las francas rebe fiones y a otros desórdenes semejantes, tanto más perjudiciales cuanto mayor es la parte que en el gobierno tiene el pueblo, cual sucede con las modernas formas representativas. Estas formas de gobierno, si bien no están con denadas por la doctrina de la Iglesia (como no está condenada forma alguna de régimen justo y razonable), sin em bargo, conocido es de todos cuán fácilmente se prestan a la maldad de las facciones. 5. Falta la paz doméstica. Y es ver daderamente doloroso ver cómo un mal tan pernicioso ha penetrado hasta las raices mismas de la sociedad, es decir, hasta en las familias, cuya disgregación bace tiempo iniciada ha sido como nuny favorecida por el terrible azote de la guerra, merced al alejamiento del techo doméstico de los padres y de los hijos, y merced a la licencia de las costumbres, en muchos modos aumentada. Así se ve muchas veces olvidado el ho nor en que debe tenerse la autoridad paterna; desatendidos los vínculos de la sangre: los amos y criados se miran como adversarios; se viola con dema siada frecuencia la misma fe conyugal, y son conculcados los deberes que el matrimonio impone ante Dios y ante la sociedad. Falta la paz del individno. De ahí que, como el mal que afecta a un orga nismo o a una de sus partes principal mente hace que también los otros miembros, aun los más pequeños, su fran, así también es natural que las dolencias que hemos visto afligir a la sociedad y a la familia alcancen tam bién a cada uno de los individuos. Ve mos, en efecto, cuan extendida se halla entre los hombres de toda edad y con dición una gran inquietud de ánimo que les hace exigentes y díscolos, y cómo se ha hecho ya costumbre el desprecio de la obediencia y la impaciencia en el trabajo. Observamos también cómo ha pasado los límites del pudor la ligereza de las mujeres y de las niñas, especial mente en el vestir y en el bailar, con tanto lujo y refinamiento, que exacerba las iras de los menesterosos. Vemos, en fin, cómo aumenta el número de los que se ven reducidos a la miseria, de entre los cuales se reclutan en masa los que sin cesar van engrosando el ejército de los perturbadores del orden. Resumen de males. En vez, pues, de la confianza y seguridad reina la con gojosa incertidumbre y el temor; en vez del trabajo y la actividad, la inercia y la desidia; en vez de la tranquilidad del orden, en que consiste la paz, la pertur bación de las empresas industriales, la languidez del comercio, la decadencia en el estudio de las letras y de las artes; de ahí también, lo que es más de lamen tar, el que se eche de menos en muchas partes la conducta de vida verdadera mente cristiana, de modo que no sola mente la sociedad parece no progresar en la verdadera civilización de que sue len gloriarse los hombres, sino que pa rece querer volver a la barbarie. 6. Falta la paz religiosa. Daños espi rituales. Y a todos estos males aquí enumerados vienen a poner el colmo aquellos que, cierto, no percibe el hom bre animal(6), pero que son, sin embar go, los más graves de nuestro tiempo. Queremos decir los daños causados en todo lo que se refiere a los intereses espirituales y sobrenaturales, de los que tan íntimamente depende la vida de las almas; y tales daños, como fácilmente se comprende, son tanto más de llorar que las pérdidas de los bienes terrenos, cuanto el espíritu aventaja a la ma teria. Porque fuera de tan extendido olvido de los deberes cristianos, arriba recordado, cuán grandes penas nos cau sa, Venerables Hermanos, lo mismo que a vosotros, el ver que de tantas Iglesias destinadas por la guerra a usos profa nos no pocas están todavía sin abrirse al culto divino; que muchos seminarios, cerrados entonces, y tan necesarios para la formación de los maestros y guías de los pueblos, no pueden todavía abrir se; que en todas partes haya disminuido tanto el número de sacerdotes arreba tados unos por la guerra mientras se ocupaban en el ministerio, extraviados otros de su santa vocación por la extra ordinaria gravedad de los peligros, y que por lo mismo en muchos sitios se vea reducida al silencio la predicación de la palabra divina, tan necesaria para la edificación del cuerpo místico de Cristo(7). Efectos en las Misiones y en la Pa tria. Daño en aquéllas; aprecio del sacerdote en ésta. ¿Y qué decir al recordar cómo desde los últimos confi nes de la tierra y del centro mismo de las regiones en que reina la barbarie nuestros misioneros, llamados frecuen temente a la patria para ayudar en las fatigas de la guerra, debieron abando nar los campos fertilísimos, donde con tanto fruto vertían sus sudores por la causa de la Religión y de la civilización, y cuán pocos de ellos pudieron volver incólumes? Es cierto que estos daños los vemos compensados también en al guna parte con excelentes frutos, por que apareció entonces más en el cora zón del Clero el amor a la patria y la conciencia de todos sus deberes, de mo do que muchas almas, a las puertas mismas de la muerte, admirando en el trato cotidiano los hermosos ejemplos de magnanimidad y de trabajo del Cle ro, se llegaron de nuevo al sacerdocio y a la Iglesia. Pero en esto hemos de admirar la bondad de Dios, que aun del mal sabe sacar bien. III. CAUSAS DE ESTOS MALES Introducción al tercer punto. Hasta aquí hemos hablado de los males de estos tiempos. Indaguemos ahora sus causas más detenidamente, si bien ya, sin poderlo evitar, algo hemos indicado. Y ante todo, parécenos oír de nuevo al divino Consolador y Médico de las humanas enfermedades repetir aquellas palabras: Todos estos males proceden del ínteríor(8). 7. El olvido de la caridad. Firmóse, sí, la paz solemnemente entre beligeran tes, pero quedóse escrita en los docu mento s públicos, mas no grabada en los corazones; vivo está todavía en esto, el espíritu bélico y de él brotan cada dia los mayores daños a la sociedad. Porque el derecho de la fuerza paseóse mucho tiempo triunfante por todas partes, y poco a poco fue apagando en los hombres los sentimientos de benevolencia y compasión que, recibidos de la naturaleza, son por la ley cristiana perfeccio nados, y hasta la fecha no han vuelto a renacer ni con la reconciliación de una paz hecha más en apariencia que en realidad. De aquí que el odio, al que se han habituado los hombres por largo tiempo, se haya hecho en muchos una segunda naturaleza, y que predomine aquella ley ciega que el Apóstol lamen taba sentir en sus miembros, guerreando contra la ley del espíritu(9), Y así sucede con frecuencia que el hombre no parece ya, como debería considerarse según el mandamiento de Cristo, her mano de los demás, sino extraño y enemigo; que perdido el sentimiento de la dignidad personal y de la misma naturaleza humana, sólo se tiene cuenta con la fuerza y con el número, y que procuran los unos oprimir a los otros por el solo fin de gozar cuanto puedan de los bienes de esta vida. 8. El ansia inmoderada de los bienes de la tierra. Nada más ordinario entre los hombres que desdeñar los bienes eternos que JESUCRISTO propone a todos continuamente por medio de su Iglesia y apetecer insaciables la consecución de los bienes terrenos y caducos. Ahora bien: los bienes materiales, por la mis ma naturaleza, son de tal condición, que en buscarlos desordenadamente se halla la raíz de todos los males, y en especial del descontento y de la degradación moral, de las luchas y las discordias. En efecto, por una parte esos bienes, viles y finitos como son, no pueden saciar las nobles aspiraciones del cora zón humano que, criado por Dios y pa ra Dios, se halla necesariamente inquieto mientras no descanse en Dios. Por otra parte, como los bienes del espíritu, comunicados con otros, a todos enriquecen, sin padecer mengua, así, por el contrario, los bienes materiales, limitados como son, cuanto más se re parten tanto menos toca a cada uno. De donde resulta que los bienes terre nos incapaces de contentar a todos por igual, ni de saciar plenamente a nin guno, son causas de divisiones y de tristeza, verdadera vanidad de vanida des y aflicción del espíritu(10), como las llamó el sabio SALOMÓN, después de bien experimentado. Y esto que acaece a los individuos acaece lo mismo a la sociedad. ¿De dónde nacen las guerras y contiendas entre nosotros?, pregunta SANTIAGO Apóstol, ¿No es verdad que de vuestras pasiones?(11). 9. Las tres concupiscencias. Porque la concupiscencia de la carne, o sea el deseo de placeres, es la peste más fu nesta que se puede pensar para pertur bar las familias y la misma sociedad: de la concupiscencia de los ojos, o sea de la codicia de poseer, nacen las despia dadas luchas de las clases sociales, atento cada cual en demasía a sus propios intereses; y la soberbia de vida es decir, el ansia de mandar a los demás, ha lle vado a los partidos políticos a contien das tan encarnizadas, que no se detie nen ni ante la rebelión, ni ante el cri men de lesa majestad, ni ante el parricidio mismo de la patria. Y a esta intemperancia de las pasio nes, cuando se cubre con el especioso manto de bien público y del amor a la patria, es a quien hay que atribuir las enemistades internacionales. Pues aun este amor patrio, que de suyo es fuerte estímulo para muchas obras de virtud y de heroísmo cuando está dirigido por la ley cristiana, es también fuente de muchas injusticias cuando pasados los justos límites se convierte en amor pa trio desmesurado. Los que de este amor se dejan llevar olvidan no sólo que los pueblos todos están unidos entre sí con vínculos de hermanos, como miembros que son de la gran familia humana, y que las otras naciones tienen derecho a vivir y a prosperar, sino también que no es licito ni conveniente el separar lo útil de lo honesto. Porgue la justicia eleva las gentes y el pecado hace mise rables a los pueblos(12). Y si el obtener ventajas para la propia familia, ciudad o nación con daño de los demás puede parecer a los hombres una obra gloriosa y magnífica, no hay que olvidar, como nos advierte SAN AGUSTÍN, que ni será duradera, ni se verá libre del amor de la ruina: vitrea laetitia fragiliter splen dida, cui timeatur horribilius ne repen te frangatur. "Una vidriosa alegría, frá gilmente espléndida de la cual se teme, de un modo terrible, el repentino rom pimiento"(13). |
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