Magisterio de la Iglesia

Benignitas et humanitas                

 PÍO XII
Sobre la democracia
24/12/1944

RADIOMENSAJE DEL SUMO PONTÍFICE 
A LOS PUEBLOS DEL MUNDO ENTERO

La sexta Navidad en guerra

   1. Benignitas et humanitas apparuit Salvatoris nostri Dei 1 . Ya por sexta vez, desde el comienzo de esta horrible guerra, la santa liturgia de Navidad saluda con estas palabras, que respiran serena paz, la venida entre nosotros del Dios Salvador. La humilde y pobre cuna de Belén hace converger hacia sí, con atractivo inefable, el pensamiento de todos los creyentes.

   2. Hasta el fondo de los corazones entenebrecidos, afligidos, abatidos, desciende y los invade por completo un gran torrente de luz y de alegría. Las frentes humilladas vuelven a erigirse serenas, porque la Navidad es la fiesta de la dignidad humana, la fiesta del «admirable cambio por el cual el Creador del género humano, tomando un cuerpo vivo, se ha dignado nacer de la Virgen, y con su venida nos ha comunicado su divinidad» 2 .

   3. Pero nuestra mirada se traslada espontáneamente desde el luminoso Niño del pesebre al mundo que nos rodea, y el doloroso suspiro del evangelista Juan asciende a nuestros labios: Lux in tenebris lucet et tenebrae eam non comprehenderunt: la luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron 3 .

   4. Porque, desgraciadamente, también en esta sexta vez la aurora de Navidad se alza sobre campos de batalla cada día más extensos, sobre cementerios en que se acumulan cada vez más numerosos los restos de las víctimas, sobre tierras desiertas, donde algunas pocas torres vacilantes pregonan con su silenciosa tristeza la ruina de ciudades antes florecientes y prósperas y donde las campanas caídas o robadas no despiertan ya a los habitantes con su jubiloso canto navideño. Son todos ellos mudos testigos que denuncian esta mancha en la historia de la humanidad, la cual, voluntariamente ciega ante la claridad de Aquel que es esplendor y luz del Padre, alejándose voluntariamente de Cristo, se ha sumergido hasta caer en la ruina y en la abdicación de su propia dignidad. Hasta la pequeña lámpara se ha extinguido en muchos templos majestuosos en muchas modestas capillas, donde junto al tabernáculo había montado la guardia ante el Huésped divino en nombre del mundo adormecido ¡Qué desolación! ¡Qué contraste! ¿No habrá, pues ya esperanza alguna para la humanidad? Aurora de esperanza

   5. ¡Bendito sea el Señor! Entre los lúgubres gemidos del dolor, del seno mismo de la desgarradora angustia de los individuos y de los países oprimidos se levanta una aurora de esperanza. En una selección siempre creciente de nobles espíritus surge un pensamiento, una voluntad cada día más clara y más firme: hacer de esta guerra mundial, de este trastorno universal, el punto de arranque de una era nueva para la renovación profunda, la reorganización total del mundo. De esta manera, mientras los ejércitos continúan deshaciéndose en luchas homicidas; con medios de combate cada vez más crueles, los hombres de gobierno, representantes responsables de las naciones, se reúnen en coloquios, en conferencias a fin de determinar los derechos y deber es fundamentales sobre los que debería ser reconstituida una comunidad de Estados y trazar el camino hacia un porvenir mejor, más seguro, más digno de la humanidad.

   6. ¡Extraña antítesis esta coincidencia de una guerra cuya aspereza se empeña por llegar al paroxismo y de un progreso tan notable de aspiraciones y de propósitos hacia una inteligencia para una paz sólida y duradera! Sin duda se puede discutir con razón el valor, la aplicación, la eficacia de este o de aquel proyecto. El juicio sobre éstos habrá de quedar en suspenso. Pero es un hecho real que el movimiento está en marcha. El problema de la democracia

   7. Además -y éste es tal vez el punto más importante-, bajo el siniestro resplandor de la guerra que les envuelve en el ardor quemante del horno en que se ven aprisionados, los pueblos parecen como si despertaran de un prolongado letargo. Frente al Estado, frente a los gobernantes, los pueblos han tomado una actitud nueva, interrogante, crítica, desconfiada. Aleccionados por una amarga experiencia, se oponen con mayor energía al monopolio de un poder dictatorial incontrolable e intangible y exigen un sistema de gobierno que sea más compatible con la dignidad y la libertad de los ciudadanos.

   8. Estas multitudes, inquietas, agitadas por la guerra hasta en sus estratos más profundos, están invadidas hoy día por la persuasión -antes, tal vez, vaga y confusa, pero ahora incoercible- de que, si no hubiera faltado esta posibilidad de controlar y corregir la actuación de los poderes públicos, el mundo no hubiese sido arrastrado por el torbellino desastroso de la guerra, y de que, para evitar en el futuro la repetición de semejante catástrofe, es necesario crear en el mismo pueblo eficaces garantías.

   9. Siendo ésta la disposición de los ánimos, ¿es de extrañar que la tendencia democrática se apodere de los pueblos y obtenga por todas partes la aprobación y el consentimiento de quienes aspiran a colaborar con mayor eficacia en los destinos de los individuos y de la sociedad?

   10. Casi no es necesario recordar que, según las enseñanzas de la Iglesia, «no está prohibido en sí mismo preferir para el Estado una forma de gobierno moderada de carácter popular, salva siempre la doctrina católica acerca del origen y ejercicio del poder público», y que «la Iglesia no reprueba forma alguna de gobierno, con tal que sea apta por sí misma para la utilidad de los ciudadanos» 4 .

   11. Si, pues, en esta solemnidad, que conmemora a un tiempo la benignidad del Verbo encarnado y la dignidad del hombre (dignidad entendida no sólo en el aspecto personal, sino también en la vida social), Nos dirigimos nuestra atención al problema de la democracia para examinar las normas según las cuales deberá ser regulada, de forma que pueda llamarse verdadera y sana democracia, adaptada a las circunstancias del momento presente, este hecho indica: con claridad que la solícita preocupación de la Iglesia se dirige no tanto a la estructura y organización exterior de la democracia -las cuales dependen de las aspiraciones peculiares de cada pueblo- cuanto al hombre como tal, quien, lejos de ser el objeto y un elemento puramente pasivo de la vida social, es, por el contrario, y debe ser y permanecer, su sujeto, su fundamento y su fin.

   12. Supuesta la afirmación previa de que la democracia, entendida en un sentido amplio, admite distintas formas y puede tener su realización tanto en las monarquías como en las repúblicas, dos cuestiones se presentan a nuestro examen:

   13. I.ª ¿Qué características deben distinguir a los hombres que viven en la democracia y bajo el régimen democrático? IIª ¿Qué características deben distinguir a los hombres que en la democracia ejercen el poder público?

I - CARACTERÍSTICAS PROPIAS DE LOS CIUDADANOS EN EL RÉGIMEN DEMOCRÁTICO

   14. Manifestar su propio parecer sobre los deberes y los sacrificios que le son impuestos, no estar obligado a obedecer sin haber sido escuchado: he ahí dos derechos del ciudadano que hallan en la democracia, como el mismo nombre indica, su expresión natural. Por la solidez, por la armonía, por los felices resultados de este contacto entre los ciudadanos y el gobierno del Estado, se puede comprobar si una democracia es en realidad sana y equilibrada y cuál es su fuerza de vida y de desarrollo. En lo que toca a la extensión y a la naturaleza de los sacrificios exigidos a todos los ciudadanos -en nuestros tiempos, en que tan vasta y decisiva es la actividad del Estado-, la forma democrática de gobierno aparece a muchos como un postulado nat ural impuesto por la misma razón. Pero, cuando se pide «más democracia y mejor democracia» esta exigencia no puede tener otro significado que el de colocar al ciudadano en condiciones cada vez mejores de tener su propia opinión personal y de expresarla y hacerla valer de una manera conforme al bien común. Pueblo y «masa»

   15. De esta exigencia se deriva una primera conclusión necesaria, con su consecuencia práctica. El Estado no abarca dentro de sí mismo y no reúne mecánicamente, en un determinado territorio, un conglomerado amorfo de individuos. El Estado es, y debe ser en realidad, la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo.

   16. Pueblo y multitud amorfa, o, como suele decirse, «masa» son dos conceptos diferentes. El pueblo vive y se mueve por su vida propia; la masa es de por sí inerte y sólo puede ser movida desde fuera. El pueblo vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales -en su propio puesto y según su manera propia- es una persona consciente de su propia responsabilidad y de sus propias convicciones. La masa, por el contrario, espera el impulso del exterior, fácil juguete en manos de cualquiera que explote sus instintos o sus impresiones, presta a seguir sucesivamente hoy esta bandera, mañana otra distinta. De la exuberancia de vida propia de un verdadero pueblo se difunde la vida, abundante, rica, por el Estado y por todos los organismos de éste, infundiéndoles, con un vigor renovado sin cesar, la conciencia de su propia responsabilidad, el sentido verdadero del bien común. El Estado, por el contrario, puede servirse también de la fuerza elemental de la masa, manejada y aprovechada con habilidad: en las manos ambiciosas de uno solo o de muchos, reagrupados artificialmente por tendencias egoístas, el Estado mismo puede, con el apoyo de la masa, reducida a simple máquina, imponer su capricho a la parte mejor del verdadero pueblo; el interés común queda así gravemente lesionado por largo tiempo, y la herida es con frecuencia muy difícil de curar.

   17. De esta distinción se deduce otra clara consecuencia: la masa -tal como Nos ahora la hemos definido- es la enemiga capital de la verdadera democracia y de su ideal de libertad y de igualdad.

   18. En un pueblo digno de este nombre, el ciudadano siente en sí mismo la conciencia de su personalidad, de sus deberes y de sus derechos, de su propia libertad unida al respeto de la libertad y de la dignidad de los demás. En un pueblo digno de este nombre, todas las desigualdades, derivadas no del capricho, sino de la naturaleza misma de las cosas, desigualdades de cultura, de riquezas, de posición social -sin perjuicio, naturalmente, de la justicia y de la mutua caridad-, no son, en realidad, obstáculo alguno para que exista y predomine un auténtico espíritu de comunidad y de fraternidad. Más aún, esas desigualdades naturales, lejos de menoscabar en modo alguno la igualdad civil, confieren a ésta su legítimo significado, esto es, que, frente al Estado, cada ciudadano tiene el derecho de vivir honradamente su propia vida personal en el puesto y en las condiciones en que los designios y las disposiciones de la Providencia le han colocado.

   19. En contraposición con este cuadro del ideal democrático de libertad y de igualdad en un pueblo gobernado por manos honradas y previsoras, ¡qué espectáculo ofrece un Estado democrático abandonado al arbitrio de la masa! La libertad, que es un deber moral de la persona, queda transformada en una pretensión tiránica de dar libre curso a los impulsos y a los apetitos humanos, con daño para los demás. La igualdad degenera en una nivelación mecánica, en una uniformidad monócroma, el sentimiento del honor verdadero, la actividad personal, el respeto a la tradición, la dignidad, en una palabra, todo aquello que da a la vida su valor, poco a poco se va hundiendo y desaparece. Sólo sobreviven, de una parte, las víctimas engañadas por el espejis mo aparente de una democracia, confundido ingenuamente con el espíritu mismo de la democracia, con la libertad y la igualdad; y de otra parte, los explotadores más o menos numerosos que han sabido, mediante la fuerza del dinero o de la organización, asegurarse sobre los demás una posición privilegiada e incluso el mismo poder.

II - CARACTERÍSTICAS DE LOS HOMBRES QUE EN LA DEMOCRACIA EJERCEN EL PODER PÚBLICO

   20. El Estado democrático, sea monárquico o republicano, debe, como toda otra forma de gobierno, estar investido del poder de mandar con autoridad verdadera y eficaz. El mismo orden absoluto de los seres y de los fines, que muestra al hombre como persona autónoma, es decir, como sujeto de deberes y de derechos inviolables, raíz y término de su propia vida social, abarca también al Estado como sociedad necesaria, revestida de autoridad, sin la cual no podría ni existir ni vivir. Si los hombres, valiéndose de su libertad personal, negaran toda dependencia de una autoridad superior dotada con el derecho de coacción, socavarían con esta desobediencia el fundamento de su propia dignidad y libertad, es decir, aquel orden absoluto de los seres y de los fines.

   21. Establecidos sobre esta misma base, la persona, el Estado, el poder público, con sus respectivos derechos, están tan íntimamente unidos y vinculados entre sí, que o se conservan o se arruinan al mismo tiempo.

   22. Y como ese orden absoluto, a la luz de la sana razón y más particularmente a la luz de la fe cristiana, no puede tener otro origen que un Dios personal, Creador nuestro, síguese que la dignidad del hombre es la dignidad de la imagen de Dios; la dignidad del Estado es la dignidad de la comunidad moral querida por Dios; la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su participaclón en la autoridad de Dios.

   23. Ninguna forma política puede dejar de tener en cuenta esta conexión íntima e indisoluble; menos que ninguna otra, la democracia. Por lo tanto, si quien ejerce el poder público no ve esa vinculación, si la olvida más o menos, sacude las mismas bases de su propia autoridad. De la misma manera, si no considera suficientemente esa relación y no ve en su cargo la misión de realizar el orden querido por Dios, surgirá el peligro de que el egoísmo del poder o de los intereses prevalezca sobre las exigencias esenciales de la moral política y social y que las vanas apariencias de una democracia de pura forma sirvan con frecuencia de disfraz a cuanto en realidad hay en ella de menos democrático.

   24. Solamente la clara visión de los fines señalados por Dios a toda sociedad humana, unida al sentimiento hondo de los sublimes «deberes de la acción social, puede colocar a aquellos a quienes ha sido confiado el poder en situación de cumplir sus propias obligaciones, tanto en el orden legislativo como en el judicial o ejecutivo con aquella conciencia de la propia responsabilidad, con aquella objetividad, con aquella imparcialidad, con aquella lealtad, con aquella generosidad, con aquella incorruptibilidad sin las cuales un gobierno democrático difícilmente lograría obtener el respeto, la confianza y la adhesión de la parte mejor del pueblo.

   25. El sentimiento profundo de los principios de un orden político y social sano y conforme a las normas del derecho y de la justicia es de una particular importancia en aquellos que, en cualquier forma de régimen democrático, tienen como representantes del pueblo, total o parcialmente, el poder legislativo. Y como el centro de gravedad de una democracia normalmente constituida reside en esta representación popular, de la cual se irradien las corrientes políticas por todos los sectores de la vida pública -así para el bien como para el mal-, la cuestión de la elevación moral, de la aptitud práctica, de la capacidad intelectual de los diputados en el parlamento, es para todo pueblo organizado democráticamente una cuestión de vida o de muerte, de prosperidad o de decadencia, de salud o de perpetua enfermedad.

   26. Para realizar una acción fecunda, para conciliar la estimación y la confianza, todo cuerpo legislativo -como lo atestiguan indubitables experiencias- tiene que reunir en su seno una selección de hombres, espiritualmente eminentes y de firme carácter, que se consideren como representantes de todo el pueblo y no como mandatarios de una muchedumbre, a cuyos particulares intereses se sacrifican desgraciadamente con frecuencia, las verdaderas necesidades y las verdaderas exigencias del bien común. Una selección de hombres que no quede limitada a alguna profesión o condición determinadas, sino que sea la imagen de la múltiple vida de todo el pueblo. Una selección de hombres de sólidas convicciones cristianas, de juicio justo y seguro, de se ntido práctico y recto, consecuentes consigo mismos en todas las circunstancias; hombres de doctrina clara y sana, de propósitos firmes y rectilíneos; hombres sobre todo capaces, en virtud de la autoridad que brota de su pura conciencia y se irradia ampliamente a su alrededor, de ser guías y jefes, especialmente en estos tiempos en que las apremiantes necesidades sobreexcitan la impresionabilidad del pueblo y lo hacen más fácil al desvío y a la perdición; hombres que en los períodos de transición, generalmente atormentados y lacerados por las pasiones, por la discrepancia de opiniones y por la oposición de programas, se sientan doblemente obligados a hacer circular por las venas del pueblo y del Estado, encendidas por mil fiebres, el antíd oto espiritual de los criterios claros, de la bondad diligente, de la justicia Igualmente favorable a todos, y la tendencia de la voluntad hacia la unión y la concordia nacional dentro de un espíritu de sincera fraternidad.

   27. Los pueblos cuyo temperamento espiritual y moral es suficientemente sano y fecundo, encuentran en sí mismos y pueden dar al mundo los heraldos y los instrumentos de la democracia que viven en las disposiciones referidas y saben llevarlas realmente a la práctica. Pero, por el contrario, donde faltan esos hombres, otros vienen a ocupar su puesto, para hacer de la actividad política el campo de lucha de su ambición, una carrera de lucro para si mismos, para su casta o para su clase social, mientras la caza de los intereses particulares hace perder de vista y pone en peligro el verdadero bien común.

El absolutismo de Estado

   28. Una sana democracia, fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites, y que hace también del régimen democrático, a pesar de las contrarias, pero vanas apariencias, un puro y simple sistema de absolutismo.

   29. El absolutismo de Estado (que no debe ser confundido en cuanto tal, con la monarquía absoluta, de la cual no se trata aquí) consiste de hecho en el erróneo principio de que la autoridad del Estado es ilimitada y de que frente a ésta -incluso cuando da libre curso a sus intenciones despóticas, sobrepasando los limites del bien y del mal- no se admite apelación alguna a una ley superior moralmente obligatoria.

   30. Un hombre penetrado de ideas rectas sobre el Estado y sobre la autoridad y el poder de que está revestido como custodio del orden social, nunca jamás pensará ofender la majestad de la ley positiva dentro del campo de su natural competencia. Pero esta majestad del derecho positivo humano es inapelable únicamente cuando ese derecho se conforma -o al menos no se opone- al orden absoluto establecido por el Creador e iluminado con una nueva luz por la revelación del Evangelio. Esa majestad no puede subsistir sino en la medida que respeta el fundamento sobre el cual se apoya la persona humana, así como el Estado y el poder público. Este es el criterio fundamental de toda sana forma de gobierno, incluida la democracia; criterio con el cual h a de juzgarse el valor moral de toda ley particular.

III - NATURALEZA Y CONDICIONES DE UNA ORGANIZACIÓN EFICAZ PARA LA PAZ

La unidad del género humano y la sociedad de los pueblos

   31. Nos hemos querido, amados hijos e hijas, aprovechar la ocasión de la fiesta de Navidad para indicar por qué caminos una democracia que corresponda a la dignidad humana podrá, en armonía con la ley natural y con los designios de Dios, manifestados por la revelación, llegar a beneficiosos resultados. Nos de hecho sentimos profundamente la suma importancia de este problema para el pacífico progreso de la familia humana; pero al mismo tiempo somos conscientes de las altas exigencias que esta forma de gobierno impone a la madurez moral de cada ciudadano; una madurez moral a la cual en vano se podría esperar llegar plena y seguramente si la luz de la gruta de Belén no iluminase el sendero oscuro por el cual los pueblos se encaminan desde e ste presente tempestuoso hasta un porvenir que esperan más sereno.

   32. Pero ¿hasta qué punto los representantes y los gastadores de la democracia estarán dominados en sus deliberaciones por la convicción de que el orden absoluto de los seres y de los fines, que Nos hemos recordado tantas veces, incluye también, como exigencia moral y como coronamiento del desarrollo social, la unidad del género humano y de la familia de los pueblos? Del reconocimiento de este principio depende el porvenir de la paz. Ninguna reforma mundial, ninguna garantía de paz puede prescindir de este principio sin debilitarse y negarse a si misma. Si, por el contrario, esa misma exigencia moral encontrase su realización en una sociedad de pueblos que supiese evitar los defectos de estructura y las imperfecciones de las soluciones precedentes, entonces la majestad de aquel orden regularía y dominaría por igual las deliberaciones de esta sociedad y la aplicación de sus medios de sanción.

   33. Por este mismo motivo se comprende cómo la autoridad de esa sociedad de pueblos deberá ser verdadera y efectiva sobre los Estados que sean sus miembros, pero de tal forma que cada uno de ellos conserve un derecho igual a su soberanía relativa. Solamente de esta manera el espíritu de una sana democracia podrá penetrar también en el vasto y espinoso campo de la política exterior.

Contra la guerra de agresión como solución de las controversias internacionales

   34. Un deber, ciertamente, obliga a todos, un deber que no tolera ningún retardo ni ninguna dilación, ninguna vacilación, ninguna tergiversación: el de hacer todo cuanto es posible para proscribir y desterrar de una vez para siempre la guerra de agresión como solución legítima de las controversias internacionales y como instrumento de aspiraciones nacionales. En el pasado se han emprendido muchas tentativas con este objeto. Todas han fracasado. Y todas fracasarán siempre hasta que la parte más sana del género humano tenga la firme voluntad, santamente obstinada, como una obligación de conciencia, de realizar por entero la misión que los tiempos pasados habían iniciado sin suficiente seriedad y resolución.

   35. Si en algún tiempo una generación ha debido sentir en el fondo de su conciencia el grito de «!Guerra a la guerra!», ésa es ciertamente la presente. Después de pasar a través de un océano de sangre y de lágrimas como tal vez jamás conocieron los tiempos pasados, la generación presente ha vivido con tal intensidad las indecibles atrocidades de la guerra, que el recuerdo de tantos horrores habrá de quedársele impreso en la memoria y hasta en lo más profundo del alma, como la imagen de un infierno, cuyas puertas deberá ardientemente cerrar para siempre todo hombre que albergue en su corazón sentimientos de humanidad.

Formación de un órgano común para el mantenimiento de la paz

   36. Las resoluciones hasta ahora conocidas de las comisiones internacionales permiten concluir que un punto esencial de todo futuro arreglo del mundo sería la formación de un órgano para el mantenimiento de la paz, órgano investido de una suprema autoridad por consentimiento común, y cuyo oficio debería ser también el de sofocar en su raíz cualquier amenaza de agresión aislada o colectiva. Nadie podría saludar con mayor gozo esta evolución que quien desde hace largo tiempo ha defendido el principio de que la teoría de la guerra, como medio apto y proporcionado para resolver los conflictos internacionales, está ya sobrepasada. Nadie podría desear a esta común colaboración, que se habrá de realizar con una seriedad de intenciones desconocidas hasta ahora, pleno y feliz éxito con mayor ardor que quien a conciencia se ha consagrado a conducir la mentalidad cristiana y religiosa a la reprobación de la guerra moderna, con sus monstruosos medios de lucha.

   37. ¡Monstruosos medios de lucha! Sin duda alguna, el progreso de los inventos humanos, que debía señalar la realización de un mayor bienestar para toda la humanidad, ha sido dirigido, por el contrario, a destruir cuanto los siglos habían edificado. Pero, precisamente por esta inversión, ha aparecido cada vez más evidente la inmoralidad de la llamada guerra de agresión. Si ahora al reconocimiento de esta inmoralidad se añade la amenaza de una intervención jurídica de las naciones y de un castigo impuesto al agresor por la sociedad de los Estados, de forma que la guerra se sienta siempre bajo la condena de la proscripción, siempre vigilada por una acción preventiva, entonces la humanidad, saliendo de la noche obscura en que ha estado duran te tanto tiempo sumergida, podrá saludar la aurora de una nueva y mejor época de su historia. Su estatuto debe excluir toda injusta imposición.

   38. Pero con una condición: que la organización de la paz, a la cual las mutuas garantías y, en caso necesario, las sanciones económicas y hasta la intervención armada habrían de dar vigor y estabilidad, no consagre definitivamente injusticia alguna, no suponga lesión alguna de un derecho con detrimento de algún pueblo (ya pertenezca éste al grupo de los vencedores, ya al de los vencidos o de los neutrales), no perpetúe imposición alguna o medida de excepción que puede ser permitida sólo temporalmente como reparación de los daños de guerra.

   39. Que algunos pueblos, a cuyos gobiernos -o tal vez también en parte a ellos mismos- se atribuye la responsabilidad de la guerra, tengan que soportar por algún tiempo los rigores de ciertas medidas de seguridad, hasta que los vínculos de mutua confianza violentamente rotos sean poco a poco reanudados, es cosa tan gravosa como difícilmente evitable. Sin embargo, también estos mismos pueblos deberán tener la esperanza bien fundada -en la medida de su leal y efectiva colaboración a los esfuerzos para la futura restauración- de poder ser admitidos en la gran comunidad de las naciones, junto con los demás Estados y con la misma consideración y los mismos derechos. Quitarles esa esperanza sería contrario a una previsora prudencia, equivaldría a asumir la grave responsabilidad de cerrar el camino para una liberación general de todas las desastrosas consecuencias materiales, morales, políticas, del gigantesco cataclismo que ha sacudido hasta en sus bases más hondas a la pobre familia humana, pero que al mismo tiempo le ha señalado el camino hacia nuevas metas. Las austeras lecciones del dolor

   40. Nos no queremos renunciar a la esperanza de que todos los pueblos que han pasado por la escuela del dolor habrán sabido aprender sus austeras lecciones. Nos confirman en esta confianza las palabras de los hombres que han experimentado con mayor intensidad los sufrimientos de la guerra y que han encontrado acentos generosos para expresar, junto con la afirmación de las propias exigencias de seguridad contra toda futura agresión, su respeto a los derechos vitales de los demás pueblos y su aversión contra toda usurpación de los mismos derechos. Sería vano esperar que este juicio prudente, dictado por la experiencia de la historia y por un alto sentido político, sea -mientras los ánimos están todavía incandescentes- generalmente admitido por la opinión pública o incluso solamente por la mayoría. El odio, la incapacidad de comprenderse mutuamente, ha hecho surgir, entre los pueblos que han combatido unos contra otros, una niebla demasiado densa para poder esperar que haya llegado ya la hora de que un haz de luz despunte para iluminar el trágico panorama a los dos lados de la obscura muralla. Pero sabemos una cosa, y es que llegará un momento, tal vez antes de lo que se piensa, en que unos y otros reconocerán que en definitiva no hay más que un camino para salir de la espesa red en la que la lucha y el odio han envuelto al mundo, esto es, el retorno a una solidaridad demasiado tiempo olvidada, una solidaridad no restringida a estos o a aquellos pueblos, sino universal, fundada en la íntima conexión de sus destinos y en los derechos que por igual les corresponden a todos.

El castigo de los delitos

   41. Nadie, ciertamente, piensa en desarmar la justicia frente a quienes se hayan aprovechado de la guerra para cometer verdaderos y probados delitos contra el derecho común, a los cuales las supuestas necesidades militares podían a lo sumo ofrecer un pretexto, nunca jamás una justificación. Pero si esta justicia pretendiese juzgar y castigar, no ya a las personas individuales, sino colectivamente a comunidades enteras, ¿quién dejaría de ver en tal procedimiento una violación de las normas que rigen todo proceso humano ?

IV - LA IGLESIA, TUTORA DE LA VERDADERA DIGNIDAD Y LIBERTAD HUMANAS

   42. En un tiempo en que los pueblos se encuentran frente a deberes cuales tal vez jamás han encontrado en encrucijada alguna de su historia, los pueblos sienten hervir en sus corazones atormentados el deseo impaciente y casi innato de tomar las riendas de su propio destino con una mayor autonomía que en el pasado, esperando que de esta suerte les resultará más fácil defenderse contra las periódicas irrupciones del espíritu de la violencia, que, cual torrente de lava abrasadora, nada perdona de cuanto les es querido y sagrado.

   43. Gracias a Dios, se pueden juzgar ya pasados los tiempos en los cuales el llamamiento a los principios morales y evangélicos para la vida de los Estados y de los pueblos era desdeñosamente despreciado como pretensión irreal. Los acontecimientos de estos años de guerra se han encargado de refutar, en la forma más dura que jamás hubiera podido pensarse, a los propagadores de semejantes doctrinas. El desdén que éstos manifestaban contra aquel pretendido irrealismo se ha convertido en una espantosa realidad: brutalidad, injusticia, destrucción, aniquilamiento.

   44. Si el porvenir ha de pertenecer a la democracia, una parte esencial en su realización deberá corresponder a la religión de Cristo y a la Iglesia, mensajera de la palabra del Redentor y continuadora de su misión salvadora. La Iglesia de hecho enseña y defiende la verdad comunica las fuerzas sobrenaturales de la gracia, para realizar el orden establecido por Dios de los seres y de los fines, último fundamento y norma directiva de toda democracia.

   45. Con su misma existencia, la Iglesia se levanta frente al mundo como un faro esplendente que recuerda sin cesar este orden divino. Su historia refleja claramente su misión providencial. Las luchas que, obligada por el abuso de la fuerza, ha tenido que sostener para la defensa de la libertad que ha recibido de Dios, fueron al mismo tiempo luchas por la verdadera libertad del hombre.

   46. La Iglesia tiene la misión de anunciar al mundo, ansioso de mejores y más perfectas formas de democracia, el mensaje más alto y más necesario que pueda existir, la dignidad del hombre, la vocación a la filiación divina. Es el anuncio potente que desde la cuna de Belén resuena en los oídos de los hombres hasta los últimos confines de la tierra en un tiempo en que esta dignidad está más dolorosamente rebajada.

   47. El misterio de la Navidad proclama esta inviolable dignidad humana con un vigor y con una autoridad inapelable, que supera infinitamente a la que podrían alcanzar todas las posibles declaraciones de derechos del hombre. Navidad, la gran fiesta del Hijo de Dios aparecido en la carne, la fiesta en la cual el cielo se inclina hacia la tierra con una gracia y benevolencia inefables, es también el día en que la cristiandad y la humanidad ante el Pesebre, en la contemplación de la benignitas et humanitas Salvatoris nostri Dei, adquieren una conciencia más íntima de la unidad estrecha que Dios ha establecido entre ellas. La cuna del Salvador del mundo, del Restaurador de la dignidad humana en toda su plenitud, es el punto señalado por la ali anza entre todos los hombres de buena voluntad. Allí es donde a ese pobre mundo, herido por las discordias, dividido por los egoísmos, envenenado por los odios, le será concedida la luz, restituido el amor, y le será dado que pueda encaminarse, en cordial armonía, hacia el fin común, para encontrar, finalmente, la curación de sus heridas en la paz de Cristo.

V - CRUZADA DE CARIDAD

   48. No queremos concluir este nuestro mensaje navideño sin dirigir una conmovida palabra de gratitud a todos aquellos -Estados, gobiernos, obispos, pueblos- que en estos tiempos de indecibles desventuras nos han prestado vigorosa ayuda al escuchar el grito de dolor que de tantas partes del mundo nos llega y al extender nuestra mano bienhechora a tantos amados hijos e hijas a quienes las vicisitudes de la guerra han reducido a extrema pobreza y miseria.

   49. Y en primer lugar, justo es recordar la extensa obra de asistencia desarrollada, a pesar de las extraordinarias dificultades de los transportes, por los Estados Unidos de América, y en lo que se refiere particularmente a Italia, por el excelentísimo representante personal del señor presidente de aquella Unión cerca de Nos.

   50. No menor alabanza y reconocimiento nos es grato expresar aquí a la generosidad del jefe del Estado, del Gobierno y del pueblo español, del Gobierno irlandés, de la Argentina, de Australia, de Bolivia, del Brasil, del Canadá, de Chile, de Italia, de Lituania, del Perú, de Polonia, de Rumania, de Eslovaquia, de Suiza, de Hungría, del Uruguay, que han competido en noble sentimiento de fraternidad y de caridad, cuyo eco no resonará vanamente en el mundo.

   51. Mientras los hombres de buena voluntad se esfuerzan por echar un puente espiritual de unión entre los pueblos, esta pura y desinteresada acción benéfica adquiere un aspecto y un valor de singular importancia.

   52. Cuando -como todos lo deseamos- las disonancias del odio y de la discordia, que dominan la hora presente, no sean más que un triste recuerdo, madurarán con abundancia más copiosa todavía los frutos de esta victoria del activo y magnánimo amor sobre el veneno del egoísmo y de las enemistades.

   53. A cuantos han participado en esta cruzada de caridad sírvales de estímulo y de recompensa nuestra bendición apostólica y el pensamiento de que, en la fiesta del amor, de innumerables corazones angustiados, pero que no son desagradecidos en medio de su angustia, asciende al cielo por ellos esta oración de gratitud: Retribuere dignare, Domine, omnibus nobis bona facientibas propter nomen tuum, vitam aeternam.

Pius pp. XII

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