Magisterio de la Iglesia
Al Pontificio
Colegio Pío Brasileño
Discurso
PÍO
XII
27
de febrero de 1956
Con
viva complacencia paterna vemos por primera vez reunidos en nuestra
presencia a todo Nuestro Colegio Pío-Brasileño, tan numeroso y
floreciente.
El dignísimo rector, intérprete de vuestros sentimientos, Nos informó de que al conmemorarse el cuarto centenario del nacimiento para el cielo de San Ignacio de Loyola, venerado por vosotros como uno de los principales protectores del Colegio, deseabais presentarnos personalmente vuestros homenajes filiales en la intimidad de una especial audiencia. Añádese al acontecimiento la circunstancia de los veinticinco neopresbíteros que en estos días ofrecerán al Señor las primicias de su sacerdocio, sin duda memores Nostri in sacrificiis[1]. ¡Veinticinco! El doble del Colegio apostólico; casi el triple de aquella primera "compañía", reclutada por San Ignacio bajo la bandera del nombre de Jesús, con la que se proponía nada menos que reconquistar el mundo para la Iglesia y para Cristo. Raras veces en un Colegio -y Nos consta que en el brasileño fue la primera- se vio falange tan numerosa de nuevos levitas subir juntos al altar del Señor. En este bello conjunto de tan particulares circunstancias, ¿qué os diremos, amados hijos? Cor Nostrum patet ad vos[2]. Leéis en Nuestro corazón; y, sin que precisemos decíroslo expresamente, comprendéis muy bien el gran consuelo que Nos proporciona vuestra visita, impregnada de amor filial y devoción al Vicario de Cristo. Sentís vosotros, sienten los nuevos sacerdotes cuánto Nos gozamos con su felicidad y con cuánto afecto del alma imploramos sobre ellos y sobre su futuro apostolado las mejores bendiciones del cielo. Todos sabéis cuánto apreciamos y agradecemos las oraciones que por Nos dirigís al Señor. Si confiamos en las oraciones y sacrificios de todos los fieles, justo es que apreciemos en particular modo las de aquellos a quienes la voz del Altísimo llamó in sortem Domini y destinó a compartir más de cerca Nuestras solicitudes apostólicas y a trabajar en la consolidación, defensa y dilatación del reino de Dios. Aprovechando, pues, la enseñanza que se Nos ofrece, os repetiremos lo que San Ignacio de Loyola, hace exactamente cuatrocientos nueve años, escribía a sus seminaristas del gran Colegio de Coimbra, donde se estaban formando y se habían de formar los Nóbrega, los Anchieta, los Ignacio de Azevedo y tantos otros apóstoles del Brasil[3]. Informado el santo del gran fervor que animaba a aquella juventud briosa, les escribe para estimular a los que ya marchan por el camino de la virtud, a fin de que, si es posible, corran aún más; y prosigue: Porque es cierto os puedo decir que debéis mucho extremaros en letras y en virtudes, si habéis de corresponder a la expectación en que tenéis puesta a tanta gente...; la cual, vistas las gracias que el Señor os hace, con razón espera de vosotros fruto muy extraordinario... Ved bien cuál es vuestra vocación, y comprenderéis cómo lo que en otros sería ya mucho, en vosotros sería muy poco[4]. Es vuestro caso, amados seminaristas del Colegio Brasileño. Escogidos de entre los mejores en vuestros respectivos Seminarios; enviados a Roma para recibir o completar vuestra formación en el centro vital de la Iglesia; para beber la ciencia sagrada, cristalina y limpia, como brota inmediatamente de la Roca inexhaustible de la verdad; para cultivar las virtudes sacerdotales aquí, donde las mismas ruinas os exhortan a los heroísmos que hacen a los santos y coronan a los mártires, grande es, con relación a vosotros, la expectación de todos: de los Superiores que os escogieron, de los Prelados que os enviaron, del Clero y fieles de vuestra gran Patria a los que en breve debéis prestar vuestra colaboración y servir de modelo y guía; y donde, por la inmensidad del campo y por la escasez de operarios, se exigirá de cada uno de vosotros que trabaje por diez o más. Quiere decir esto cuánto habéis de esforzaros (San Ignacio decía "extremaros") por llegar a los extremos accesibles en saber y en virtud. Hoy el campo de la ciencia crece desmesuradamente; y el sacerdote, sobre todo el destinado a representar la ciencia de la Iglesia, debe poseer vasta cultura científica, filosófica y teológica. Cultura vasta: más aún, profunda y sólida. Mente abierta al progreso; pero criterio bien formado y seguro para saber distinguir el oro del oropel, el progreso verdadero del falso, sin comprometer en nada los principios y la sana doctrina de la Iglesia. Hoy en todos los campos suele haber poca precisión de ideas; y no sólo en los que están fuera[5], sino tal vez en los mismos que desean servir mejor a la verdad. Por ello, vosotros, formados en Roma, debéis ser de los que, como el faro, muestran la ruta segura que se debe seguir y descubren la senda torcida, donde existen bajíos y precipicios de los que es preciso guardarse. Para ello es evidente que no basta una ciencia adquirida de prisa, en pocos días; es necesario un saber bien meditado, profundizado y asimilado, para el cual todo el tiempo de formación, concienzudamente aprovechado, nunca es demasiado. Después, la virtud. Sicut misit me Pater, et ego mitto vos[6], decía el Maestro divino a los discípulos, a quienes, apenas terminada la formación, mandaba por el mundo no sólo a enseñar, sino a santificar y a sacrificarse como El mismo se sacrificaba. Esto supone en el candidato a apóstol una virtud muy arraigada en el alma y lo bastante sólida para no sentir o extrañar la mudanza de clima, al ser trasplantado desde el jardín del Seminario al campo de su futura actividad. También para esto, y especialmente para esto, todo el tiempo de formación, cuidadosamente aprovechado, es poco. Quien, por ejemplo, en el refugio del Seminario, no comenzó, por lo menos, a ser hombre de oración, o quien no sabía aprovechar los pequeños sacrificios en el cumplimiento exacto del reglamento y deberes cotidianos, ¿cómo sabrá después ser hombre de oración y hombre de sacrificio -a veces heroico- en medio de las distracciones forzosas y del absorbente trabajo de su ministerio apostólico? ¡Amados hijos y excelentes seminaristas! Sabemos bien cómo vuestros superiores, con la máxima dedicación, no se cansan de inculcaros esta doctrina, siguiendo el magnífico desarrollo que le da San Ignacio en la carta antes aludida. Acoged con buen espíritu, con sincero deseo de aprovechar, sus desvelos educativos, pues de ello depende principalmente el que produzcáis o no los frutos deseados. Basta recordar al Colegio apostólico. ¿No es verdad que la misma educación, bien asimilada, formó la Piedra fundamental y las Columnas de la Iglesia, y no recibida o recibida mal deformó a aquel de quien los evangelistas dicen melancólicamente: Qui fuit unus de duodecim?[7]. Concluyendo, hemos de repetiros todavía con San Ignacio: Videte igitur vocationem vestram; primero, para alegraros y dar infinitas gracias al Señor por tan gran beneficio; después, para pedirle especiales favores a fin de corresponder debidamente, poniendo de vuestra parte gran espíritu y diligencia, que sin duda os son bien necesarios. Por amor de Jesucristo, olvidándoos del pasado, como San Pablo, lanzaos con todas vuestras fuerzas a conseguir lo que os falta en ciencia y virtud para llegar a la meta[8], realizando, en la medida de lo posible, el ideal de un digno ministro del santuario, verdaderamente sabio y ejemplarmente santo. Invocando sobre vosotros y sobre todo el Colegio Pío-Brasileño las mejores gracias del cielo, os damos de todo corazón, a vosotros, y a cuantos os son queridos, la Bendición Apostólica. |
NOTAS
(1) Cf. 1 Mac. 12, 11. (volver)
(2) Cf. 2 Cor. 6, 11. (volver)
(3) Cf. Monumenta Ignatiana: S. Ignatii de Loyola Epistolae et Instructiones t. 1, p. 495-510. (volver)
(4) Ibid. p. 497. (volver)
(5) Cf. Marc. 4, 11. (volver)
(6) Io. 20, 21. (volver)
(7) Cf. Mat. 26, 14. (volver)
(8) Cf. l. c., p. 498, 501. (volver)