Magisterio de la Iglesia
Al Pontificio
Colegio Latinoamericano
Discurso
PÍO
XII
25
de marzo de 1956
Una audiencia verdaderamente singular, amadísimos hijos Superiores y
alumnos de nuestro Pontificio Colegio Pío Latino Americano, es la que
recibimos hoy; una audiencia que espontáneamente nos hace venir a los
labios la exclamación del Apóstol[1]:
Bendito sea Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Padre de las
misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas
nuestras tribulaciones.
Desde que vuestro Colegio, retornadas al cauce las aguas después de los horrores de la guerra, ha podido emprender de nuevo su vida ordinaria, nunca se había visto una ordenación semejante, por su variedad y número; una ordenación que abrace tantas naciones de esa queridísima América, que habla y reza en español, desde el fidelísimo Méjico hasta la prometedora Argentina; desde las tierras continentales que recuerdan esos viejos países de firme tradición católica, como Colombia, Venezuela, Uruguay y Ecuador, hasta las tierras insulares más o menos remotas, como Santo Domingo y Filipinas; pasando por ese nudo vital, que es Centroamérica, bien representado esta vez por Honduras. Mundo inmenso, lleno de promesas en todos los sentidos, y hacia el que no hay quien no vuelva los ojos al pensar en el porvenir; pero mundo lleno también de problemas, que vosotros conocéis perfectamente, especialmente cuando se trata de la conservación y aumento del más precioso de vuestros patrimonios, de esa fe católica que por encima de la sangre y de la estirpe, por encima de la lengua y de la misma historia, es acaso entre vosotros el vínculo de unión más estrecho, hasta el punto de daros una fisonomía común que nada tiene que ver con ningún elemento humano, porque arranca exclusivamente de la unidad de espíritu, que es la sólida y más profunda de todas las unidades; de esa fe católica, que debéis procurar por todos los medios no perder, "solícitos de conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz"[2]. Y precisamente porque sentimos la urgencia de estos problemas, vuestra presencia, hijo amadísimos, produce en nuestro espíritu el mismo efecto que un rayo de sol en una de estas mañanitas de primavera tardía, cuando finalmente el astro rey rompe las nubes y se deja caer sobre la tierra, llenándola de alegrías y de promesas. Sí, vosotros sois la promesa de un mañana mejor, cuando vuestro celo apostólico, alimentado con una oración fervorosa y un sincero espíritu de sacrificio, os lanzará a aquellas inmensas naciones que os esperan para llevarles el mensaje de fraternidad entre los hombres, acaso todavía demasiado divididos por las diferencias sociales; para defender una fe asaltada no sólo por la ignorancia religiosa de no pocos, sino también por las insidias de la superstición y del error; para ser incluso sostén de una sociedad cristiana fundada sobre el respeto a la autoridad, la integridad de la familia y un concepto de la vida, no como campo de placeres y de goces materiales, sino lugar de paso para otra vida mucho mejor, que bien merece los pocos sufrimientos que puedan a veces suponer el cumplimiento de los más elementales deberes. Habéis subido las gradas del altar para completar un regalo de gran precio, un mes de oraciones por Nuestras intenciones. Pues bien, sabed que Nuestra intención es el logro de vuestra santidad sacerdotal, la eficacia de vuestro apostolado futuro, vuestra felicidad personal y la de todos los vuestros; y al hacéroslo presente, no queremos que falte el testimonio de Nuestra gratitud. Llegáis, por fin, a la cumbre de vuestros más altos y más santos anhelos en el instante en que vuestro Colegio se dispone a conmemorar su primer centenario de vida; que tales solemnidades sean la ocasión mejor para dar al cielo las gracias oportunas por tantos beneficios recibidos y para pensar en el modo de seguir adelante con nuevo vigor y con entusiasmo nuevo, como muy sinceramente deseamos. Colegiales amadísimos que habéis recibido la primera tonsura, ya no sois del mundo, sino de Dios, que os promete una herencia eterna. Vosotros, los que habéis sido iniciados en las órdenes menores, dad dentro del santuario los primeros pasos, de modo que sean garantía de vuestra fidelidad futura. Diáconos y subdiáconos, acercaos al altar cum timore et tremore, para haceros dignos de tomar parte en misterios tan formidables. Nuevos sacerdotes, os esperan millones de almas a las que habéis de abrir las puertas del cielo, principalmente con vuestra santidad apostólicamente vivida.
Para todos, para vuestras diócesis y vuestras patrias, para vuestras
familias y amigos, para vuestro Colegio y para cada uno de vosotros en
particular, la bendición más sentida de vuestro Padre común. |
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