Magisterio de la Iglesia

Radiomensaje a la Jornada de la Familia
Celebrada en Italia por la Acción Católica 

 PÍO XII
Sobre la conciencia cristiana como objeto de la educación
23 de marzo de 1952

   La familia es la cuna donde nace y se desarrolla una nueva vida, la cual, para no perecer, necesita cuidados y educación; éste es el derecho y el deber fundamental dado e impuesto inmediatamente por Dios a los padres. Cometido y fin de la educación en el orden natural es el desarrollo del niño para negar a ser un hombre completo; es cometido y fin de la educación cristiana la formación del nuevo ser humano, renacido en el bautismo con objeto de que sea perfecto cristiano. Esta obligación, que fue siempre usanza y timbre de gloria de las familias cristianas, está solemnemente sancionada en el canon 1.113 del Código de Derecho Canónico, que dice así: «Parentes gravissima obligatione tenentur prolis educationem tum religiosam et moralem, tum physicam et civilem, pro viribus curandi, et etiam temporali eorum bono providendi». (Los padres tienen obligación gravísima de procurar con todo empeño la educación de sus hijos, tanto la religiosa y moral como la física y civil, y de proveer también a su bien temporal.)

     Las cuestiones más urgentes de tema tan vasto han sido tratadas ya en distintas ocasiones por Nuestros predecesores y por Nos mismo, por tanto, no intentamos ahora repetir lo que ya está ampliamente expuesto, sino más bien reclamar la atención hacia un elemento que, a pesar de ser la base y el punto de apoyo de la educación, especialmente de la cristiana, parece, sin embargo, a algunos, a primera vista, como extraño a ella. Deseamos, pues, hablar de aquello que hay de más profundo e íntimo en el hombre: su propia conciencia. Nos ha inducido a ello el hecho de que algunas corrientes del pensamiento moderno comienzan a tergiversar su verdadero concepto y a impugnar su valor. Trataremos, por consiguiente, de la conciencia como objeto de la educación.

     La conciencia es como el núcleo más íntimo y secreto del hombre. Allá dentro se refugia con sus facultades espirituales en absoluta soledad: solo consigo mismo, o, mejor, solo con Dios -de cuya voz la conciencia es un eco- y consigo mismo. Allí dentro se determina por el bien o por el mal; allí dentro escoge entre el camino de la victoria o el de la derrota. Aunque alguna vez quisiese, jamás lograría el hombre quitársela de encima; en su compañía, ora apruebe, ora desapruebe, recorrerá todo el camino de su vida, y siempre con ella, como testigo veraz e insobornable, se presentara al juicio de Dios. La conciencia es, por tanto, para expresarla con una imagen tan antigua como bella, un «aditon», un santuario ante cuyo umbral todos deben detenerse, incluso el padre y la madre, cuando se trate de un niño. Sólo el sacerdote tiene allí acceso como médico de las almas y como ministro del sacramento de la penitencia; pero ni aun por eso deja la conciencia de ser un santuario reservado del cual Dios mismo quiere que esté guardado el secreto con el sigilo del más sagrado silencio.    ¿En qué sentido, pues, se puede hablar de la educación de la conciencia?

Esencia de la conciencia cristiana

   Es menester partir de algunos conceptos fundamentales de la doctrina católica para comprender debidamente que la conciencia puede y debe ser educada.

   El Salvador divino ha traído al hombre ignorante y débil su verdad y su gracia: la verdad, para indicarle el camino que lo conduce a su fin; la gracia, para darle la fuerza de poderlo alcanzar.

   Recorrer este camino significa prácticamente aceptar la voluntad y los mandamientos de Cristo y conformar a ellos la vida, es decir, cada uno de los actos internos y externos que la libre voluntad humana escoge y determina. Ahora bien, ¿cuál es la facultad espiritual que en cada caso particular orienta a la voluntad misma para que ella escoja y determine los actos que son conformes al querer divino, sino la conciencia? Ella es, por tanto, eco fiel, nítido reflejo de la norma divina de las acciones humanas. Y así, expresiones como éstas: «el dictamen de la conciencia cristiana», o esta otra: «juzgar según la conciencia cristiana» tienen este significado: la norma de la decisión última y personal para una acción moral está tomada de la palabra y de la voluntad de Cristo. Él es, en efecto, camino, verdad y vida, no sólo para todos los hombres tomados en conjunto, sino también para cada uno de ellos en particular (cfr. Io. 14, 6); lo es para el hombre maduro y lo es para el niño y para el joven.

     De aquí se sigue que formar la conciencia cristiana de un niño o de un joven, consiste ante todo en instruir su inteligencia acerca de la voluntad de Cristo, su ley, su camino, y, además, en obrar sobre su alma, en cuanto puede hacerse desde fuera, con el fin de inducirlo al libre y constante cumplimiento de la voluntad divina. Este es el deber primordial de la educación.

Postulados y principios de la educación de la conciencia

   Mas ¿dónde podrán encontrar el educador y el educando, concretamente y con facilidad y certeza, la ley moral cristiana? En la ley del Creador, impresa en el corazón de cada uno (cfr. Rom. 2, 14-16), y en la revelación; es decir, en el conjunto de verdades y de preceptos enseñados por el divino Maestro. Ambas, lo mismo la ley escrita en el corazón que es la ley natural, que las verdades y preceptos de la revelación sobrenatural, las ha dejado Jesús Redentor, como tesoro moral de la humanidad, en las manos de su Iglesia, para que ella las predique a todas las gentes, las explique y las transmita intactas y libres de toda contaminación y error de generación en generación.

Errores en la formación y educación de la conciencia cristiana.
Pretendida revisión de las normas morales

   Contra esta doctrina, por largos siglos no impugnada, surgen al presente dificultades y objeciones que es preciso aclarar.

     Lo mismo de la doctrina dogmática que de la ordenación moral se querría hacer una revisión casi radical para deducir de ella una nueva determinación de valores.

     El primer paso o, por mejor decir, el primer golpe al edificio de las normas morales cristianas debería ser el de separarlas -como se pretende- de la vigilancia estrecha y oprimente de la autoridad de la Iglesia, de modo que, liberada de la sutileza sofística del método casuístico, la moral vuelva nuevamente a sus moldes primitivos y se remita sencillamente a la inteligencia y a la determinación de la conciencia individual.

     Todo el mundo ve a qué consecuencias tan funestas conduciría semejante trastorno de los fundamentos mismos de la educación.

     Omitiendo el subrayar la manifiesta ignorancia y falta de madurez de juicio del que sostiene semejantes opiniones, será conveniente poner en evidencia el error central de esta «nueva moral». Ella, al remitir todo criterio ético a la conciencia individual, celosamente cerrada en sí misma y hecha árbitro absoluto de sus determinaciones, lejos de facilitarle su cometido, la desviaría del camino real que es Cristo.

     El divino Redentor ha confiado su revelación, de la cual forman parte esencial las obligaciones morales, no directamente a los hombres en particular, sino a su Iglesia, a la cual ha encomendado la misión de conducirlos a que abracen con fidelidad aquel santo tesoro.    Del mismo modo, la divina asistencia ordenada a preservar la revelación de errores y deformaciones fue prometida a la Iglesia y no a los individuos. Sabia providencia también ésta, con la cual la Iglesia, organismo viviente, puede así, con seguridad y agilidad, lo mismo aclarar y profundizar las verdades, aun morales, que aplicarlas, manteniendo intacta su substancia, a las condiciones variables de los lugares y de los tiempos. Mírese, por ejemplo, a la doctrina social de la Iglesia, que, nacida para responder a necesidades nuevas, no es en el fondo más que la aplicación de la perenne moral cristiana a las presentes circunstancias económicas y sociales.

     ¿Cómo es posible, pues, conciliar la providente disposición del Salvador, que encomendó a la Iglesia la tutela del patrimonio moral cristiano, con una tal autonomía individualista de la conciencia?    Arrancada ésta de su clima natural no puede producir más que frutos venenosos, que se reconocerán como tales con sólo compararlos con algunas características de la tradicional conducta y perfección cristiana, cuya excelencia está probada por las incomparables obras de los santos.

     La «moral nueva» afirma que la Iglesia, en vez de fomentar la ley de la libertad humana y del amor e insistir en ello como digna propulsora de la vida moral, se apoya, al contrario, casi exclusivamente y con excesiva rigidez, sobre la firmeza y la intransigencia de las leyes morales cristianas, recurriendo a menudo a aquel «tenéis obligación», «no es lícito», que saben demasiado a envilecedora pedantería.

Los preceptos morales de la Iglesia para la educación de la conciencia en la vida personal..

   La Iglesia, en cambio, quiere -y lo manifiesta expresamente cuando se trata de formar las conciencias- que el cristiano sea instruido en las riquezas infinitas de la fe y de la gracia de un modo tan persuasivo que se sienta inclinado a penetrar en ellas profundamente.

   La Iglesia, sin embargo, no puede abstenerse de advertir a los fieles que estas riquezas no se pueden adquirir ni conservar sino a costa de concretas obligaciones morales. Lo contrario terminaría por hacer olvidar un principio dominante sobre el cual insistió siempre Jesús, su Señor y Maestro. Él, en efecto, enseño que para entrar en el reino de los cielos no basta decir «Señor, Señor», sino que ha de cumplirse la voluntad del Padre Celestial (cfr. Mat. 7, 21). El habló de la «puerta estrecha» y del «camino angosto» que conduce a la vida (cfr. Mat. 7, 13-14), y añadió: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos intentarán entrar y no lo lograrán» (Luc. 13, 24). Él puso como piedra de toque y señal distintiva del amor hacia sí mismo, Cristo, la observancia de los mandamientos (Jo. 14, 21-24). De un modo parecido, al joven rico que le interroga, le responde: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos». Y a la nueva pregunta «¿Cuáles?», responde: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falsos testimonios, honra al padre y a la madre, ama al prójimo como a ti mismo». Él puso como condición al que quiera imitarle la renuncia de sí mismo y que tome su cruz de cada día (cfr. Luc. 9, 23). Él exige que el hombre esté pronto a dejar por Él y por su causa cuanto tiene de más querido, como el padre, la madre, los mismos hijos y hasta el mayor de los bienes, la propia vida (cfr. Mat. 10, 37-39). Y por eso añade: «A vosotros, mis amigos, os digo: no temáis a los que matan al cuerpo y después no tienen ya más que hacer. Yo os diré a quién habéis de temer: temed al que después de haber dado la muerte tiene poder para echar al infierno» (Luc. 12, 4-5).

   Así hablaba Jesucristo, el divino Pedagogo, que sabe ciertamente mejor que los hombres penetrar en las almas y atraerlas a su amor con las infinitas perfecciones de su corazón, bonitate et amore plenum (let. del Sagrado Corazón de Jesús).

   ¿Y predicó, acaso, de otro modo San Pablo, el Apóstol de las Gentes? Con su vehemente acento de persuación, descubriendo el místico atractivo del mundo sobrenatural, ha manifestado la grandeza y el esplendor de la fe cristiana, las riquezas, el poder, la bendición, la felicidad encerradas en ella, ofreciéndola a las almas como objeto digno de la libertad del cristiano y meta ineludible de puros impulsos de amor. Pero no es menos verdad que son igualmente suyas las amonestaciones como ésta: «Trabajad con temor y temblor en la obra de vuestra salvación» (Fil. 2, 12), y que de su misma pluma han brotado otros preceptos morales destinados a todos los fieles, bien sean de una común inteligencia o almas de elevada sensibilidad. Tomando, por consiguiente, como estricta norma las palabras de Cristo y del Apóstol, ¿no se debería tal vez decir que la Iglesia de hoy está inclinada más bien a la condescendencia que a la severidad? De esta manera, la acusación de oprimente dureza lanzada por la «nueva moral» contra la Iglesia va a herir en primer lugar a la misma adorable persona de Cristo.

     Conscientes, por lo tanto, del derecho y de la obligación de la Sede Apostólica de intervenir, cuando sea necesario, autoritativamente en las cuestiones morales, Nos en el discurso del 29 de octubre del pasado año Nos propusimos iluminar las conciencias en lo referente a los problemas de la vida conyugal. Con la misma autoridad declaramos hoy a las educadores y a la misma juventud: el mandamiento divino de la pureza del alma y del cuerpo vale también sin disminución para la juventud de hoy. Ella del mismo modo tiene la obligación moral, y con la ayuda de la gracia, la posibilidad de conservarse pura. Rechazamos, por consiguiente, como errónea la afirmación de aquellos que consideran inevitables las caídas en los años de la pubertad, las cuales no merecerían así que se haga gran caso de ellas, como si no fueran culpas graves, porque ordinariamente, añaden ellos, la pasión quita la libertad necesaria para que un acto sea imputable moralmente.

     Por el contrario, es una norma obligatoria y sabia que el educador, aún sin dejar de presentar a los jóvenes los nobles méritos de la pureza, de manera que los convenza a amarla y desearla por sí misma, les inculque, sin embargo, claramente el mandamiento como tal, en toda su gravedad y seriedad de precepto divino. Él estimulará así a los jóvenes a evitar las ocasiones próximas, los fortalecerá en la lucha, cuya dureza no les ocultará, los inducirá a afrontar valerosamente aquellos sacrificios que la virtud exige y los exhortará a perseverar y a no caer en el peligro de dejar las armas desde el principio y sucumbir sin resistencia a los perversos hábitos.

Y en la vida pública

   Más aún que en el campo de la conducta privada, hay hoy muchos que querrían excluir el dominio de la ley moral de la vida pública, económica y social, de la acción de los poderes públicos en el interior y en el exterior, en la paz y en la guerra, como si aquí no tuviese Dios nada que decir, al menos en sentido definitivo.

     La emancipación de las actividades humanas externas, como las ciencias, la política, el arte, de la moral, viene motivada a veces, bajo el aspecto filosófico, por la autonomía que les compete, en su campo, de gobernarse exclusivamente según leyes propias, aunque se admita que éstas coincidan ordinariamente con las morales. Y se pone como ejemplo el arte, al que se niega no solo toda dependencia, sino también cualquier relación con la moral, diciendo: el arte es sólo arte, y no moral ni otra cosa, y se ha de regir por consiguiente, por las leyes de la estética únicamente, las cuales, por lo demás, si son verdaderamente tales, no se adaptarán a servir a la concupiscencia. De un modo semejante se discurre en la política y en la economía, que no tienen necesidad de tomar consejo de otras ciencias y, por consiguiente, ni de la ética, sino que, guiados por sus verdaderas leyes, son por esto mismo buenas y justas.

     Como se ve, es un modo sutil de substraer las conciencias al imperio de las leyes morales. En verdad, no se puede negar que tales autonomías son justas en cuanto manifiestan el método propio de cada actividad y los límites que separan sus diversas formas en el aspecto teórico; pero la separación de método no debe significar que el científico, el artista, el político está libre de cuidados morales en el ejercicio de sus actividades, especialmente si éstas tienen inmediatos reflejos en el campo ético, como el arte, la política, la economía. La separación neta y teórica no tiene sentido en la vida, que es siempre una síntesis, ya que el sujeto de toda especie de actividad es el mismo hombre, cuyos actos libres y conscientes no puede escapar a la valoración moral. Continuando a observar el problema con mirada amplia y práctica, que se echa de menos a veces en los filósofos aún insignes, tales distinciones y autonomías están dirigidas por la naturaleza humana caída para representar como leyes del arte, de la política o de la economía aquello que en cambio resulta cómodo a la concupiscencia, al egoísmo y a la codicia. De este modo, la autonomía teórica de la moral se convierte en rebelión práctica a la moral misma, y se rompe también aquella armonía connatural en las ciencias y en las artes, que los filósofos de aquella escuela sutilmente encuentran, pero que llaman casual, mientras que, en cambio, es esencial, si se la mira por parte del sujeto, que es el hombre, y de su Creador, que es Dios.

     Por esto, Nuestros Predecesores y Nos mismo, en el desorden de la guerra y en las turbulentas alternativas que le sucedieron, no hemos cesado de insistir sobre el principio de que el orden establecido por Dios abraza la vida entera, sin excluir la vida pública, en cada una de sus manifestaciones, persuadidos de que en esto no hay ninguna restricción de la verdadera libertad humana ni intromisión ninguna en la competencia del Estado, sino una seguridad contra errores y abusos de los que la moral cristiana, si se aplica rectamente, puede proteger. Estas verdades deben ser enseñadas a los jóvenes e inculcadas en sus conciencias por quien en la familia o en la escuela tiene la obligación de atender a su educación, depositando así la semilla de un porvenir mejor.

Exhortación final

   He aquí cuanto deseábamos deciros hoy, queridos hijos e hijas que Nos escucháis, y en el decirlo no hemos ocultado el ansia que Nos oprime el corazón por este formidable problema que toca el presente y el porvenir del mundo y el eterno destino de tantas almas. ¡Cuánto consuelo Nos daría la certeza de que vosotros compartís esta Nuestra ansia por la educación cristiana de la juventud! Educad las conciencias de vuestros hijos con tenaz y perseverante cuidado. Educadlos en el temor y en el amor de Dios. Educadlos en la veracidad. Pero sed veraces primeramente vosotros mismos y detestad de la obra educativa todo lo que no es sinceridad y verdad. Imprimid en las conciencias de los jóvenes el genuino concepto de la libertad, de la verdadera libertad, digna de una criatura hecha a imagen de Dios. Es cosa muy distinta de la disolución y el desenfreno; es, en cambio, probada idoneidad para el bien; es aquel resolverse por sí mismo a quererlo y a cumplirlo (cfr. Gal. 5, 13); es el dominio sobre las propias facultades, sobre los instintos, sobre los acontecimientos. Educadlos en la oración y preparadlos a sacar de las fuentes de la penitencia y de la santísima Eucaristía lo que la naturaleza no puede dar: la fuerza para no caer, la fuerza para levantarse. Sientan ya desde jóvenes que sin la ayuda de estas energías sobrenaturales ellos no conseguirían ser ni buenos cristianos ni simplemente hombres honestos, los cuales tengan como herencia un vivir sereno. Pero preparados de esta forma podrán aspirar también a lo mejor, esto es, podrán entregarse a aquella grande misión personal, cuyo cumplimiento será su gloria: actuar a Cristo en su vida.    Para conseguir este objetivo Nos exhortamos a todos Nuestros hijos e hijas de la grande familia humana a estar estrechamente unidos entre sí: unidos para la defensa de la verdad, para la difusión del reino de Cristo sobre la tierra. Destiérrese toda división, aléjese cualquier disensión; se sacrifique generosamente -cueste lo que cueste- a este bien superior, a este supremo ideal, toda mira particular, toda preferencia subjetiva; «sí una mala codicia otra cosa os sugiere», vuestra conciencia cristiana venza cualquier prueba, de manera que el enemigo de Dios «entre vosotros de vosotros no se ría» (Par. 5, 79. 81). El vigor de la educación sana se revele en toda su fecundidad en todos los pueblos, los cuales tiemblan por el porvenir de su juventud. Así el Señor derramará sobre vosotros y sobre vuestras familias la abundancia de sus gracias, en prenda de las cuales os impartimos con paternal afecto la Bendición Apostólica. 

                                                                                                                        PÍO XII 

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