Magisterio de la Iglesia

Evangelii Praecones

6. Objetivo de la acción misional

   22. El intento primario de las Misiones es, como todos saben, el que brille con más esplendor la luz de la verdad cristiana en otras naciones y se consignan nuevos cristianos. Pero es necesario tiendan también, como última meta -y esto conviene tenerlo siempre ante los ojos-, a que la Iglesia se establezca sólidamente en otros pueblos y se constituya en ellos una jerarquía propia, formada con elementos indígenas.

   23. En la carta que el año pasado, el 9 de agosto, Nos dirigimos a nuestro querido hijo el cardenal presbítero de la Santa Romana Iglesia Pedro Fumasoni Biondi, prefecto de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, escribíamos, entre otras cosas: «La Iglesia ciertamente no abriga ambición alguna de dominio sobre los pueblos o sobre las cosas meramente temporales. Su único anhelo es el de llevar la luz sobrenatural de la fe a todas las gentes, de favorecer el incremento de la cultura humana y civil y la concordia fraterna entre los pueblos».

   24. En la carta apostólica Maximum illud, de nuestro predecesor, de inmortal memoria, Benedicto XV, escrita en 1919, y en la encíclica Rerum Ecclesiae, de nuestro inmediato predecesor de feliz memoria Pío XI, se decía que en las Misiones todos deberían trabajar denodadamente hasta obtener este supremo ideal: que la Iglesia se funde en nuevos territorios. Y Nos mismo, cuando, como más arriba dijimos, en 1944 recibimos en audiencia a los directores de las Obras Misionales, pronunciamos las siguientes palabras: «El fin que con grandeza y generosidad de ánimo pretenden los misioneros es propagar de tal modo la Iglesia por nuevas regiones, que eche allá raíces cada día más profundas y llegue cuanto antes, en virtud del crecimiento conseguido, a poder vivir y florecer sin la ayuda de las Obras Misionales. Estas Obras Misionales no son un fin en sí mismas; deben tender con todo empeño y energía al sublime ideal que antes indicamos; y una vez que lo hayan conseguido, deben dirigirse de buen grado a iniciar otras empresas». Por lo cual, los sembradores y propagadores de la divina palabra no permanecen como en casa propia en los campos de apostolado ya cultivados; su oficio es más bien iluminar a todo el orbe con la verdad evangélica y consagrarlo con la santidad cristiana. El fin que pretende el misionero es éste: hacer avanzar con paso cada vez más veloz el Reino del Divino Redentor, que resucitó triunfante de la muerte, y a quien se le ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra (cf Mt 28,18), hasta conseguir que este Reino llegue aun a la más remota e ignorada cabaña y al hombre más lejano y desconocido».

7. Clero nativo

   25. Es evidente que la Iglesia no podrá establecerse convenientemente en nuevos territorios si no ha precedido una oportuna y apta organización de las diversas obras, y sobre todo una formación del clero indígena acomodada a las necesidades de la región. Deseamos en este punto repetir algunas expresiones importantes y sabias de la encíclica Rerum Ecclesiae: «Ahora bien: si cada uno de vosotros ha de tomar a pecho el aumentar lo más posible el número de sus seminaristas, con mayor cuidado aún debe formarlos en la virtud propia del estado sacerdotal y en el espíritu de apostolado y celo de las almas, de modo que se hallen dispuestos hasta a dar la vida por la salud espiritual de sus compatriotas».

   «Supóngase que por una guerra o por otros acontecimientos políticos que pueden sobrevenir en el país que se misiona y, como consecuencia de ello, se pida o decrete la expulsión de los misioneros de tal o cual nación que allí trabajan, o también, aunque esto pueda ocurrir en menor escala, las aspiraciones de ciertos pueblos de Misiones, más civilizados y más cultos, de bastarse a sí propios en todo, sobre todo si determinan para lograrlo el arrojar violentamente de sus territorios a gobernantes, tropas y misioneros venidos de la metrópoli. En tales casos, ¿cuál no sería la ruina de la Iglesia en aquellos países, si antes no se tuvo la precaución de asegurar, como con una red organizada de sacerdotes indígenas, todo el campo de las cristiandades

   26. Al ver cómo en no pocas regiones del Extremo Oriente se han cumplido estas previsiones de nuestro inmediato predecesor, sentimos una íntima tristeza. Misiones que estaban muy florecientes, «blancas ya a punto de segarse» (Jn 4,35), hoy por desgracia sufren gravísimas dificultades. Ojalá pudiéramos esperar que los pueblos de Corea y de China, de sentimientos naturalmente humanos y nobles, y que brillaron desde antaño por el esplendor de su civilización, se vean pronto libres no sólo de las luchas turbulentas y conflictos bélicos, sino también de aquella doctrina funesta que busca solamente los bienes terrenos y rechaza los celestiales; y, por tanto, que aprecien justamente la caridad y virtud de los misioneros extranjeros y de los sacerdotes nativos, que con sus trabajos y, cuando es necesario, con el sacrificio de la misma vida, no pretenden sinceramente sino el verdadero bien del pueblo.

   27. Damos a Dios gracias perpetuas de que en ambas naciones crece el clero indígena, esperanza de la Iglesia, y de que no pocas diócesis han sido allí confiadas a obispos del país. El que se haya podido llegar a eso redunda en alabanza de los misioneros extranjeros.

   28. En este punto nos parece conveniente notar una norma que juzgamos se debe tener muy presente cuando las Misiones, que antes eran confiadas al clero extranjero, se encargan a la dirección de obispos y sacerdotes indígenas. El Instituto religioso, cuyos miembros labraron con el sudor de su frente el campo del Señor, cuando por orden de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide confía a otros operarios la viña por ellos cultivada y cargada ya de copiosos frutos, no crea que por eso deba abandonarla; hará obra útil y oportuna si continuara prestando su colaboración al nuevo obispo indígena. Porque, así como en todas las demás diócesis del mundo los religiosos ayudan comúnmente al Ordinario local, de la misma manera en las Misiones no dejen dichos religiosos, aunque extranjeros de tomar parte en la santa batalla como fuerzas auxiliares, así se realizarán felizmente las palabras pronunciadas por el Divino Maestro junto al pozo de Sicar: «Aquel que siega recibe su jornal y recoge frutos para la vida eterna, a fin de que igualmente se gocen así el que siembra como el que siega» (Jn 4,36)

8. Cooperación de los seglares y de la Acción Católica

A) Resumen histórico

   29. Deseamos además dirigirnos y exhortar en esta encíclica no sólo a los sacerdotes o misioneros, sino también a los seglares que «con grande espíritu y con un ánimo fervoroso» (2Mac 1,3) ayudan a las Misiones en las filas de la «Acción Católica».

   30. Puédese afirmar que esta ayuda de los seglares, que hoy llamamos Acción Católica, no faltó desde los orígenes de la Iglesia; más aún, se puede decir que de ella recabaron los apóstoles y los demás propagadores del Evangelio no pequeño auxilio, y la religión cristiana no exiguo incremento. Así, v.gr., el Apóstol de las Gentes hace mención de Apolo, Lidia, Aquila, Priscila y Filemón; y escribe estas palabras en la carta a los Filipenses: «También te pido a ti, fiel compañero, que asistas a los que conmigo han trabajado por el Evangelio, con Clemente y los demás coadjutores míos, cuyos nombres están en el libro de la vida» (Flp ,3).

   31. Del mismo modo, nadie ignora que la fe cristiana la propagaron por las vías del imperio no sólo los obispos y sacerdotes, sino también las autoridades civiles, los soldados y los simples ciudadanos. Millares de cristianos, recientemente convertidos a la fe católica, cuyos nombres hoy nos son desconocidos, anhelando ardientemente extender la nueva religión que habían abrazado, se esforzaban por preparar el camino a la verdad evangélica; y así sucedió que en urios cien años el nombre y la virtud cristiana penetraron en todas las principales ciudades del Imperio romano.

   32. San Justino, Minucio Félix, Arístides, el cónsul Acilio Glabrión, el patricio Flavio Clemente, San Tarsicio e innumerables santos y santas mártires, que corroboraron y fecundaron la Iglesia naciente con sus trabajos y con el derramamiento de su sangre, pueden en cierta manera llamarse adalides y precursores de la Acción Católica. Queremos citar aquellas hermosísimas palabras del autor de la Carta a Diogneto, palabras que conservan todavía hoy toda su fuerza amonestadora: «Los cristianos habitan en su propia patria, pero como forasteros... cualquier nación extranjera es patria para ellos, y cualquier patria es lugar de paso» (Epístola ad Diognetum 5,5).

   33. En la Edad Media, en tiempo de las invasiones de los bárbaros, vemos señores príncipes y nobles damas, humildes artesanos y mujeres animosas del pueblo cristiano trabajar con todas sus fuerzas para que sus compatriotas se convirtiesen a la religión de Jesucristo y se conformasen a ella sus costumbres, y para que la religión y civilización se conservasen en aquellas peligrosas circunstancias. Así, cuando nuestro inmortal predecesor León Magno resistió valientemente a Atila, que invadía Italia, iba acompañado de dos consulares romanos, según refiere la historia. Cuando las hordas terribles de los hunos asediaban París, la santa virgen Genoveva, que tenía sus delicias en la continua oración y áspera penitencia, atendió según sus fuerzas y con admirable caridad a las necesidades corporales y espirituales de sus conciudadanos. Teodolinda, reina de los lombardos, consiguió la conversión de su pueblo a la religión cristiana. Recaredo, rey de España, se esforzó por convertir a su nación de la herejía arriana a la verdadera fe. En la Galia no solamente se encuentran prelados -como, Remigio de Reims, Cesáreo de Arlés, Gregorio de Tours, Eloy de Nimega y otros muchos- que resplandecieron por su virtud y celo apostólico, sino también reinas, que en aquellos tiempos adoctrinaban en la verdad cristiana a los iletrados e ignorantes, sustentaban a los hambrientos y aliviaban y consolaban todas las miserias: son ejemplos de esto Clotilde, que atrajo el ánimo de Clodoveo hacia la religión católica, hasta que logró llevarlo de buen grado a la fuente bautismal; Radegonda y Batilda, que cuidaban con gran caridad a los enfermos y curaban aun a los leprosos. En Inglaterra, la reina Berta recibió a San Agustín, apóstol de los ingleses, y de propósito persuadió a su esposo, Etelberto, a acoger favorablemente la ley evangélica. Apenas los anglosajones, nobles y plebeyos, hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, abrazaron la fe cristiana, arrastrados como por un impulso del amor divino, se unieron a esta Sede Apostólica con estrechísimos vínculos de piedad, de fidelidad y de reverencia.

   34. De igual modo, la Germania ofrece un espectáculo maravilloso cuando San Bonifacio y sus compañeros recorren aquellas regiones en sus viajes apostólicos y las fecundan con su generoso sudor. Los hijos e hijas de aquel noble pueblo prestaron a porfía su colaboración activa a los monjes, a los sacerdotes y a los obispos, para que la luz de la verdad evangélica difundiese cada día más lejos sus rayos en aquellas vastas regiones, y la doctrina y virtud cristiana hiciesen cada día mayores progresos con abundantes frutos de salvación.

   35. La Iglesia católica, pues, no sólo con la labor infatigable del clero, sino también con la cooperación de los seglares, fue siempre aumentando la religión y conduciendo los pueblos a un mayor bienestar aun en el terreno social. Todos conocen lo que en este campo realizaron Santa Isabel, duquesa de Turingia, en Alemania; San Fernando, rey de Castilla; San Luis IX, de Francia: todos éstos, con su santidad y su actividad asidua, contribuyeron a vigorizar saludablemente los órdenes varios de la sociedad, ya iniciando obras benéficas, ya propagando en todas partes la verdadera religión, ya protegiendo con firmeza a la Iglesia, ya principalmente precediendo a todos con el ejemplo. Ni son desconocidos los méritos de las asociaciones de seglares de la Edad Media; en ella eran recibidos artesanos y obreros de ambos sexos que, continuando a vivir en el mundo, se proponían una elevada norma de perfección evangélica, aspiraban a ella con entusiasmo y, en colaboración con el clero, se esforzaban por que todos los demás tendiesen también a conseguirla.

B) Importancia actual

   36. Ahora bien: las circunstancias que existían en los primeros tiempos de la Iglesia son las mismas en que se encuentra hoy la mayor parte de los países evangelizados por los misioneros; o por lo menos se debaten con las mismas dificultades a cuya solución fue necesario atender en épocas siguientes. Por lo cual, conviene absolutamente que los seglares unan allí su actividad generosa, diligente y laboriosa con el apostolado jerárquico del clero, engrosando las filas de la Acción Católica. La obra de los catequistas es ciertamente necesaria y deseamos que se les tenga en el debido honor; con todo, no lo es menos aquella actividad asidua de los que, sin esperar compensación humana, sino movidos sólo por la caridad divina, ayudan y auxilian a los ministros sagrados en el desempeño de su ministerio. Deseamos, por consiguiente, que en todas partes se creen asociaciones católicas de hombres y mujeres, de estudiantes, de obreros y artesanos, de deportistas y otras corporaciones y uniones piadosas, que sean como las fuerzas auxiliares de los misioneros. En la constitución y formación de las cuales se ha de mirar más a la bondad, virtud y actividad que al número.

   37. Conviene advertir además que nada contribuye tanto a conquistar la confianza de los padres y madres de familia hacia los misioneros como encargarse con diligencia del cuidado de sus hijos, los cuales, si se aplican a conocer la verdad cristiana y a adquirir las virtudes, conferirán vitalidad, honor y gloria no sólo a su familia, sino a la población entera, y muchas veces se obtendrá con este medio que la vida de la comunidad cristiana, tal vez un tanto relajada, recobre felizmente el antiguo vigor.

   38. Aunque, como todos saben, la Acción Católica despliegue su actividad principalmente promoviendo las obras de apostolado cristiano, nada impide que los inscritos en ella puedan participar en otras asociaciones cuyo fin sea el conformar la vida social y política a los principios y normas evangélicas; aún más, no sólo como ciudadanos, sino también como católicos tienen el derecho y el deber de obrar así.

9. En el campo de la educación, prensa y acción caritativa

   39. Como quiera que los jóvenes, principalmente los que se forman en las letras, en las ciencias y en las artes, serán la clase directora del futuro, no hay quien no vea cuánto importe que se ponga sumo interés en las escuelas y en los colegios. Exhortamos, pues, paternalmente a los superiores de Misiones a que promuevan estas instituciones con todas sus fuerzas, sin escatimar gastos, según las posibilidades de cada uno.

   40. Pues las escuelas y los colegios producen, ante todo, este fruto: que por medio de ellos se establezcan oportunas relaciones entre los misioneros y los paganos de todas clases, y que principalmente la juventud, modelable como blanda cera, se sienta más fácilmente atraída a entender, estimar y abrazar la doctrina católica. Estos jóvenes así formados, es claro, son los futuros directores de la nación, y los pueblos los seguirán como guías y maestros. El Apóstol de las Gentes explicó la sabiduría evangélica ante una asamblea de hombres doctísimos cuando anunció el Dios ignoto en el Areópago de Atenas. Y si, aun empleados estos recursos, no se lograre que muchos se entreguen completamente a obedecer a los preceptos del Divino Redentor, bastantes serán los que se sientan conmovidos suavemente, al considerar la belleza de esta religión y la caridad de sus seguidores.

   41. Estas escuelas y colegios son además utilísimos para la refutación de toda clase de errores, que hoy se difunden cada vez más por la obra principalmente de los no católicos y de los comunistas, y oculta o manifestamente se inoculan sobre todo en las almas de los jóvenes.

   42. No es menos útil la edición y divulgación de buenas publicaciones. Creemos que no es necesario insistir mucho en este punto; es manifiesto a todos cuánto contribuyen los periódicos, revistas y folletos a ilustrar la verdad y la virtud, e inculcarles en las inteligencias y en los corazones, a desenmascarar el error disfrazado con apariencias de verdad, a refutar las falsas opiniones que ultrajan a la religión o exponen equivocadamente cuestiones muy debatidas de orden social con perjuicio de las almas, mucho alabamos, pues, a aquellos Pastores de almas que tienen sumo interés en que se propaguen lo más posible escritos de este género, cuidadosamente elaborados e impresos.

   43. Queremos también recomendar aquí con ahínco las obras y empresas que tienden a remediar en lo posible las enfermedades, dolencias y toda clase de sufrimientos. Nos referimos a los hospitales, a las leproserías, a los dispensarios, a los asilos de ancianos y de niños, a las casas de maternidad, y a los demás institutos que, según las posibilidades, ofrecen refugio a los indigentes. Estas instituciones, que nos parecen las más hermosas flores del jardín en que trabajan los sembradores de la palabra evangélica, ponen ante los ojos de todos la imagen del Divino Redentor, «el cual pasó haciendo el bien y curando a todos» (He 10,38).

   44. Está fuera de duda que estas obras insignes de caridad preparan eficacísimamente los ánimos de los gentiles, y los atraen a profesar la fe cristiana y a abrazar la ley cristiana; y por esto dijo Jesucristo a los apóstoles: «En cualquier ciudad en que entrarais y os hospedaran... curad los enfermos que en ella hubiese, y decidles: el Reino de Dios está cerca de vosotros» (Lc 10,8-9).

   45. Sin embargo, es necesario que los religiosos que se sientan llamados a ejercer con fruto estos ministerios, cuando aún se hallen en su propia patria, adquieran aquella preparación intelectual y moral que la moderna técnica exige. Sabemos que no faltan religiosas que, habiendo obtenido títulos académicos para ejercitar esta profesión, se han hecho acreedoras de merecida alabanza, investigando con estudios especiales algunas terribles enfermedades, como la lepra, y descubriendo remedios eficaces. A ellas, como a todos los misioneros que generosamente ejercen su ministerio en las leproserías, bendecimos con ánimo paterno y encomiamos con admiración su caridad sublime.

   46. En medicina y cirugía será conveniente valerse de la cooperación de seglares que no sólo hayan adquirido ya los grados académicos que los capaciten al ejercicio de esta profesión y voluntariamente se decidan a abandonar su patria para ayudar a los misioneros, sino además posean las cualidades necesarias de sana doctrina y de virtud.

10. Doctrina y práctica social de la Iglesia

   47. Pasemos ahora a otro punto, que no es de menor importancia y gravedad: deseamos decir una palabra sobre la cuestión social, que se debe regular según las normas de la justicia y de la caridad. Mientras las doctrinas comunistas, que se difunden hoy por todas partes, engañan fácilmente la simplicidad e ignorancia del pueblo, parecen resonar en nuestros oídos las palabras de Jesucristo: «Tengo compasión de esta muchedumbre» (Mc 8,2). Es absolutamente necesario que se lleven cuidadosa y diligentemente a la práctica los rectos principios que sobre este punto enseña la Iglesia. Es absolutamente necesario conservar inmunes de aquellos perniciosos errores a todos los pueblos, y si han sido ya inficionados, librarlos de estas doctrinas nocivas, que proponen a los hombres, como meta única de esta vida mortal, el goce del mundo presente, y, como quiera que conceden al poder y arbitrio del Estado poseer y regular todo lo que existe, de tal manera disminuyen la dignidad de la persona humana, que casi la reducen a la nada. Es absolutamente necesario que pública y privadamente se enseñe a todos que somos desterrados, que caminamos hacia una patria inmortal, y que hemos sido destinados a una vida eterna y a una eterna felicidad, la cual debemos finalmente conseguir guiados por la verdad y movidos por la virtud. Jesucristo es el único defensor de la justicia humana y el único consolador suavísimo del dolor humano, inevitable en esta vida; El es el único que nos muestra el puerto de la paz, de la justicia y del gozo eterno, al cual todos los que hemos sido redimidos con la sangre divina es menester que lleguemos después de la peregrinación terrena.

   48. Pero es deber de todos mitigar, suavizar y aliviar, en cuanto sea posible, las angustias, las miserias y las inquietudes que en esta vida padecen nuestros hermanos.

   49. La caridad puede remediar en alguna manera muchas de las injusticias sociales; pero no suficientemente. Ante todo es menester que se haga valer, que se imponga y se practique la justicia.

   50. A este propósito queremos repetir (traduciéndolo del latín) lo que el año 1942, en la víspera de Navidad, dijimos ante el Sacro Colegio de Cardenales y demás Prelados reunidos: «La Iglesia, así como condenó los varios sistemas del socialismo que siguen la doctrina de Carlos Marx, de igual modo los condena hoy de nuevo, como lo exige su deber y como lo pide la salvación eterna de los hombres, que este modo sofistico de argumentar y estas instigaciones insidiosas ponen en grave peligro. Pero la Iglesia no puede ignorar o dejar de percatarse que los obreros, en el esfuerzo por mejorar su condición, tropiezan con frecuencia contra cierto mecanismo que, lejos de ser conforme a la naturaleza, está en oposición con el orden establecido por Dios y con el fin que El ha señalado a los bienes terrenos. Por lo tanto, aunque los caminos y los modos que antes decíamos deban ser reprobados como perniciosísimos, ¿qué cristiano, qué sacerdote podrá permanecer sordo al grito que se levanta de lo profundo del alma y que, en un mundo creado por un Dios justo, pide justicia y convivencia fraterna de todos los hombres? Prescindir de ello, silenciarlo, sería una culpa injustificable delante de Dios; sería contrario a la doctrina del Apóstol, quien, si inculca la necesidad de refutar los errores, enseña también que es necesario salir al encuentro de los descarriados con suma benignidad, y ponderar sus razones, fomentar su confianza y llenar sus anhelos.

   51. Por lo cual, la dignidad de la persona humana exige, como fundamento natural, esta norma general: todos tienen derecho al uso de los bienes de la tierra necesarios para vivir, y a este derecho corresponde la obligación fundamental de conceder a todos y a cada uno, de ser posible, alguna propiedad privada. Las normas jurídicas nacidas de las leyes humanas, que regulan el derecho de la propiedad privada, pueden sufrir cambios y conceder un uso más o menos restringido de las cosas; pero si se quiere sinceramente contribuir a la pacificación y tranquilidad de la sociedad humana, hay que impedir absolutamente que los obreros que son o serán padres de familia estén condenados a una esclavitud económica irreconciliable con los derechos de la persona humana.

   52. Que esa esclavitud provenga de la prepotencia abusiva del capital privado o que provenga del poder absoluto y universal del Estado, poco importa; más aún, cuando la autoridad suprema de un Estado lo domina y regula todo, tanto en la vida pública como en la privada, y procura invadir hasta el campo de las ideas, de las iniciativas, de las opiniones y aun de la misma conciencia, resulta una tal falta de libertad, que puede ser origen de mayores daños y mayores desgracias, como lo demuestra la experiencia».

   53. También vosotros, venerables hermanos, los que trabajáis con solicitud en los territorios de las misiones católicas, debéis procurar diligentemente que estos principios y normas se lleven a la práctica. Teniendo en cuenta las peculiares y diversas circunstancias de cada lugar, después de discutir el asunto en las conferencias episcopales, sínodos y reuniones semejantes, procurad, según os sea posible, que se creen oportunamente próbidas asociaciones, corporaciones e institutos de carácter económico y social que os parezcan requerir las condiciones actuales de nuestros tiempos y la índole de vuestro pueblo. Esto, sin duda, lo exige vuestro oficio pastoral, a fin de que los nuevos errores, disfrazados con apariencias de justicia y verdad, o las malas seducciones no desvíen del camino recto la grey confiada a vuestros cuidados. Procurad que los propagadores del Evangelio, que competentemente trabajan con vosotros, se aventajen a todos en promover esta causa; de esta manera estarán seguros que no se refiere a ellos aquel dicho: «Los hijos de este mundo son más sagaces que los hijos de la luz» (Lc 16,8). Será, con todo, conveniente que, de ser posible, se valgan de católicos seglares capaces, eminentes en bondad y en el manejo de los negocios que tomen a su cargo y promuevan estas instituciones.

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