Magisterio de la Iglesia

Discurso al IX Congreso de Anestesiología

Pío XII
24 de febrero de 1957

Tres cuestiones religiosas y morales concernientes a la anestesia

   El IX Congreso Nacional de la Sociedad Italiana de Anestesiología, que tuvo lugar en Roma del 15 al 17 de octubre de 1956, por intermedio del presidente del Comité organizador, profesor Piero Mazzoni, Nos ha formulado tres preguntas que se refieren a las implicaciones religiosas y morales de la analgesia en relación con la ley natural y sobre todo con la doctrina cristiana contenida en el Evangelio y propuesta por la Iglesia.

   Estas preguntas, de interés innegable, no dejan de suscitar reacciones intelectuales y afectivas en los hombres de hoy; particularmente entre los cristianos se manifiestan tendencias muy divergentes a este respecto. Unos aprueban sin reserva la práctica de la analgesia; otros se inclinan a rechazarla sin distingos, porque contradice al ideal del heroísmo cristiano; otros, finalmente, sin sacrificar nada de este ideal, están dispuestos a adoptar una posición de compromiso. Por estas razones se Nos pide que expresemos Nuestro pensamiento en relación con los puntos siguientes:

  • 1. ¿Hay obligación moral general de rechazar la analgesia y aceptar el dolor físico por espíritu de fe?
  • 2. La privación de la conciencia y del uso de las facultades superiores, provocada por los narcóticos, ¿es compatible con el espíritu del Evangelio?
  • 3. ¿Es lícito el empleo de narcóticos, si hay para ello una indicación clínica, en los moribundos o enfermos en peligro de muerte? ¿Pueden ser utilizados, aunque la atenuación del dolor lleve consigo un probable acortamiento de la vida?

Na turaleza, origen y desarrollo de la Anestesia

   El advenimiento de la cirugía moderna fue señalado, a mediados del siglo pasado, por dos hechos decisivos: la introducción de la antisepsia por Lister, una vez que Pasteur hubo probado el papel de los gérmenes en el desencadenamiento de las infecciones, y el descubrimiento de un método eficaz de anestesia. Antes que Horacio Wells hubiera pensado en utilizar el protóxido de nitrógeno para adormecer a los enfermos, los cirujanos se veían obligados a trabajar, rápida y someramente, sobre un hombre que se debatía presa de atroces sufrimientos. La práctica de la anestesia general iba a revolucionar tal estado de cosas y permitir intervenciones largas, delicadas y a veces de una audacia asombrosa; aseguraba, en efecto, tanto al operador como al paciente, condiciones primordiales de calma y tranquilidad y "el silencio muscular" indispensable para la precisión y la seguridad de toda intervención quirúrgica. Pero, al mismo tiempo, imponía una cuidados vigilancia de las actividades fisiológicas esenciales del organismo. La anestesia, en efecto, invade las células y reduce su metabolismo; suprime los reflejos de defensa y hace que sea más lenta la vida del paciente, ya comprometida más o menos gravemente por la enfermedad y por el traumatismo operatorio. Por otra parte, el cirujano, plenamente absorbido por su trabajo, había de tener en cuenta, a cada instante, las condiciones generales de su paciente; sería responsabilidad, sobre todo en caso de operaciones particularmente graves. De este modo, a la vuelta de algunos años, vino a haber una nueva especialización médica, la del anestesista, llamada a ejercer una función creciente en la organización hospitalaria moderna.

Función del anestesista

   Función frecuentemente desapercibida, casi desconocida del gran público, menos brillante que la del cirujano, pero igualmente esencial. Ya que, efectivamente, el enfermo le confía su vida para que le haga atravesar con la mayor seguridad posible el momento penoso de la intervención quirúrgica. El anestesista debe, ante todo, preparar al paciente en el aspecto médico y en el psicológico. Se informa con cuidado de las particularidades de cada caso, a fin de prever eventuales dificultades que la debilidad de uno u otro órgano podría originar; inspira confianza al enfermo, solicita su colaboración y le proporciona una medicación destinada a calmarlo y a preparar su organismo. El es quien, de acuerdo con la naturaleza y la duración de la operación, escoge el anestésico más adecuado y el medio de administrarlo. Pero, sobre todo, durante la intervención, es incumbencia suya velar cuidadosamente el estado del paciente; queda, por decirlo así, en acecho de los más ligeros síntomas, para saber exactamente el grado a que llega la anestesia y seguir las reacciones nerviosas, el ritmo de la respiración y la presión sanguínea, a fin de prevenir así toda posible complicación, espasmos laríngeos, convulsiones, perturbaciones cardíacas o respiratorias.

   Cuando termina la operación, empieza la parte más delicada de su trabajo: ayudar al enfermo a recobrar el sentido, evitar los incidentes, tales como la obstrucción de las vías respiratorias y las manifestaciones de "shock", y administrar los líquidos fisiológicos. Debe, pues, el anestesista unir al conocimiento perfecto de la técnica de su arte grandes cualidades de simpatía, de comprensión, de abnegación, no sólo para favorecer todas las disposiciones psicológicas útiles al buen estado del enfermo, sino también por un sentimiento de verdadera y profunda caridad humana y cristiana.

Variedad y progreso de los anestésicos

   Para desempeñar su oficio, dispone hoy el anestesista de una gama muy rica de productos, algunos de ellos conocidos desde hace largo tiempo, y que han resistido con éxito la prueba de la experiencia, mientras otros, fruto de investigaciones recientes, aportan su contribución particular a la solución del arduo problema de suprimir el dolor sin producir daño al organismo. El protóxido de nitrógeno, cuyo valor no logró hacer reconocer Horacio Wells cuando lo experimentó en el hospital de Boston en 1845, sigue conservando un puesto honorífico entre los agentes de uso corriente en la anestesia general. Juntamente con el éter, ya utilizado por Crawford Long en 1842, Tomás Morton hacía sus experimentos en 1846, en ese mismo hospital, pero con más feliz resultado que su colega Wells. Dos años más tarde, el cirujano escocés Jaime Simpson probaba la eficacia del cloroformo; pero sería el londinense Juan Snow quien más habría de contribuir a propagar su empleo. Una vez transcurrido el periodo inicial de entusiasmo, los fallos de esos tres primeros anestésicos se revelaron claramente; pero hubo que aguardar el fin del siglo para que apareciese un nuevo producto, el cloruro de etilo, también insuficiente cuando se desea una narcosis prolongada. En 1924, Luckhartd y Carter descubrían el etileno, el primer gas anestésico, resultante de una investigación sistemática de laboratorio; y cinco años más tarde entraba en uso el ciclopropano, debido a los trabajos de Henderson, Lucas y Brown: su acción rápida y profunda exige de quien lo utiliza un conocimiento perfecto del método de circuito cerrado.

   Aunque la anestesia por inhalación posee una supremacía bien establecida, hace ya un cuarto de siglo tiene que hacer frente a la competencia creciente de la narcosis intravenosa. Muchos ensayos intentados antes con el hidrato de cloral, la morfina, el éter y el alcohol etílico dieron resultados poco alentadores y a veces aun desastrosos. Pero, a partir de 1925, los compuestos barbitúricos entran en la experiencia clínica y se afirman netamente una vez que el evipán hubo demostrado las ventajas indiscutibles de este tipo de anestésicos. Con éstos se evitan los inconvenientes del método por vía respiratoria, la impresión desagradable de ahogo, los peligros del periodo inicial de inducción, las náuseas al despertar y las lesiones orgánicas. El pentotal sódico, introducido en 1934 por Lundy, aseguró el éxito definitivo y la difusión más amplia de este método de anestesia. Desde entonces los barbitúricos se utilizan ya solos, para intervenciones de corta duración, ya en "anestesia combinada" con el éter y el ciclopropano, cuyo periodo de inducción acortan, y permitiendo reducir su dosis y sus inconvenientes; a veces se emplean como agente principal, y sus deficiencias farmacológicas se compensan usando protóxido de nitrógeno y de oxígeno.

La cirugía cardíaca

   La cirugía cardíaca, en la que se registran ya desde hace algunos años progresos espectaculares, plantea al anestesista problemas particularmente difíciles, pues supone como condición general la posibilidad de interrumpir la circulación sanguínea durante un tiempo más o menos largo. Además, como ésta afecta a un órgano sumamente sensible y cuya integridad funcional con frecuencia está seriamente comprometida, el anestesista debe evitar todo lo que podría entorpecer el trabajo del corazón. En los casos de estenosis mitral, por ejemplo, deberá prevenir las reacciones psíquicas y neurovegetativas del enfermo mediante una previa medicación sedante. Habrá de evitar la taquicardia por medio de una preanestesia, junto con un ligero bloqueo parasimpático; en el momento de la comisurotomía, valiéndose de una oxigenación abundante, reducirá el peligro de anoxia y vigilará muy de cerca el pulso y las corrientes de acción cardíaca.

   Pero otras intervenciones requieren, para su feliz realización, que pueda el cirujano trabajar sobre un corazón exangüe, interrumpiendo la circulación por más de tres minutos, que normalmente se necesitan para que aparezcan las lesiones irreversibles del cerebro y de las fibras cardiacas. Para remediar uno de los defectos congénitos más frecuentes, la persistencia del orificio de Botal, se ha empleado desde 1948 la técnica quirúrgica llamada "de cielo cubierto", que presentaba los riesgos evidentes de toda maniobra hecha a ciegas. Dos métodos nuevos, la hipotermia y el empleo del corazón artificial, permiten ahora operar bajo visión directa, y abren así en este campo brillantes perspectivas. Se ha comprobado, efectivamente, que la hipotermia va acompañada de una disminución en el consumo de oxígeno y en la producción de anhídrido carbónico proporcional al descenso de la temperatura del cuerpo. En la práctica, tal descenso no ha de rebasar los 25 grados, para que no se altere la contractibilidad del músculo cardiaco y, sobre todo, para que no aumente la excitabilidad de las fibras miocardiacas y el peligro de que se produzca una fibrilación ventricular difícilmente reversible. El método hipotérmico permite provocar el paro de la circulación, que puede durar de ocho a diez minutos sin que se destruyan las células nerviosas cerebrales. Puede aún prolongarse esta duración utilizando máquinas cardiopulmonares que sacan la sangre venosa, la purifican, le suministran oxígeno y la devuelven al organismo. El funcionamiento de estos aparatos exige que haya operadores cuidadosamente adiestrados, y va acompañado de controles múltiples y minuciosos. El anestesista realiza, entonces, una tarea más grave, más compleja y tal que su ejecución perfecta es condición indispensable del éxito. Pero los resultados ya logrados permiten esperar, en lo futuro, una amplia extensión de estos nuevos métodos.

   Ante los recursos tan variados, que la medicina moderna nos ofrece para evitar el dolor, y teniendo en cuenta el deseo tan natural de sacar de ellos todo el partido posible, es cosa normal que surjan cuestiones de conciencia. Habéis tenido a bien proponernos algunas que particularmente os interesan. Pero antes de daros Nuestra respuesta, queremos hacer observar brevemente que otros problemas morales reclaman asimismo la atención del anestesista; ante todo, el de su responsabilidad con respecto a la vida y a la salud del enfermo, pues ambas, a veces, no dependen menos de él que del cirujano. A este propósito, Nos hemos notado en varias ocasiones, y con particularidad en el discurso del 30 de septiembre de 1954, dirigido a la VIII Asamblea de la Asociación Médica Mundial, que el hombre no puede constituir para el médico un simple objeto de experimentación, en el que se ensayen los nuevos métodos y prácticas de la medicina[1]. Pasamos ahora a examinar las cuestiones propuestas. 

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