Magisterio de la Iglesia
Discurso al IX Congreso
de Anestesiología
(Continuación - 4)
III.
Uso de los analgésicos en los moribundos
Nos queda por examinar vuestra tercera pregunta: "El empleo de analgésicos, cuyo uso adormece la conciencia, ¿es en general lícito, y particularmente durante el periodo post-operatorio, aun con los moribundos y los pacientes en peligro de muerte, siempre que en cada caso exista una indicación clínica? ¿Es lícito, aun en ciertos casos (cánceres inoperables, enfermedades incurables) en que la mitigación del dolor se efectúa probablemente a costa de la duración de la vida, que con ello se abrevia?". Esta tercera pregunta no es en el fondo sino una aplicación de las dos primeras al caso especial de los moribundos y al efecto particular de abreviar la duración de la vida. Que los moribundos tengan más que otros la obligación moral, natural o cristiana, de aceptar el dolor o de rechazar su mitigación, esto no depende ni de la naturaleza de las cosas ni de las fuentes de la revelación. Mas como, según el espíritu del Evangelio, el sufrimiento contribuye a la expiación de los pecados personales y a la adquisición de mayores méritos, aquellos cuya vida está en peligro tienen ciertamente un motivo especial para aceptarlo, porque, con la muerte ya cercana, esta posibilidad de obtener nuevos méritos corre el riesgo de desaparecer bien pronto. Pero este motivo interesa directamente al enfermo, no al médico, que practica la analgesia, suponiendo que el enfermo consienta en ella o que aun la haya pedido expresamente. Sería evidentemente ilícito practicar la anestesia contra la voluntad expresa del moribundo (cuando él es sui iuris). Parece oportuno precisar algo esta materia, pues no rara vez se presenta este motivo de un modo incorrecto. A veces se intenta probar que los enfermos y moribundos están obligados a soportar los dolores físicos para adquirir más méritos, basándose en la invitación a la perfección que el Señor dirige a todos: Estote ergo vos perfecti, sicut et Pater vester caelestis perfectus est[1], o en las palabras del Apóstol: Haec est voluntas Dei, sanctificatio vestra[2]. A veces se aduce un principio de razón, según el cual no sería lícita ninguna indiferencia con respecto a la obtención (aun gradual o progresiva) del fin último hacia el que tiende el hombre; o el precepto del amor de sí mismo bien ordenado, que impondría el buscar los bienes eternos en la medida que las circunstancias de la vida cotidiana permitan conseguirlos; o incluso el primero y más grande de los mandamientos, el de amar a Dios sobre todas las cosas, que no dejaría lugar a alternativa alguna en el aprovechamiento de las ocasiones concretas ofrecidas por la Providencia. Ahora bien: el crecimiento en el amor de Dios y en el abandono en su voluntad no procede de los sufrimientos mismos que se aceptan, sino de la intención voluntaria, sostenida por la gracia; esta intención, en muchos moribundos, puede afianzarse y hacerse más viva si se atenúan sus sufrimientos, porque éstos agravan el estado de debilidad y agotamiento físico, estorban el impulso del alma y minan las fuerzas morales, en vez de sostenerlas. Por lo contrario, la supresión del dolor procura una distensión orgánica y psíquica, facilita la oración y hace posible una entrega de sí más generosa. Cuando algunos moribundos consienten en sufrir como medio de expiación y fuente de méritos para progresar en el amor de Dios y en el abandono a su voluntad, no se les imponga la anestesia; ayúdeseles más bien a que sigan su propio camino. En el caso contrario, no sería oportuno sugerir a los moribundos las consideraciones ascéticas enunciadas, y convendrá recordar que en lugar de contribuir a la expiación y al mérito, puede el dolor dar también ocasión a nuevas faltas. Añadamos unas palabras sobre la supresión del conocimiento en los moribundos no motivada por el dolor. Puesto que el Señor quiso sufrir la muerte con plena conciencia, el cristiano desea imitarle también en esto. La Iglesia, por otra parte, da a los sacerdotes y a los fieles un Ordo commendationis animae, una serie de oraciones para ayudar a los moribundos a salir de este mundo y entrar en la eternidad. Si esas oraciones conservan su valor y su sentido, aun cuando se digan a un enfermo inconsciente, en cambio normalmente suministran luz, consolación y fuerza a quien puede tomar parte en ellas. Por ello la Iglesia da a entender que, sin razones graves, no hay que privar de conocimiento al moribundo. Cuando la naturaleza lo hace, los hombres lo deben aceptar; pero no lo han de hacer de propia iniciativa, a no ser que para ello haya serios motivos. Tal es, por otra parte, el deseo de los mismos interesados, cuando tienen fe: anhelan la presencia de los suyos, de un amigo, de un sacerdote, para que les ayude a bien morir. Quieren conservar la posibilidad de adoptar sus últimas disposiciones, de decir una oración postrera, una última palabra a los asistentes. Impedírselo repugna al sentimiento cristiano y aun simplemente humano. La anestesia empleada al acercarse la muerte, con el único fin de evitar al enfermo un final consciente, sería no ya una conquista notable de la terapéutica moderna, sino una práctica verdaderamente deplorable. Vuestra pregunta presuponía más bien la hipótesis de una indicación clínica seria (por ejemplo, dolores violentos, estados morbosos de depresión y de angustia). El moribundo no puede permitir, y menos aún pedir al médico, que le procuren la inconsciencia si de ese modo se incapacita para cumplir deberes morales graves, por ejemplo, arreglar asuntos importantes, hacer su testamento, confesarse. Ya hemos dicho que la razón de adquirir mayores méritos no basta por sí sola para hacer ilícito el uso de narcóticos. Para juzgar sobre esta licitud habrá que preguntarse también si la narcosis será relativamente breve (por una noche o por algunas horas) o prolongada (con o sin interrupciones) y considerar si el uso de las facultades superiores volverá en ciertos momentos, durante algunos minutos siquiera o durante algunas horas, de modo que dé al moribundo la posibilidad de hacer lo que su deber le impone (por ejemplo, reconciliarse con Dios). Por lo demás, un médico concienzudo, aun cuando no sea cristiano, jamás cederá a las presiones de quien quisiere, contra la voluntad del moribundo, hacerle perder su lucidez para impedirle que tome ciertas decisiones. Cuando, a pesar de las obligaciones que le incumben, el moribundo pide la narcosis, para la cual hay motivos serios, un médico consciente de su deber no se prestará a ello, sobre todo si es cristiano, sin invitarle antes, bien por sí mismo, o mejor aún, por intermedio de otro, a cumplir previamente sus obligaciones. Si el enfermo se niega obstinadamente a ello y persiste en pedir el narcótico, el médico se lo puede dar sin hacerse culpable de cooperación formal a la falta cometida. Esta, en efecto, no depende de la narcosis, sino de la voluntad inmoral del paciente; se le dé o no la analgesia, su comportamiento será idéntico: no cumplirá su deber. Queda, sí, la posibilidad de arrepentimiento, pero no hay ninguna probabilidad seria de ello; y ¿quién sabe si no se endurecerá aún más en el mal? Pero si el moribundo ha cumplido todos sus deberes y recibido los últimos sacramentos, si las indicaciones médicas claras sugieren la anestesia, si en la fijación de las dosis no se pasa de la cantidad permitida, si se mide cuidadosamente su intensidad y duración y el enfermo está conforme, entonces ya no hay nada que a ello se oponga: la anestesia es moralmente lícita. ¿Debería renunciarse al narcótico, si su acción acortase la duración de la vida? Desde luego, toda forma de eutanasia directa, o sea, la administración de narcótico con el fin de provocar o acelerar la muerte, es ilícita, porque entonces se pretende disponer directamente de la vida. Uno de los principios fundamentales de la moral natural y cristiana es que el hombre no es dueño y propietario de su cuerpo y de su existencia, sino únicamente usufructuario. Se arroga un derecho de disposición directa cuantas veces uno pretende abreviar la vida como fin o como medio. En la hipótesis a que os referís, se trata únicamente de evitar al paciente dolores insoportables: por ejemplo, en casos de cáncer inoperable o de enfermedades incurables. Si entre la narcosis y el acortamiento de la vida no existe nexo alguno causal directo, puesto por la voluntad de los interesados o por la naturaleza de las cosas (como sería el caso, si la supresión del dolor no se pudiese obtener sino mediante el acortamiento de la vida), y si, por lo contrario, la administración de narcóticos produjese por sí misma dos efectos distintos, por una parte el alivio de los dolores y por otra la abreviación de la vida, entonces es lícita; aún habría que ver si entre esos dos efectos existe una proporción razonable y si las ventajas del uno compensan los inconvenientes del otro. Importa también, ante todo, preguntarse si el estado actual de la ciencia no permite obtener el mismo resultado empleando otros medios, y luego no traspasar en el uso del narcótico los límites de lo prácticamente necesario. Conclusión y respuesta a la tercera pregunta En resumen, Nos preguntabais: "La supresión del dolor y del conocimiento por medio de narcóticos (cuando la reclama una indicación médica), ¿está permitida por la religión y la moral al médico y al paciente (aun al acercarse la muerte y previendo que el empleo de narcóticos acortará la vida)?". Se ha de responder: "Si no hay otros medios y si, dadas las circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales, sí". Como lo hemos ya explicado, el ideal del heroísmo cristiano no obliga, al menos de manera general, a rechazar una narcosis, por otra parte justificada, ni aun al acercarse la muerte; todo depende de las circunstancias concretas. La resolución más perfecta y más heroica puede darse lo mismo admitiendo que rechazando la narcosis. Exhortación final Nos atrevemos a esperar que estas reflexiones sobre la analgesia, considerada desde el punto de vista moral y religioso, os ayudarán a cumplir vuestros deberes profesionales con un sentido más profundo aún de vuestras responsabilidades. Deseáis seguir enteramente fieles a las exigencias de vuestra fe cristiana y conformar totalmente a ella vuestra actividad. Pues lejos de concebir esas exigencias como trabas puestas a vuestra libertad y a vuestra iniciativa, ved más bien en ellas el llamamiento a una vida infinitamente más elevada y más bella, que no se puede conquistar sin esfuerzos ni renuncias, pero cuya plenitud y alegría se dejan ya sentir aquí abajo para quien sabe entrar en comunión con la persona de Cristo, que vive en su Iglesia, animándola con su espíritu, difundiendo en todos sus miembros su amor redentor, el único que ha de triunfar definitivamente del sufrimiento y de la muerte. Nos imploramos que el Señor os colme de sus dones, a vosotros, a vuestras familias y a vuestros colaboradores, y de todo corazón os concedemos Nuestra paternal Bendición Apostólica. |