Magisterio de la Iglesia
Discurso al X Congreso
de cirugía plástica
Pío XII
4 de octubre de 1958
Nos
sirve de viva complacencia vuestra visita, señores participantes en el X
Congreso de Cirugía plástica.
El hecho de que una administración pública hospitalaria, cual es la de la renombrada y benemérita Institución romana, haya promovido la creación de un Departamento de Cirugía Plástica, hasta ahora realizada en esta o aquella clínica, es una prueba elocuente del serio e importante desarrollo alcanzado por esta parte de la cirugía. En verdad, la cirugía plástica o -como también se la llama, teniendo en cuenta las leves diferencias de significado- estética o reparadora, ya practicada desde la remota antigüedad en proporciones y con medios rudimentarios, ha dado pasos de gigante en el presente siglo, destacándose apenas en el último trentenio de la cirugía general. A tal clase de autonomía han concurrido, de una parte, el progreso universal de las ciencias médicas; de otra, el crecido número de casos que requieren la intervención del cirujano restaurador a causa de la multiplicación de los Tales prejuicios no impiden definir la cirugía plástica como una ciencia y un arte, ordenado en sí mismos al beneficio de la Humanidad, y también, en lo que concierne a la persona del cirujano, una profesión en que se encuentran empeñados importantes valores éticos y psicológicos. La cirugía plástica ante la Iglesia y la moral Mas el cirujano plástico, como todo médico, no es sólo un científico y técnico, prisionero de su profesión, de modo que su rectitud esté únicamente medida por la fidelidad a los preceptos de su ciencia y arte. Ningún bien y valor del hombre o del mundo está tan cerrado en sí mismo que no tenga alguna relación con todos los otros. Relaciones y responsabilidades reales vinculan al cirujano: como hombre, a Dios y a sus leyes; como profesional, a la sociedad, a cuyos miembros dedica su trabajo. La conciencia de hombre y de profesional debe, por consiguiente, inspirarle en sus resoluciones y actos, aun antes que su mano benéfica se pose sobre los cuerpos para proporcionarles los cambios sugeridos por la ciencia y por la técnica. Los múltiple s reflejos derivados de una intervención quirúrgica deben ser, por lo tanto, considerados a la luz de la conciencia cristiana y profesional, a fin de que la obra del cirujano plástico sea perfecta bajo todos los aspectos. Entre los más estrechamente ligados a su profesión, hay algunos importantes de naturaleza moral y psicológica, de los cuales daremos una breve síntesis. El desarrollo enteramente reciente de la cirugía plástica, y más propiamente estética, ha tenido vivo durante mucho tiempo en la conciencia cristiana el interés en torno a la licitud de sus intervenciones, particularmente de las encaminadas no tanto a la recomposición funcional, cuanto a obtener un positivo embellecimiento de la persona, por ejemplo, con la modificación de los rasgos fisonómicos o simplemente con la ablación de las arrugas sobrevenidas por el transcurso natural del tiempo. La belleza física del hombre, manifestada principalmente en el rostro, es en sí misma un bien, aunque subordinado a otros bienes superiores, y, por lo tanto, apreciable y deseable. Ella es, en efecto, una impronta de la belleza del Creador, perfección del compuesto humano, síntoma normal de la salud física. Casi mudo lenguaje del alma, por todos inteligible, la belleza está ordenada a expresar al exterior los valores internos del espíritu, puesto que, como enseña el Doctor Angélico, el fin próximo del cuerpo es el alma racional; por ello, en tanto puede aquél decirse perfecto en cuanto posee todos los requisitos que lo hacen instrumento apto del alma y de sus operaciones[1]. Prescindiendo ahora de indagar sobre el proceso psicológico del sujeto, que revela o manifiesta la belleza fuera de sí, mediante el testimonio de complacencia ofrecido por el ojo, según la conocida definición pulchra enim dicuntur quae visa placent[2], no hay duda de que existen en la realidad exterior elementos que suscitan sensaciones gratas a la vista, bien lejanas de poderse reducir todas y siempre, como pretende una especial escuela psicoanalítica, a la esfera del instinto, que preside en la conservación de la especie. Aplicando a nuestro tema el clásico análisis de los tres elementos constitutivos de lo bello[3], la belleza física del cuerpo y del rostro humanos exige la perfección de cada uno de los miembros o partes, la armonía entre ellos y, sobre todo, la sinceridad en expresar los valor es internos del espíritu, papel éste más propio del rostro. Respecto a los dos primeros elementos, desde la remota antigüedad existen cánones bien conocidos por los artistas y por vosotros, cultivadores de la cirugía plástica, como aquel, por ejemplo, que reparte el perfil del rostro desde el arco superciliar a la barbilla en seis medidas iguales; o bien el otro, que establece la perfección de la línea nasal en su derechura. Sin embargo, éstos y otros cánones semejantes no pretenden fijar un tipo único de belleza, mucho menos para todas las razas humanas, sino los límites fuera de los cuales están la imperfección y la deformidad. Mientras que la perfección y la armonía de las partes son fácilmente recognoscibles y están casi sujetas a medidas, la sinceridad de expresión nace sólo de la intuición de quien observa; y, sin embargo, es elemento más determinante al imprimir en un rostro el sello de la belleza, dando lugar a una variedad casi infinita de tipos. Ahora bien, no hay duda de que el cristianismo y su moral jamás han condenado como ilícita en sí la estimación y el cuidado ordenado de la belleza física; al contrario, los preceptos que prohíben la automutilación, que asignan a solo Dios el pleno dominio del cuerpo, que exigen el cuidado ordenado de la salud física, incluyen implícitamente también la referencia hacia todo lo que sea una perfección del cuerpo. ¿Será necesario recordar cómo el sentido y el cuidado estéticos son una característica de las manifestaciones exteriores de la Iglesia y de su arte? Y aun así la moral cristiana, que mira a su fin último y abraza y regula la totalidad de los valores humanos, no puede menos de asignar a la belleza física el puesto que le compete y que, ciertamente, no está en la cima de la escala de valores, puesto que no es un bien ni espiritual ni esencial. El respeto hacia tal graduación explica esta o aquella desconfianza o, a veces, el menosprecio de la belleza física que puede encontrarse en la literatura de moral y ascética y en las biografías de los santos. Y es que cuando el moderno desarrollo de la cirugía estética pide a la moral cristiana su pensamiento, no hace sino preguntarle en qué gradación de los valores debe colocarse la belleza física. La moral cristiana responde que ésta es un bien, pero corporal, ordenado a todo el hombre y, como los otros bienes del mismo género, susceptible de abusos. Como bien y don de Dios, la belleza es estimada y cuidada sin exigir, por l o demás, como deber el recurso a medios extraordinarios. Supongamos un individuo que pide a la cirugía estética el perfeccionamiento de sus rasgos ya conformes a los cánones de la normal estética, excluyendo toda intención no recta, cualquier peligro para la salud y todo otro reflejo contrario a la virtud, y sólo -porque una razón es bien necesario que se dé- por la estima de la perfección estética y por el goce de su posesión. ¿Cuál será el juicio de la moral cristiana? Tal deseo o acto, como se presenta en la hipótesis, no es en sí moralmente ni bueno ni malo, sino que sólo las circunstancias, a las que en concreto ningún acto puede sustraerse, le darán el valor moral de bien o de mal, de lícito o de ilícito. De ahí se deriva que la moralidad de los actos relativos a la cirugía estética depende de las circunstancias concretas de cada caso. En la valoración moral de éstas, las principales condiciones más pertinentes a la materia y resolutivas de la gran casuística, que se presentan a la cirugía estética, son las siguientes: que la intención sea recta, que la salud general del sujeto esté defendida contra notables riesgos, que los motivos sean razonables y proporcionados al "medio extraordinario" a que se recurre. Es evidente, por ejemplo, la ilicitud de una intervención requerida con el propósito de acrecentar la propia fuerza de seducción o de inducir así más fácilmente a otros al pecado; o, exclusivamente, para sustraer un reo a la justicia; o que cause daño a las funciones regulares de los órganos físicos; o que se quiera por mera vanidad o capricho de la moda. Por lo contrario, numerosos motivos legitiman a veces, y otras aconsejan positivamente, la intervención. Algunas deformidades o también imperfecciones son causa de turbaciones psíquicas en el sujeto o se convierten también en obstáculo para las relaciones sociales y familiares o en impedimento -especialmente en personas consagradas a la vida pública o al arte- para el desarrollo de su actividad. De otra parte, cuando la reparación no fuese posible, las máximas cristianas, en su inagotable riqueza, están en condición de sugerir los motivos e inspirar la fuerza que hacen tolerar con serenidad los defectos físicos permitidos por misteriosos designios divinos. Considerada así la belleza física a la luz cristiana y respetadas las condiciones morales indicadas, la cirugía estética, lejos de oponerse a la voluntad de Dios cuando restituye la perfección a la obra máxima de la creación visible, el hombre, antes parece que la secunda y que le rinde más claro testimonio a su sabiduría y bondad. Igualmente importantes y en cierto sentido más inmediatamente conexos con el ejercicio de la cirugía plástica son los reflejos psicológicos. La cirugía plástica se encuentra no raramente ante problemas que no dependen sólo de una técnica irreprensible y del virtuosismo del operador que sabe corregir los defectos físicos de la persona, dando de nuevo a ésta su estado y su forma normal. Ya en este oficio la mano del cirujano parece que repite, en cierto modo, el acto de la mano de Dios que modela al hombre. Hay, sin embargo, circunstancias en las que el operador de cirugía plástica se encuentra frente a condiciones más elevadas, de orden espiritual, de las que es necesario que él tenga pleno conocimiento y, por ello, adecuada preparación para convertirse, también en esos casos, casi en colaborador de Dios. En efecto, como se Nos ha señalado, a veces fenómenos gravísimos "se originan por el conocimiento que los enfermos tienen de los defectos físicos de que son portadores". Situaciones de esta clase, caracterizadas por repercusiones psicológicas encuentra el cirujano plástico no pocas veces; más aún, son quizá más frecuentes que en otras ramas de la cirugía. Cuando los antiguos, con la mentalidad propia de las civilizaciones no cristianas, repetían la frase cave a signatis [guárdate de los señalados], expresaban sobre base empírica la realidad de algunos fenómenos que la moderna psicología experimental ha examinado atentamente, buscando en ellos las causas y posibilidades de una terapéutica eficaz. Son fenómenos por lo general inadvertidos en su génesis, pero no menos ciertos y dañosos, que nacen de un sentimiento de inferioridad física o estética, en parangón con los coetáneos o los semejantes; sentimiento que, además de hacer triste la vida de quien no tiene la fuerza moral para superarlo, tiende a enraizarse y estabilizarse en complejos que pueden incluso conducir a profundas anomalías del carácter y de la conducta, hasta a la psicosis y, a veces (Dios no lo quiera), al delito y al suicidio. Si ante estos enfermos el deber de asistirlos puede atañer a muchos, desde el sacerdote al médico psiquiatra y al amigo, cuando la causa consiste en un defecto físico que la cirugía plástica está en condiciones de suprimir, no habrá quien no comprenda que la intervención quirúrgica corresponde no sólo a una indicación médica, ni sólo a una indicación estética, sino también a un motivo espiritual sugerido por aquella caridad de Cristo que se derrama en todo aspecto de la vida humana, conduciendo, a ejemplo del Divino Maestro, a mitigar todo dolor, incluso los escondidos, ignorados o transformados. Estos peculiares aspectos de la cirugía plástica exigen, evidentemente, una profunda conciencia de las propias posibilidades y responsabilidades, como también una ejercitada pericia, además de la competencia estrictamente técnica de vuestro arte, para emplear motivos y métodos de conducta que se refieren a otros sectores de estudio. Por lo demás, en estos tiempos en que en todo campo se requiere cada vez más la competencia especializada, a la que se condicionan los resultados científicos y técnicos de la civilización moderna, es muy oportuno y meritorio el esfuerzo en alcanzar una más vasta cultura de otras disciplinas o especialidades que miran al hombre, como la psicología y la religión. La psicología moderna[4] se detiene a menudo en estudiar las mutuas relaciones del alma y del cuerpo, poniendo de relieve cómo una operación defectuosa del alma puede acarrear al cuerpo daños notables y, viceversa, una afección física puede ser causa de una perturbación del alma. Se afirma, igualmente, que no es raro el caso de una enfermedad somática que, aun no siendo determinada por causas psíquicas, no produzca complicaciones psicológicas de varia naturaleza que, a su vez, repercuten la afección orgánica. Estas y semejantes afirmaciones de escritores contemporáneos impulsan la acción del médico en todo campo en que él esté en condiciones de procurar la salud del cuerpo e, indirectamente, también la del alma, y exigen ser examinadas debidamente en cada caso. Es necesario, por ejemplo, saber distinguir cuándo se trata de psicopáticos constitucionales, más gravemente sujetos a las complicaciones del subconsciente, o de enfermos que presentan fenómenos psíquicos de naturaleza esencialmente reactiva, sobre todo, los ligados a la minoración física congénita o adquirida que la cirugía plástica se propone corregir. Se presenta así una serie de condiciones diversas que el médico debe estudiar con sus anámnesis, con sus investigaciones objetivas que tiene en cuenta en su método curativo para influir no sólo sobre el cuerpo, sino también sobre el estado psíquico, consciente e inconsciente del enfermo, en orden a sus sentimientos, a sus condiciones externas y a su futuro. De estas breves reflexiones se puede fácilmente argüir cuánta sea la importancia, delicadeza y mérito de vuestra profesión. Como expresión del admirable progreso realizado en estos últimos años por las ciencias médicas, la cirugía plástica corona, por decirlo así, su obra benéfica restituyendo armonía y decoro a los miembros y, a veces también, al espíritu. ¡Cuántas almas, agobiadas por complejos de inferioridad y casi impedidas en su actividad, encuentran dinamismo y serenidad de vida en vuestras hábiles y fraternales manos! ¡Cuántos rostros de hijos de Dios a quienes la desventura ha negado el don de reflejar su belleza recobran la perdida sonrisa mediante vuestra ciencia y arte! Sed siempre conscientes de que vuestra misión puede y debe sobrepasar los tejidos y las formas, llegar hasta el alma, cuya belleza interior enseñaréis a estimar. Con estos votos y en la confianza de que vuestros estudios señalen cada vez mayores progresos a esta especial cirugía, invocamos los favores celestiales sobre vosotros, sobre vuestras familias, sobre vuestros pacientes. |