Magisterio de la Iglesia

Discurso dirigido al Congreso de Obstétricas Católicas

Pío XII
20 de octubre de 1951
Al Congreso de Obstétricas Católicas, de la
 Unión Italiana de Obstétricas con la colaboración
 de la Federación Nacional de Colegios de Comadronas

   Velar con solicitud sobre aquella cuna silenciosa y obscura donde Dios infunde al germen dado por los padres un alma inmortal, para prodigar vuestros cuidados a la madre y preparar un nacimiento feliz al niño que ella lleva en si: he ahí, amadas hijas, el objeto de vuestra profesión, el secreto de su grandeza y de su belleza.

   Cuando se piensa en esta admirable colaboración de los padres, de la Naturaleza y de Dios, de la cual viene a la luz un nuevo ser humano a imagen y semejanza del Creador (cfr. Gen 1, 26-27), ¿cómo podría no apreciarse en su justo valor el concurso precioso que vosotras aportáis a tal obra? La heroica madre de los Macabeos advertía a sus hijos: "Yo no sé de qué modo habéis tomado el ser en mi seno; yo no os he dado el espíritu y la vida, ni he compuesto el organismo de ninguno de vosotros. Así, pues, es el Creador del Universo el que ha formado al hombre en su nacimiento" (2 Mac 7, 22).

Respetar el orden fijado por Dios

   Por eso, quien se acerca a esta cuna del devenir de la vida y ejercita ahí su actividad de uno u otro modo, debe conocer el orden que el Creador quiere que sea mantenido y las leyes que lo rigen. Porque no se trata aquí de puras leyes físicas, biológicas, a las que necesariamente obedecen agentes privados de razón y fuerzas ciegas, sino de leyes cuya ejecución y cuyos efectos están confiados a la voluntaria y libre cooperación del hombre.

   Este orden, fijado por la inteligencia suprema, va dirigido al fin querido por el Creador; comprende la obra exterior del hombre y la adhesión interna de su libre voluntad; implica la acción y la omisión. La naturaleza pone a disposición del hombre toda la concatenación de las causas de las que surgirá una nueva vida humana; toca al hombre dar suelta a su fuerza viva y a la Naturaleza desarrollar su curso y conducirla a término. Después que el hombre ha cumplido su parte y ha puesto en movimiento la maravillosa evolución de la vida, su deber es respetar religiosamente su progreso, deber que le prohibe detener la obra de la Naturaleza o impedir su natural desarrollo.

   De esta forma, la parte de la Naturaleza y la parte del hombre están netamente delimitadas. Vuestra formación profesional y vuestra experiencia os ponen en situación de conocer la acción de la Naturaleza y la del hombre, lo mismo que las normas y las leyes a que ambos están sujetos; vuestra conciencia, iluminada por la razón y la fe bajo la guía de la Autoridad establecida por Dios, os enseña hasta dónde se extiende la acción lícita y dónde, en cambio, se impone estrictamente la obligación de la omisión.

   A la luz de estos principios, Nos proponemos ahora exponeros algunas consideraciones sobre el apostolado al que vuestra profesión os compromete. En efecto, toda profesión querida por Dios importa una misión, a saber: la de realizar en el campo de la profesión misma los pensamientos y las intenciones del Creador y ayudar a los hombres a comprender la justicia y la santidad de los designios divinos y el bien que deriva para ellos mismos de su cumplimiento.

I. VUESTRO APOSTOLADO PROFESIONAL SE EJERCITA
EN PRIMER LUGAR POR MEDIO DE VUESTRA PERSONA

   ¿Por qué se os llama? Porque se está convencido de que conocéis vuestro arte, de que sabéis qué necesitan la madre y el niño, a qué peligros están ambos expuestos, cómo pueden ser evitados o suprimidos estos peligros. Se espera de vosotras consejo y ayuda, naturalmente, no de modo absoluto, sino en los límites del saber y del poder humano, según el progreso y el estado presente de la ciencia y de la práctica en vuestra especialidad.

   Si todo esto se espera de vosotras, es porque se tiene confianza en vosotras, y esta confianza es, ante todo, cosa personal. Vuestra persona debe inspirarla. Que esta confianza no sea burlada, es no sólo vivo deseo vuestro, sino también una exigencia de vuestro oficio y de vuestra profesión y, por lo tanto, un deber de vuestra conciencia. Por eso debéis tender a elevaros hasta el ápice de vuestros conocimientos específicos.

   Pero vuestra habilidad profesional es también una exigencia y una forma de vuestro apostolado. ¿Qué crédito encontraría, en efecto, vuestra palabra en las cuestiones morales y religiosas relacionadas con vuestro oficio si apareciéseis deficientes en vuestros conocimientos profesionales? Por el contrario, vuestra intervención en el campo moral y religioso será de un peso muy diferente si sabéis imponer respeto con vuestra superior capacidad profesional. Al juicio favorable que os habréis ganado con vuestro mérito se añadirá, en el espíritu de aquellos que recurren a vosotras, la bien fundada persuasión de que el cristianismo de convicción y fielmente practicado, lejos de ser un obstáculo para el valor profesional, es un estímulo y una garantía de él. Verán claramente que, en el ejercicio de vuestra profesión, vosotras tenéis conciencia de vuestra responsabilidad ante Dios; que en vuestra fe en Dios encontráis el más fuerte motivo para asistir con tanta mayor entrega cuanto más grande es la necesidad; que en el sólido fundamento religioso encontráis vosotras la firmeza para oponer a irracionales e inmorales pretensiones (de cualquier parte que ellas vengan) un tranquilo, pero impávido e irreformable "no".

   Estimadas y apreciadas como sois por vuestra conducta personal no menos que por vuestra ciencia y experiencia, veréis cómo se os confían de buen grado los cuidados de la madre y del niño, y acaso sin que vosotras mismas os déis cuenta ejercitaréis un profundo, frecuentemente silencioso, pero eficaz apostolado de cristianismo vivido. Porque por grande que pueda ser la autoridad moral que se debe a las cualidades propiamente profesionales, la acción del hombre sobre el hombre se lleva a cabo sobre todo con el doble sello de la verdadera humanidad y del verdadero cristianismo.

II. EL SEGUNDO ASPECTO DE VUESTRO APOSTOLADO ES EL CELO PARA SOSTENER EL VALOR Y LA INVIOLABILIDAD DE LA VIDA HUMANA

   El mundo presente tiene urgente necesidad de ser convencido de ello con el triple testimonio de la inteligencia, del corazón y de los hechos. Vuestra profesión os ofrece la posibilidad de dar tal testimonio y hacer de ello un deber. Acaso es una simple palabra dicha oportunamente y con tacto a la madre o al padre; con más frecuencia es toda vuestra conducta y vuestra manera consciente de obrar la que influye discretamente, silenciosamente, sobre ellos. Estáis más que otros en situación de conocer y de apreciar lo que la vida humana es en sí misma y lo que vale ante la sana razón, ante vuestra conciencia moral, ante la sociedad civil, ante la Iglesia y, sobre todo, a los ojos de Dios.

A) La destinación de la vida y el derecho a la vida

   El Señor ha hecho todas las restantes cosas sobre la faz de la tierra para el hombre, y el hombre mismo, por lo que toca a su ser y a su esencia, ha sido creado para Dios y no para criatura alguna, aunque en cuanto a sus obras tiene también obligaciones hacia la sociedad. Ahora bien, "hombre" es el niño, aunque no haya todavía nacido; en el mismo grado y por el mismo título que la madre.

   Además, todo ser humano, aunque sea el niño en el seno materno, recibe derecho a la vida inmediatamente de Dios, no de los padres, ni de clase alguna de la sociedad o autoridad humana. Por eso no hay ningún hombre, ninguna autoridad humana, ninguna ciencia, ninguna "indicación" médica, eugenésica, social, económica, moral, que pueda exhibir o dar un título jurídico válido para una disposición deliberada directa sobre una vida humana inocente; es decir, una disposición que mire a su destrucción, bien sea como fin, bien como medio para otro fin que acaso de por sí no sea en modo alguno ilícito. Así, por ejemplo, salvar la vida de la madre es un nobilísimo fin; pero la muerte directa del niño como medio para este fin no es lícita. La destrucción directa de la llamada "vida sin valor", nacida o todavía sin nacer, que se practicó pocos años hace, en gran escala, no se puede en modo alguno justificar. Por eso, cuando esta práctica comenzó, la Iglesia declaró formalmente que era contrario al derecho natural y divino positivo, y por lo tanto ilícito matar, aunque fuera por orden de la autoridad pública, a aquellos que, aunque inocentes, a consecuencia de taras físicas o psíquicas, no son útiles a la nación, sino más bien resultan cargas para ella (Decr. S. Off. 2 dic. 1940; AAS, val. 32, 1940, páginas 553-554). La vida de un inocente es intangible y cualquier atentado o agresión directa contra ella es la violación de una de las leyes fundamentales, sin las que no es posible una segura convivencia humana.

B) No matarás

   No tenemos necesidad de enseñaros en detalle la significación y la importancia en vuestra profesión de esta ley fundamental, pero no olvidéis que por encima de cualquier ley humana, de cualquier "indicación", se eleva, indefectiblemente, la ley de Dios.

   El apostolado de vuestra profesión os impone el deber de comunicar también a otros el conocimiento, la estima y el respeto de la vida humana que vosotras nutrís en vuestro corazón por convicción cristiana: tomar, cuando es necesario, valientemente, la defensa de ella y proteger, cuando es necesario y está en vuestro poder, a la indefensa y todavía oculta vida del niño apoyándoos sobre la fuerza del precepto divino: Non occides: no matarás (Ex 20, 13). Tal función defensiva se presenta a veces como lo más necesario y urgente; sin embargo, no es la más noble ni la más importante parte de vuestra misión, porque ésta no es puramente negativa, sino, sobre todo, constructiva y tiende a promover, edificar y reforzar.

C) Estima y deseo del niño

   Infundid en el espíritu y en el corazón de la madre y del padre la estima, el deseo, el gozo, la acogida amorosa del recién nacido desde su primer vagido. El niño formado en el seno materno es un regalo de Dios (Sal 127, 3), que ponía su cuidado a los padres. ¡Con qué delicadeza, con qué encanto muestra la Sagrada Escritura la graciosa corona de los hijos reunidos en torno a la mesa del padre! Son la recompensa del justo, como la esterilidad es con frecuencia el castigo del pecador. Escuchad la palabra divina expresada con la insuperable poesía del Salmo: "Tu esposa será como vid abundante en lo íntimo de tu casa y tus hijos como renuevos de olivo alrededor de tu mesa. He aquí de qué modo es bendecido el hombre temeroso de Dios" (Sal 128, 3-4). Mientras que del malvado se ha escrito: "Tu posteridad sea condenada a exterminio, y en la próxima generación extingase hasta el nombre" ( Sal 109, 13).

   Desde su nacimiento, apresuraos -como hacían ya los antiguos romanos- a poner al niño en los brazos del padre, pero con un espíritu incomparablemente más elevado. Entre aquellos era la afirmación de la paternidad y de la autoridad que de ella deriva; aquí es el homenaje de reconocimiento hacia el Creador, la invocación de la bendición divina, el compromiso de cumplir con devoto afecto el oficio que Dios les ha encomendado. Si el Señor alaba y premia al servidor fiel por haber hecho fructificar cinco talentos (cfr. Mt 25. 21), ¿qué elogio, qué recompensa reservará al padre que ha custodiado y educado para él la vida humana que se le confió, superior a todo el oro y toda la plata del mundo?

   Pero vuestro apostolado se dirige sobre todo a la madre. Sin duda, la voz de la Naturaleza habla en ella y le pone en el corazón el deseo, el gozo, la valentía, el amor, la voluntad de tener cuidado del niño; pero para vencer las sugestiones de la pusilanimidad en todas sus formas, aquella voz tiene necesidad de ser reforzada y de tomar, por decirlo así, un acento sobrenatural. A vosotras os toca hacer gustar a la joven madre, menos con las palabras que con toda vuestra manera de ser y obrar, la grandeza, la belleza, la nobleza de aquella vida que se desarrolla, se forma y vive en su seno, que nace de ella, que ella lleva en sus brazos y nutre de su pecho; hacer resplandecer a sus ojos y en su corazón el gran don del amor de Dios hacia ella y hacia su niño.

   La Sagrada Escritura os hace escuchar en múltiples ejemplos el eco de la oración suplicante y después el de los cantos de reconocida alegría de tantas madres finalmente oídas, tras de haber implorado largamente con lágrimas la gracia de la maternidad. También los dolores que, después de la culpa original, debe sufrir la madre para dar a luz a su niño, no hacen sino apretar más el vínculo que les une; ella le amará tanto más cuanto más dolor le ha costado. Esto lo ha expresado con profunda y conmovedora simplicidad aquel que plasmó el corazón de las madres: "La mujer, cuando pare, sufre dolor porque ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, no se acuerda ya de la angustia por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo" (Jn 16,21). Y en otro pasaje, el Espíritu Santo, por la pluma del apóstol San Pablo, muestra una vez más la grandeza y la alegría de la maternidad: Dios da a la madre el niño, pero al darlo le hace cooperar efectivamente al abrirse de la flor cuya semilla había puesto en sus vísceras, y esta cooperación viene a ser el camino que le conduce a su salvación eterna: "se salvará la mujer por la generación de los hijos" (Tim 2,15).

   Este acuerdo perfecto de la razón y de la fe os da la garantía de que estáis en la verdad plena y de que podéis proseguir con seguridad y sin duda vuestro apostolado de estima y de amor hacia la vida naciente. Si conseguís ejercitar este apostolado junto a la cena donde llora el recién nacido, no será demasiado difícil obtener lo que vuestra conciencia profesional, en armonía con la ley de Dios y de la Naturaleza, os impone prescribir para el bien de la madre y del niño.

D) Los hijos, más que "peso", son "bendición"

   No necesitamos demostraros a vosotras, que tenéis experiencia de ello, cuán necesario es hoy este apostolado de la estima y del amor hacia la nueva vida. Sin embargo, no son raros los casos en que el hablar, aunque sólo sea con un acento de cautela, de los hijos como de una "bendición", basta para provocar contradicciones y acaso hasta burlas. Con mucha más frecuencia domina la idea y la palabra del grave "peso" de los hijos. ¡Cuán opuesta al pensamiento de la Naturaleza es esta mentalidad! Si hay condiciones y circunstancias en que los padres, sin violar la ley de Dios, pueden evitar la "bendición de los hijos", sin embargo, estos casos de fuerza mayor no autorizan a pervertir las ideas, a depreciar los valores y a vilipendiar a la madre que ha tenido el valor y el honor de dar la vida.

E) El bautismo, particularmente en caso de urgencia

   Si lo que hasta ahora hemos dicho toca a la protección y al cuidado de la vida natural, con mucha mayor razón debe valer para la vida sobrenatural que el recién nacido recibe con el bautismo. En la presente economía no hay otro medio para comunicar esta vida al niño, que no tiene todavía uso de razón. Y, sin embargo, el estado de gracia en el momento de la muerte es absolutamente necesario para la salvación: sin él no es posible llegar a la felicidad sobrenatural y a la visión beatifica de Dios. Un acto de amor puede bastar al adulto para conseguir la gracia santificante y suplir el defecto del bautismo; al que todavía no ha nacido o al niño recién nacido este camino no le está abierto. Si se considera, pues, que la caridad hacia el prójimo impone asistirle en caso de necesidad, que esta obligación es tanto más grave y urgente cuanto más grande es el bien que hay que procurar o el mal que hay que evitar, y cuanto menos el necesitado es capaz de ayudarse y de salvarse por sí mismo, entonces es fácil comprender la grande importancia de atender al bautismo de un niño, privado de todo uso de razón y que se encuentra en grave peligro o ante una muerte segura. Sin duda este deber obliga, en primer lugar, a los padres; pero en los casos de urgencia, cuando no hay tiempo que perder y no es posible llamar a un sacerdote, os toca a vosotras el sublime oficio de conferir el bautismo. No dejéis, pues, de prestar este servicio caritativo y de ejercitar este activo apostolado de vuestra profesión. Que os sirva de aliento y de estímulo la palabra de Jesús: "Bienaventurados los misericordiosos, porque encontrarán misericordia" (Mt 5, 7) ¡Y qué misericordia más grande y más bella que asegurar al alma del niño -entre el umbral de la vida que apenas ha nacido y el umbral de la muerte que se apresta a pasar- la entrada en la eternidad gloriosa y beatificante!

III. UN TERCER ASPECTO DE VUESTRO APOSTOLADO PROFESIONAL SE PODRÍA DENOMINAR EL DE LA ASISTENCIA DE LA MADRE EN EL CUMPLIMIENTO PRONTO Y GENEROSO DE SU FUNCIÓN MATERNA

A) Sincera aceptación de la maternidad

   Apenas hubo escuchado el mensaje del ángel, María Santísima respondió: "¡He aquí la esclava del Señor! Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Un "fiat", un "sí" ardiente a la vocación de madre, Maternidad virginal, incomparablemente superior a toda otra; pero maternidad real en el verdadero y propio sentido de la palabra (cfr. Gal 4,4). Por eso, al recitar el Angelus Domini, después de haber recordado la aceptación de María, el fiel concluye inmediatamente: "Y el Verbo se hizo carne" (Jn 1,14).

   Es una de las exigencias fundamentales del recto orden moral que al uso de los derechos conyugales corresponda la sincera aceptación interna del oficio y del deber de la maternidad. Con esta condición camina la mujer por la vía establecida por el Creador hacia el fin que Él ha asignado a su criatura, haciéndola, con el ejercicio de aquella función, participante de su bondad, de su sabiduría y de su omnipotencia, según el anuncio del Angel: Concipies in utero et paries: concebirás en tu seno y parirás (cfr. Lc 1, 31).

   Si éste es, pues, el fundamento biológico de vuestra actividad profesional, el objeto urgente de vuestro apostolado será: trabajar por mantener, despertar, estimular el sentido y el amor del deber de la maternidad.

B) Ninguna cooperación inmoral

   Cuando los cónyuges estiman y aprecian el honor de suscitar una nueva vida, cuyo brote esperan con santa impaciencia, vuestra tarea es bien fácil: basta cultivar en ellos este sentimiento interno: la disposición para acoger y para cuidar aquella vida naciente sigue entonces como por sí misma. Pero con frecuencia no es así; con frecuencia el niño no es deseado; peor aún, es temido. ¿Cómo podría en tales condiciones existir la prontitud para el deber? Aquí vuestro apostolado debe ejercitarse de una manera efectiva y eficaz: ante todo, negativamente, rehusando toda cooperación inmoral; y positivamente, dirigiendo vuestros delicados cuidados a disipar los prejuicios, las varias aprensiones o los pretextos pusilánimes, a alejar, cuanto os sea posible, los obstáculos, incluso exteriores, que puedan hacer penosa la aceptación de la maternidad. Si no se recurre a vuestro consejo y a vuestra ayuda, sino para facilitar la procreación de la nueva vida, para protegerla y encaminarla hacia su pleno desarrollo, vosotras podéis sin más prestar vuestra cooperación. ¿Pero en cuántos otros casos se recurre a vosotras para impedir la procreación y la conservación de esta vida, sin respeto alguno de los preceptos de orden moral? Obedecer a tales exigencias sería rebajar vuestro saber y vuestra habilidad, haciéndoos cómplices de una acción inmoral; sería pervertir vuestro apostolado. Este exige un tranquilo, pero categórico "no", que no permite transgredir la ley de Dios y el dictamen de la conciencia. Por eso vuestra profesión os obliga a tener un claro conocimiento de aquella ley divina de modo que la hagáis respetar, sin quedaros más aquí ni más allá de sus preceptos.

C) Ley fundamental de las relaciones conyugales

   Nuestro Predecesor Pío XI, de feliz memoria, en su Encíclica Casti connubii, del 31 de diciembre de 1930, proclamó de nuevo solemnemente la ley fundamental del acto y de las relaciones conyugales: que todo atentado de los cónyuges en el cumplimiento del acto conyugal o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, atentado que tenga por fin privarlo de la fuerza a él inherente e impedir la procreación de una nueva vida, es inmoral; y que ninguna "indicación" o necesidad puede cambiar una acción intrínsecamente inmoral en un acto moral y lícito (cfr. AAS, vol. 22, págs. 559 y sigs.).

   Esta prescripción sigue en pleno vigor lo mismo hoy que ayer, y será igual mañana y siempre, porque no es un simple precepto de derecho humano, sino la expresión de una ley natural y divina.

   Sean Nuestras palabras una norma segura para todos los casos en que vuestra profesión y vuestro apostolado exigen de vosotras una determinación clara y firme.

D) La esterilización y su ilicitud

   Sería mucho más que una simple falta de prontitud para el servicio de la vida si el atentado del hombre no fuera sólo contra un acto singular, sino que atacase al organismo mismo, con el fin de privarlo, por medio de la esterilización, de la facultad de procrear una nueva vida. También aquí tenéis para vuestra conducta interna y externa una clara norma en las enseñanzas de la Iglesia. La esterilización directa -esto es, la que tiende, como medio o como fin, a hacer imposible la procreación- es una grave violación de la ley moral y, por lo tanto, ilícita.

   Tampoco la autoridad pública tiene aquí derecho alguno, bajo pretexto de ninguna clase de "indicación", para permitirla, y mucho menos para prescribirla o hacerla ejecutar con daño de los inocentes. Este principio se encuentra ya enunciado en la Encíclica arriba mencionada de Pío XI sobre el matrimonio (l. c., págs. 564, 565). Por eso, cuando, ahora hace un decenio, la esterilización comenzó a ser cada vez más ampliamente aplicada, la Santa Sede se vio en la necesidad de declarar expresa y públicamente que la esterilización directa, tanto perpetua como temporal, e igual del hombre que de la mujer, es ilícita en virtud de la ley natural, de la que la Iglesia misma, como bien sabéis, no tiene potestad de dispensar (Decr. S. Off., 22 febrero 1940. AAS, 1940, página 73).

   Oponeos, pues, por lo que a vosotras toca, en vuestro apostolado, a estas tendencias perversas y negadles vuestra cooperación.

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