Magisterio de la Iglesia

Miranda Prorsus
Carta Encíclica

20. Emisoras católicas

   Enviamos una especial voz de aliento a las estaciones radiofónicas católicas. No ignorando las numerosas dificultades que deben afrontar, tenemos la confianza de que unidas en estrecha colaboración, continuaran animosamente su obra apostólica que Nos tanto apreciamos.

   Nos mismo hemos procurado ampliar y perfeccionar nuestra benemérita Radio Vaticana, cuya actividad -como hemos dicho a los generosos católicos holandeses- responde «al deseo íntimo y a la necesidad vital de todo el arte católico»(50).

21. Los responsables de los programas

   Dirigimos, también y con muy buena voluntad a los que tienen la responsabilidad de los programas radiales, nuestro agradecimiento por la comprensión que mucha de ellos han manifestado, poniendo gustosamente a disposición de la Palabra de Dios, el espacio de tiempo oportuno y los medios técnicos necesarios. De esta manera tendrán participación en los medios del apostolado que se desarrolla por medio de las ondas de sus emisoras, según la promesa del Señor "quien recibe al Profeta como tal, tendrá la recompensa del profeta"(51).

   En nuestros días las transmisiones de calidad exigen que se emplee un verdadero arte; por tanto los directores y cuantos toman parte en la preparación y ejecución de los programas deben poseer una vasta cultura. También a estos dirigimos la advertencia que hacíamos a los profesionales del cinematógrafo, de que se aprovechen ampliamente de las riquezas de la cultura cristiana.

   Recuerden finalmente los Obispos a las autoridades civiles sus respectivos deberes a fin de garantizar debidamente la difusión de las transmisiones religiosas, teniendo en cuenta particularmente el carácter sagrado de los días festivos, como también las necesidades espirituales diarias de los fieles.

LA TELEVISIÓN

   Queremos, por último, detenernos brevemente en la televisión, que ha obtenido precisamente bajo nuestro Pontificado un desarrollo prodigioso en algunos países, y se ha introducido gradualmente también en todas las demás naciones.

   Este desarrollo, que es sin duda alguna una etapa importante en la historia de la humanidad, lo hemos seguido con vivo interés, al mismo tiempo con vivas esperanzas y serias preocupaciones, elogiando, desde un principio, ya sus ventajas y nuevas posibilidades, ya previniendo sus peligros y posibles abusos.

   La televisión goza de muchas prerrogativas propias del cinematógrafo, en cuanto ofrece un espectáculo palpitante de vida y de movimiento, y aun se sirve no raras veces de películas. Bajo otros aspectos, participa de la naturaleza y de las funciones de la radio, dirigiéndose al espectador más que en las salas públicas, en su propia casa.

   No hace falta que repitamos las recomendaciones hechas a propósito del cine y de la radio, sobre los deberes de los espectadores, de los oyentes, de los productores y de las autoridades públicas. Ni siquiera es necesario renovar nuestras advertencias acerca del cuidado que se ha de tener en la preparación e incremento de los programas religiosos.

22. Los programas católicos

   Tenemos conocimiento del interés con que un gran público sigue las transmisiones católicas en la televisión. Es cosa obvia que participar por televisión a la Santa Misa -como lo decíamos hace algunos años(52)- no es lo mismo que la asistencia física al Sacrificio Divino que se requiere para satisfacer al precepto festivo. No obstante, los abundantes frutos de fe y de santificación de las almas que, gracias a la televisación de ceremonias litúrgicas, recogen quienes no pueden asistir a ellas, Nos inducen a estimular dichas transmisiones.

   Los Obispos de cada nación deberán juzgar sobre la oportunidad de las diversas transmisiones religiosas y confiar su realización a la Oficina Nacional competente; la cual, como en los sectores precedentes, desarrollará una conveniente actividad de información, de educación de coordinación y de vigilancia sobre la moralidad de los programas.

23. Problemas específicos de la televisión

   La televisión, a más de los aspectos que le son comunes con las dos precedentes técnicas de difusión, posee también características propias. Ella, en efecto, permite participar audiovisualmente en sucesos lejanos en el mismo momento en que se verifican, con una sugestividad, que se acerca a la del contacto personal, y con una proximidad, que el sentido de intimidad y de confianza, propio de la vida de familia, acrecienta.

   Débese tener muy en cuenta este carácter de sugestividad de las transmisiones televisadas en lo íntimo del santuario familiar, de donde se seguirá un influjo incalculable en la formación de la vida espiritual, intelectual y moral de los miembros de la familia y, ante todo, de los hijos que experimentarán inevitablemente el atractivo de la nueva técnica.

   "Un poco de levadura fermenta toda la masa"(53). Si pues en la vida física de los jóvenes, un germen infeccioso puede impedir el desarrollo normal del cuerpo; ¡con cuánto mayor razón un elemento negativo permanente en la educación puede comprometer su equilibrio espiritual y su desarrollo moral! Y ¿quién no sabe con cuánta frecuencia sucede que un niño que resiste al contagio de una enfermedad en la calle, se manifiesta privado de resistencia, si el foco de infección se encuentra en su propia casa?

   La santidad de la familia no puede ser objeto de compromisos y la Iglesia no se cansará, como con todo derecho y deber le compete, de empeñarse con todas sus fuerzas para que este santuario no sea profanado por el mal uso de la televisión.

   La televisión, dada la gran ventaja que tiene de mantener más fácilmente dentro de las paredes domésticas a grandes y pequeños, puede contribuir a reforzar los lazos del amor y de fidelidad en la familia, pero siempre a condición de que no se menoscabe esas mismas virtudes de fidelidad, de pureza y de amor.

   No faltan, sin embargo, quienes juzgan imposible, al menos por ahora, realizar tan nobles exigencias. Los compromisos contraídos con los espectadores -afirman- requieren que se llene a toda costa el tiempo previsto para las transmisiones. La necesidad de tener a disposición una amplia selección de programas obliga a echar mano de espectáculos que en un principio estaban destinados solamente los salones públicos. La televisión, por lo demás no sólo para los jóvenes, sino también para los adultos.

   Las dificultades son reales, pero su solución no se puede diferir para más adelante, cuando ya la falta de discreción y de prudencia en el uso de la televisión, haya acarreado daños individuales y sociales, daños que hoy difícilmente podemos valorar.

   A fin de que tal solución se pueda obtener simultáneamente con la introducción progresiva de dicha técnica en los diversos países, será ante todo necesario realizar un esfuerzo intenso para preparar programas que correspondan a las exigencias morales, psicológicas y técnicas de la televisión. Por esta razón, invitamos a los hombres católicos de cultura, de ciencia y de arte, y en primer lugar al clero y a las Órdenes y Congregaciones religiosas, a darse cuenta de esta nueva técnica y a prestar su colaboración para que se pongan al alcance de la televisión las riquezas espirituales del pasado y las que puede brindarle todo progreso auténtico.

   Es menester que los responsables de los programas televisados, no sólo respeten los principios religiosos y morales sino que tengan en cuenta el peligro que pueden presentar a los jóvenes, transmisiones destinadas a los adultos. En otros campos, como sucede por ejemplo en el cine o en el teatro, en la mayoría de los países, se protege a los jóvenes de espectáculos inconvenientes por medio de medidas adecuadas. Lógicamente y con mucha mayor razón, tratándose de la televisión, deben garantizarse las ventajas que tiene una cuidadosa vigilancia.

   Como se ha hecho laudablemente en algunas partes, en caso de que no se supriman de los programas de televisión espectáculos prohibidos para menores, al menos hay que tomar medidas indispensables de precaución.

   Con todo esto, la buena voluntad y la honrada actividad profesional de quien transmite, no son suficientes para asegurar el pleno aprovechamiento de la técnica televisiva, ni para apartar todos los peligros. 

   Es insustituible la prudente vigilancia de quien recibe. La moderación en el empleo de la televisión, la discreta admisión de los hijos, según su edad a los programas, la formación de su carácter y de su criterio recto sobre los espectáculos que han visto y, finalmente, el apartarlos de programas no aptos para ellos, pesa como un gran deber sobre la conciencia de los padres y de los educadores. Démonos cuenta de que especialmente este último punto podrá crear situaciones delicadas y difíciles y de que el buen sentido pedagógico exigirá frecuentemente a los padres dar buen ejemplo aun con sacrificio personal de determinados programas. Pero acaso ¿será pedir demasiado que los padres se sacrifiquen cuando está en juego el bien supremo de los hijos?

   Habrá de ser por consiguiente "más que nunca necesario y urgente -como escribíamos a los Obispos de Italia- formar en los fieles una conciencia recta de sus deberes de cristianos en el uso de la televisión(54), para que ésta no se preste a la difusión del error o del mal, sino que llegue a ser un instrumento de información, de formación y de transformación"(55).

PARTE FINAL

24. Exhortación al clero

   No podemos concluir estas enseñanzas nuestras, sin que recordemos, cuánta importancia ha de tener (como en todos los campos del apostolado) la intervención del sacerdote en la actividad que la Iglesia debe desplegar para favorecer y utilizar las técnicas de la difusión.

   El sacerdote debe conocer los problemas que el cine, la radio y la televisión plantean a las almas. "El sacerdote que tiene cura de almas -decíamos a los que tomaron parte en la Semana de adaptación pastoral en Italia- puede y debe saber lo que afirman la ciencia, el arte y la técnica moderna, por la relación que éstas tienen con la finalidad de la vida religiosa que, según el prudente juicio de la Autoridad Eclesiástica, lo requieran la naturaleza de su sagrado ministerio y la necesidad de llegar a un mayor número de almas. Debe, finalmente, cuando de ellas se sirve para uso personal, dar ejemplo a todos los fieles de prudencia, de moderación y de sentido de responsabilidad"(56).

25. Conclusión

   Hemos querido confiaros, venerables Hermanos, nuestras preocupaciones, que vosotros ciertamente compartís con Nos acerca de los peligros que puede entrañar el uso no recto de las técnicas audiovisuales así para la fe como para la integridad moral del pueblo cristiano.

   No hemos dejado de hacer resaltar los lados positivos de estos modernos y poderosos medios de difusión. Con este fin, hemos expuesto, a la luz de la doctrina cristiana y de la ley natural, los principios informadores que deben regular y dirigir así la actividad de los responsables de las técnicas de la difusión, como también la conciencia que se sirve de ellas.

   Y precisamente para encaminar al bien de las almas estos dones de la Providencia, os hemos exhortado paternalmente, no sólo a vigilar como es deber vuestro, sino a intervenir positivamente.

   Porque la tarea de las Oficinas nacionales, que os recomendamos una vez más, no ha de limitarse solamente a preservar y defender, sino que también, y principalmente debe dirigir, coordinar y prestar asistencia a las diversas obras educativas que se van suscitando en varios países para impregnar de espíritu cristiano el sector tan complejo como vasto de las técnicas de la difusión.

   No dudamos, por tanto, dada la confianza que tenemos en la victoria de la causa de Dios, que estas nuestras presentes disposiciones, cuya fiel ejecución confiamos a la Comisión Pontificia de cinematografía, radio y televisión, habrán de suscitar un espíritu nuevo de apostolado en un campo tan rico de promesas.

   Animados con esta esperanza, a la que da valor vuestro bien conocido celo pastoral, impartimos de todo corazón, venerables Hermanos, a vosotros, al clero y al pueblo confiado a vuestros cuidados, como prenda de gracias celestiales, la Bendición Apostólica.

   Dada en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de la Natividad de la Bienaventurada Virgen María, 8 de Septiembre de 1957, año decimonono de nuestro Pontificado.

Pius pp XII

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