Magisterio de la Iglesia
Munificentissimus Deus
Constitución
Apostólica
PÍO PP. XII
Se define como dogma
de la Asunción de la Virgen María,
en cuerpo y alma a la gloria celeste.
1-11-1950
1. El munificentísimo Dios, que todo lo puede y cuyos planes providentes están hechos con sabiduría y amor, compensa en sus inescrutables designios, tanto en la vida de los pueblos como en la de los individuos, los dolores y las alegrías para que, por caminos diversos y de diversas maneras, todo coopere al bien de aquellos que le aman (cfr. Rom 8, 28).
2. Nuestro Pontificado, del mismo modo que la edad presente, está oprimido por grandes cuidados, preocupaciones y angustias, por las actuales gravísimas calamidades y la aberración de la verdad y de la virtud; pero nos es de gran consuelo ver que, mientras la fe católica se manifiesta en público cada vez más activa, se enciende cada día más la devoción hacia la Virgen Madre de Dios y casi en todas partes es estimulo y auspicio de una vida mejor y más santa, de donde resulta que, mientras la Santísima Virgen cumple amorosísimamente las funciones de madre hacia los redimidos por la sangre de Cristo, la mente y el corazón de los hijos se estimulan a una más amorosa contemplación de sus privilegios.
3. En efecto, Dios, que desde toda la eternidad mira a la Virgen María con particular y plenísima complacencia, «cuando vino la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4) ejecutó los planes de su providencia de tal modo que resplandecen en perfecta armonía los privilegios y las prerrogativas que con suma liberalidad le había concedido. Y si esta suma liberalidad y plena armonía de gracia fue siempre reconocida, y cada vez mejor penetrada por la Iglesia en el curso de los siglos, en nuestro tiempo ha sido puesta a mayor luz el privilegio de la Asunción corporal al cielo de la Virgen Madre de Dios, María.
4. Este privilegio resplandeció con nuevo fulgor desde que nuestro predecesor Pío IX, de inmortal memoria, definió solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de la augusta Madre de Dios. Estos dos privilegios están, en efecto, estrechamente unidos entre sí. Cristo, con su muerte, venció la muerte y el pecado; y sobre el uno y sobre la otra reporta también la victoria en virtud de Cristo todo aquel que ha sido regenerado sobrenaturalmente por el bautismo. Pero por ley general, Dios no quiere conceder a los justos el pleno efecto de esta victoria sobre la muerte, sino cuando haya llegado el fin de los tiempos. Por eso también los cuerpos de los justos se disuelven después de la muerte, y sólo en el último día volverá a unirse cada uno con su propia alma gloriosa.
5. Pero de esta ley general quiso Dios que fuera exenta la bienaventurada Virgen Maria. Ella, por privilegio del todo singular, venció al pecado con su concepción inmaculada; por eso no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro ni tuvo que esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo.
6. Por eso, cuando fue solemnemente definido que la Virgen Madre de Dios, María, estaba inmune de la mancha hereditaria de su concepción, los fieles se llenaron de una más viva esperanza de que cuanto antes fuera definido por el supremo magisterio de la Iglesia el dogma de la Asunción corporal al cielo de María Virgen.
7. Efectivamente, se vio que no sólo los fieles particulares, sino los representantes de naciones o de provincias eclesiásticas, y aun no pocos padres del Concilio Vaticano, pidieron con vivas instancias a la Sede Apostólica esta definición.
Innúmeras peticiones
8. Después, estas peticiones y votos no sólo no disminuyeron, sino que aumentaron de día en día en número e insistencia. En efecto, a este fin fueron promovidas cruzadas de oraciones; muchos y eximios teólogos intensificaron sus estudios sobre este tema, ya en privado, ya en los públicos ateneos eclesiásticos y en las otras escuelas destinadas a la enseñanza de las sagradas disciplinas; en muchas partes del orbe católico se celebraron congresos marianos, tanto nacionales como internacionales. Todos estos estudios e investigaciones pusieron más de relieve que en el depósito de la fe confiado a la Iglesia estaba contenida también la Asunción de María Virgen al cielo, y generalmente siguieron a ello peticiones en que se pedía instantemente a esta Sede Apostólica que esta verdad fuese solemnemente definida.
9. En esta piadosa competición, los fieles estuvieron admirablemente unidos con sus pastores, los cuales, en número verdaderamente impresionante, dirigieron peticiones semejantes a esta cátedra de San Pedro. Por eso, cuando fuimos elevados al trono del Sumo Pontificado, habían sido ya presentados a esta Sede Apostólica muchos millares de tales súplicas de todas partes de la tierra y por toda clase de personas: por nuestros amados hijos los cardenales del Sagrado Colegio, por venerables hermanos arzobispos y obispos de las diócesis y de las parroquias.
10. Por eso, mientras elevábamos a Dios ardientes plegarias para que infundiese en nuestra mente la luz del Espíritu Santo para decidir una causa tan importante, dimos especiales órdenes de que se iniciaran estudios más rigurosos sobre este asunto, y entretanto se recogiesen y ponderasen cuidadosamente todas las peticiones que, desde el tiempo de nuestro predecesor Pío IX, de feliz memoria, hasta nuestros días, habían sido enviadas a esta Sede Apostólica a propósito de la Asunción de la beatísima Virgen María al cielo (1).
Encuesta oficial
11. Pero como se trataba de cosa de tanta importancia y gravedad, creímos oportuno pedir directamente y en forma oficial a todos los venerables hermanos en el Episcopado que nos expusiesen abiertamente su pensamiento. Por eso, el 1 de mayo de 1946 les dirigimos la carta Deiparae Virginis Mariae, en la que preguntábamos: «Si vosotros, venerables hermanos, en vuestra eximia sabiduría y prudencia, creéis que la Asunción corporal de la beatísima Virgen se puede proponer y definir como dogma de fe y si con vuestro clero y vuestro pueblo lo deseáis».
12. Y aquellos que «el Espíritu Santo ha puesto como obispos para regir la Iglesia de Dios» (Hch 20, 28) han dado a una y otra pregunta una respuesta casi unánimemente afirmativa. Este «singular consentimiento del Episcopado católico y de los fieles» (2), al creer definible como dogma de fe la Asunción corporal al cielo de la Madre de Dios, presentándonos la enseñanza concorde del magisterio ordinario de la Iglesia y la fe concorde del pueblo cristiano, por él sostenida y dirigida, manifestó por sí mismo de modo cierto e infalible que tal privilegio es verdad revelada por Dios y contenida en aquel divino depósito que Cristo confió a su Esposa para que lo custodiase fielmente e infaliblemente lo declarase (3). El magisterio de la Iglesia, no ciertamente por industria puramente humana, sino por la asistencia del Espíritu de Verdad (cfr. Jn 14, 26), y por eso infaliblemente, cumple su mandato de conservar perennemente puras e íntegras las verdades reveladas y las transmite sin contaminaciones, sin añadiduras, sin disminuciones. «En efecto, como enseña el Concilio Vaticano, a los sucesores de Pedro no fue prometido el Espíritu Santo para que, por su revelación, manifestasen una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, custodiasen inviolablemente y expresasen con fidelidad la revelación transmitida por los Apóstoles, o sea el depósito de la fe» (4). Por eso, del consentimiento universal del magisterio ordinario de la Iglesia se deduce un argumento cierto y seguro para afirmar que la Asunción corporal de la bienaventurada Virgen María al cielo -la cual, en cuanto a la celestial glorificación del cuerpo virgíneo de la augusta Madre de Dios, no podía ser conocida por ninguna facultad humana con sus solas fuerzas naturales- es verdad revelada por Dios, y por eso todos los fieles de la Iglesia deben creerla con firmeza y fidelidad. Porque, como enseña el mismo Concilio Vaticano, «deben ser creídas por fe divina y católica todas. aquellas cosas que están contenidas en la palabra de Dios, escritas o transmitidas oralmente, y que la Iglesia, o con solemne juicio o con su ordinario y universal magisterio, propone a la creencia como reveladas por Dios» (De fide catholica, cap. 3).
13. De esta fe común de la Iglesia se tuvieron desde la antigüedad, a lo largo del curso de los siglos, varios testimonios, indicios y vestigios; y tal fe se fue manifestando cada vez con más claridad.
Consentimiento unánime
14. Los fieles, guiados e instruidos por sus pastores, aprendieron también de la Sagrada Escritura que la Virgen María, durante su peregrinación terrena, llevó una vida llena de preocupaciones, angustias y dolores; y que se verificó lo que el santo viejo Simeón había predicho: que una agudísima espada le traspasaría el corazón a los pies de la cruz de su divino Hijo, nuestro Redentor. Igualmente no encontraron dificultad en admitir que María haya muerto del mismo modo que su Unigénito. Pero esto no les impidió creer y profesar abiertamente que no estuvo sujeta a la corrupción del sepulcro su sagrado cuerpo y que no fue reducida a putrefacción y cenizas el augusto tabernáculo del Verbo Divino. Así, iluminados por la divina gracia e impulsados por el amor hacia aquella que es Madre de Dios y Madre nuestra dulcísima, han contemplado con luz cada vez más clara la armonía maravillosa de los privilegios que el providentísimo Dios concedió al alma Socia de nuestro Redentor y que llegaron a una tal altísima cúspide a la que jamás ningún ser creado, exceptuada la naturaleza humana de Jesucristo, había llegado.
15. Esta misma fe la atestiguan claramente aquellos innumerables templos dedicados a Dios en honor de María Virgen asunta al cielo y las sagradas imágenes en ellos expuestas a la veneración de los fieles, las cuales ponen ante los ojos de todos este singular triunfo de la bienaventurada Virgen. Además, ciudades, diócesis y regiones fueron puestas bajo el especial patrocinio de la Virgen asunta al cielo; del mismo modo, con la aprobación de la Iglesia, surgieron institutos religiosos, que toman nombre de tal privilegio. No debe olvidarse que en el rosario mariano, cuya recitación tan recomendada es por esta Sede Apostólica, se propone a la meditación piadosa un misterio que, como todos saben, trata de la Asunción de la beatísima Virgen.
16. Pero de modo más espléndido y universal esta fe de los sagrados pastores y de los fieles cristianos se manifiesta por el hecho de que desde la antigüedad se celebra en Oriente y en Occidente una solemne fiesta litúrgica, de la cual los Padres Santos y doctores no dejaron nunca de sacar luz porque, como es bien sabido, la sagrada liturgia «siendo también una profesión de las celestiales verdades, sometida al supremo magisterio de la Iglesia, puede oír argumentos y testimonios de no pequeño valor para determinar algún punto particular de la doctrina cristiana» (5).
El testimonio de la liturgia
17. En los libros litúrgicos que contienen la fiesta, bien sea de la Dormición, bien de la Asunción de la Virgen María, se tienen expresiones en cierto modo concordantes al decir que cuando la Virgen Madre de Dios pasó de este destierro, a su sagrado cuerpo, por disposición de la divina Providencia, le ocurrieron cosas correspondientes a su dignidad de Madre del Verbo encarnado y a los otros privilegios que se le habían concedido.
Esto se afirma, por poner un ejemplo, en aquel «Sacramentario» que nuestro predecesor Adriano I, de inmortal memoria, mandó al emperador Carlomagno. En éste se lee, en efecto: «Digna de veneración es para Nos, ¡oh Señor!, la festividad de este día en que la santa Madre de Dios sufrió la muerte temporal, pero no pudo ser humillada por los vínculos de la muerte Aquella que engendró a tu Hijo, Nuestro Señor, encarnado en ella» (6).
18. Lo que aquí está indicado con la sobriedad acostumbrada en la liturgia romana, en los libros de las otras antiguas liturgias, tanto orientales como occidentales, se expresa más difusamente y con mayor claridad. El «Sacramentario Galicano», por ejemplo, define este privilegio de María, «inexplicable misterio, tanto más admirable cuanto más singular es entre los hombres». Y en la liturgia bizantina se asocia repetidamente la Asunción corporal de María no sólo con su dignidad de Madre de Dios, sino también con sus otros privilegios, especialmente con su maternidad virginal, preestablecida por un designio singular de la Providencia divina: «A Ti, Dios, Rey del universo, te concedió cosas que son sobre la naturaleza; porque así como en el parto te conservó virgen, así en el sepulcro conservó incorrupto tu cuerpo, y con la divina traslación lo glorificó» (7).
19. El hecho de que la Sede Apostólica, heredera del oficio confiado al Príncipe de los Apóstoles de confirmar en la fe a los hermanos (cfr. Lc 22, 32), y con su autoridad hiciese cada vez más solemne esta fiesta, estimula eficazmente a los fieles a apreciar cada vez más la grandeza de este misterio. Así la fiesta de la Asunsión, del puesto honroso que tuvo desde el comienzo entre las otras celebraciones marianas, llegó en seguida a los más solemnes de todo el ciclo litúrgico. Nuestro predecesor San Sergio I, prescribiendo la letanía o procesión estacional para las cuatro fiestas marianas, enumera junto a la Natividad, la Anunciación, la Purificación y la Dormición de María (Liber Pontificalis). Después San León IV quiso añadir a la fiesta, que ya se celebraba bajo el título de la Asunción de la bienaventurada Madre de Dios, una mayor solemnidad prescribiendo su vigilia y su octava; y en tal circunstancia quiso participar personalmente en la celebración en medio de una gran multitud de fieles (Liber Pontificalis). Además de que ya antiguamente esta fiesta estaba precedida por la obligación del ayuno, aparece claro de lo que atestigua nuestro predecesor San Nicolás I, donde habla de los principales ayunos «que la santa Iglesia romana recibió de la antigüedad y observa todavía» (8).
Exigencia de la incorrupción
20. Pero como la
liturgia no crea la fe, sino que la supone, y de ésta derivan como frutos del
árbol las prácticas del culto, los Santos Padres y los grandes doctores, en
las homilías y en los discursos dirigidos al pueblo con ocasión de esta
fiesta, no recibieron de ella como de primera fuente la doctrina, sino que
hablaron de ésta como de cosa conocida y admitida por los fieles; la
aclararon mejor; precisaron y profundizaron su sentido y objeto, declarando
especialmente lo que con frecuencia los libros litúrgicos habían sólo
fugazmente indicado; es decir, que el objeto de la fiesta no era solamente la
incorrupción del cuerpo muerto de la bienaventurada Virgen María, sino
también su triunfo sobre la muerte y su celestial glorificación a semejanza
de su Unigénito.
21. Así San Juan
Damasceno, que se distingue entre todos como testigo eximio de esta
tradición, considerando la Asunción corporal de la Madre de Dios a la luz de
los otros privilegios suyos, exclama con vigorosa elocuencia: «Era necesario
que Aquella que en el parto había conservado ilesa su virginidad conservase
también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Era
necesario que Aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño,
habitase en los tabernáculos divinos. Era necesario que la Esposa del Padre
habitase en los tálamos celestes. Era necesario que Aquella que había visto
a su Hijo en la cruz, recibiendo en el corazón aquella espada de dolor de la
que había sido inmune al darlo a luz, lo contemplase sentado a la diestra del
Padre. Era necesario que la Madre de Dios poseyese lo que corresponde al Hijo
y que por todas las criaturas fuese honrada como Madre y sierva de Dios» (9). Afirmación de esta
doctrina 22. Estas expresiones
de San Juan Damasceno corresponden fielmente a aquellas de otros que afirman
la misma doctrina. Efectivamente, palabras no menos claras y precisas se
encuentran en los discursos que, con ocasión de la fiesta, tuvieron otros
Padres anteriores o contemporáneos. Así, por citar otros ejemplos, San
Germán de Constantinopla encontraba que correspondía la incorrupción y
Asunción al cielo del cuerpo de la Virgen Madre de Dios no sólo a su divina
maternidad, sino también a la especial santidad de su mismo cuerpo virginal:
«Tú, como fue escrito, apareces "en belleza" y tu cuerpo virginal
es todo santo, todo casto, todo domicilio de Dios; así también por esto es
preciso que sea inmune de resolverse en polvo; sino que debe ser transformado,
en cuanto humano, hasta convertirse en incorruptible; y debe ser vivo,
gloriosísimo, incólume y dotado de la plenitud de la vida» (10). Y otro
antiguo escritor dice: «Como gloriosísima Madre de Cristo, nuestro Salvador
y Dios, donador de la vida y de la inmortalidad, y vivificada por Él,
revestida de cuerpo en una eterna incorruptibilidad con Él, que la resucitó
del sepulcro y la llevó consigo de modo que sólo Él conoce» (11). 23. Al extenderse y
afirmarse la fiesta litúrgica, los pastores de la Iglesia y los sagrados
oradores, en número cada vez mayor, creyeron un deber precisar abiertamente y
con claridad el objeto de la fiesta y su estrecha conexión con las otras
verdades reveladas. Los argumentos
teológicos 24. Entre los
teólogos escolásticos no faltaron quienes, queriendo penetrar más adentro
en las verdades reveladas y mostrar el acuerdo entre la razón teológica y la
fe, pusieron de relieve que este privilegio de la Asunción de María Virgen
concuerda admirablemente con las verdades que nos son enseñadas por la
Sagrada Escritura. 25. Partiendo de este
presupuesto, presentaron, para ilustrar este privilegio mariano, diversas
razones contenidas casi en germen en esto: que Jesús ha querido la Asunción
de María al cielo por su piedad filial hacia ella. Opinaban que la fuerza de
tales argumentos reposa sobre la dignidad incomparable de la maternidad divina
y sobre todas aquellas otras dotes que de ella se siguen: su insigne santidad,
superior a la de todos los hombres y todos los ángeles; la íntima unión de
María con su Hijo, y aquel amor sumo que el Hijo tenía hacia su dignísima
Madre. 26. Frecuentemente se
encuentran después teólogos y sagrados oradores que, sobre las huellas de
los Santos Padres (12) para ilustrar su fe en la Asunción, se sirven con una
cierta libertad de hechos y dichos de la Sagrada Escritura. Así, para citar
sólo algunos testimonios entre los más usados, los hay que recuerdan las
palabras del salmista: «Ven, ¡oh Señor!, a tu descanso, tú y el arca de tu
santificación» (Sal 131, 8), y ven en el «arca de la alianza», hecha de
madera incorruptible y puesta en el templo del Señor, como una imagen del
cuerpo purísimo de María Virgen, preservado de toda corrupción del sepulcro
y elevado a tanta gloria en el cielo. A este mismo fin describen a la Reina
que entra triunfalmente en el palacio celeste y se sienta a la diestra del
divino Redentor (Sal 44, 10, 14-16), lo mismo que la Esposa de los Cantares,
«que sube por el desierto como una columna de humo de los aromas de mirra y
de incienso» para ser coronada (Cant 3, 6; cfr. 4, 8; 6, 9). La una y la otra
son propuestas como figuras de aquella Reina y Esposa celeste, que, junto a su
divino Esposo, fue elevada al reino de los cielos. Los doctores
escolásticos 27. Además, los
doctores escolásticos vieron indicada la Asunción de la Virgen Madre de Dios
no sólo en varias figuras del Antiguo Testamento, sino también en aquella
Señora vestida de sol, que el apóstol Juan contempló en la isla de Patmos (Ap
12, 1s.). Del mismo modo, entre los dichos del Nuevo Testamento consideraron
con particular interés las palabras «Dios te salve, María, llena eres de
gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres» (Lc
1, 28), porque veían en el misterio de la Asunción un complemento de la
plenitud de gracia concedida a la bienaventurada Virgen y una bendición
singular, en oposición a la maldición de Eva. 28. Por eso, al
comienzo de la teología escolástica, el piadoso Amadeo, obispo de Lausana,
afirma que la carne de María Virgen permaneció incorrupta («no se puede
creer, en efecto, que su cuerpo viese la corrupción»), porque realmente se
reunió a su alma, y junto con ella fue envuelta en altísima gloria en la
corte celeste. «Era llena de gracia y bendita entre las mujeres» (Lc 1,
28). «Ella sola mereció concebir al Dios verdadero del Dios verdadero, y le
parió virgen, le amamantó virgen, estrechándole contra su seno, y le
prestó en todo sus santos servicios y homenajes» (13). Testimonio de San
Antonio de Padua 29. Entre los
sagrados escritores que en este tiempo, sirviéndose de textos
escriturísticos o de semejanza y analogía, ilustraron y confirmaron la
piadosa creencia de la Asunción, ocupa un puesto especial el doctor
evangélico San Antonio de Padua. En la fiesta de la Asunción, comentando las
palabras de Isaías «Glorificaré el lugar de mis pies» (Is 60, 13), afirmó
con seguridad que el divino Redentor ha glorificado de modo excelso a su Madre
amadísima, de la cual había tomado carne humana. «De aquí se deduce
claramente, dice, que la bienaventurada Virgen María fue asunta con el cuerpo
que había sido el sitio de los pies del Señor». Por eso escribe el
salmista: «Ven, ¡oh Señor!, a tu reposo, tú y el Arca de tu
santificación». Como Jesucristo, dice el santo, resurgió de la muerte
vencida y subió a la diestra de su Padre, así «resurgió también el Arca
de su santificación, porque en este día la Virgen Madre fue asunta al
tálamo celeste» 14. De San Alberto Magno 30. Cuando en la Edad
Media la teología escolástica alcanzó su máximo esplendor, San Alberto
Magno, después de haber recogido, para probar esta verdad, varios argumentos
fundados en la Sagrada Escritura, la tradición, la liturgia y la razón
teológica, concluye: «De estas razones y autoridades y de muchas otras es
claro que la beatísima Madre de Dios fue asunta en cuerpo y alma por encima
de los coros de los ángeles. Y esto lo creemos como absolutamente verdadero»
15. Y en un discurso tenido el día de la Anunciación de María,
explicando estas palabras del saludo del ángel «Dios te salve, llena eres de
gracia...», el Doctor Universal compara a la Santísima Virgen con Eva y dice
expresamente que fue inmune de la cuádruple maldición a la que Eva estuvo
sujeta (16). Doctrina de Santo
Tomás 31. El Doctor
Angélico, siguiendo los vestigios de su insigne maestro, aunque no trató
nunca expresamente la cuestión, sin embargo, siempre que ocasionalmente habla
de ella, sostiene constantemente con la Iglesia que junto al alma fue asunto
al cielo también el cuerpo de María (17). De San Buenaventura 32. Del mismo parecer
es, entre otros muchos, el Doctor Seráfico, el cual sostiene como
absolutamente cierto que del mismo modo que Dios preservó a María Santísima
de la violación del pudor y de la integridad virginal en la concepción y en
el parto, así no permitió que su cuerpo se deshiciese en podredumbre y
ceniza 18. Interpretando y aplicando a la bienaventurada Virgen estas palabras
de la Sagrada Escritura «¿Quién es esa que sube del desierto, llena de
delicias, apoyada en su amado?» (Cant 8, 5), razona así: «Y de aquí puede
constar que está allí (en la ciudad celeste) corporalmente... Porque, en
efecto..., la felicidad no sería plena si no estuviese en ella personalmente,
porque la persona no es el alma, sino el compuesto, y es claro que está allí
según el compuesto, es decir, con cuerpo y alma, o de otro modo no tendría
un pleno gozo» 19. La escolástica
moderna 33. En la
escolástica posterior, o sea en el siglo XV, San Bernardino de Siena,
resumiendo todo lo que los teólogos de la Edad Media habían dicho y
discutido a este propósito, no se limitó a recordar las principales
consideraciones ya propuestas por los doctores precedentes, sino que añadió
otras. Es decir, la semejanza de la divina Madre con el Hijo divino, en cuanto
a la nobleza y dignidad del alma y del cuerpo -porque no se puede pensar que
la celeste Reina esté separada del Rey de los cielos-, exige abiertamente que
«María no debe estar sino donde está Cristo» (20); además es razonable y
conveniente que se encuentren ya glorificados en el cielo el alma y el cuerpo,
lo mismo que del hombre, de la mujer; en fin, el hecho de que la Iglesia no
haya nunca buscado y propuesto a la veneración de los fieles las reliquias
corporales de la bienaventurada Virgen suministra un argumento que puede
decirse «como una prueba sensible» ( 21) San Roberto Belarmino 34. En tiempos más
recientes, las opiniones mencionadas de los Santos Padres y de los doctores
fueron de uso común. Adhiriéndose al pensamiento cristiano transmitido de
los siglos pasados. San Roberto Belarmino exclama: «¿Y quién, pregunto,
podría creer que el arca de la santidad, el domicilio del Verbo, el templo
del Espíritu Santo, haya caído? Mi alma aborrece el solo pensamiento de que
aquella carne virginal que engendró a Dios, le dio a luz, le alimentó, le
llevó, haya sido reducida a cenizas o haya sido dada por pasto a los gusanos
» (22). 35. De igual manera,
San Francisco de Sales, después de haber afirmado no ser lícito dudar que
Jesucristo haya ejecutado del modo más perfecto el mandato divino por el que
se impone a los hijos el deber de honrar a los propios padres, se propone esta
pregunta: «¿Quién es el hijo que, si pudiese, no volvería a llamar a la
vida a su propia madre y no la llevaría consigo después de la muerte al
paraíso?» 23. Y San Alfonso escribe: «Jesús preservó el cuerpo de María
de la corrupción, porque redundaba en deshonor suyo que fuese comida de la
podredumbre aquella carne virginal de la que Él se había vestido» (24). Temeridad de la
opinión contraria 36. Aclarado el
objeto de esta fiesta, no faltaron doctores que más bien que ocuparse de las
razones teológicas, en las que se demuestra la suma conveniencia de la
Asunción corporal de la bienaventurada Virgen María al cielo, dirigieron su
atención a la fe de la Iglesia, mística Esposa de Cristo, que no tiene
mancha ni arruga (cfr. Ef 5, 27), la cual es llamada por el Apóstol
«columna y sostén de la verdad» (1 T'im 3, 15), y, apoyados en esta fe
común, sostuvieron que era temeraria, por no decir herética, la sentencia
contraria. En efecto, San Pedro Canisio, entre muchos otros, después de haber
declarado que el término Asunción significa glorificación no sólo del
alma, sino también del cuerpo, y después de haber puesto de relieve que la
Iglesia ya desde hace muchos siglos, venera y celebra solemnemente este
misterio mariano, dice: «Esta sentencia está admitida ya desde hace algunos
siglos y de tal manera fija en el alma de los piadosos fieles y tan aceptada
en toda la Iglesia, que aquellos que niegan que el cuerpo de María haya sido
asunto al cielo, ni siquiera pueden ser escuchados con paciencia, sino
abochornados por demasiado tercos o del todo temerarios y animados de
espíritu herético más bien que católico» (25). Francisco Suárez 37. Por el mismo
tiempo, el Doctor Eximio, puesta como norma de la mariología que «los
misterios de la gracia que Dios ha obrado en la Virgen no son medidos por las
leyes ordinarias, sino por la omnipotencia de Dios, supuesta la conveniencia
de la cosa en sí mismo y excluida toda contradicción o repugnancia por parte
de la Sagrada Escritura» (26), fundándose en la fe de la Iglesia en el tema de
la Asunción, podía concluir que este misterio debía creerse con la misma
firmeza de alma con que debía creerse la Inmaculada Concepción de la
bienaventurada Virgen, y ya entonces sostenía que estas dos verdades podían
ser definidas. 38. Todas estas
razones y consideraciones de los Santos Padres y de los teólogos tienen como
último fundamento la Sagrada Escritura, la cual nos presenta al alma de la
Madre de Dios unida estrechamente a su Hijo y siempre partícipe de su suerte.
De donde parece casi imposible imaginarse separada de Cristo, si no con el
alma, al menos con el cuerpo, después de esta vida, a Aquella que lo
concibió, le dio a luz, le nutrió con su leche, lo llevó en sus brazos y lo
apretó a su pecho. Desde el momento en que nuestro Redentor es hijo de Maria,
no podía, ciertamente, como observador perfectísimo de la divina ley, menos
de honrar, además de al Eterno Padre, también a su amadísima Madre.
Pudiendo, pues, dar a su Madre tanto honor al preservarla inmune de la
corrupción del sepulcro, debe creerse que lo hizo realmente. 39. Pero ya se ha
recordado especialmente que desde el siglo II María Virgen es presentada por
los Santos Padres como nueva Eva estrechamente unida al nuevo Adán, si bien
sujeta a él, en aquella lucha contra el enemigo infernal que, como fue
preanunciado en el protoevangelio (Gn 3, 15), habría terminado con la
plenísima victoria sobre el pecado y sobre la muerte, siempre unidos en los
escritos del Apóstol de las Gentes (cfr. Rom cap. 5 et 6; 1 Cor 15, 21-26;
54-57). Por lo cual, como la gloriosa resurrección de Cristo fue parte
esencial y signo final de esta victoria, así también para María la común
lucha debía concluir con la glorificación de su cuerpo virginal; porque,
como dice el mismo Apóstol, «cuando... este cuerpo mortal sea revestido de
inmortalidad, entonces sucederá lo que fue escrito: la muerte fue absorbida
en la victoria» (1 Cor 15, 54). 40. De tal modo, la
augusta Madre de Dios, arcanamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad
«con un mismo decreto» (27) de predestinación, inmaculada en su concepción,
Virgen sin mancha en su divina maternidad, generosa Socia del divino Redentor,
que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin,
como supremo coronamiento de sus privilegios, fue preservada de la corrupción
del sepulcro y vencida la muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma
y cuerpo a la gloria del cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de
su Hijo, Rey inmortal de los siglos (cfr. 1 T'im 1, 17). Es llegado el momento 41. Y como la Iglesia
universal, en la que vive el Espíritu de Verdad, que la conduce
infaliblemente al conocimiento de las verdades reveladas, en el curso de los
siglos ha manifestado de muchos modos su fe, y como los obispos del orbe
católico, con casi unánime consentimiento, piden que sea definido como dogma
de fe divina y católica la verdad de la Asunción corporal de la
bienaventurada Virgen María al cielo -verdad fundada en la Sagrada Escritura,
profundamente arraigada en el alma de los fieles, confirmada por el culto
eclesiástico desde tiempos remotísimos, sumamente en consonancia con otras
verdades reveladas, espléndidamente ilustrada y explicada por el estudio de
la ciencia y sabiduría de los teólogos-, creemos llegado el momento
preestablecido por la providencia de Dios para proclamar solemnemente este
privilegio de María Virgen. 42. Nos, que hemos
puesto nuestro pontificado bajo el especial patrocinio de la Santísima
Virgen, a la que nos hemos dirigido en tantas tristísimas contingencias; Nos,
que con rito público hemos consagrado a todo el género humano a su
Inmaculado Corazón y hemos experimentado repetidamente su validísima
protección, tenemos firme confianza de que esta proclamación y definición
solemne de la Asunción será de gran provecho para la Humanidad entera,
porque dará gloria a la Santísima Trinidad, a la que la Virgen Madre de Dios
está ligada por vínculos singulares. Es de esperar, en efecto, que todos los
cristianos sean estimulados a una mayor devoción hacia la Madre celestial y
que el corazón de todos aquellos que se glorían del nombre cristiano se
mueva a desear la unión con el Cuerpo Místico de Jesucristo y el aumento del
propio amor hacia Aquella que tiene entrañas maternales para todos los
miembros de aquel Cuerpo augusto. Es de esperar, además, que todos aquellos
que mediten los gloriosos ejemplos de María se persuadan cada vez más del
valor de la vida humana, si está entregada totalmente a la ejecución de la
voluntad del Padre Celeste y al bien de los prójimos; que, mientras el
materialismo y la corrupción de las costumbres derivadas de él amenazan
sumergir toda virtud y hacer estragos de vidas humanas, suscitando guerras, se
ponga ante los ojos de todos de modo luminosísimo a qué excelso fin están
destinados los cuerpos y las almas; que, en fin, la fe en la Asunción
corporal de María al cielo haga más firme y más activa la fe en nuestra
resurrección. 43. La coincidencia
providencial de este acontecimiento solemne con el Año Santo que se está
desarrollando nos es particularmente grata; porque esto nos permite adornar la
frente de la Virgen Madre de Dios con esta fúlgida perla, a la vez que se
celebra el máximo jubileo, y dejar un monumento perenne de nuestra ardiente
piedad hacia la Madre de Dios. 44. Por tanto,
después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del
Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la
Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de
los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de
esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la
autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles
Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma
de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María,
cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria
celeste. 45. Por
eso, si alguno, lo que Dios no quiera, osase negar o poner en duda
voluntariamente lo que por Nos ha sido definido, sepa que ha caído de la fe
divina y católica. 46. Para
que nuestra definición de la Asunción corporal de María Virgen al cielo sea
llevada a conocimiento de la Iglesia universal, hemos querido que conste para
perpetua memoria esta nuestra carta apostólica; mandando que a sus copias y
ejemplares, aun impresos, firmados por la mano de cualquier notario público y
adornados del sello de cualquier persona constituida en dignidad
eclesiástica, se preste absolutamente por todos la misma fe que se prestaría
a la presente si fuese exhibida o mostrada. 47. A
ninguno, pues, sea lícito infringir esta nuestra declaración, proclamación
y definición u oponerse o contravenir a ella. Si alguno se atreviere a
intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente y de
sus santos apóstoles Pedro y Pablo. Nos, PÍO, Dado en Roma, junto a
San Pedro, el año del máximo Jubileo de mil novecientos cincuenta, el día
primero del mes de noviembre, fiesta de Todos los Santos, el año duodécimo
de nuestro pontificado.
NOTAS 2)
Bula Ineffabilis
Deus, Acta P¡¡ IX, p. 1, vol. 1, p. 615.
(volver) (3) Cfr.
Conc. Vat. De
fide catholica, cap. 4. (volver) (4) Conc.
Vat. Const.
De ecclesia Christi, cap. 4. (volver) (5) Carta encíclica
Mediator Dei, A. A. S., vol. 39, p. 541.
(volver) (6) Sacramentarium
Gregorianum. (volver) (7) Menaei totius
anni. (volver) (8) «Responsa Nicolai
Papae I ad consulta Bulgarorum». (volver) (9) S. loan
Damasc.,
Encomium in Dormitionem Dei Genitricis semperque Virginis Mariae, hom. II, 14;
cfr. etiam ibíd., n. 3. (volver) (10) San
Germ. Const.,
In Sanctae Dei Genitricis Dormitionem, sermón I. (volver) (11) Encomium in
Dormitionem Sanctissimae Dominae nostrae Deiparae semperque Virginis Mariae.
S. Modesto Hierosol, attributum I, núm. 14.
volver) (12) Cfr. Ioan
Damasc.,
Encomium in Dormitionem Dei Genitricis semperque Virginis Mariae, hom. II, 2,
11; Encomium in Dormitionem, S. Modesto Hierosol, attributum.
(volver) (13) Amadeus
Lausannensis, De Beatae Virginis obitu, Assumptione in caelum, exaltatione ad
Filii dexteram. (volver) (14) San Antonius
Patav.,
Sermones dominicales et in solemnitatibus. In Assumptione S. Mariae Virginit
sermo. (volver) (15) S. Albertus
Magnus,
Mariale sive quaestionet super Evang. Missut est, q. 132. (volver) (16) S. Albertus
Magnus,
Sermones de sanctis, sermón 15: In Anuntiatione B. Mariae, cfr. Etiam
Mariale, q. 132.
(volver) 17) Cfr. Summa
Theol.,
3, q. 27, a. 1 c.; ibíd., q. 83, a. 5 ad 8, Expositio salutationis angelicae,
In symb., Apostolorum expositio, art. 5; In IV Sent., d. 12, q. 1, art. 3,
sol. 3; d: 43, q. 1, art. 3, sol. 1 et 2.
(volver) (18)
Cfr. S.
Bonaventura, De Nativitate B. Mariae Virginis, sermón 5.
(volver) (19) S.
Bonaventura, De
Assumptione B. Mariae Virginis, sermón 1. (volver) (20)
S. Bernardinus
Senens., In Assumptione B. M. Virginis, sermón 2.
(volver) (21)
S. Bernardinus
Senens., In Assumptione B. M. Virginis, sermón 2.
(volver) (22)
S. Robertus
Bellarminus, Canciones habitae Lovanii, canción 40: De Assumptionae B. Mariae
Virginis. (volver) (23)
Oeuvres de
St.
François de Sales, sermon autographe pour la fete de l'Assumption.
(volver) (24)
S. Alfonso M. de
Ligouri, Le glorie di Maria, parte II, disc. 1.
(volver) (25) S. Petrus
Canisius, De Maria Virgine. (volver) 26 Suárez, F, In
tertiam partem D. Thomae, quaest. 27, art. 2, disp. 3, sec. 5, n. 31. (volver) 27 Pii IX Acta 1ª parte,
pag. 599 (volver)
Obispo de la Iglesia católica,
definiéndolo así, lo hemos suscrito.
(1)
Petitiones de
Asumptione corporea B. Virginis Mariae in coelum definienda ad S. Sedem
delatae; 2 vol., Typis Polyglottis Vaticanis, 1942. (volver)