Magisterio de la Iglesia

Mystici Corporis Christi
Carta Encíclica 

d) por la semejanza

   20. Comencemos por la mutua conformidad que existe entre la Cabeza y el Cuerpo, puesto que son de la misma naturaleza. Para lo cual es de notar que nuestra naturaleza, aunque inferior a la angélica, por la bondad de Dios supera a la de los ángeles: Porque Cristo, como dice Santo Tomás, es la cabeza de los ángeles. Porque Cristo es superior a los ángeles, aun en cuanto a la humanidad... Además, en cuanto hombre, ilumina a los ángeles e influye en ellos. Pero, si se trata ya de naturalezas, Cristo no es cabeza de los ángeles, porque no asumió la naturaleza angélica, sino -según dice el Apóstol- la del linaje de Abraham[72]. Y no solamente asumió Cristo nuestra naturaleza, sino que, además, en un cuerpo frágil, pasible y mortal se ha hecho consanguíneo nuestro. Pues si el Verbo se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo[73], lo hizo para hacer participantes de la naturaleza divina a sus hermanos según la carne[74], tanto en este destierro terreno por medio de la gracia santificante, cuanto en la patria celestial por la eterna bienaventuranza. Por esto el Hijo Unigénito del Eterno Padre quiso hacerse hombre, para que nosotros fuéramos conformes a la imagen del Hijo de Dios[75] y nos renovásemos según la imagen de Aquel que nos creó[76]. Por lo cual, todos los que se glorían de llevar el nombre de cristianos, no sólo han de contemplar a nuestro Divino Salvador como un excelso y perfectísimo modelo de todas las virtudes, sino que, además, por el solícito cuidado de evitar los pecados y por el más esmerado empeño en ejercitar la virtud, han de reproducir de tal manera en sus costumbres la doctrina y la vida de Jesucristo, que cuando apareciere el Señor sean hechos semejantes a El en la gloria, viéndole tal como es[77].

   Y así como quiere Jesucristo que todos los miembros sean semejantes a El, así también quiere que lo sea todo el Cuerpo de la Iglesia. Lo cual, en realidad, se consigue cuando ella, siguiendo las huellas de su Fundador, enseña, gobierna e inmola el divino Sacrificio. Ella, además, cuando abraza los consejos evangélicos, reproduce en sí misma la pobreza, la obediencia y la virginidad del Redentor. Ella, por las múltiples y variadas instituciones que son como adornos con que se embellece, muestra en alguna manera a Cristo, ya contemplando en el monte, ya predicando a los pueblos, ya sanando a los enfermos y convirtiendo a los pecadores, ya, finalmente, haciendo bien a todos. No es, pues, de maravillar que la Iglesia, mientras se halla en esta tierra, padezca persecuciones, molestias y trabajos, a ejemplo de Cristo.

e) por la plenitud

   21. Es también Cristo Cabeza de la Iglesia, porque, al sobresalir El por la plenitud y perfección de los dones celestiales, su Cuerpo místico recibe algo de aquella su plenitud. Porque -como notan muchos Santos Padres- así como la cabeza de nuestro cuerpo mortal está dotada de todos los sentidos, mientras que las demás partes de nuestro organismo solamente poseen el sentido del tacto, así de la misma manera todas las virtudes, todos los dones, todos los carismas que adornan a la sociedad cristiana resplandecen perfectísimamente en su Cabeza, Cristo. Plugo [al Padre] que habitara en El toda plenitud[78]. Brillan en El los dones sobrenaturales que acompañan a la unión hipostática: puesto que en El habita el Espíritu Santo con tal plenitud de gracia, que no puede imaginarse otra mayor. A El ha sido dada potestad sobre toda carne[79]; en El están abundantísimamente todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia[80]. Y posee de tal modo la ciencia de la visión beatífica, que tanto en amplitud como en claridad supera a la que gozan todos los bienaventurados del Cielo. Y, finalmente, está tan lleno de gracia y santidad, que de su plenitud inexhausta todos participamos[81].

f) por el influjo

   22. Estas palabras del discípulo predilecto de Jesús, Nos mueven a exponer la última razón por la cual se muestra de una manera especial que Cristo Nuestro Señor es la Cabeza de su Cuerpo místico. Porque así como los nervios se difunden desde la cabeza a todos nuestros miembros, dándoles la facultad de sentir y de moverse, así nuestro Salvador derrama en su Iglesia su poder y eficacia, para que con ella los fieles conozcan más claramente y más ávidamente deseen las cosas divinas. De El se deriva al Cuerpo de la Iglesia toda la luz con que los creyentes son iluminados por Dios, y toda la gracia con que se hacen santos, como El es santo.

   Cristo ilumina a toda su Iglesia; lo cual se prueba con casi innumerables textos de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres. A Dios nadie jamás le vio; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien nos lo ha dado a conocer[82]. Viniendo de Dios como maestro[83], para dar testimonio de la verdad[84], de tal manera ilustró a la primitiva Iglesia de los Apóstoles, que el Príncipe de ellos exclamó: ¿Señor, a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna[85]; de tal manera asistió a los Evangelistas desde el cielo, que escribieron, como miembros de Cristo, lo que conocieron como dictándoles la Cabeza[86]. Y aun hoy día es para nosotros, que moramos en este destierro, autor de nuestra fe, como será un día su consumador en la patria celestial[87]. El infunde en los fieles la luz de la fe: El enriquece con los dones sobrenaturales de ciencia, inteligencia y sabiduría a los Pastores y a los Doctores, y principalmente a su Vicario en la tierra, para que conserven fielmente el tesoro de la fe, lo defiendan con valentía, lo expliquen y corroboren piadosa y diligentemente; El, por fin, aunque invisible, preside e ilumina a los Concilios de la Iglesia[88].

   23. Cristo es autor y causa de santidad. Porque no puede obrarse ningún acto saludable que no proceda de El como de fuente sobrenatural. Sin mí, nada podéis hacer[89]. Cuando por los pecados cometidos nos movemos a dolor y penitencia, cuando con temor filial y con esperanza nos convertimos a Dios, siempre procedemos movidos por El. La gracia y la gloria proceden de su inexhausta plenitud. Todos los miembros de su Cuerpo místico y, sobre todo, los más importantes reciben del Salvador dones constantes de consejo, fortaleza, temor y piedad, a fin de que todo el cuerpo aumente cada día más en integridad y en santidad de vida. Y cuando los Sacramentos de la Iglesia se administran con rito externo, El es quien produce el efecto interior en las almas[90]. Y, asimismo, El es quien, alimentando a los redimidos con su propia carne y sangre, apacigua los desordenados y turbulentos movimientos del alma; El es el que aumenta las gracias y prepara la gloria a las almas y a los cuerpos. Y estos tesoros de su divina bondad los distribuye a los miembros de su Cuerpo místico, no sólo por el hecho de que los implora como hostia eucarística en la tierra y glorificada en el Cielo, mostrando sus llagas y elevando oraciones al Eterno Padre, sino también porque escoge, determina y distribuye para cada uno las gracias peculiares, según la medida de la donación de Cristo[91]. De donde se sigue que, recibiendo fuerza del Divino Redentor, como de manantial primario, todo el cuerpo trabajo y concertado entre sí recibe por todos los vasos y conductos de comunicación, según la medida correspondiente a cada miembro, el aumento propio del cuerpo, para su perfección, mediante la caridad[92]..

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