Magisterio de la Iglesia

Mystici Corporis Christi
Carta Encíclica 

IMITEMOS EL AMOR DE CRISTO

   44. Mas, para que poco a poco no se vaya enfriando la sincera caridad con que debemos mirar a nuestro Salvador en la Iglesia y en los miembros de ella, es muy conveniente contemplar al mismo Jesús como ejemplar supremo del amor a la Iglesia.

a) con largueza del amor

   Y, en primer lugar, imitemos la amplitud de este amor. Una es, a la verdad, la Esposa de Cristo, la Iglesia; sin embargo, el amor del Divino Esposo es tan vasto que no excluye a nadie, sino que abraza en su Esposa a todo el género humano. Y así nuestro Salvador derramó su sangre para reconciliar con Dios en la Cruz a todos los hombres de distintas naciones y pueblos, mandando que formasen un solo Cuerpo. Por lo tanto, el verdadero amor a la Iglesia exige no sólo que en el mismo Cuerpo seamos recíprocamente miembros solícitos los unos de los otros[184], que se alegran si un miembro es glorificado y se compadecen si otro sufre[185], sino que aun en los demás hombres, que todavía no están unidos con nosotros en el Cuerpo de la Iglesia, reconozcamos hermanos de Cristo según la carne, llamados juntamente con nosotros a la misma salvación eterna. Es verdad, por desgracia, que principalmente en nuestros días no faltan quienes en su soberbia ensalzan la aversión, el odio, la envidia, como algo con que se eleva y enaltece la dignidad y el valor humano. Pero nosotros, mientras contemplamos con dolor los funestos frutos de esta doctrina, sigamos a nuestro pacífico Rey, que nos enseñó a amar no sólo a los que no provienen de la misma nación ni de la misma raza[186], sino aun a los mismos enemigos[187]. Nosotros, penetrados los ánimos por la suavísima frase del Apóstol de las Gentes, cantemos con él mismo cuál sea la longitud, la anchura, la altura y la profundidad de la caridad de Cristo[188], que, ciertamente, ni la diversidad de pueblos y costumbres puede romper, ni el espacio del inmenso océano disminuir ni las guerras, emprendidas por causa justa o injusta, destruir.
En esta gravísima hora, Venerables Hermanos, en la que tantos dolores desgarran los cuerpos y tantas aflicciones las almas, conviene que todos se estimulen a esta celestial caridad para que, aunadas las fuerzas de todos los buenos -y mencionamos principalmente a los que en toda clase de asociaciones se ocupan en socorrer a los demás-, se venga en auxilio de tan ingentes necesidades de alma y cuerpo con admirable emulación de piedad y misericordia: así llegarán a resplandecer en todas partes la solícita generosidad y la inagotable fecundidad del Cuerpo místico de Jesucristo.

b) con asidua laboriosidad

   45. Y puesto que a la amplitud de la caridad con que Cristo amó a su Iglesia corresponde en El una constante eficacia de esa misma caridad, también nosotros debemos amar el Cuerpo místico de Cristo con asidua y fervorosa voluntad. Ciertamente no puede señalarse un momento en el cual nuestro Redentor, desde su Encarnación, cuando puso el primer fundamento de su Iglesia, hasta el término de su vida mortal, no haya trabajado hasta el cansancio, a pesar de ser Hijo de Dios, ya con los fúlgidos ejemplos de su santidad, ya predicando, conversando, reuniendo y estableciendo para formar o confirmar su Iglesia. Deseamos, pues, que todos cuantos reconocen a la Iglesia como a Madre, ponderen atentamente que no sólo los ministros sagrados y los que se han consagrado a Dios en la vida religiosa, sino también los demás miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, tienen obligación, cada uno según sus fuerzas, de colaborar intensa y diligentemente en la edificación e incremento del mismo Cuerpo. Y deseamos que de una manera especial adviertan esto -aunque por lo demás lo hacen ya loablemente- los que, militando en las filas de la Acción Católica, cooperan en el ministerio apostólico con los Obispos y los sacerdotes, como también los que en asociaciones piadosas prestan como auxiliares su ayuda al mismo fin. Y no hay quien no vea que el celo iluminado de todos éstos es ciertamente, en las presentes condiciones, de suma importancia y de máxima trascendencia.

   Y no podemos pasar aquí en silencio a los padres y madres de familia, a quienes nuestro Salvador confió los miembros más delicados de su Cuerpo místico; insistentemente, pues, les conjuramos, por amor a Cristo y a la Iglesia, a que miren con diligentísimo cuidado por la prole que se les ha encomendado, y se esfuercen por preservarla de todo género de insidias con las cuales hoy tan fácilmente se la seduce.

c) sin descuidar las oraciones

   46. De una manera muy particular mostró nuestro Redentor su ardentísimo amor para con la Iglesia en las piadosas súplicas que por ella dirigía al Padre celestial. Puesto que -bástenos recordar sólo esto- todos conocen, Venerables Hermanos, que El, cuando estaba ya para subir al patíbulo de la cruz, oró fervorosamente por Pedro[189], por los demás Apóstoles[190], y, finalmente, por todos cuantos, mediante la predicación de la palabra divina, habían de creer en El[191].
Imitando, pues, este ejemplo de Cristo, roguemos cada día al Señor de la mies para que envíe operarios a su mies[192], y elevemos todos cada día a los cielos la común plegaria y encomendemos a todos los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo. Y ante todo, a los Obispos, a quienes se les ha confiado especialmente el cuidado de sus respectivas diócesis; luego a los sacerdotes y a los religiosos y religiosas, quienes, llamados a la herencia de Dios, ya en la propia patria, ya en lejanas regiones de infieles, defienden, acrecientan y propagan el Reino del Divino Redentor. Esta común plegaria no olvide, pues, a ningún miembro de este venerable Cuerpo, pero recuerde principalmente a quienes están agobiados por los dolores y las angustias de esta vida terrenal, o a los que, ya fallecidos, se purifican en el fuego del purgatorio. Tampoco olvide a quienes se instruyen en la doctrina cristiana para que cuanto antes puedan ser purificados con las aguas del Bautismo.

   Y ardientemente deseamos que, con encendida caridad, estas comunes plegarias comprendan también a aquellos que o todavía no han sido iluminados con la verdad del Evangelio ni han entrado en el seguro aprisco de la Iglesia, o, por una lamentable escisión de fe y de unidad, están separados de Nos, que, aunque inmerecidamente, representamos en este mundo la persona de Jesucristo. Por esta causa repitamos una y otra vez aquella oración de nuestro Salvador al Padre celestial: Que todos sean una misma cosa: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, así también ellos sean una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que tú me has enviado[193].

ni aún por los que todavía no son miembros suyos

   También a aquellos que no pertenecen al organismo visible de la Iglesia Católica, ya desde el comienzo de Nuestro Pontificado, como bien sabéis, Venerables Hermanos, Nos los hemos confiado a la celestial tutela y providencia, afirmando solemnemente, a ejemplo del Buen Pastor, que nada Nos preocupa más sino que tengan vida y la tengan con mayor abundancia[194]. Esta Nuestra solemne afirmación deseamos repetirla por medio de esta Carta Encíclica, en la cual hemos cantado las alabanzas del grande y glorioso Cuerpo de Cristo[195], implorando oraciones de toda la Iglesia para invitar, de lo más íntimo del corazón, a todos y a cada uno de ellos a que, rindiéndose libre y espontáneamente a los internos impulsos de la gracia divina, se esfuercen por salir de ese estado, en el que no pueden estar seguros de su propia salvación eterna[196]; pues, aunque por cierto inconsciente deseo y aspiración están ordenados al Cuerpo místico del Redentor, carecen, sin embargo, de tantos y tan grandes dones y socorros celestiales, como sólo en la Iglesia Católica es posible gozar. Entren, pues, en la unidad católica, y, unidos todos con Nos en el único organismo del Cuerpo de Jesucristo, se acerquen con Nos a la única cabeza en comunión de un amor gloriosísimo[197]. Sin interrumpir jamás las plegarias al Espíritu de amor y de verdad, Nos les esperamos con los brazos elevados y abiertos, no como a quienes vienen a casa ajena, sino como a hijos que llegan a su propia casa paterna.

   47. Pero si deseamos que la incesante plegaria común de todo este Cuerpo místico se eleve hasta Dios, para que todos los descarriados entren cuanto antes en el único redil de Jesucristo, declaramos con todo que es absolutamente necesario que esto se haga libre y espontáneamente, porque nadie cree sino queriendo[198]. Por esta razón, si algunos, sin fe, son de hecho obligados a entrar en el edificio de la Iglesia, a acercarse al altar, a recibir los Sacramentos, no hay duda de que los tales no por ello se convierten en verdaderos fieles de Cristo[199]; porque la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios[200], debe ser un libérrimo homenaje del entendimiento y de la voluntad[201]. Si alguna vez, pues, aconteciere que contra la constante doctrina de esta Sede Apostólica[202], alguien es llevado contra su voluntad a abrazar la fe católica, Nos, conscientes de Nuestro oficio, no podemos menos de reprobarlo. Pero, puesto que los hombres gozan de una voluntad libre y pueden también, impulsados por las perturbaciones del alma y por las depravadas pasiones, abusar de su libertad, por eso es necesario que sean eficazmente atraídos por el Padre de las luces a la verdad, mediante el Espíritu de su amado Hijo. Y si muchos, por desgracia, viven aún alejados de la verdad católica y no se someten gustosos al impulso de la gracia divina, se debe a que ni ellos[203] ni los fieles dirigen a Dios oraciones fervorosas por esta intención. Nos, por consiguiente, a todos exhortamos una y otra vez a que, inflamados en amor a la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Divino Redentor, eleven continuamente estas plegarias.

   48. Y principalmente en las presentes circunstancias parece ser, más que oportuno, necesario, que se ruegue con fervor por los reyes y príncipes y por todos aquellos que, gobernando a los pueblos, pueden con su tutela externa ayudar a la Iglesia; para que, restablecido el recto orden de las cosas, la paz, que es obra de la justicia[204], emerja para el atormentado género humano de entre las aterradoras olas de esta tempestad, mediante el soplo vivificante de la caridad divina y para que nuestra santa Madre la Iglesia pueda llevar una vida quieta y tranquila, en toda piedad y castidad[205]. Insistentemente se ha de suplicar a Dios que todos cuantos están al frente de los pueblos amen la sabiduría[206], de tal suerte que jamás caiga sobre ellos aquella gravísima sentencia del Espíritu Santo:

   El Altísimo examinará vuestras obras y escudriñará los pensamientos porque, siendo ministros de su reino, no habéis juzgado rectamente ni observado la ley de la justicia, ni habéis procedido según la voluntad de Dios. De manera espantosa y repentina se os presentará, porque se hará un riguroso juicio de aquellos que ejercen potestad sobre otros. Porque con los pequeños se usará misericordia, mas los poderosos sufrirán grandes tormentos. Porque Dios no exceptuará persona alguna ni respetará la grandeza de nadie; ya que El ha hecho al pequeño y al grande y cuida por igual de todos; si bien a los más grandes amenaza un tormento mayor. A vosotros, por lo tanto, Reyes, se dirigen estas mis palabras, para que aprendáis la sabiduría y no perezcáis[207].

d) cumpliendo lo que falta en la pasión de Cristo

   49. Cristo nuestro Señor mostró su amor a la Esposa sin mancilla, no sólo con su intenso trabajo y su constante oración, sino también con sus dolores y angustias, que sufrió libre y amorosamente, por amor de ella: Habiendo amado a los suyos..., los amó hasta el fin[208]. Más aún, no conquistó la Iglesia sino con su sangre[209]. Decididos, pues, sigamos estas huellas sangrientas de nuestro Rey, como lo exige nuestra salvación, que hemos de poner a buen seguro: Porque si hemos sido injertados con El por medio de la representación de su muerte, igualmente lo hemos de ser representando su resurrección[210], y, si morimos con él, también con él viviremos[211]. Esto lo exige, también, la caridad genuina y eficaz de la Iglesia y de las almas por ella engendradas para Cristo: pues, aunque nuestro Salvador, por medio de crueles sufrimientos y de una acerba muerte, mereció para su Iglesia un tesoro infinito de gracias, sin embargo, estas gracias, por disposición de la Divina Providencia, no se nos conceden todas de una vez; y la mayor o menor abundancia de las mismas depende también no poco de nuestras buenas obras, con las que se atrae sobre las almas de los hombres esta verdadera lluvia divina de celestiales dones, gratuitamente dados por Dios. Y esta misma lluvia de celestiales gracias será ciertamente superabundante, si no solamente elevamos a Dios ardientes plegarias, sobre todo participando con devoción, si es posible diariamente, del Sacrificio Eucarístico; si no solamente nos esforzamos en aliviar con obras de caridad los sufrimientos de tantos menesterosos; mas si también preferimos a las cosas caducas de este siglo los bienes imperecederos y si domamos con mortificaciones voluntarias este cuerpo mortal, negándole las cosas ilícitas e imponiéndole las ásperas y arduas; si, en fin, aceptamos con ánimo resignado, como de la mano de Dios, los trabajos y dolores de esta vida presente. Porque así, según el Apóstol, cumpliremos en nuestra carne lo que resta que padecer a Cristo, en pro de su Cuerpo místico que es la Iglesia[212].

   50. Al escribir esto, se presenta desgraciadamente ante Nuestros ojos una ingente multitud de infelices desventurados que Nos hace llorar amargamente: Nos referimos a los enfermos, a los pobres, a los mutilados, a las viudas y huérfanos y a muchos otros que por sus propias calamidades o las de los suyos no raras veces desfallecen hasta morir. A todos aquellos, pues, que por cualquier causa yacen en la tristeza y en la congoja, con ánimo paterno les exhortamos a que, confiados, levanten sus ojos al Cielo y ofrezcan sus aflicciones a Aquel que un día les ha de recompensar con abundante galardón. Recuerden todos que su dolor no es inútil, sino que para ellos mismos y para la Iglesia ha de ser de gran provecho, si animados con esta intención lo toleran pacientemente. A la más perfecta realización de este designio contribuye en gran manera la cotidiana oblación de sí mismos a Dios, que suelen hacer los miembros de la piadosa asociación llamada Apostolado de la Oración; asociación que, como gratísima a Dios, deseamos de corazón recomendar aquí con el mayor encarecimiento.

   Y si en todo tiempo hemos de unir nuestros dolores a los sufrimientos del Divino Redentor, para procurar la salvación de las almas, en nuestros días especialísimamente, Venerables Hermanos, tomen todos como un deber el hacerlo así, cuando la espantosa conflagración bélica incendia casi todo el orbe y es causa de tantas muertes, tantas miserias, tantas calamidades: igualmente hoy día de un modo particular sea obligación de todos el apartarse de los vicios, de los halagos del siglo y de los desenfrenados placeres del cuerpo, y aun de aquella futilidad y vanidad de las cosas terrenas que en nada ayudan a la formación cristiana del alma ni a la consecución del Cielo. Más bien hemos de inculcar en nuestra mente aquellas gravísimas palabras de Nuestro inmortal Predecesor San León Magno, quien afirma que por el bautismo hemos sido hechos carne del Crucificado[213]; y aquella hermosísima súplica de San Ambrosio: Llévame, oh Cristo, en la Cruz, que es salud para los que yerran; sólo en ella está el descanso de los fatigados; sólo en ella viven cuantos mueren[214].

   Antes de terminar, no podemos menos de exhortar una y otra vez a todos a que amen a la santa Madre Iglesia con caridad solícita y eficaz. Ofrezcamos cada día al Eterno Padre nuestras oraciones, nuestros trabajos, nuestra congojas, por su incolumidad y por su más próspero y vasto desarrollo, si en realidad deseamos ardientemente la salvación de todo el género humano redimido con la sangre divina. Y mientras el cielo se entenebrece con centelleantes nubarrones y grandes peligros se ciernen sobre toda la Humanidad y sobre la misma Iglesia, confiemos nuestras personas y todas nuestras cosas al Padre de la Misericordia, suplicándole: Vuelve tu mirada, Señor, te lo rogamos, sobre esta tu familia, por la cual nuestro Señor Jesucristo no dudó en entregarse en manos de los malhechores y padecer el tormento de la Cruz[215].

LA SANTISIMA VIRGEN MARIA

   51. La Virgen Madre de Dios, cuya alma santísima fue, más que todas las demás creadas por Dios, llena del Espíritu divino de Jesucristo, haga eficaces, Venerables Hermanos, estos Nuestros deseos, que también son los vuestros, y nos alcance a todos un sincero amor a la Iglesia; ella que dio su consentimiento en representación de toda la naturaleza humana a la realización de un matrimonio espiritual entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana[216]. Ella fue la que dio a luz, con admirable parto, a Jesucristo Nuestro Señor, adornado ya en su seno virginal con la dignidad de Cabeza de la Iglesia, pues que era la fuente de toda vida sobrenatural; ella, la que al recién nacido presentó como Profeta, Rey y Sacerdote a aquellos que de entre los judíos y de entre los gentiles habían llegado los primeros a adorarlo. Y además, su Unigénito, accediendo en Caná de Galilea a sus maternales ruegos, obró un admirable milagro, por el que creyeron en El sus discípulos[217]. Ella, la que, libre de toda mancha personal y original, unida siempre estrechísimamente con su Hijo, lo ofreció como nueva Eva al Eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto de sus derechos maternos y de su materno amor, por todos los hijos de Adán manchados con su deplorable pecado; de tal suerte que la que era Madre corporal de nuestra Cabeza, fuera, por un nuevo título de dolor y de gloria, Madre espiritual de todos sus miembros. Ella, la que por medio de sus eficacísimas súplicas consiguió que el Espíritu del Divino Redentor, otorgado ya en la Cruz, se comunicara en prodigiosos dones a la Iglesia recién nacida, el día de Pentecostés. Ella, en fin, soportando con ánimo esforzado y confiado sus inmensos dolores, como verdadera Reina de los mártires, más que todos los fieles, cumplió lo que resta que padecer a Cristo en sus miembros... en pro de su Cuerpo[de él]..., que es la Iglesia[218], y prodigó al Cuerpo místico de Cristo nacido del Corazón abierto de Nuestro Salvador[219] el mismo materno cuidado y la misma intensa caridad con que calentó y amamantó en la cuna al tierno Niño Jesús.

   Ella, pues, Madre santísima de todos los miembros de Cristo[220], a cuyo Corazón Inmaculado hemos consagrado confiadamente todos los hombres, la que ahora brilla en el Cielo por la gloria de su cuerpo y de su alma, y reina juntamente con su Hijo, obtenga de El con su apremiante intercesión que de la excelsa Cabeza desciendan sin interrupción -sobre todos los miembros del Cuerpo místico- copiosos raudales de gracias; y con su eficacísimo patrocinio, como en tiempos pasados, proteja también ahora a la Iglesia, y que, por fin, para ésta y para todo el género humano, alcance tiempos más tranquilos.

   Nos, confiados en esta sobrenatural esperanza, como auspicio de celestiales gracias y como testimonio de Nuestra especial benevolencia, a cada uno de vosotros, Venerables Hermanos, y a la grey que está a cada uno confiada, damos de todo corazón la Bendición Apostólica.

   Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, en la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, del año 1943, quinto de Nuestro Pontificado.

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  • (184) Cf. Rom. 12, 5; 1 Cor. 12, 25.

  • (185) Cf. 1 Cor. 12, 26.

  • (186) Cf. Luc. 10, 33-37.

  • (187) Cf. Luc. 6, 27-35; Mat. 5, 44-48.

  • (188) Cf. Eph. 3, 18.

  • (189) Cf. Luc. 22, 32.

  • (190) Cf. Io. 17, 9-19.

  • (191) Cf. ibid. 17, 20-23.

  • (192) Cf. Mat. 9, 38; Luc. 10, 2.

  • (193)193 Io. 17, 21.

  • (194) Cf. enc. Summi Pontificatus: A.A.S. 1939, 419.

  • (195) Iren. Adv. haer. 4, 33, 7 PG 7, 1076.

  • (196) Cf. Plus IX Iam vos omnes 13 sept. 1868: Acta Conc. Vat.: C.L. 7, 10.

  • (197) Cf. Gelas. I, Ep. 14 PL 59, 89.

  • (198)198 Cf. Aug. In Io. Ev. tr. 26, 2 PL 30, 1607.

  • (199)199 Cf. ibid.

  • (200) Hebr. 11, 6.

  • (201) Conc. Vat. Const. de fide cath. c. 3.

  • (202) Cf. Leo XIII Immortale Dei: A.S.S. 18, 174-175; C.I.C. c. 1351.

  • (203) Cf. Aug. ibid.

  • (204) Is. 32, 17.

  • (205) Cf. 1 Tim. 2, 2.

  • (206) Cf. Sap. 6, 23.

  • (207) Ibid. 6, 4-10.

  • (208) Io. 13, 1.

  • (209) Cf. Act. 20, 28.

  • (210) Rom. 6, 5.

  • (211) 2 Tim. 2, 11.

  • (212) Cf. Col. 1, 24.

  • (213) Cf. Serm. 63, 6; 66, 3 PL 54, 357 et 366.

  • (214) In Ps. 118 serm. 22, 30 PL 15, 1521.

  • (215) Off. Maior. Hebd.

  • (216) Th. 3, 80, 1.

  • (217) Io. 2, 11.

  • (218) Col. 1, 24.

  • (219) Cf. Off. Ssmi. Cordis in hymn. ad vesp.

  • (220) Cf. Pius X Ad diem illum: A.S.S. 36, 453.