Magisterio de la Iglesia

Radiomensaje al IV Congreso Internacional de
Educación Católica Celebrado en Río de Janeiro 

 Pío XII
5 de agosto de 1951

   Venerables Hermanos y amados hijos: El máximo interés con que desde su preparación en esa alba ciudad hemos seguido vuestro Congreso Nos mueve ahora, acabados felizmente sus trabajos, a dirigiros una vez más la palabra para coronarlos y bendecirlos en nombre de Aquel que es Nuestro único Maestro y de cuya pedagogía vosotros sois y os proclamáis ser cada vez más fieles realizadores y apóstoles.

   Cuando vosotros estos días, provenientes de todos los puntos del continente, entrabais en esa maravillosa metrópoli brasileña, Nos parecía ver al Redentor divino que desde el excelso pedestal granítico que domina la ciudad extendía hacia vosotros los brazos con un amplio gesto de bienvenida repitiendo la sentencia que transformó al mundo: Dejad que los niños se acerquen a Mí. Él estuvo presente en vuestras sesiones, os asistió en vuestros trabajos y ciertamente inspiró vuestras conclusiones. Y es en Él y por Él que Nuestra palabra quiere ser primero congratulación y parabién y después exhortación e incentivo.

   Congratulaciones y parabienes por el notabilísimo incremento y la arrolladora importancia que vuestra confederación va asumiendo, como lo prueba hasta la evidencia el actual Congreso, tanto por el número cuanto por la categoría de los congresistas; congratulaciones y parabienes por la gran labor llevada a cabo en pro de la nobilísima causa de la educación, que es, al fin y al cabo, la causa sacrosanta del reino de Dios.

   Los votos expresados casi hace tres años en el Congreso de La Paz se convirtieron en consoladora realidad, y los resultados ya obtenidos, así como son promesa cierta de otros mayores, son también estímulo poderoso de avances constantes hacia la conquista de metas cada vez más elevadas.

   Y; ¿qué meta más alta que la realización efectiva y universal del tema de este Congreso? Dejad que Nos refiramos a él, no para desarrollarlo de nuevo, puesto que ya ha sido ampliamente dilucidado por tantos y tan competentes especialistas, sino para referirnos a su trascendencia y actualidad, grande en todos los tiempos y grandísima en los nuestros.

   ¿Habrá algo en la vida de la Humanidad más trascendental que la educación? El niño y el adolescente, como bien se dice, son una esperanza que promete para la familia, para la patria y para toda la Humanidad; pero al mismo tiempo una esperanza preciosa para la Iglesia, para el cielo y para el mismo Dios, cuyo hijo es o debe ser. Para que esa esperanza no falle, sino que se realice plenamente, es menester educarle bien. Educación física, que robustece las energías del cuerpo; educación intelectual, que desarrolla y enriquece las capacidades del espíritu, y, sobre todo, educación moral y religiosa, que ilumina la inteligencia, forma la voluntad y disciplina y santifica las costumbres, y es la única que da a la imagen de Dios la semejanza del prototipo divino, que le hace digno de figurar en las galerías eternas.

   La educación que prescinde de ser moral y religiosa está mutilada en su mayor y mejor parte, descuida las más nobles facultades del hombre, le priva de las energías más eficaces y vitales, termina por deseducar, mezclando incertezas y errores con verdades, vicios con virtudes, el mal con el bien. Los mejores pedagogos lo ven hoy, lo sienten y se esfuerzan por remediar las deficiencias pasadas, perfeccionando los métodos y tal vez buscando con afán una educación nueva; pero la moral verdadera y la verdadera religión no son más que una, como es una la Verdad: fundamental y substancial: Dios; revelada: Cristo; conservada y enseñada sin error: la Iglesia Católica. No era católico el pensador que dijo: «El Catolicismo es la mejor y la más santa escuela de respeto que jamás vio el mundo» (Guizot en Dupanloup, L'éducation, t. I, pág. 112).

   Tuvo, pues, razón la Confederación de Educación Católica cuando sometió al estudio de los congresistas un tema tan trascendental para arraigar en vuestras convicciones; para inculcarlo y transfundirlo en cuantos pertenecen a vuestro movimiento, desde los cultivadores de los jardines de la infancia hasta los profesores de universidades; para infundirlo en todo el continente, para estimular, orientar, corregir y perfeccionar tantos nobilísimos esfuerzos como hoy se hacen en los vastos dominios de la pedagogía.

   Pero si el tema en cuestión es trascendental en todos los tiempos, es de actualidad flagrante, de necesidad imperiosa en los nuestros, y antes que nada porque tiene que suplir una deplorable laguna, agravada ahora.

   La educación del hombre comienza en la cuna; la escuela primaria insubstituíble es el hogar doméstico. Por más pronto que se comience, nunca es demasiado pronto para formar el carácter y las costumbres del niño, decía ya la sabiduría pagana (Ps. Plutarco, De educatione puerorum, n. V). En la vida, lo mismo que en la ciencia, todo depende de los primeros principios.

   Ahora bien, hasta en las familias cristianas, y las hay modelos, en que se siete hoy y se vive la responsabilidad de educar bien a los hijos, es también verdad -triste verdad- la deplorable decadencia de la educación familiar, que en términos gravísimos lamentaba Nuestro inmortal Predecesor en la Encíclica «DIVINI ILLIUS MAGISTRI»: Para empleos y profesiones de la vida temporal se exigen largos estudios y una cuidadosa preparación; pero para el deber fundamental de la educación de los hijos muchos padres hoy se preparan poco o nada, por estar demasiado absorbidos con los cuidados temporales. He aquí la primera y gravísima tarea que incumbe hoy al educador católico: suplir las deficiencias de la escuela doméstica. Pero las tareas que vienen detrás no son hoy menos graves o agravadas.

   El niño sin educar o deseducado es entregado a la escuela pública, donde la enseñanza oficial neutra no forma y a veces deforma los espíritus; donde el ambiente es con aterradora frecuencia poco sano, por no hablar de otras ocasiones de naufragio moral o religioso para la incauta juventud..., especialmente los libros impíos o licenciosos, los espectáculos cinematográficos, las audiciones radiofónicas..., como deplora Nuestro insigne Predecesor en la aludida Encíclica.

   En contraste con estas dificultades, vuestra educación tiene que formar definitivamente en los adolescentes la imagen del Creador según el prototipo del Primogénito de toda creatura, formando un temple tan duro que no se deforme, sino que se perfeccione una vez lanzado en el torbellino de la vida civil y social moderna; es decir, en una atmósfera cruzada en todos sentidos por propagandas hábilmente organizadas, de intereses en contraste que no distinguen lo justo y lo honesto de lo inmoral e injusto. De ahí que con tanta frecuencia los errores más absurdos se ven enarbolados como máximas de buen vivir; y el mismo ritmo de la existencia, cada vez más precipitado, arrebata al hombre y le tiene inclinado sobre los intereses materiales sin dejarle tiempo para alzarse a mirar al cielo a orientarse y pensar en los intereses eternos.

   Si el joven, terminada su educación, no sale sólidamente formado, si esa imagen de Dios queda moldeada en material blando y maleable, es imposible que, sujeta así a presiones opuestas, batida por tantas contradicciones, no esté en breve tiempo deformada.

   Peor todavía si se levantan en sí mismo los principios activos de deformación en los apetitos desordenados, en las pasiones no domadas o desbridadas que no tardarán en engendrar: desórdenes y vicios, como las estatuas de murta que se ven en los jardines principescos -diría el príncipe de vuestros oradores-, las cuales, apenas el jardinero levantó su mano, abandonadas a sí mismas, en cuatro días pierden la nueva figura y vuelven a ser el mismo matorral que eran antes.

   Es preciso que vuestra educación les dé el temple duro del bronce o del granito de esas montañas, y entonces los continuos embates, los choques inevitables de la vida moderna, lejos de deformarlos, servirán para perfeccionarlos y aparecerá el hombre cada vez más perfecto y acaso un santo que se pueda colocar en el altar (cfr. A. Veira. «Sermões», vol. III, 1683, págs. 404-420). Tarea ardua y difícil, que solo puede llevar a término con felicidad una educación cristiana y católica que sepa aprovechar los progresos de la pedagogía analizados con buen criterio para distinguir el oro del oropel, que, actuando directamente sobre las mejores energías del hombre, influya indirectamente sobre la instrucción y la propia higiene, infundiéndole un espíritu nuevo, sublimándolas y preservándolas de fatales desvíos y aberraciones funestas; que a los recursos naturales una los sobrenaturales; que a las energías disciplinadas de la inteligencia y la voluntad añada las luces de la fe y la fuerza de la gracia, único que hace posible lo que imposible parece humanamente.

   No era substancialmente diversa la pedagogía que educó al Brasil en la cuna de su nacionalidad (para referirNos únicamente a la gran nación que ha dado hospitalidad al Congreso) cuando el centro en torno al cual se formaban las ciudades era la Iglesia con la escuela al lado, ayudándose y completándose mutuamente. Ella fue la que grabo en la fisonomía del Brasil los rasgos característicos que más le ennoblecen en el círculo de las naciones, como reconocen unánimemente las autoridades más competentes en historia y en pedagogía. Ella fue la que dio los ciudadanos más beneméritos de la Iglesia y de la patria, comenzando por los primeros graduados, que en 1575 recibieron los grados académicos a los que nadie había subido en el Brasil desde todos los siglos, como con ingenua ufanía proclama el viejo cronista (apud. Serafín Seite, «Páginas de Historia do Brasil», Brasiliana, volumen 93, pág. 25).

   Ella será todavía la que, actuada y perfeccionada como conviene, hará cada día más prósperas vuestras patrias, haciendo que se logren las esperanzas que en magnífica primavera en ellas florecen; preservándolas de tantos peligros como amenazan a su fe, a su moral y al mismo orden social, de modo que avancen seguras por la senda del verdadero progreso hacia los altos destinos que la Providencia les ha fijado.

   Esta es la trascendencia e importancia inconmensurable y de fragante actualidad del tema de este IV Congreso Interamericano de Educación Católica. Queda sólo que, con la bendición del Redentor y Educador divino y con vuestra incansable cooperación, la doctrina ampliamente estudiada se traduzca en práctica inmediata y se convierta en fermento benéfico de bien que haga fermentar completamente y saludablemente la educación de la juventud en todo el vasto continente americano.

   Con estos Votos os damos a vosotros y a todos los miembros de la Confederación Interamericana de Educación Católica, como prenda da Nuestra especial benevolencia, la Bendición Apostólica.

                                                         PÍO XII

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