Magisterio de la Iglesia
Nullius certe
PÍO IX
Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica 1. Agradece a los obispos italianos la solicitud en defender el poder civil de la Iglesia. No tenemos en verdad palabras para explicar, Venerables Hermanos, cuánto solaz y alegría nos layan traído en medio de Nuestras grandísimas amarguras, la singular y maravillosa fidelidad, piedad y observancia vuestra y de los fieles a vosotros confiados, hacia Nosotros y esta Sede Apostólica y la egregia concordia, ánimo, celo y constancia para proteger los derechos de la misma Sede y defender la causa de la justicia. Puesto que apenas por Nuestra Carta Encíclica, enviada a vosotros el día 18 do junio del año pasado y luego por Nuestras dos alocuciones consistoriales con sumo dolor de Nuestro ánimo, conocisteis los gravísimos males que en Italia afligían las cosas sagradas y civiles, y tuvisteis noticia de los malvados movimientos de rebelión y audacia contra los legítimos Príncipes de la misma Italia y el sagrado y legítimo Principado Nuestro y de esta Santa Sede, secundando inmediatamente Nuestros deseos y cuidados, sin ninguna demora os apresurasteis a ordenar, con todo celo, públicas plegarias en vuestras diócesis. Y luego, no sólo en vuestras respetuosísimas e igualmente afectuosas cartas a Nos enviadas, sino también tanto en cartas Pastorales como en otros religiosos y doctos escritos impresos para el público, levantasteis vuestra voz episcopal con insigne gloria para vosotros y vuestro orden, para defender valientemente la causa de Nuestra santísima Religión y de la justicia, y para detestar vehementemente las sacrílegas audacias admitidas contra el Principado civil de la Iglesia Romana. Y, defendiendo constantemente el mismo Principado, os gloriasteis de profesar y enseñar que, por singular determinación de aquella Providencia divina que todo lo rige y gobierna, fue él mismo dado al Romano Pontífice, para que él, no sometido jamás a ninguna potestad civil, ejerciera en todo el orbe el supremo cargo del ministerio Apostólico divinamente confiado por el mismo Cristo, con plenísima libertad y sin ningún impedimento, y muchos hijos de la Iglesia Católica, para Nosotros queridísimos, imbuidos en vuestras doctrinas y excitados con vuestro eximio ejemplo se esforzaron y se esfuerzan grandemente en testimoniarnos los mismos sentimientos. 2. El mundo católico defiende Nuestra actitud. De todas las regiones del orbe católico recibimos innumerables cartas tanto de eclesiásticos como de laicos de toda dignidad, orden, grado y condición, algunas de ellas suscritas por centenares de miles de católicos, por las que confirman espléndidamente su filial devoción y veneración hacia Nosotros y esta Cátedra de Pedro y, detestando vehementemente la rebelión y la audacia introducidas en algunas de Nuestras provincias, afirman que el patrimonio del Bienaventurado Pedro debe ser conservado íntegro e inviolable y debe ser defendido de toda injuria. Esto mismo lo expresan no pocos de entre ellos docta y sabiamente en escritos redactados en lengua vulgar. Todas estas manifestaciones vuestras y de los fieles, dignas ciertamente de ser enlazadas con toda alabanza y publicidad y de ser anotadas con letras de oro en los fastos de la Iglesia, Nos conmovieron en tal forma que no pudimos dejar de exclamar alegremente: Bendito sea Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en todas Nuestras tribulaciones. Puesto que en medio de las gravísimas angustias que Nos oprimen nada podía haber más grato, alegre y deseable para Nosotros que ver con qué concorde y admirable celo todos vosotros, Venerables Hermanos, estáis animados y encendidos para defender los derechos de esta Santa Sede y con qué egregia voluntad se unen a lo mismo los fieles confiados a vuestro cuidado. Por vosotros mismos fácilmente podéis entender cuan vehementemente y con cuánta razón y derecho se aumenta cada día Nuestra paternal benevolencia hacia vosotros y los mismos católicos. 3. El Emperador de Francia aconseja silencio, pero Nos no podemos callar. Pero mientras tan admirable afecto y amor vuestro y de vuestros fieles suavizaba Nuestro dolor, Nos sobrevino por otra parte una nueva causa de tristeza. Por eso os escribimos esta carta para que, a vosotros ante todo, os manifestemos por segunda vez lo que pensamos en un asunto de gran importancia. No hace mucho, como ya lo saben varios de entre vosotros, se publicó en la revista parisiense Moniteur la carta del emperador de Francia con que responde a la Nuestra en que rogamos con todo empeño a su imperial majestad que con su poderosísimo patrocinio mantuviese íntegro e inviolable en el Congreso de París el dominio temporal Nuestro y de esta Santa Sede y lo defendiese de toda inicua rebelión. En esta carta el emperador, recordando un consejo que poco antes Nos habíamos dado acerca de las provincias rebeldes de Nuestro dominio pontificio, Nos persuade que queramos renunciar a la posesión de las mismas provincias pareciéndole a él que sólo de este modo podría remediarse la presente perturbación de las cosas. Cualquiera de vosotros, Venerables Hermanos, entiende perfectamente que, teniendo en cuenta la gravedad de Nuestro cargo, no pudimos callar cuando recibimos semejante carta. Por eso Nos apresuramos a escribirle sin demora al mismo emperador manifestando clara y abiertamente con apostólica libertad que de ninguna manera podíamos seguir su consejo porque trae consigo insuperables dificultades por razón de Nuestra dignidad y la de esta Santa Sede, de Nuestro sagrado carácter y los derechos de la misma Sede que no pertenecen a la sucesión de alguna real familia sino a todos los católicos y simultáneamente afirmamos que no podíamos ceder lo que no es Nuestro y que claramente entendíamos que la victoria que él quería concediéramos a los revoltosos de Emilia, sería un estímulo para que los rebeldes nativos y extranjeros de las demás provincias maquinasen iguales revueltas viendo la próspera fortuna de los demás rebeldes. Y entre otras cosas manifestamos al mismo emperador que no podíamos nosotros, sin violar los juramentos que Nos obligan, renunciar a las supradichas provincias del dominio pontificio en la Emilia, sin excitar disgustos y movimientos en las demás provincias Nuestras, sin inferir una injuria a todos los católicos y sin que, por último, debilitáramos los derechos no sólo de los príncipes de Italia que han sido injustamente despojados de sus dominios, sino también de todos los príncipes del orbe cristiano, que no podrían ver con indiferencia que se introdujesen ciertos principios perniciosísimos. 4. Causa de las revueltas. Ni dejamos de advertirle que su majestad no ignoraba con qué hombres, con qué dinero y ayuda se habían excitado y llevado a cabo los recientes conatos revolucionarios en Bolonia, Ravena y en otras ciudades, mientras la gran mayoría del pueblo se quedó atónita ante aquellas revueltas que de ninguna manera apoyaba, sin mostrarse de ninguna manera propensa a seguirlos. Y como el serenísimo emperador juzgaba que debíamos renunciar a aquellas provincias por las revueltas en ellas producidas, oportunamente le respondimos que ese argumento, como quiera que probaba demasiado, era inconsistente, puesto que rebeliones parecidas las había habido, tanto en varias regiones de Europa como en otras partes, y cualquiera que ve que no se sigue de allí ninguna razón para disminuir las soberanías civiles. No dejamos de exponerle al mismo emperador que era enteramente diversa esta carta suya de la anterior, escrita antes de la guerra de Italia, la cual nos trajo consolación y no aflicción. Y como de algunas palabras de la carta imperial publicada en la revista supradicha juzgáramos que debíamos temer que las mencionadas provincias Nuestras de Emilia ya debían ser consideradas como ajenas a Nuestro mandato pontificio, por lo mismo rogamos a su Majestad en nombre de la Iglesia que, mirando también por el propio bien y utilidad de su Majestad, hiciera que se desvaneciese este temor Nuestro. Con aquella paterna caridad con que debemos mirar por la eterna salud de todos, le recordamos que todos algún día tendremos que dar estricta cuenta ante el tribunal de Cristo y pasar por un juicio severísimo, y por lo tanto debe cada uno con toda el alma procurar experimentar más bien los efectos de la misericordia que de la justicia. 5. Valientemente defenderemos la causa de la Religión y de la justicia. Estas cosas sobre todo, entre varias otras, respondimos al emperador de los franceses, las que pensamos, Venerables Hermanos, deberos manifestar para que en primer lugar vosotros y además todo el universo orbe católico más claramente entienda que Nosotros, con la ayuda de Dios, según obligación de Nuestro gravísimo oficio, todo con intrepidez procuramos y nada dejamos sin intentar para defender valientemente la causa de la Religión y la justicia y para proteger constantemente y conservar íntegros e inviolables el principado civil de la Iglesia Romana, sus posesiones temporales y sus derechos que pertenecen al universo orbe católico, mirando asimismo por la justa causa de los demás príncipes. Y confiados en el divino auxilio de Aquel que dijo: en el mundo estaréis oprimidos, pero confiad, yo vencí al mundo(1) y bienaventurados los que padecen persecución por la justicia(2) estamos preparados a seguir las ilustres huellas de Nuestros predecesores, emular sus ejemplos y padecer cualquier aspereza o amargura hasta dar la misma vida antes de abandonar la causa de Dios, la Iglesia y la justicia. Pero fácilmente podéis entender, Venerables Hermanos, cuan acerbo dolor Nos aflige viendo la terrible guerra que oprime a Nuestra santísima Religión con máximo detrimento de las almas y cuan grandes tormentas azotan a la Iglesia y a esta Santa Sede. Y fácilmente también comprenderéis cuan vehementemente Nos angustiemos conociendo bien cuan grande sea el peligro de las almas en aquellas perturbadas provincias Nuestras, donde sobre todo con pestíferos escritos, diseminados entre el pueblo, se quebranta cada día más la piedad, religión, fe y honestidad de costumbres. Vosotros pues, Venerables Hermanos, que habéis sido llamados a participar de Nuestra solicitud y que os enardecisteis con tanta fe, constancia y virtud en propugnar la causa de la Religión, la Iglesia y esta Santa Sede, continuad con mayor esfuerzo y celo en la defensa de la misma causa, e inflamad cada día más a los fieles encomendados a vuestro cuidado para que siguiendo vuestras directivas nunca dejen de emplear toda su actividad, celo y prudencia en la defensa de la Iglesia Católica y de esta Santa Sede y en la protección del Principado civil de la misma Sede, patrimonio del bienaventurado Pedro, cuya tutela corresponde a todos los católicos. 6. Recurrir a Dios y a la Sma. Virgen María en estos peligros. Por encima de todo os pedimos, Venerables Hermanos, que a una con Nosotros queráis, juntamente con vuestros fieles, dirigir ininterrumpidas plegarias a Dios Óptimo Máximo para que mande a los vientos y al mar y con eficacísimo auxilio Nos conforte a Nosotros y su Iglesia, se levante y juzgue su causa y con su celestial gracia ilustre propicio a todos los enemigos de la Iglesia y de esta Sede Apostólica y se digne reducirlos con su omnipotente virtud al camino de la verdad, de la justicia y de la salvación. Para que más fácilmente incline Dios sus oídos a las súplicas Nuestras, vuestras y de todos los fieles, pidamos en primer lugar, Venerables Hermanos, los sufragios de la Inmaculada y Santísima Virgen María, Madre de Dios, que es madre amantísima y segurísima esperanza de todos, eficaz tutela y sostén de la Iglesia y cuyo patrocinio es el más poderoso ante Dios. Imploremos también la intercesión tanto del Beatísimo Príncipe de los Apóstoles a quien constituyó Cristo Señor Nuestro piedra de su Iglesia, contra la que nunca podrán prevalecer las puertas del infierno como la de su coapóstol Pablo y de todos los Santos que reinan con Cristo en los cielos. No dudamos, Venerables Hermanos, que según vuestra eximia religión y celo sacerdotal, en el que sobremanera os distinguís, querréis obedecer cumplidamente a estos deseos y pedidos Nuestros. Mientras tanto amorosamente os impartimos de lo íntimo de Nuestro corazón a vosotros, Venerables Hermanos, y a todos los fieles clérigos y laicos encomendados a la vigilancia de cada uno de vosotros, la Bendición Apostólica, testimonio de Nuestro encendido amor, unida con votos por vuestra verdadera y total felicidad. Dado en Roma junto a San Pedro el día 19 de enero del año 1860, de Nuestro Pontificado el año decimocuarto. PIO PAPA IX. |
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