Magisterio de la Iglesia
Tuas Libenter (Fragmento)
PÍO
IX ...
Sabíamos también, Venerable Hermano, que algunos de los católicos que se
dedican al cultivo de las disciplinas más severas confiados demasiado en las
fuerzas del ingenio humano, no temieron, ante los peligros de error, al afirmar
la falaz y en modo alguno genuina libertad de la ciencia, fueran arrebatados más
allá de los límites que no permite traspasar la obediencia debida al
magisterio de la Iglesia, divinamente instituido para guardar la integridad de
toda la verdad revelada. De donde ha resultado que esos católicos, míseramente
engañados, llegan a estar frecuentemente de acuerdo hasta con quienes claman y
chillan contra los Decretos de esta Sede Apostólica y de nuestras
Congregaciones, en que por ellos se impide el libre progreso de la ciencia [v.
1712], y se exponen al peligro de romper aquellos sagrados lazos de la
obediencia con que por voluntad de Dios están ligados a esta misma Sede Apostólica,
que fue constituida por Dios mismo maestra y vengadora de la verdad.
Tampoco ignorábamos que en Alemania ha cobrado fuerza la opinión falsa en
contra de la antigua Escuela y contra la doctrina de aquellos sumos Doctores [v.
1713] que por su admirable sabiduría y santidad de vida venera la Iglesia
universal. Por esta falsa opinión, se pone en duda la autoridad de la Iglesia
misma, como quiera que la misma Iglesia no sólo permitió durante tantos siglos
continuos que se cultivara la ciencia teológica según el método de los mismos
doctores y según los principios sancionados por el común sentir de todas las
escuelas católicas; sino que exaltó también muy frecuentemente con sumas
alabanzas su doctrina teológica y vehementemente la recomendó como fortísimo
baluarte de la fe y arma formidable contra sus enemigos...
A la verdad, al afirmar todos los hombres del mismo congreso, como tú escribes,
que el progreso de las ciencias y el éxito en la evitación y refutación de
los errores de nuestra edad misérrima depende de la íntima adhesión a las
verdades reveladas que enseña la Iglesia Católica, ellos mismos han reconocido
y profesado aquella verdad que siempre sostuvieron y enseñaron los verdaderos
católicos entregados al cultivo y desenvolvimiento de las ciencias. Y apoyados
en esta verdad, esos mismos hombres sabios y verdaderamente católicos pudieron
con seguridad cultivar, explicar y convertir en útiles y ciertas las mismas
ciencias. Lo cual no puede ciertamente conseguirse, si la luz de la razón
humana, circunscrita en sus propios límites, aun investigando las verdades que
están al alcance de sus propias fuerzas y facultades, no tributa la máxima
veneración, como es debido, a la luz infalible e increada del entendimiento
divino que maravillosamente brilla por doquiera en la revelación cristiana.
Porque, si bien aquellas disciplinas naturales se apoyan en sus propios
principios conocidos por la razón; es menester, sin embargo, que sus
cultivadores católicos tengan la revelación divina ante sus ojos, como una
estrella conductora, por cuya luz se precavan de las sirtes y errores, apenas
adviertan que en sus investigaciones y exposiciones pueden ser conducidos por
ellos, como muy frecuentemente acontece, a proferir algo que en mayor o menor
grado se oponga a la infalible verdad de las cosas que han sido reveladas por
Dios.
De ahí que no queremos dudar de que los hombres del mismo congreso, al
reconocer y confesar la mentada verdad, han querido al mismo tiempo rechazar y
reprobar claramente la reciente y equivocada manera de filosofar, que si bien
reconoce la revelación divina como hecho histórico, somete, sin embargo, a las
investigaciones de la razón humana las inefables verdades propuestas por la
misma revelación divina, como si aquellas verdades estuvieran sujetas a la razón,
o la razón pudiera por sus fuerzas y principios alcanzar inteligencia y ciencia
de todas las más altas verdades y misterios de nuestra fe santísima, que están
tan por encima de la razón humana, que jamás ésta podrá hacerse idónea para
entenderlos o demostrarlos por sus fuerzas y por sus principios naturales [v.
1709]. A los hombres, empero, de ese congreso les rendimos las debidas
alabanzas, porque rechazando, como creemos, la falsa distinción entre el filósofo
y la filosofía, de que te hablamos en otra carta a ti dirigida [v. 1674], han
reconocido y afirmado que todos los católicos deben en conciencia obedecer en
sus doctas disquisiciones a los decretos dogmáticos de la infalible Iglesia Católica.
Mas al tributarles las debidas alabanzas por haber profesado una verdad que
necesariamente nace de la obligación de la fe católica, queremos estar
persuadidos de que no han querido reducir la obligación que absolutamente
tienen los maestros y escritores católicos, sólo a aquellas materias que son
propuestas por el juicio infalible de la Iglesia para ser por todos creídas
como dogmas de fe [v. 1722]. También estamos persuadidos de que no han querido
declarar que aquella perfecta adhesión a las verdades reveladas, que
reconocieron como absolutamente necesaria para la consecución del verdadero
progreso de las ciencias y la refutación de los errores, pueda obtenerse, si sólo
se presta fe y obediencia a los dogmas expresamente definidos por la Iglesia.
Porque aunque se tratara de aquella sujeción que debe prestarse mediante un
acto de fe divina; no habría, sin embargo, que limitarla a las materias que han
sido definidas por decretos expresos de los Concilios ecuménicos o de los
Romanos Pontífices y de esta Sede, sino que habría también de extenderse a
las que se enseñan como divinamente reveladas por el magisterio ordinario de
toda la Iglesia extendida por el orbe y, por ende, con universal y constante
consentimiento son consideradas por los teólogos católicos como pertenecientes
a la fe.
Mas como se trata de aquella sujeción a que en conciencia están obligados
todos aquellos católicos que se dedican a las ciencias especulativas, para que
traigan con sus escritos nuevas utilidades a la Iglesia; de ahí que los hombres
del mismo congreso deben reconocer que no es bastante para los sabios católicos
aceptar y reverenciar los predichos dogmas de la Iglesia, sino que es menester
también que se sometan a las decisiones que, pertenecientes a la doctrina,
emanan de las Congregaciones pontificias, lo mismo que a aquellos capítulos de
la doctrina que, por común y constante sentir de los católicos, son
considerados como verdades teológicas y conclusiones tan ciertas, que las
opiniones contrarias a dichos capítulos de la doctrina, aun cuando no puedan
ser llamadas heréticas, merecen, sin embargo, una censura teológica de otra
especie.
Carta
al arzobispo de Murlich-Frisinga
Sobre los congresos
de teólogos en Alemania
21
de diciembre de 1863