Magisterio de la Iglesia
Epístola de Bernabé

Clemente de Alejandría, a principios del siglo III, dio el nombre de Epístola de Bernabé a un breve escrito en lengua griega, redactado sin ajustarse a los cánones de la antigua retórica, por lo que se piensa que su autor no era de origen griego. Los estudios modernos han dejado claro que este escrito no fue compuesto por el apóstol San Bernabé, compañero de San Pablo en sus viajes apostólicos, sino que es obra de un autor desconocido, que, a su vez, se valió probablemente de documentos preexistentes de diversas épocas. Su composición se sitúa entre la primera y la segunda destrucción del Templo de Jerusalén (por tanto, entre los años 70 y 130 d.C.).

   Aunque utiliza el género epistolar, no se trata de una carta propiamente dicha, sino de un breve tratado destinado a poner en guardia a los cristianos frente al peligro de los judaizantes, aquellos cristianos convertidos del judaísmo que añoraban las prácticas de la Ley mosaica y pretendían exigirlas también a los seguidores de la nueva Ley. Con este motivo, el autor se detiene en desentrañar la relación entre la antigua y la nueva alianza, destacando el supremo valor de ésta y la insondable riqueza de su contenido.

   La antigüedad cristiana profesó alta estima a este escrito, como lo demuestra el hecho de haber sido descubierto en uno de los más antiguos códices, junto con los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento.

   En la primera parte, el autor ahonda en la interpretación de pasajes del Antiguo Testamento a la luz del Nuevo, con un profundo conocimiento de la Escritura. La abundancia de citas es de gran interés para el estudio de la transmisión del texto sagrado y de su utilización como fundamento de los dogmas. La segunda parte, de carácter más didáctico, contiene una descripción de la vida cristiana y un conjunto de normas morales que el Cristianismo exige. De esta segunda parte procede el fragmento que se ofrece a continuación.

LOARTE

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   Este documento, de carácter muy primitivo, llegó a ser considerado en ciertas cristiandades como parte de las Escrituras, y se atribuyó a Bernabé, el compañero de Pablo. Tal atribución no es admitida por la crítica moderna, sin que, por otra parte, sea posible determinar quién pudiera ser el autor del escrito. En él se plantea con fuerza particular uno de los problemas que más hubieron de preocupar a los primeros cristianos: el de sus relaciones con el judaísmo. El autor se muestra en actitud simplemente negativa con respecto a todas las instituciones de los judíos, los cuales, según él, habrían pervertido desde el comienzo el sentido que Dios quiso dar a las Escrituras y a la ley, entendiendo en un sentido material lo que Dios había querido sólo en un sentido espiritual. Según esta concepción, el judaísmo seria, no un estadio menos perfecto de la revelación, previo al cristianismo, sino una perversión radical de algo que ya desde un principio debiera de haber alcanzado su plenitud y perfección. De esta forma la polémica antijudía, iniciada por Pablo con notables matizaciones, es ahora llevada a extremos absolutos. El autor de la carta de Bernabé sólo admite prácticamente una interpretación alegórica y espiritual del Antiguo Testamento y esta interpretación es presentada como una gnosis o sabiduría particular, dada al cristianismo por la enseñanza de Jesús: se inicia así la tendencia hacia la alegoría y la gnosis cristiana, que se desarrollará en la escuela de Alejandría, y por ello se ha supuesto que este escrito pudiera proceder de los ambientes alejandrinos. Por algunas de sus referencias parece probable que fuera escrito en el reinado de Adriano, hacia el año 130.

JOSEP VIVES

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Los dos caminos

   (Epístola de Bernabé, 1-20)

   Dos caminos hay de doctrina y de poder: el de la luz y el de las tinieblas. Pero grande es la diferencia entre los dos caminos, pues sobre uno están establecidos los ángeles de Dios, portadores de luz, y sobre el otro, los ángeles de Satanás. Uno es Señor desde siempre y por siempre, y el otro es el príncipe del tiempo presente de la iniquidad.

   El camino de la luz es éste. Si alguno quiere seguir su camino hacia el lugar fijado, apresúrese por medio de sus obras. Ahora bien, el conocimiento que nos ha sido dado para caminar en él es el siguiente:

   Amarás al que te creó, temerás al que te formo, glorificarás al que te redimió de la muerte. Serás sencillo de corazón y rico de espíritu. No te juntarás con los que andan por el camino de la muerte, aborrecerás todo lo que no es agradable a Dios, odiarás toda hipocresía, no abandonarás los mandamientos del Señor.

   No te exaltarás a ti mismo, sino que serás humilde en todo. No te arrogarás gloria para ti mismo. No tomarás determinaciones malas contra tu prójimo, ni infundirás a tu alma temeridad.

   No fornicarás, no cometerás adulterio, no corromperás a los jóvenes. Cuando hables la palabra de Dios, que no salga de tu boca tergiversada, como hacen algunos. No harás acepción de personas para reprender a cualquiera de su pecado. Serás manso, serás tranquilo, serás temeroso de las palabras de Dios que has oído. No guardarás rencor a tu hermano.

   No vacilarás sobre las verdades de la fe. No tomes en vano el nombre de Dios (Ex 20, 7). Amarás a tu prójimo más que a tu propia vida. No matarás a tu hijo en el seno de la madre, ni una vez nacido le quitarás la vida. No dejes sueltos a tu hijo o a tu hija, sino que, desde su juventud, les enseñarás el temor del Señor.

   No serás codicioso de los bienes de tu prójimo, no serás avaro. No desearás juntarte con los altivos; por el contrario, tratarás con los humildes y los justos. Los acontecimientos que te sobrevengan los aceptarás como bienes, sabiendo que sin la disposición de Dios nada sucede.

   No serás doble ni de intención ni de lengua. Te someterás a tus amos, como a imagen de Dios, con reverencia y temor. No mandes con dureza a tu esclavo o a tu esclava, que esperan en el mismo Dios que tú, no sea que dejen de temer al que es Dios de unos y otros; porque no vino Él a llamar con acepción de personas, sino a los que preparó el Espíritu.

   Compartirás todas las cosas con tu prójimo, y no dirás que son de tu propiedad; pues si en lo imperecedero sois partícipes en común, ¡cuánto más en lo perecedero! No serás precipitado en el hablar, pues red de muerte es la boca. Guardarás la castidad de tu alma.

   No seas de los que extienden la mano para recibir y la encogen para dar. Amarás como a la niña de tus ojos (Dt 32, 10) a todo el que te habla del Señor.

   Día y noche te acordarás del día del juicio, y buscarás cada día la presencia de los santos [los demás cristianos], bien trabajando y caminando para consolar por medio de la palabra, bien meditando para salvar un alma con la palabra, bien trabajando con tus manos para rescate de tus pecados.

   No vacilarás en dar, ni cuando des murmurarás, sino que conocerás quién es el justo remunerador del salario. Guardarás lo que recibiste, sin añadir ni quitar nada (Dt 12, 32). Aborrecerás totalmente el mal. Juzgarás con justicia.

   No serás causa de cisma, sino que pondrás paz y reconciliarás a los que contienden. Confesarás tus pecados. No te acercarás a la oración con conciencia mala. Éste es el camino de la luz.

   El camino del «Negro» [el demonio] es tortuoso y está repleto de maldición, pues es un camino de muerte eterna en medio de tormentos, en el que se halla todo lo que arruina al alma: idolatría, temeridad, arrogancia de poder, hipocresía, doblez de corazón, adulterio, asesinato, robo, soberbia, transgresión, engaño, maldad, vanidad, hechicería, magia, avaricia, falta de temor de Dios.

   Perseguidores de los buenos, aborrecedores de la verdad, amantes de la mentira, desconocedores del salario de la justicia, no concordes con el bien ni con el juicio justo, despreocupados de la viuda y del huérfano, no vigilantes para el temor de Dios, sino para el mal, alejadísimos de la mansedumbre y de la paciencia, amantes de la vaciedad, perseguidores de la recompensa, despiadados con el pobre, indolentes ante el abatido, inclinados a la calumnia, desconocedores del que los ha creado, asesinos de niños, destructores de la obra de Dios, que vuelven la espalda al necesitado, que abaten al oprimido, defensores de los ricos, jueces injustos de los pobres, pecadores en todo.

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I. Fe y conocimiento. 

   ...He creído que debía ponerme a escribiros algo aunque fuera brevemente, a fin de que juntamente con vuestra fe tengáis conocimiento perfecto. Pues bien, tres son las doctrinas del Señor: la esperanza de vida, principio y fin de vuestra fe; la justicia, principio y fin del juicio, y la caridad, principio de tranquilidad y de alegría, así como testimonio de las obras de justicia. Porque, en efecto, el Señor nos dio a conocer por medio de los profetas el pasado, y el presente, dándonos además un anticipo del goce de lo por venir. Y viendo que todo se va cumpliendo como él lo dijo, deber nuestro es adelantar, con espÍritU más generoso y levantado, en su temor. En cuanto a mi, no como maestro, sino como uno de vosotros, voy a declararos unas pocas cosas que os puedan dar consuelo en el momento presente. Porque los dias son malos, y el Activo tiene el poder en sus manos, y por tanto nosotros debemos atender a nosotros mismos y buscar las justificaciones del Señor. Ahora bien, en ayuda de nuestra fe vienen el temor y la paciencia, y nuestros aliados son la magnanimidad y la continencia. Mientras tengamos estas virtudes santamente en el Señor, tendremos juntamente con ellas el gozo de la sabiduría, la inteligencia, la ciencia y el conocimiento... (1)

   ¿Qué dice el conocimiento? Aprendedlo: Esperad —dice—, en el que se os ha de manifestar cuando venga en la carne, Jesús. Porque el hombre no es más que tierra que sufre, ya que Adán fue modelado de la faz de la tierra. Pues bien, ¿qué quiere decir Entrad en la tierra que mana leche y miel»? Bendito sea nuestro Señor, hermanos, porque nos ha dado la sabiduría y la inteligencia de sus secretos. Porque el profeta habla del Señor en forma de parábola. ¿Quién lo entenderá, sino el sabio e instruido y el que ama a su Señor? Significa pues aquello que el Señor nos renovó con el perdón de los pecados, haciéndonos de nuevo con un nuevo molde, hasta el punto de que nuestra alma es como de niños, pues realmente él nos ha modelado de nuevo... (2)

   II. El cristianismo muestra la invalidez del judaísmo. 

   El Señor por medio de todos sus profetas ha puesto de manifiesto que no tiene necesidad ni de sacrificios ni de holocaustos ni de ofrendas, diciendo en cierta ocasión: «¿Qué se me da a mí de la multitud de vuestros sacrificios? —dice el Señor—. Estoy harto de holocaustos, y no quiero la grasa de vuestros corderos ni la sangre de vuestros toros y machos cabríos... No soporto vuestros novilunios y vuestros sábados» (Is 1, 11ss). El Señor invalidó todo esto a fin de que la nueva ley de nuestro Señor Jesucristo, que no está sometida al yugo de la necesidad, tuviera una ofrenda no hecha por mano de hombre. Dioe, en efecto, en otro lugar: «¿Acaso fui yo el que mandé a vuestros padres cuando salían de la tierra de Egipto que me ofrecieran holocaustos y sacrificios? Más bien lo que les mandé fue que ninguno guardara en su corazón rencor maligno contra su prójimo y que no fuerais amantes del perjurio» (cf. Jer 7, 22; Zac 8, 17; 7, 10). No hemos de ser, pues, insensatos, sino comprender la sentencia de bondad de nuestro Padre, que nos habla manifestando que no quiere que nosotros, extraviados como aquellos, busquemos todavía cómo acercarnos a él... En otra ocasión les dice a este respecto: «¿Para qué me ayunáis—dice el Señor—de modo que en este día sólo se oye la gritería de vuestras voces? No es este el ayuno que yo prefiero, dice el Señor, no es la humillación del alma del hombre. Ni aun cuando doblarais vuestro cuello como un aro, os vistierais de saco y os revolcarais en la ceniza, ni aun así penséis que vuestro ayuno es aceptable» (Is 58, 4-5). A nosotros empero nos dice: «He aquí el ayuno que yo prefiero—dice el Señor—: Desata toda atadura de iniquidad, disolved las cuerdas de los contratos por la fuerza, deja a los oprimidos en libertad y rompe toda escritura injusta. Comparte tu pan con el hambriento, y si ves a uno desnudo, vístele. Acoge en tu casa a los sin techo, y si ves a uno humillado no le desprecies, siendo de tu propio linaje y de tu propia sangre... Entonces clamarás, y Dios te oirá, y cuando la palabra está todavía en tu boca te dirá: Aquí estoy, con tal de que arrojes de ti la atadura, y la mano levantada, y la palabra de murmuración. y des con toda tu alma el pan al hambriento y tengas compasión del alma humillada» (Is 58, 6-10). Hermanos, viendo de antemano el Señor magnánimo que su pueblo, que él se había preparado en su Amado, había de creer con sencillez, nos manifestó por anticipado todas estas cosas, para que no fuéramos a estrellarnos, como prosélitos, en la ley de aquellos (3).

   ...No os asemejéis a ciertos hombres que no hacen sino amontonar pecados, diciéndoos que la alianza es tanto de ellos como vuestra. Porque es nuestra, pero aquellos, después de haberla recibido de Moisés, la perdieron absolutamente... Volviéndose a los ídolos la destruyeron, pues dice el Señor: «Moisés, Moisés, baja a toda prisa, porque mi pueblo, a quien saqué yo de Egipto, ha prevaricado» (cf. ÉX 32, 7; 3, 4; Dt 9, 12). Y cuando Moisés lo comprobó, arrojó de sus manos las dos tablas, y se rompió su alianza, para que la de su amado Jesucristo fuera sellada en nuestro corazón con la esperanza de la fe en él (4).

   En cuanto a la circuncisión, en la que ellos ponen su confianza no tiene valor alguno. Porque el Señor ordenó la circuncisión, pero no de la carne. Pero ellos transgredieron el mandato porque el ángel malo los enredó. Díteles a ellos el Señor: aEsto dice el Señor vuestro Dios: no sembréis sobre las espinas, circuncidaos para vuestro Señor» (Jer 4, 3). Además, ¿qué quiere decir: «Circuncidad la dureza de vuestro corazón, y no endurezcáis vuestra cerviz»? Y en otro lugar dice: «...Todas las naciones son incircuncisaS en su prepucio, pero este pueblo tiene incircunciso el corazón» (Jer 9, 25). Objetarás: La circuncision es en este pueblo como un sello. Pero te contestaré que también los sirios y los árabes y todos los sacerdotes de los ídolos se circuncidan... (5)

   Nuestra salvación en Cristo El Señor soportó que su carne fuera entregada a la destrucción para que fuéramos nosotros purificados con la remisión de los pecados, que alcanzamos con la aspersión de su sangre. Sobre esto está escrito aquello que se refiere en parte a Israel y en parte a nosotros, y dice: «Fue herido por nuestras iniquidades y quebrantado por nuestros pecados: con sus heridas hemos sido sanados. Fue llevado como oveja al matadero y como cordero estuvo mudo delante del que le trasquila» (Is 53, 5-7). Por esto hemos de dar sobremanera gracias al Señor, porque nos dio a conocer lo pasado, nos instruyó en lo presente y no nos ha dejado sin inteligencia de lo por venir... Por esto justamente se perderá el hombre que, teniendo conocimiento del camino de la justicia, se precipita a si mismo por el camino de las tinieblas. Y hay más, hermanos míos: el Señor soportó el padecer por nuestra vida, siendo como es Señor de todo el universo, a quien dijo Dios desde la constitución del mundo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1, 26). ¿Cómo soportó el padecer por mano de hombres? Aprendedlo: los profetas profetizaron acerca de él, habiendo recibido de él este don: ahora bien, él, para aniquilar la muerte y mostrar la resurrección de entre los muertos, soportó la pasión, pues convenía que se manifestara su condición carnal. Así cumplió la promesa hecha a los padres, y se preparó para sí un pueblo nuevo, mostrando, mientras vivía sobre la tierra, que él había de juzgar una vez que haya realizado la resurrección. En fin, predicó enseñando a Israel y haciendo grandes prodigios y señales, con lo que mostró su extraordinario amor. Se escogió a sus propios apóstoles, que tenían que predicar el Evangelio, los cuales eran pecadores con toda suerte de pecados, mostrando así que «no vino para llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 13): y entonces les manifestó que era Hijo de Dios. Porque, en efecto, si no hubiera venido en la carne. los hombres no hubieran podido salvarse viéndole a él, ya que ni siquiera son capaces de tener sus ojos fijos en el sol, a causa de sus rayos, el cual está destinado a perecer y es obra de sus manos. En suma, para esto vino el Hijo de Dios en la carne, para que llegase a su colmo la consumación de los pecados de los que persiguieron a muerte a sus profetas: por esto soportó la pasión... (6).

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