Magisterio de la Iglesia
San Gregorio Nacianceno
TRES LUCES SON UNA LUZ
Poemas Dogmáticos, 1, 2, 3
Bien sé que, al hablar de Dios a los que le buscan, es como si quisiéramos atravesar el mar con pequeñas naves, o nos lanzáramos hacia el cielo constelado de estrellas, sostenidos por débiles alas. Porque queremos hablar de ese Dios que ni siquiera los habitantes del Cielo son capaces de honrar como conviene.
Sin embargo, Tú, Espíritu de Dios, trompeta anunciadora de la verdad, estimula mi mente y mi lengua para que todos puedan gozar con su corazón inmerso en la plenitud de Dios.
Hay un solo Dios, sin principio ni causa, no circunscrito por ninguna cosa preexistente o futura, infinito, que abraza el tiempo, grande Padre del grande y santo Hijo unigénito. Es Espíritu purísimo, que no ha sufrido en el Hijo nada de cuanto el Hijo ha sufrido en la carne (...).
Único Dios, distinto en la Persona pero no en la divinidad, es el Verbo divino. Él es la imagen viva del Padre, Hijo único de Aquél que no tiene principio, solo que procede del solo, igual hasta el punto de que mientras sólo Aquél es plenamente Padre, el Hijo es también creador y gobernador del mundo, fuerza e inteligencia del Padre.
Cantemos en primer lugar al Hijo, adorando la sangre que fue expiación de nuestros pecados. En efecto, sin perder nada de su divinidad, me salvó inclinándose, como médico, sobre mis heridas purulentas. Era mortal, pero era Dios; descendiente de David, pero creador de Adán; revestido de cuerpo, pero no partícipe de la carne. Tuvo madre, pero madre virgen; estuvo circunscrito, pero permaneció siempre inmenso. Fue víctima, pero también pontífice; sacerdote, y sin embargo era Dios. Ofreció a Dios su sangre y purificó el mundo entero. Fue alzado en la cruz, pero los clavos derrotaron al pecado. Se confundió entre los muertos, pero resucitó de la muerte y trajo a la vida a muchos que habían muerto antes que Él: en éstos se hallaba la pobreza del hombre, en Él la riqueza del Espíritu (...).
Alma, ¿por qué tardas? Canta también la gloria del Espíritu; no separes en tu discurso lo que la naturaleza no ha dividido. Temblemos ante el poderoso Espíritu, como delante de Dios; gracias a Él he conocido a Dios. Él, que me diviniza, es evidentemente Dios: es omnipotente, autor de dones diversos, el que suscita himnos en el coro de los santos, el que da la vida a los habitantes del cielo y de la tierra, el que reina en los cielos. Es fuerza divina que procede del Padre, no sujeto a ningún poder. No es hijo: uno solo, en efecto, es el Hijo santo del único Bien. Y no se encuentra fuera de la divinidad indivisible, sino que es igual en honor (...).
[Ésta es la] Trinidad increada, que está fuera del tiempo, santa, libre, igualmente digna de adoración: ¡único Dios que gobierna el mundo con triple esplendor! Mediante el Bautismo, soy regenerado como hombre nuevo por los Tres; y, destruida la muerte, avanzo en la luz, resucitado a una vida nueva. Si Dios me ha purificado, yo debo adorarlo en la plenitud de su Todo.
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Dios y Hombre verdadero (Discurso 29, 19-20)
Fue envuelto en pañales, pero, al resucitar, arrojó las vendas de la sepultura.
Fue reclinado en un pesebre, mas después fue celebrado por los ángeles (cfr. Lc 2, 7), señalado por la estrella y adorado por los magos (cfr. Mt 2, 2).
¿Por qué te maravillas de lo que has visto con los ojos, mientras no observas lo que es percibido con la mente y con el corazón?
Fue obligado a huir a Egipto; pero convierte en fuga el andar errante de los egipcios.
No tenía ni aspecto, ni belleza humana (cfr. Is 53, 2) entre los judíos; pero, según David, era hermoso de rostro por encima de los hijos de los hombres (cfr. Sal 44, 3); y también en la cima del monte, a manera de fulgor, resplandece y llega a ser más luminoso que el sol (cfr. Mt 17, 2), vislumbrándose así el esplendor futuro.
Fue bautizado (cfr. Mt 3, 16) como hombre, pero carga sobre sí los pecados como Dios; no porque tuviese necesidad de purificación, sino para que las mismas aguas produjesen la santidad.
Fue tentado como hombre, pero consiguió la victoria como Dios. Nos manda tener confianza en Él como en Aquél que ha vencido al mundo.
Sufrió hambre (cfr. Mt 4, 1-2), pero sació a muchos miles de personas (cfr. Mt 14, 21) y Él mismo se ha convertido en pan que da la vida y el Cielo (cfr. Jn 6, 41). Padeció sed (cfr. Jn 19, 28), pero exclamó: si alguno tiene sed, venga a mí y beba (Jn 7, 37): y también prometió hacer manar, para aquellos que tienen fe, fuentes de agua viva.
Experimentó la fatiga (cfr. Jn 4, 6), pero se hace reposo de los que están cansados y oprimidos (cfr. Mt 11, 28).
Se sintió extenuado por el sueño (cfr. Mt 8, 24), pero camina ligero sobre el mar, increpa a los vientos y salva a Pedro que estaba a punto de ser sumergido por las olas (cfr. Mt 14, 25).
Paga los impuestos con un pez (cfr. Mt 17, 23), pero es el Rey de los recaudadores. Es llamado samaritano y poseído del demonio (cfr. Jn 8, 48), pero lleva la salvación a aquél que, bajando de Jerusalén, fue asaltado por unos ladrones. Es reconocido por los demonios (cfr. Mc 1 24; Lc 4, 34), pero expulsa a los demonios y empuja a legiones de espíritus malignos a arrojarse al mar (cfr. Mc 5, 7), y ve al príncipe de los demonios, casi como un relámpago, precipitarse desde el cielo (cfr. Lc 8, 18).
Es agredido con piedras, pero no es apresado (cfr. Jn 8, 59).
Ruega, pero acoge a los demás que piden. Llora, pero enjuga las lágrimas. Pregunta dónde ha sido sepultado Lázaro, pues efectivamente era hombre; pero resucita a Lázaro de la muerte a la vida, porque en efecto era Dios.
Es vendido, y a poco precio: por treinta siclos de plata (cfr. Mt 16, 15); pero mientras tanto redimía el mundo a gran precio: con su sangre (cfr. 1 Pe 1, 19; 1 Cor 6, 20). Es conducido a la muerte como una oveja (cfr. Is 53, 7), pero Él apacienta a Israel y ahora también al mundo entero.
Está mudo como un cordero (cfr. Sal 57, 71), pero Él es el mismo Verbo, anunciado en el desierto por la voz de aquél que gritaba (cfr. Jn 1, 23). Fue abatido y herido por la angustia (cfr. Is 53, 4-5), pero vence toda enfermedad y sufrimiento (cfr. Mt 9, 35).
Es quitado del leño en donde fue suspendido, pero nos restituyó a la vida con el leño, y da la salvación también al ladrón (que pende del leño) y oscurece todo lo que se descubre.
Se le da a beber vinagre y se le nutre con hiel (cfr. Lc 23, 33 Mt 27 34), pero ¿a quién? A Aquél que transformó el agua en vino (Jn 2 7). Saboreó aquel gusto amargo, Aquél que era la misma dulzura y todo lo apetecible (cfr. Cant 16).
Confía a Dios su alma, pero conserva la facultad de tomarla de nuevo (cfr. Jn 10, 18). El velo se rasga (y las potencias superiores se manifiestan) y las piedras se despedazan, pero los muertos resucitan (cfr. Mt 17, 51).
Él muere, pero devuelve la vida y derrota a la muerte con su muerte.
Es honrado con la sepultura, pero resucita de la tumba.
Desciende a los infiernos, pero acompaña las almas a lo alto, y sube al cielo, y vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos y a examinar las palabras de los hombres.
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Virtudes cristianas (Discurso 14, 2-5)
Hermosas son las tres virtudes de fe, esperanza y caridad (cfr. 1 Cor 13, 13). En fe ciertamente es testigo Abraham, que por ella fue alabado como justo (cfr. Gn 15, 6). En la esperanza, Enós, el primero que por la esperanza fue llevado a invocar el nombre del Señor (cfr. Gn 4, 26); y con él, todos los justos que por la esperanza sufren penas. Testigo de la caridad es el bienaventurado Apóstol, que por causa de Israel no dudó en aceptar para sí más graves daños (cfr. Rm 9, 3) (...).
Hermosa es la hospitalidad. Entre los justos lo testifica Lot, cuando habitaba en Sodoma (cfr. Gn 19, 3) ajeno a los vicios de sus moradores; y entre los pecadores, Rahab, la ramera (cfr. Jos 2, 1 ss), que brindó hospedaje a los exploradores sin intención de pecado, y con su diligente protección a los huéspedes se ganó la alabanza y la salvación. Hermoso es el amor fraterno, y de él tenemos por testigo a Jesús mismo, que no sólo consintió ser llamado hermano nuestro, sino que también sobrellevó el suplicio por nuestra eterna salud. Hermosa es la benevolencia hacia los hombres, y de nuevo Jesús lo atestigua, pues no sólo creó al hombre para que practicara buenas obras (cfr. Ef 2, 10), uniendo su imagen a la carne para guiarnos a las más altas virtudes y procurarnos los supremos bienes, sino que por nosotros se hizo hombre.
Hermosa es la longanimidad, como Él mismo testifica, pues no sólo rehusó el auxilio de legiones de ángeles contra sus violentos ofensores (cfr. Mt 26, 53), o reprendió a Pedro por empuñar la espada (cfr. Mt 26, 52), sino que incluso restituyó la oreja al herido (cfr. Lc 22, 51). La misma virtud manifestó después Esteban, imitando como discípulo a Cristo, cuando elevó sus plegarias por quienes le apedreaban (cfr. Hech. 7, 59). Hermosa es la mansedumbre, y son testigos Moisés (cfr. Num 12, 3) y David (cfr. Sal 131, 1), a quienes, por encima de todos en esta virtud, tributa alabanza la Escritura; y especialmente el Maestro de todos ellos, que no disputa ni grita, ni vocifera en las plazas (cfr. Is 42, 2; 53, 7), ni resiste a sus verdugos (.. )
Hermoso es castigar el cuerpo. De ello te persuada Pablo, que sin cesar lucha y se sujeta con violencia (cfr. 1 Cor 9, 27), e inspira santo terror, con el ejemplo de Israel, a cuantos confían en sí mismos y condescienden con su cuerpo. Que te persuada el mismo Jesús, con su ayuno, su sometimiento a la tentación y su victoria sobre el tentador (cfr. Mt 4, 1 ss).
Hermoso es orar y velar. De esta virtud te vuelve a dar fe Jesús, que vela y suplica antes de la Pasión (cfr. Mt 26, 36). Hermosa es la castidad y la virginidad. Da crédito a Pablo, cuando determina normas sobre estas virtudes, solucionando con plena equidad la controversia sobre virginidad y matrimonio (cfr. 1 Cor 7, 25). Cree también a Jesús mismo, que nace de una Virgen, para adornar de honor la generación y anteponer en honra la virginidad. Hermosa es la templanza. Que te mueva la autoridad de David el cual, cuando le consiguieron agua abundante del pozo de Belén, de ningún modo bebió (cfr. 2 Sam 23, 15 ss), sino que la derramó en libación a Dios, no aceptando apagar su sed a costa de la sangre de sus capitanes.
Hermosos son el recogimiento y la paz. Así me lo enseñan el Monte Carmelo, con Elías (cfr. 1 Re 18, 42), el desierto de Juan Bautista (cfr. Lc 1, 80), y por fin aquel monte (cfr. Mt 14, 23) al que frecuentemente Jesús se retiraba, y donde sabemos que prolongaba su recogimiento. Hermosa es la parquedad en los recursos. Me ofrecen ejemplo Elías (cfr. 1 Re 17, 9) sustentado en casa de la viuda; Juan, vestido con pieles de camello (cfr. Mt 3, 4); y Pedro, que se nutría de la comida más pobre.
Hermosa es la humildad, de la que por doquier abundan los ejemplos. Por encima de todos, el Salvador y Señor, que no sólo se abajó hasta la condición de siervo (cfr. Fil 2, 6), y expuso su rostro al escarnio de salivazos e injurias, hasta el extremo de ser contado entre los malhechores (cfr. Is 50, 6; 53, 12) mientras purificaba al mundo de las manchas del pecado, sino que también, con quehacer de esclavo, quiso lavar los pies de sus discípulos (cfr. Jn 13, 5).
Hermosa es la pobreza y el desprendimiento de las riquezas. Testigo es Zaqueo, al regalar casi toda su hacienda cuando en su casa entró Cristo (cfr. Lc 19, 8) (...). Y para resumir aún más mi enseñanza, si hermosa es la contemplación, hermosa igualmente es la acción. Mientras que una se eleva de este mundo para penetrar en el Santo de los Santos, reconduciendo nuestra mente a su genuina vida, la otra acoge a Cristo y, en su servicio, le muestra por las obras la intensidad del amor.
Cada una de estas virtudes constituye la misma vía para la salvación que conduce a alguna de las felices y eternas mansiones: ciertamente cuantos son los modos de vida virtuosa, tantas moradas hay junto a Dios (cfr. Jn 14, 2), las cuales se distinguen unas de otras y se distribuyen a cada uno según el propio mérito y dignidad. Por consiguiente, que éste cultive una virtud, ése otra, aquél varias, y otro, si puede, todas ellas; en cualquier caso, obre de tal modo que progrese, y procure con esfuerzo avanzar más, perseverando en pos de las huellas de Aquél que, al mostrarnos el verdadero camino, dirige nuestros pasos y, haciéndonos pasar por una puerta estrecha, nos lleva a la amplitud de la bienaventuranza celestial.
Por lo que respecta a la caridad, que según Pablo, y también por la autoridad del mismo Cristo, ha de ser tenida como compendio y fin de la Ley y los Profetas, siendo el primero y mayor de los mandamientos (cfr. Mt 22, 36 ss). encuentro que su principal ejercicio radica en acoger a los necesitados con amor benevolente, de modo que nos conmuevan y duelan las desgracias del prójimo. Pues no hay ningún otro culto tan grato a Dios como la misericordia; y por cierto, no hay perfección alguna que convenga mas propiamente a Dios, ya que la misericordia y la verdad le preceden como heraldos (cfr. Sal 88, 15), y prefiere la ofrenda de la misericordia a la de la simple justicia (cfr. Os 12, 6). Por tanto, no hay otra virtud mejor para el hombre que aquella benignidad que será pagada por la benignidad de Quien recompensa con justicia y establece con abundante medida su misericordia (cfr. Is 28, 17).
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Reconocer los dones de Dios (Discurso 14, 23-25)
Reconoce de dónde te viene la existencia, la respiración, la inteligencia, la sabiduría y —lo que es más importante— el conocimiento de Dios, la esperanza del reino de los cielos, el honor que compartes con los ángeles, la contemplación de la gloria que esperas, ahora como en un espejo y de modo confuso, pero a su tiempo del modo más pleno y puro. Reconoce, además, que te has convertido en hijo de Dios, coheredero con Cristo y, por usar una imagen atrevida, ¡eres el mismo Dios! ¿De dónde te vienen tantas y tales prerrogativas?
Si, además, queremos hablar de los dones más humildes y comunes, dime, ¿quién te permite ver la belleza del cielo, el curso del sol, los ciclos de la luz, las miríadas de estrellas y toda esa armonía y orden que siempre se renueva maravillosamente en el mundo, haciendo alegre la creación como el sonido de una cetra?
¿Quién te concede la lluvia, la fertilidad de los campos, el alimento, el gozo del arte, el lugar donde habitas, las leyes, el estado y, añadamos, la vida de cada día, la amistad y el placer de tu parentela?
¿Quién te ha colocado como señor y rey de todo lo que hay sobre la tierra? Y, para detenerme en cosas más importantes, te pregunto aun: ¿quién te regaló esas características tuyas que te aseguran la plena soberanía sobre los seres vivientes? Fue Dios. ¿Y qué te pide Él, a cambio de todo esto? El amor. Te pide constantemente, primero y sobre todo, amor a Él y al prójimo. El amor a los demás lo exige lo mismo que el primero. ¿Vamos a ser tacaños para ofrecer este don a Dios, después de los numerosos beneficios que de El hemos recibido y que nos ha prometido? ¿Nos atreveremos a ser tan desvergonzados? Él, que es Dios y Señor, se hace llamar Padre nuestro; ¿y nosotros vamos a renegar de nuestros hermanos?
Estemos atentos, queridos amigos, para no convertirnos en malos administradores de lo que se nos ha regalado. Mereceríamos en ese caso la advertencia de Pedro: avergonzaos quienes os quedáis con las cosas de los otros; imitad más bien la bondad divina, y así nadie será pobre.
No nos fatiguemos acumulando o conservando riquezas, mientras los demás sufren hambre, si no queremos merecer las recriminaciones duras y cortantes que ya hizo antes el profeta Amós, cuando decía: ¡Ah vosotros!, que decís: ¿cuándo habrá pasado la luna nueva y podremos vender el trigo; cuándo habrá pasado el sábado, para poder abrir nuestros almacenes? (cfr Am 8, 5).
Comportémonos de acuerdo con aquella suprema y primordial ley de Dios, que hace bajar la lluvia sobre justos y pecadores, y hace surgir el sol igualmente para todos; que ofrece a todos los animales de la tierra el campo abierto, las fuentes, los ríos, los bosques; que da el aire a las aves y el agua a los animales acuáticos; que a todos reparte con gran liberalidad los bienes de la vida, sin restricciones ni condiciones, sin ningún límite.