Magisterio de la Iglesia

San Gregorio de Nisa

LA VIDA DE MOISÉS, O TRATADO DE LA
PERFECCIÓN EN MATERIA DE VIRTUD
 

(fragmentos)   

   La perfección en todas las cosas de orden sensible está comprendida dentro de ciertos límites determinados, como la cantidad continua o discontinua. Toda medida cuantitativa, de hecho, supone ciertos límites definidos. Y quien considere un codo o el número 10, sabe que su perfección consiste en tener un principio y un fin. Mas si se trata de la virtud, hemos aprendido del mismo Apóstol que el límite de su perfección es no tener límite. Este gran hombre con el espíritu elevado, este divino apóstol, corriendo en el camino de la virtud, no cesó nunca de "lanzarse a lo que está por delante". Dejar de correr le parecía peligroso. ¿Por qué? Porque todo bien, por naturaleza, no tiene límite, sino que está limitado por el encuentro con su contrario: así, la vida por la muerte, la luz por la oscuridad; y, en general, todo bien se detiene cuando encuentra su opuesto. Así pues, de la misma manera que el final de la vida es el comienzo de la muerte, dejar de correr en el camino de la virtud es comenzar a correr en el camino del vicio.
   Por ello, no eran falsas nuestras palabras cuando decíamos que es imposible definir la perfección en lo que concierne a la virtud. Y hemos demostrado, en efecto, que lo que tiene limite no es virtud. En cuanto a esta otra afirmación de que a los que buscan la vida virtuosa les es imposible conseguir la perfección, hay que precisar el sentido.
   En el sentido primero y propio, la bondad es la esencia del Bien, es decir, la Divinidad misma. Ahora bien, ha sido establecido que la virtud no tiene más limite que el vicio. Por otra parte, acabamos de decir que la Divinidad excluye todo contrario. Podemos, pues, concluir que la naturaleza divina es ilimitada e infinita. Pero quien busca la verdadera virtud, ¿en qué participa sino en Dios, ya que la virtud perfecta es Dios mismo?. Si, por otra parte, los seres que conocen lo Bello en sí aspiran a participar de él, puesto que es infinito, necesariamente el deseo de quien busca participar de él será extensivo al infinito y no conocerá descanso.
   Luego es completamente imposible alcanzar la perfección, puesto que, como hemos dicho, la perfección no tiene límites y la virtud no tiene más límites que lo ilimitado. ¿Cómo llegar al límite buscado si no existe?
   Pero esto no quiere decir que descuidemos el mandamiento del Señor cuando dice: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto". Los bienes verdaderos, aunque no sea posible adquirirlos en plenitud, para el hombre sensato es una gran ganancia no verse totalmente privado de ellos.
   Hay, por tanto, que manifestar un gran deseo de no carecer de la perfección de la que uno es capaz y conseguir todo lo que uno puede abarcar de ella. ¿Quién sabe si la disposición que consiste en tender siempre a un bien mayor no es la perfección de la naturaleza humana? (I, 5-10).
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   Así pues, cuando estuvo solo y liberado del miedo del pueblo como de un peso, afrontó las tinieblas y penetró en las realidades invisibles, ocultándose a la vista. Habiendo penetrado en el santuario de la divina mistogogia entró en contacto con el invisible desapareciendo. Con esto enseñaba que quien quiera acercarse a Dios debe abandonar todo lo visible y, elevando su espíritu hacia el invisible e incomprensible, como sobre la cima de una montaña, creer que el divino mora allí donde no llega la comprensión de la inteligencia.
   Llegado hasta aquí, recibió los mandamientos divinos. Éstos consistían en una enseñanza referente a la virtud; la primera era la veneración y la verdadera manera de pensar en relación a la divina naturaleza; a saber, que trasciende toda noción capaz de ser conocida y toda representación, siendo diferente de todo lo que es conocible. Recibió el mandamiento de no considerar nada de cuanto es comprendido por el espíritu en sus pensamientos sobre Dios, y no comparar a nada de lo conocido por el concepto la naturaleza que trasciende el Universo; sino de creer en su existencia dejando sin indagar, como inaccesible, todo lo que concierne a la calidad, cantidad, modo y origen.
   A esto, la palabra añade todo lo que es actividad moral, comunicando la enseñanza por leyes generales y particulares. General es la ley que condena toda injusticia ordenando amar al compatriota. Afirmando esto, resultará como consecuencia no hacer mal alguno al prójimo. Entre las leyes particulares, además, menciona el respeto debido a los padres; hay que contar también la lista de faltas condenadas.
   Purificado el espíritu por estas leyes, accede a una iniciación más perfecta, el poder de Dios le muestra "un tabernáculo". Este tabernáculo era un santuario, embellecido con objetos de una diversidad inexpresable: vestíbulos, columnas, colgaduras, mesas, lampadarios y altar de los perfumes, altar de holocaustos y propiciatorio, sin contar en el interior del santo el santuario inaccesible. Para que la belleza y la disposición de todas estas cosas no se borraran de su memoria y la maravilla fuera mostrada a los que habían quedado abajo, recibió la orden de no confiarlo simplemente a un plano, sino de imitarlo construyendo, con elementos terrestres, esta creación inmaterial, utilizando los materiales más preciosos y más bellos que pueda encontrarse sobre la tierra. Entre ellos el oro, el más abundante, revestía el perímetro "de las columnas". Con el oro, la plata era utilizada también para adornar los capiteles y las bases de las columnas, para que la diferencia de color hiciera resaltar más en las dos extremidades el resplandor del oro. En algunos sitios, el bronce fue también útil, sirviendo de capitel y de base a las columnas de plata.
   Las colgaduras y los tapices, como el revestimiento exterior del tabernáculo y el velo tendido por encima de las columnas, eran una obra de arte en tejido, cada uno en el material adecuado. El color de las telas era para unos violeta, púrpura, bermellón resplandeciente y la apariencia natural y sin pretensión del crudo; para otros, el lino o la fibra habían sido utilizados como tejidos. En algunos lugares se habían colocado pieles teñidas en rojo para adornar el edificio.
   Una vez bajado de la montaña, Moisés debía hacer ejecutar todas estas cosas por artesanos, conforme al modelo de la obra que le había sido mostrada. Mas de momento, habiendo penetrado en este templo no fabricado por mano de hombre, recibió las prescripciones concernientes al ornato que el sacerdote debe lucir cuando se adentra en el santuario, la palabra le daba instrucciones respecto a cada detalle del vestido interior y exterior.
   Las piezas del vestido empiezan por lo visible. Están las "hombreras" teñidas de colores variados, los mismos del velo, que tenía además un hilo de oro. Unos corchetes abrochaban las hombreras de cada lado, adornadas en oro con esmeraldas engarzadas. La belleza de estas piedras se debía, en parte, a su brillo natural, y, en parte, a los rayos glaucos que emanaban de ellas. Mas el arte añadía maravillosas cinceladas, que no eran las de los grabados de ídolos. Su belleza consistía en el nombre de los patriarcas grabados sobre las piedras, seis en cada una.
   En la parte anterior de los hombros estaban fijados engastes y cadenas trenzadas, enlazadas unas con otras en forma de cordón con una cierta alternancia; estaban suspendidas en lo alto de cada lado del broche de los engastes, pienso que con el fin de que la belleza de la trenza resaltara más por el brillo de lo que se encontraba debajo.
   También estaba el célebre ornamento en oro labrado colgado delante del pecho, sobre el que estaban sujetas piedras de diferentes especies en número igual a los patriarcas, dispuestas en filas de cuatro comprendiendo cada una tres nombres, llevando grabadas sobre ellas los epónimos de las tribus. La túnica bajo las hombreras descendía de la nuca al extremo de los pies, admirablemente adornada de franjas suspendidas. El ribete inferior era de una bella ejecución no sólo por la variedad de tejido, sino también por los adornos de oro que llevaba suspendidos. Estos eran "campanillas y granadas de oro" colocadas alternativamente en el rivete inferior.
   También estaba la mitra de la cabeza, toda ella violeta, y la lámina en oro puro sobre la frente, grabada con un relieve misterioso. Añadamos la cintura, ciñendo los pliegues demasiado amplios del vestido, así como lo que cubre las partes ocultas y todo lo que se enseña en símbolos sobre la virtud sacerdotal por la forma del vestido (I, 46-55).
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   El nacimiento de Moisés coincide con el decreto del Faraón ordenando la matanza de todo varón. Ya que el nacimiento de un niño se debe al azar, ¿Cómo podríamos decidir libremente nuestro propio sexo? No depende de nosotros, pues, imitar por nuestra propia generación este nacimiento glorioso. Pero esta dificultad aparente no es obstáculo alguno para que imitemos a Moisés desde su nacimiento.
   Cada cual sabe que todos los seres sometidos al devenir no permanecen nunca idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro por un cambio que opera siempre para bien o para mal. Pensando en nuestro tema, la inclinación hacia las pasiones carnales que arrastra a la humanidad y causa sus caídas está representada por la feminidad que el tirano ve propagarse con placer; el vástago varón, por el contrario, que le es odioso y de quien sospecha querer quitarle su poder, es figura de la virtud ruda y yigorosa.
   Ahora bien, estar sujeto al cambio es nacer continuamente. En este mundo del devenir no se encuentran seres siempre iguales a sí mismos. Mas aquí el nacimiento no viene de una intervención extranjera, como sucede en los seres corporales que engendran al azar. Es el resultado de una elección libre y, en cierto sentido, somos nuestros propios padres, al crearnos tal como queremos ser y al modelarnos por nuestra propia voluntad según el modelo que escogemos, macho o hembra, por la virtud o el vicio.
   Así, pues, tenemos la posibilidad, a pesar de la oposición y enojo del tirano, de nacer de la mejor manera y ser contemplados con alegría y "conservados vivos" por los padres de este bello vástago; los padres de la virtud son las disposiciones del alma.

   Digamos, pues, extrayendo más netamente el sentido espiritual sugerido por este pasaje, que la enseñanza que se deduce es que en el origen de la virtud está este nacimiento que disgusta al enemigo, quiero decir, esta manera de nacer en libertad. El enojo del enemigo es la prueba visible de su derrota (II, 1-5).

   

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