Magisterio de la Iglesia
San Jerónimo
COMENTARIO AL EVANGELIO
DE SAN MARCOS - 2
II. Mc 1,13-31
Al final de la lectura anterior está escrito: Estaba entre los animales de campo y los ángeles le servían(1).Ya que el domingo pasado no hubo espacio de tiempo suficiente para llegar hasta aquí, debemos hacer del final de la lectura precedente el comienzo de la lectura de hoy. Pues la Sagrada Escritura forma un todo coherente, unida como está por un mismo Espíritu: es como una pequeña cadena, en la que cada anillo se une a otro y basta con que quites parte de uno, para que otro quede totalmente suelto.
«Estaba entre los animales y los ángeles le servían». Jesús estaba entre los animales y, por ello, los ángeles le servían. «No entregues a los animales —dice la Escritura— el alma que te reconoce»(2). Estos animales son los que el Señor pisoteaba con el pie del Evangelio, es decir, pisoteaba al león y al dragón. «Y los ángeles le servían». No debe considerarse como algo grande y maravilloso el que los ángeles sirvieran a Dios, pues no hay nada de extraordinario en que los siervos sirvan al Señor, pero todo esto se dice del hombre, asumido por Dios. «Estaba entre los animales». Dios no puede estar entre los animales, pero su carne, que está sujeta a las humanas tentaciones, aquel cuerpo, aquélla carne, que sintió sed, que sintió hambre, esa misma carne es tentada, y vence, y en ella vencemos nosotros.
Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea(3). La historia es conocida y clara para los oyentes, prescindiendo de nuestra explicación. Pero pidamos a aquél, que tiene la llave de David, que abre y nadie puede cerrar, que cierra y nadie puede abrir(4), que nos abra los santuarios del Evangelio, y que también nosotros con David podamos decir: «Abre mis ojos para que contemple las maravillas de tu ley»(5).
A las turbas hablaba el Señor en parábolas y les hablaba desde fuera, no interiormente, es decir, no en el espíritu; desde fuera, según la letra(6). Pidamos nosotros, sin embargo, al Señor que nos introduzca en sus misterios, que nos introduzca en su aposento, para que como la esposa del Cantar de los Cantares podamos decir: «El rey me ha introducido en sus aposentos»(7). El apóstol dice que sobre los ojos de Moisés se ponía un velo(8). Y yo os digo que no sólo en la ley hay un velo, sino que también en el Evangelio lo hay para el que no sabe. El judío oye, pero no entiende; un velo está puesto para él en el Evangelio. Los gentiles oyen, los herejes oyen y tienen, no obstante, un velo. Abandonemos, por tanto, la letra con los judíos y sigamos el espíritu con Jesús. No se trata de que rechacemos la letra del Evangelio— pues se ha cumplido todo cuanto está escrito—, sino de que, paso a paso, vayamos ascendiendo hacia cosas más elevadas.
«Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea». El domingo pasado decíamos en nuestra explicación que Juan se identifica con la ley y Jesús con el Evangelio. Juan, en efecto, dice: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias». Y en otro lugar: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya»(9). Aquí establece una comparación entre la ley y el Evangelio. Y dice también: «Yo os bautizo con agua», esto es la ley, «pero él os bautizará con Espíritu Santo(10), esto es el Evangelio. Vino, por ello, Jesús, porque Juan había sido encarcelado. La ley ha sido encarcelada y ya no goza de su antigua libertad, pero de la ley hemos pasado al Evangelio. Fijaos bien en lo que dice: «Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea». No a Judea, ni a Jerusalén, sino a la Galilea de los gentiles. «Marchó Jesús a Galilea». Galilea significa en nuestra lengua cataquilioté (llanura circular)(11). Pues antes de la venida del Salvador no había allí nada elevado, antes bien todo lo que arrastra hacia abajo: pululaban allí la lujuria, la suciedad, la impureza y los vicios inmundos. Predicando el Evangelio del reino de Dios(12). En cuanto puedo recordar, del reino de los Cielos no he oído hablar nunca, leyendo la ley, leyendo los profetas o leyendo el salterio, sino sólo en el Evangelio. El reino de Dios ha quedado abierto sólo después de que haya venido aquel que dijo: «El reino de Dios está dentro de vosotros»(13).
«Predicando el Evangelio del reino de Dios». «Desde los días de Juan el Bautista, el reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan»(14). Antes de la venida del Salvador y de la luz del Evangelio, antes de que Cristo, acompañando al buen ladrón, abriese la puerta del paraíso, todas las almas de los santos eran conducidas a los infiernos(15). Como dice Jacob: «Llorando y gimiendo bajaré a los infiernos»(16). Si Abraham fue a los infiernos, ¿quién no irá allí?(17). En la ley, Abraham va a los infiernos, en el Evangelio, el ladrón va al paraíso. No desdeñamos a Abraham, en cuyo seno deseamos todos descansar, mas preferimos Cristo a Abraham, preferimos el Evangelio a la ley. Leemos que después de la resurrección de Cristo muchos santos se aparecieron en la ciudad santa. Nuestro Señor y Salvador predicó no sólo en la tierra, sino también en los infiernos. Por esto murió y por esto descendió a los infiernos, para liberar las almas que allí habían sido encarceladas.
Predicando el Evangelio del reino de los Cielos y diciendo: se ha cumplido el tiempo de la ley, llega el comienzo del Evangelio, el reino de Dios está cerca(18). No dijo: ya está presente el reino de Dios, sino el reino de Dios está cerca. Antes de que yo padezca y derrame mi sangre, no será inaugurado el reino de Dios. Por tanto, está cerca. porque yo aún no he padecido.
Convertíos y creed en el Evangelio(19): no en la ley, sino en el Evangelio; mejor aún: por la ley en el Evangelio, tal como está escrito: «de fe en fe»(20). La fe en la ley corroboró la fe en el Evangelio.
Y bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pcscadores(21). Simón, que todavía no era Pedro, pues todavía no había seguido a la Piedra (Cristo)(22), para que pudiera llamarse Pedro; Simón, pues, y su hermano Andrés estaban a la orilla y echaban las redes al mar y cogieron peces. «Vio—dice—a Simón y a Andrés, su hermano, largando las redes al mar, pues eran pescadores». El Evangelio afirma tan sólo que echaban las redes, mas no que cogieran algo. Por tanto, antes de la Pasión se afirma que echaron las redes, mas no hay constancia de que capturaran algo. Después de la pasión, sin embargo, echan la red y capturan tanto que las redes se rompían(23). «Largando las redes en el mar, pues eran pescadores». Y Jesús les dijo: «Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres.»(24). ¡Feliz cambio de pesca!: Jesús les pesca a ellos, para que a su vez ellos pesquen a otros pescadores. Primero se hacen peces para ser pescados por Cristo; después ellos mismos pescarán a otros. «Jesús les dice: Venid en pos de mi, y os haré pescadores de hombres».
Y al instante, dejando sus redes, le siguieron(25). «y al instante». La fe verdadera no conoce intervalo; tan pronto se oye, cree, sigue, y se convierte en pescador. «Al instante, dejando las redes». Yo pienso que en las redes dejaron los pecados del mundo. «Y le siguieron». No era, en efecto, posible que, siguiendo a Jesús, conservaran las redes. Y caminando un poco más adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan; estaban también en la barca arreglando las redes(26). Cuando se dice arreglando, se indica que se habían roto. Echaban, pues, las redes en el mar, pero, como estaban rotas, no podían capturar peces. Arreglaban las redes en el mar, es decir se sentaban en el mar, se sentaban en una pequeña barca, con su padre Zebedeo, y arreglaban las redes de la ley. He dicho esto, siguiendo una interpretación espiritual. Los que arreglaban las redes en la barca eran justamente los mismos que estaban en ella. Estaban en la barca, no en el litoral, no en tierra firme, sino en la barca, golpeados de uno y otro lado por las olas. Y al instante los llamó. Y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca, con los jornaleros, se fueron tras él(27). Tal vez alguien diga: temeraria es la fe. Pues, ¿qué signos habían visto, qué majestad se les había manifestado, para que, al ser llamados, inmediatamente le siguieran? Realmente aquí se nos da a entender que los ojos y el rostro de Jesús irradiaban un algo divino y atraían hacia sí poderosamente la atención de quienes lo miraban(28). De lo contrario, cuando Jesús les decía: seguidme, nunca le habrían seguido. Pues si le hubieran seguido sin una razón, más que fe habría sido temeridad. Es como si a mí, que estoy ahora aquí sentado, cualquiera que pasa me dice: ven, sígueme, y le sigo, ¿habría fe acaso en ello? ¿Por qué digo todo esto?(29). Porque la palabra del Señor de suyo era eficaz y hacía lo que decía. Si, pues, «habló y fueron hechas todas las cosas, ordenó y fueron creadas»(30), del mismo modo los llamó y ellos al instante le siguieron.
Y al instante los llamó, y ellos al instante, dejando a su padre Zebedeo..., etc. «Escucha, hija, mira y pon atento oído, olvida a tu pueblo y la casa de tu padre, y el rey se prendará de tu belleza»(31). «Y dejando a su padre Zebedeo en la barca». Escuchad, monjes, imitad a los apóstoles: escucha la voz del Salvador y olvídate de tu padre carnal. Mira al verdadero padre del alma y del espíritu y deja al padre corporal. Los apóstoles dejan al padre, dejan la nave, dejan todas las riquezas en un instante: dejan el mundo y todas sus infinitas riquezas. Pues todo lo que tenían lo abandonaron. Dios no se fija en la cantidad de las riquezas, sino en el espíritu de quien las deja. Quienes dejaron poco, igualmente hubieran dejado mucho. «Dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron». Poco antes hemos dicho algo de modo enigmático sobre los apóstoles, que arreglaban las redes de la ley. Rotas como estaban, no podían capturar peces; corroídas por la salobridad del mar, no podían ser reparadas si no hubiera venido la sangre de Jesús y las hubiera renovado. Dejan, por ende, a su padre Zebedeo, es decir, dejan la ley, y lo dejan plantado en la barca, en medio de las olas del mar.
Y fijaos en lo que sigue. Dejan, dice el evangelista, a su padre, es decir, la ley, con los jornaleros. Pues todo lo que hacen los judíos, lo hacen para la vida presente y son, por ello, jornaleros. «Quien cumple la ley vivirá por ella»(32), dice, no en el sentido de que gracias a la ley podrá vivir en el cielo, sino en el sentido de que por lo que hace recibe recompensa en el presente. También está escrito en Ezequiel: «Les di preceptos no buenos y mandatos no perfectos, siguiendo los cuales, vivirán según ellos»(33). Según ellos viven los judíos: no buscan otra cosa que tener hijos, poseer riquezas, gozar de buena salud. Buscan todas las cosas terrenales y no piensan en ninguna de las celestes. Por ello son jornaleros. ¿Queréis saber por qué los judíos son jornaleros? El hijo aquel, que había disipado su hacienda, y que es figura de los gentiles, dice: «¡Cuántos jornaleros hay en la casa de mi padre!»(34). «Y dejando a su padre en la barca con los jornaleros, le siguieron». Dejaron a su padre, es decir, la ley, en la barca con los jornaleros. Hasta hoy los judíos navegan, y navegan en la ley, y están en el mar, y no pueden llegar a puerto. No creyeron en el puerto, por tanto, no consiguen llegar a él.
Entran en Cafarnaúm(35). ¡Feliz y hermoso!: dejan el mar, dejan la barca, dejan los vinculas de las redes, y entran en Cafarnaúm. El primer cambio es éste: dejar el mar, dejar la barca, dejar el antiguo padre, dejar los antiguos vicios. Pues en las redes y en los vínculos de las redes se dejan todos los vicios. Fijaos bien en el cambio. Dejan todas las redes, y al dejarlas, ¿qué encuentran? «Entran —dice el evangelista— en Cafarnaúm»: en el campo de la consolación. CAPHAR significa campo, NAUM significa consolación. O si queréis, —teniendo en cuenta que la lengua hebrea permite múltiples significados y que, según la distinta pronunciación, una palabra puede tener sentido diverso— NAUM significa no sólo consolación, sino también hermoso.
Entran en Cafarnaúm y, al llegar el sábado, entró en la sinagoga y les enseñaba(39): que abandonaran el ocio del sábado y asumieran las obras del Evangelio. Mt. 05, 20-48: Les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas(40). Pues no decía: «Esto dice el señor», o: «EI que me envió dice lo siguiente», sino que hablaba él en primera persona, el mismo que había hablado por medio de los profetas. Una cosa es decir: está escrito, otra decir: esto dice el Señor, y otra decir: en verdad os digo. Fijaos en otro pasaje: «Está escrito, dice, en la ley: no matarás, no repudiarás a tu mujer». Está escrito. ¿Por quién está escrito? Por Moisés, mas ordenándoselo Dios. Si está escrito por el dedo de Dios, ¿cómo te atreves a decir: en verdad os digo, si no eres tú mismo, el que antes diste la ley? Nadie se atreve a cambiar la ley, si no es el rey. La ley la dio ¿el Padre o el Hijo? Responde, hereje. Acepto de buen grado lo que digas: para mí han sido los dos. Si la dio el Padre, también es el Padre quien la cambia, luego el Hijo es igual al Padre, porque la cambia juntamente con quien la dio. Sea que él la dio, sea que él la cambia, la misma autoridad demuestra al haberla dado que al haberla cambiado, cosa que nadie puede hacer más que el rey.
Se admiraban de su enseñanzas(41). Yo me pregunto: ¿Qué había enseñado de nuevo? ¿Qué de nuevo había predicado? Decía por sí mismo las mismas cosas que habían dicho los profetas. Mas se admiraban por esto, porque enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. No enseñaba como un maestro, sino como el Señor: no hablaba, apoyándose en otra autoridad superior, sino que hablaba él mismo con la autoridad que le era propia. Hablaba así, en definitiva, porque con su propia esencia estaba diciendo lo que había dicho por medio de los profetas. «Yo, que hablaba, he aquí que estoy presente»(42). El espíritu impuro, que antes había estado en la sinagoga y que los había llevado a la idolatría, del cual está escrito: «Habéis sido seducidos por el espíritu de la fornicación»(43), era el espíritu que había salido de un hombre y discurría por el desierto, el que buscó reposo y no pudo hallarlo y que, tomando consigo a otros siete demonios, regresó a su antigua morada(44). En aquel tiempo, estos espíritus estaban en la sinagoga y no podían soportar la presencia del Salvador. ¿Qué tienen en común Cristo y Belial?(45) Imposible que habiten los dos en la misma comunidad. Se hallaba en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar diciendo: ¿qué hay entre tú y nosotros?(46) ¿Quién es el que dice: qué hay entre ti y nosotros? Es uno solo y habla en nombre de muchos. Por ser él vencido, comprendió que habían sido vencidos también sus compañeros «y comenzó a gritar». Comenzó a gritar como quien está inmerso en el dolor, como quien no puede soportar la flagelación.
Y comenzó a gritar, diciendo: ¿qué hay entre ti y nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? Sé quien eres, el Santo de Dios(47). Inmerso en los tormentos y manifestando con sus gritos la magnitud de los mismos, no pone, sin embargo, fin a sus mentiras. Se ve obligado a decir la verdad, le obligan los tormentos, pero se lo impide la malicia. «Qué hay entre ti y nosotros, Jesús Nazareno?» ¿Por qué no confiesas que es el Hijo de Dios? ¿Te atormenta el Nazareno y no el Hijo de Dios? ¿Sientes sus castigos y no confiesas su nombre? Esto respecto a Jesús Nazareno. «¿Has venido a perdernos?» Es cierto esto que dices: Has venido a perdernos. «Sé quien eres». Veamos lo que añades: «el Santo de Dios». ¿No fue Moisés el santo de Dios? ¿No lo fue Isaías? ¿No lo fue Jeremías? «Antes, dice el Señor, de que nacieras, en el seno materno te santifiqué»(48). Esto se le dice a Jeremías y ¿no fue el santo de Dios? Luego ni siquiera quienes fueron santos lo fueron. Mas ¿por qué no les dices a cada uno de ellos: sé quien eres, el Santo de Dios? ¡Oh, qué mente tan perversa: inmerso en la tortura y los tormentos, a pesar de conocer la verdad, no quiere confesarla! «Sé quien eres, el Santo de Dios». No digas el Santo de Dios, sino el Dios santo. Finges saber quién es, pero no lo sabes. Porque una de dos: o lo sabes e hipócritamente te lo callas, o simplemente no lo sabes. Pues él no es el Santo de Dios, sino el Dios santo.
¿Por qué he dicho todo esto? Para que no demos crédito a lo que testifican los demonios. El diablo nunca dice la verdad, puesto que es mentiroso como su padre. «Vuestro padre —dice Jesús a los judíos— es mentiroso, y lo es desde el principio, como su propio padre»(49). Dice que su padre es mentiroso y que no dice la verdad, así como su propio padre, que es el padre de los judíos. Ciertamente el diablo es mentiroso desde el principio, Pero, ¿quién es el padre del diablo? Fíjate bien en lo que dice: «Vuestro padre es mentiroso, desde el principio habla mentira, como su padre». Lo cual significa esto: que el diablo es mentiroso, y habla mentira, y es el padre de la mentira misma(50). No quiere decir que el diablo tenga otro padre, sino que el padre de la mentira es el diablo. Por ello dice que es mentiroso y que desde el principio del mundo no dice la verdad, o sea, habla mentira y es su padre, esto es, padre de la mentira misma.
Hemos dicho todo esto de pasada, para que nos percatemos de que no debemos aceptar lo que testifican los demonios. Dice el Señor y Salvador: «Esta raza no sale más que con muchos ayunos y oraciones»(51). Y he aquí que veo muchos que se entregan a las borracheras, que eruptan vino, y que en medio de los banquetes exorcizan e increpan a los demonios. Parece que Cristo nos haya mentido, pues dijo: «Esta raza no sale más que con muchos ayunos y oraciones». Así, pues, insisto en todo esto, para que no aceptemos fácilmente lo que testifican los demonios.
En definitiva, ¿qué dice el Salvador? Y Jesús le conminó: Cállate y sal de este hombre(52). La verdad no necesita del testimonio de la mentira. No he venido para ser reconocido por tu testimonio, sino para arrojarte de mi criatura. «No es hermosa la alabanza en boca del pecador»(53). No necesito el testimonio de aquel, al que quiero atormentar. «Cállate». Tu silencio sea mi alabanza. No quiero que me alabe tu voz sino tus tormentos: tu pena es mi alabanza. No me resulta agradable que me alabes, sino que salgas. «Cállate y sal de este hombre». Como si dijera: sal de mi casa, ¿qué haces en mi morada? Yo deseo entrar: «Cállate y sal de este hombre». De este hombre, es decir, de este animal racional. Sal de este hombre: abandona esta morada preparada para mí. El Señor desea su casa: sal de este hombre, de este animal racional.
«Sal de este hombre», dijo también en otro lugar a una legión de demonios, para que saliera de un hombre y entrara en los puercos(54). Mira cuán preciosa es el alma humana. Esto contradice a aquellos que creen que nosotros y los animales tenemos una misma alma y arrastramos un mismo espíritu. De un solo hombre es arrojada la legión y enviada a dos mil puercos, lo cual nos hace ver que es precioso lo que se salva y de poco valor lo que se pierde. Sal de este hombre y vete a los puercos, vete a los animales, vete donde quieras, vete a los abismos. Abandona al hombre, es decir, abandona una propiedad particularmente mía. «Sal de este hombre»: no quiero que tú poseas al hombre; es para mí una injuria que habites tú en el hombre, siendo yo el que habita en él. Yo asumí el cuerpo humano, yo habito en el hombre. Esa carne que posees es parte de mi carne, por tanto, sal del hombre.
Y el espíritu inmundo, agitándolo violentamente...(55). Con estos signos mostró su dolor. «Agitándolo violentamente». Aquel demonio, al salir, como no podía hacer daño al alma lo hizo al cuerpo y, como de otro medio no podía hacer comprender, manifiesta con signos corporales que ha salido. «Y el espíritu inmundo, agitándolo violentamente...». Porque allí estaba el espíritu puro que huye del espíritu impuro.
Y, dando un grito, salió de el(56). Con el clamor de la voz y la agitación del cuerpo puso de manifiesto que salía.
Todos quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros... etc(57). Leamos los Hechos de los Apóstoles, leamos los signos, que hicieron los antiguos profetas. Moisés hace signos y ¿qué dicen los magos del faraón? «Es el dedo de Dios»(58). Es Moisés el que los hace y ellos reconocen el poder de otro. Hacen después signos los apóstoles: «En el nombre de Jesús, levántate y anda»(59). «En el espíritu de Jesús, sal»(60). Siempre es nombrado Jesús. Aquí, sin embargo, ¿qué dice el señor? «Sal de este hombre». No nombra otro, sino que es él mismo el que les obliga a los demonios a salir. Todos quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros: ¿Qué es esto? ¿Qué es esta enseñanza nueva?(61). Que el demonio hubiera sido arrojado no era nada nuevo, pues también solían hacerlo los exorcistas hebreos(62). Mas, ¿qué es lo que dice? «¿Qué es esta enseñanza nueva»? ¿Por qué nueva? Porque manda con autoridad a los espíritus inmundos(63). No invoca a ningún otro, sino que él mismo ordena: no habla en nombre de otro, sino con su propia autoridad.
Y bien pronto su fama se extendió por toda la región de Galilea(64). No por Judea, ni por Jerusalén, pues los doctores judíos, llenos de envidia hacia Jesús, no dejaban que su fama se extendiera. En definitiva, Pilato y los demás pudieron comprobar que los fariseos habían entregado a Jesús por envidia(65). ¿Por qué digo esto? Por lo de que su fama se extendió a toda Galilea. A toda Galilea llegó su fama y no llegó siquiera a una sola aldea de Judea. ¿Por qué insisto en ello? Porque el alma que ha sido poseída de una vez por la envidia, difícil es que acoja las virtudes. Es casi imposible hallar remedio para un alma, a la que haya poseído la envidia. En definitiva, el primer homicidio y el primer parricidio los hizo la envidia. Dos hombres había en el mundo, Abel y Caín: el Señor aceptó las ofrendas de Abel y no aceptó las de Caín. Y el que hubiera debido imitar la virtud, no sólo no lo hizo, sino que mató bien pronto a aquel, cuyas ofrendas había aceptado el Señor.
Luego, saliendo de la sinagoga, vinieron a casa de Simón y Andrés con Santiago y Juan(66). Había instruido el Señor a su cuadriga(67) y era ensalzado por encima de los querubines. Y entra en la casa de Pedro. Digna era su alma para recibir a un huésped tan grande. «Vinieron —dice el Evangelio— a casa de Simón y Andrés».
La
suegra de Simón estaba acostada con fiebre(68). ¡Ojalá venga y entre
el Señor en nuestra casa y con un mandato suyo cure las fiebres de nuestros
pecados! Porque todos nosotros tenemos fiebre. Tengo fiebre, por ejemplo, cuando
me dejo llevar por la ira. Existen tantas fiebres como vicios. Por ello, pidamos
a los apóstoles que intercedan ante Jesús, para que venga a nosotros y nos
tome de la mano, pues si él toma nuestra mano, la fiebre huye al instante. El
es un médico egregio, el verdadero protomédico. Médico fue Moisés, médico
Isaías, médicos todos los santos, mas éste es el protomédico. Sabe tocar
sabiamente las venas y escrutar los secretos de las enfermedades. No toca el oído,
no toca la frente, no toca ninguna otra parte del cuerpo, sino la mano. Tenía
la fiebre, porque no poseía obras buenas. En primer lugar, por tanto, hay que
sanar las obras(69)
Y al instante —dice— la fiebre la dejó(74). Apenas la toma de la mano, huye la fiebre. Fijaos en lo que sigue. «Al instante la fiebre la dejó». Ten esperanza, pecador, con tal de que te levantes del lecho. Esto mismo ocurrió con el santo David, que había pecado, yaciendo en la cama con Betsabé, la mujer de Urías el hitita(75) y sintiendo la fiebre del adulterio, después que el Señor le sanó, después que había dicho: «Ten piedad de mí, oh Dios por tu gran misericordia»(76), así como: «Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí»(77). «Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios mío... »(78). Pues él había derramado la sangre de Urías, al haber ordenado derramarla. «Líbrame, dice, de la sangre, oh Dios, Dios mío, y un espíritu firme renueva dentro de mí»(79). Fíjate en lo que dice: «renueva». Porque en el tiempo en que cometí el adulterio y perpetré el adulterio y perpetré el homicidio, el Espíritu Santo envejeció en mí. ¿Y qué más dice? «Lávame y quedaré más blanco que la nieve»(80). Porque me has lavado con mis lágrimas. Mis lágrimas y mi penitencia han sido para mí como el bautismo. Fijaos, por tanto, de penitente en qué se convierte. Hizo penitencia y lloró, por ello fue purificado. ¿Qué sigue inmediatamente después? «Enseñaré a los inicuos tus caminos y los pecadores volverán a ti»''. De penitente se convirtió en maestro.
¿Por qué dije todo esto? Porque aquí está escrito: Y al instante la fiebre la dejó y se puso a servirles(82). No basta con que la fiebre la dejase, sino que se levanta para el servicio de Cristo. «Y se puso a servirles». Les servía con los pies, con las manos, corría de un sitio a otro, veneraba al que le había curado. Sirvamos también nosotros a Jesús. Él acoge con gusto nuestro servicio, aunque tengamos las manos manchadas: él se digna mirar lo que sanó, porque él mismo lo sanó. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
NOTAS (3) (9)
Jn 3, 30. (volver)
(16) Gn 37, 35. (volver)
(17) Lc 16, 22. Cf. Jerón., Epis. 129, 2; Epis. 60, 3. (volver)
(18) Mc 1, 14-15. (volver)
(19) Ibid. (volver)
(20) Rm 1, 17. (volver)