Magisterio de la Iglesia

San Jerónimo

COMENTARIO AL EVANGELIO DE SAN MARCOS - 6
  
VI. Mc. 8, 39-9, 8 

   En verdad os digo que algunos de los aquí presentes no gustarán la muerte(1). «En verdad os digo». Esto es un juramento de Cristo y debemos creer a Cristo que jura. Como en el Antiguo Testamento se dice: «Vivo yo, dice el Señor», así en el Nuevo Testamento se dice: «En verdad, en verdad os digo». Amén, amén significa en verdad, en verdad. La Verdad dice la verdad para vencer la mentira.

   «En verdad os digo que algunos de los aquí presentes...» Me dirijo a vosotros, mis discípulos —viene a decir el Señor—, no hablo a los judíos, que tienen los oídos cerrados y mi palabra no puede penetrar en ellos... Que algunos de los aquí presentes no gustarán la muerte, hasta que vean el Reino de Dios. Hermosamente dice el Señor de los que están en pie, que no gustarán la muerte, pues quien está en pie, por el hecho de mantenerse en pie, no gusta de la muerte. También Moisés dice en el Deuteronomio: «Durante cuarenta días y cuarenta noches estuve de pie en el monte con Dios»(2). Durante cuarenta días estuvo en pie Moisés solo y, por ello, mereció recibir la ley. Esta se da a los que están en pie, no a los que yacen. Analicemos cada una de las palabras, para poder penetrar en los misterios del texto sagrado. Si los vestíbulos son tan hermosos, ¡cuánto más lo será la misma casa! «No gustarán la muerte» Hay distintos géneros de muerte: unos gustan la muerte, otros la ven, otros la comen, algunos quedan saturados, otros reconfortados. Pero los apóstoles, porque estaban en pie, y porque eran apóstoles, por ello mismo, no gustaron la muerte. De momento hemos dicho esto en sentido alegórico, de acuerdo con aquellas palabras: «¿Quién es el hombre que viva y no vea la muerte?»(3). Al preguntar ¿quién?, quiere decir —el salmista— que es imposible o que es difícil. El Señor dice: «No gustarán la muerte». Por tanto, hay algunos que no gustarán la muerte; mas que no vean la muerte, esto es difícil. Aquí, de todos modos, debemos entender que se trata de la muerte por el pecado: «Pues el alma, que pecare, morirá»(4). Difícil es, por tanto, que alguien viva y no vea la muerte. Ahora bien, entre ver y gustar hay diferencia: el que ve, ve ciertamente, pero no gusta, mientras que el que gusta, necesariamente ve.

   Veamos qué cosa es gustar y qué cosa es ver la muerte. Por ejemplo, he visto una mujer hermosa y mi alma quiso desearla, pero el temor de Dios arroja este deseo. He aquí un ejemplo de que he visto la muerte, pero no la he gustado. Mas en caso de que la haya visto y la haya deseado, ya he adulterado en mi corazón, en cuyo caso he gustado la muerte. Esto es gustar la muerte: no comerla, no quedar reconfortado, sino algo así como degustarla un poco con el alma. Los apóstoles, en cuanto apóstoles, no gustaron ciertamente la muerte. Pero si yo pecara una y otra vez y fornicara con frecuencia, ya no sólo habría gustado la muerte, sino que incluso habría quedado saturado de ella. Fijaos bien en lo que dice el profeta. No dice: «¿Quién es el hombre que viva y no guste la muerte?», sino: «¿Quién es el hombre que viva y no vea la muerte?» Pues es difícil que haya alguien, a quien no tiente la concupiscencia, a quien no agiten las tentaciones.

   Cuanto hemos dicho hasta el momento ha sido en consonancia con una interpretación más sublime. Hablemos ahora del relato histórico. El Señor dijo a los discípulos que son muchos los aquí presentes que no gustarán la muerte, hasta que vean venir el reino de Dios en todo su poder. Lo que dice exactamente es esto: no morirán antes de que me hayan visto a mí reinar. Éste es el sentido histórico de lo que dice Jesús.

   Y sigue el evangelista: Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos(5). Lo que equivale a decir que los apóstoles vieron a Cristo tal como tenía que reinar. Viéndole transfigurado en el monte, lo vieron transfigurado en su propia gloria, tal como tenía que reinar.

   Así pues, a esto se refieren las palabras «no gustarán la muerte, hasta que vean el reino de Dios»: a lo que ocurrió seis días después(6).

   En el Evangelio según San Mateo se dice «Y sucedió el día octavo»(7). Parece, por tanto, que hay una diferencia desde el punto de vista literal: Mateo dice ocho días y Marcos seis. Pero hemos de tener en cuenta que Mateo incluye el primero y el último de los ocho días, mientras que Marcos cuenta sólo los seis que median entre uno y otro(8).

   Esto es lo que dice literalmente el Evangelio: que subió al monte, que se transfiguró, que aparecieron Moisés y Elías conversando con él, que Pedro, encantado por aquélla visión tan hermosa, le dijo: Señor, ¿quieres que hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías?(9) y dice en seguida el evangelista: pues no sabían qué decir, ya que estaban atemorizados(10). Y a continuación dice que se formó una nube, y que esta misma nube, que era blanca, les cubría con su sombra, y que vino una voz del cielo, que decía: «Este es mi hijo amado, escuchadle». Y de pronto, mirando en derredor, no vieron a nadie más que a Jesús(11). Éste es el contenido histórico del relato. En él se fijan los que aman la historia, los que aceptan solamente la opinión judaica, los que siguen la letra que mata, y no el espíritu que vivifica.

   Nosotros no negamos la historia, sino que preferimos el sentido espiritual del texto. Por lo demás, esta interpretación no es propiamente nuestra: seguimos la interpretación de los apóstoles, sobre todo la del «vaso de elección»(12), que a aquellas palabras, a las que los judíos daban un sentido que conduce a la muerte, supo él dar otro sentido que conduce a la vida, es decir, el apóstol que enseña que Sara y Agar simbolizan las dos alianzas, la del monte Sinaí y la del monte Sión. En efecto, como referencia a las dos alianzas interpreta esto el apóstol: «Estas mujeres son las dos alianzas»(13). ¿Acaso no existió Agar? ¿Acaso no existió Sara? ¿Acaso no existe el monte Sinaí? ¿Acaso no existe el monte Sión? El apóstol no niega la historia, sino que descubre los misterios, y no dice simplemente que «las dos mujeres representan las dos alianzas», sino que «ellas son las dos alianzas».

   «Y seis días después toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan». «Seis días después». Pedid al Señor que estas cosas sean explicadas según el mismo Espíritu, por quien han sido dictadas. «Y sucedió seis días después». ¿Por qué no nueve, o diez, o veinte, o cuatro, o cinco días después? ¿Por qué no se toma ningún número anterior o posterior, sino que se elige precisamente el seis? «Y sucedió, dice el Evangelio, seis días después». Éstos que están con Jesús —al menos se dice de algunos de los que están allí—: éstos no verán el reino de Dios, hasta después de seis días. Es decir, que hasta que no haya pasado este mundo representado en los seis días, no aparecerá el reino verdadero. Cuando hayan pasado los seis días, quien fuere Pedro, es decir, quien, como Pedro de la piedra, haya recibido de Cristo el nombre, merecerá ver el reino. Pues así como de Cristo nos llamamos cristianos, de la piedra es llamado Pedro, o sea, petrinos. Y si alguien de entre nosotros fuera un petrinos tal, esto es, tuviera una fe tan grande que sobre él se edificase la Iglesia de Cristo; si alguien fuera como Santiago y Juan, hermanos no tanto por la sangre cuanto por el espíritu; si alguien fuera Santiago, esto es, el que derriba, y Juan, esto es, gracia del Señor (pues cuando hayamos derribado a nuestros enemigos, entonces mereceremos la gracia de Cristo); si alguien estuviera en posesión de las verdades más sublimes y del conocimiento más excelente, y mereciera ser llamado hijo del trueno, aún entonces es necesario que sea llevado por Jesús al monte.

   Observad al mismo tiempo que Jesús no se transfigura mientras está abajo: sube y entonces se transfigura. Y los lleva a ellos solos, aparte a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes y blanquísimos(14). Incluso hoy en día Jesús está abajo para algunos, y arriba para otros. Los que están abajo tienen también abajo a Jesús y son las turbas que no pueden subir al monte —al monte suben tan sólo los discípulos, las turbas se quedan abajo—; si alguien, por tanto, está abajo y es de la turba, no puede ver a Jesús en vestidos blancos, sino en vestidos sucios. Si alguien sigue la letra y está totalmente abajo y mira la tierra a la manera de los brutos animales, éste no puede ver a Jesús en su vestidura blanca. Sin embargo, quien sigue la palabra de Dios y sube al monte, es decir, a lo excelso, para éste Jesús se transfigura al instante y sus vestidos se hacen blanquísimos.

   Si esto, que hemos leído, lo interpretamos literalmente, ¿Qué tiene en sí de radiante, de espléndido, de sublime? Mas, si lo interpretamos espiritualmente, las Sagradas Escrituras, esto es, los vestidos de la Palabra, se transfiguran al instante y se hacen blancos como la nieve, tanto que ningún batanero en la tierra seria capaz de hacer(15). Toma cualquier texto de los profetas, o cualquier parábola evangélica: si lo interpretas literalmente, no tiene en sí nada de espléndido, nada de radiante. Mas, si sigues a los apóstoles y lo interpretas espiritualmente, al instante se transforman los vestidos de la parábola y se hacen blancos: y Jesús se transfigura totalmente en el monte y sus vestidos se hacen muy blancos, como la nieve, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Quien está en la tierra, quien está abajo, no puede blanquear los vestidos, pero quien sube al monte con Jesús y, por así decir, deja la tierra abajo y se dispone a ascender a regiones altas y celestes, éste puede blanquear los vestidos como ningún batanero en la tierra sería capaz de hacerlo.

   Alguien podría decirme o, aunque no lo diga, podría pensar para sus adentros: has explicado qué es el monte y has dicho qué es la palabra de Dios. Has dicho también que los vestidos son las Sagradas Escrituras, dime quiénes son esos bataneros que no son capaces de dejar unos vestidos tan blancos como los de Jesús. El trabajo de los bataneros consiste en blanquear lo que está sucio, cosa que no pueden llevar a cabo sin esfuerzo, pues es necesario estrujar la ropa, lavarla, y tenderla al sol. Si no es con mucho trabajo no llegan a adquirir el color blanco los vestidos sucios. Platón, Aristóteles, Zenón, el principal de los estoicos(16), y Epicuro, defensor del placer, quisieron blanquear sus sórdidas teorías, por así decir, con blancas palabras, pero no pudieron conseguir unos vestidos tan blancos como los que posee Jesús en el monte. Porque estaban en la tierra y discutían solamente de cosas terrenas. Por ello, pues, ningún batanero, esto es, ningún maestro de la literatura mundana pudo blanquear tanto los vestidos como los tenía Jesús en el monte.

   Y se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús(17). Si no hubiesen visto a Jesús transfigurado, si no hubiesen visto sus vestidos blancos, no hubieran podido ver a Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Mientras pensemos como los judíos y sigamos con la letra que mata, Moisés y Elías no hablan con Jesús y desconocen el Evangelio. Ahora bien, si ellos hubieran seguido a Jesús, hubieran merecido ver al Señor transfigurado y ver sus vestidos blancos, y entender espiritualmente todas las Escrituras, y entonces hubieran venido inmediatamente Moisés y Elías, esto es, la ley y los profetas, y hubieran conversado con el Evangelio.

   «Y se les aparecieron Elías y Moisés y conversaban con Jesús.» En el Evangelio según San Lucas se añade esto: «Y le anunciaban de qué modo iba a padecer en Jerusalén.»(18) Esto es lo que dicen Moisés y Elías, y se lo dicen a Jesús, es decir, al Evangelio. «Y le anunciaban de qué modo iba a padecer en Jerusalén.» Por tanto, la ley y los profetas anuncian la pasión de Cristo ¿Véis cómo es provechoso para nuestro alma la interpretación espiritual? Los mismos Moisés y Elías son vistos con vestiduras blancas, vestiduras blancas, que no poseen, mientras no están con Jesús. Si lees la ley, esto es, a Moisés, y si lees a los profetas, esto es, a Elías, y no los entiendes en Cristo, tampoco entenderás cómo Moisés habla con Jesús y cómo Elías habla con Jesús. Mas, si interpretas a Moisés sin Jesús y a Elías sin Jesús, tampoco le anuncian ellos consiguientemente la pasión, ni suben al monte con él, ni tienen sus vestiduras blancas, sino totalmente sucias. Ahora bien, si sigues la letra, como hacen los judíos, ¿de qué te aprovecha leer que Judá se acostó con su nuera Tamar, que Noé se emborrachó y se desnudó o que Onán, hijo de Judá, hizo una cosa tan torpe que me avergüenzo de decir? ¿De qué, repito, te aprovecha esto? Mas si, por el contrario, lo interpretas espiritualmente, verás cómo los vestidos de Moisés se hacen blancos.

   Así, pues, Pedro, Santiago y Juan, que habían visto a Moisés y Elías sin Jesús, precisamente porque vieron que conversaban con Jesús y que tenían los vestidos blancos, se dan cuenta de que están en el monte. Realmente estamos en el monte, cuando entendemos las Escrituras espiritualmente. Si leo el Génesis, o el Éxodo, o el Levítico, o los Números, o el Deuteronomio, mientras leo carnalmente, me veo abajo, mas, si entiendo espiritualmente, subo al monte. Te darás cuenta cómo Pedro, Santiago y Juan, viendo que estaban en el monte, esto es, en la comprensión espiritual, desprecian las cosas bajas y humanas y desean las cosas excelsas y divinas: no quieren descender a la tierra, sino detenerse enteramente en las cosas espirituales.

   Y tomando la palabra, dice Pedro a Jesús: «Rabbí, bueno es estarnos aquí.»(19). También yo mismo, cuando leo las Escrituras y entiendo espiritualmente algo más excelso, no quiero descender de allí, no quiero descender a cosa más bajas: quiero hacer en mi pecho una tienda para Cristo, para la ley y para los profetas. Por lo demás, Jesús, que ha venido a salvar lo que estaba perdido, que no ha venido a salvar a los que son santos sino a los que se encuentran mal, él sabe que si el género humano estuviera en el monte, no se salvaría, a no ser que descendiera a tierra.

   Rabbí, bueno es estarnos aquí. Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías(20). ¿Había acaso árboles en aquel monte? Y aún en el caso de que hubiese habido árboles y telas, ¿podemos pensar que es esto lo que Pedro quería hacer, es decir, hacerles unas tiendas, para que habitasen allí, y que es esto todo lo que Pedro pretendía? Quiere hacer tres tiendas, una para Jesús, otra para Moisés, y otra para Elías, es decir, quiere separar la ley, los profetas, y el Evangelio, cosas que no pueden separarse. De todos modos, esto es lo que dice: «Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías.» ¡Oh Pedro, aunque hayas subido al monte, aunque estés viendo a Jesús transfigurado, aunque veas sus vestidos blancos, sin embargo, porque Cristo aún no ha muerto por ti, todavía no puedes conocer la verdad! Que alguien diga: «Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías», esto es como decirle al Señor: «Voy a hacer una tienda para ti, y otras semejantes para tus siervos. » Cuando se tributa el mismo honor a personas de distinto rango, se hace injuria a la de rango superior. «Hagamos tres tiendas.» Tres eran los apóstoles que había en el monte. Estaba Pedro, estaba Santiago y estaba Juan, y lo que Pedro pretende es que cada uno de los tres personajes (Jesús, Moisés y Elías) tomen consigo a uno de los tres apóstoles. No sabía, pues, lo que decía, al tributar el mismo honor al Señor y a los siervos (21). En realidad hay una sola tienda para el Evangelio, para la ley, y para los profetas. Si no habitan juntamente, no puede haber concordia entre ellos.

   Y se formó una nube, que les cubrí con su sombra(22). La nube, según Mateo, era luminosa(23). A mí me parece que esta nube era la gracia del Espíritu Santo. Una tienda ciertamente cubre y protege con su sombra a los que están dentro de ella. Pues bien, esto, que ordinariamente hacen las tiendas, lo hizo la nube. ¡Oh Pedro, que quieres hacer tres tiendas, mira la tienda del Espíritu Santo, que a todos nosotros igualmente nos protege! Si tú hubieses hecho estas tiendas, las hubieras hecho ciertamente humanas, esto es, las hubieses hecho de modo que dejaran fuera la luz y acogieran dentro la sombra. Esta nube, sin embargo, es lúcida y cubre al mismo tiempo; esta es la única tienda, que no excluye, sino que incluye el sol de justicia. Y además el Padre te dirá: «¿Por qué haces tres tiendas? Aquí tienes la verdadera tienda.» Mira también el misterio de la Trinidad, al menos según mi manera de entenderlo, pues yo todo lo que soy capaz de entender, no lo quiero entender sin Cristo, el Espíritu Santo, y el Padre. Nada de ello puede serme agradable, si no lo entiendo en la Trinidad, que me ha de salvar.

   Se formó una nube lúcida, y vino una voz desde la nube, que decía: «Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle.»(24). Lo que viene a decir el Evangelio es esto: ¡oh Pedro, qué dices: «Os haré tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías», no quiero que hagas tres tiendas! He aquí que yo os he dado la tienda, que os protege. No hagas tiendas igualmente para el Señor y para los siervos. «Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle.» Éste es mi Hijo: no Moisés, no Elías. Ellos son siervos, éste es Hijo. Éste es mi Hijo, es decir, de mi naturaleza, de mi sustancia, Hijo, que permanece en mi y es totalmente lo que yo soy. «Éste es mi Hijo amadísimo». También aquellos son ciertamente amados, pero éste es amadísimo: a éste, por tanto, escuchadle. Aquellos lo anuncian, mas vosotros a éste tenéis que escuchar: Él es el Señor, aquellos son siervos como vosotros. Moisés y Elías hablan de Cristo, son siervos como vosotros. El es el Señor, escuchadle. No honréis a los siervos del mismo modo que al Señor: escuchad sólo al Hijo de Dios.

   Mientras habla el Padre de este modo y dice: «Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle», no aparece el que habla. Habla una nube y se oía la voz, que decía: «Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle.» Hubiera podido suceder que Pedro dijese: está hablando de Moisés o de Elías. Pues bien, para que no les cupiera ninguna duda, mientras habla el Padre, a aquellos dos (Moisés y Elías) se les hace desaparecer, y permanece Cristo solo. «Éste es mi Hijo amadísimo, escuchadle.» Se pregunta Pedro en su corazón: ¿quién es su Hijo? Yo veo a tres, ¿de quién está hablando? Y mientras trata de averiguar quién es, ve a uno solo. Y de pronto, mirando en derredor, buscando a los tres, encuentra solamente a uno. Es más, perdiendo a los tres, encuentra a uno. O mejor aun: en uno descubren a los tres. Pues mejor se descubre a Moisés y Elías, si se les inserta en Cristo.

   Y de pronto, mirando en derredor, ya no vieron a nadie(25). Yo, cuando leo el Evangelio y descubro allí el testimonio de la ley y los profetas, pongo mi atención solamente en Cristo: veo a Moisés y veo a los profetas, de manera que los comprendo, en tanto en cuanto hablan de Cristo. Al final, cuando llegue al esplendor de Cristo y lo vea como luz brillantísima de claro sol, entonces no podré ver la luz de una lámpara. ¿Acaso una lámpara puede iluminar, si se enciende de día? Si luce el sol, la luz de la lámpara no se percibe: de este mismo modo, estando Cristo presente, no se perciben a su lado en absoluto la ley y los profetas. No pretendo minusvalorar la ley y los profetas, al contrario, hago de ellos una alabanza, porque anuncian a Cristo, pero yo leo la ley y los profetas, no para quedarme en ellos, sino para, a través de ellos, llegar a Cristo.

 

  

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