Magisterio de la Iglesia

San Hipólito

 

   Se desconoce el lugar y fecha de su nacimiento, aunque sabemos que fue discípulo de San Ireneo de Lyon. Su gran conocimiento de la filosofía y los misterios griegos, su misma psicología, indica que procedía del Oriente. Hacia el año 212 era presbítero en Roma, donde Origenes —durante su viaje a la capital del Imperio— le oyó pronunciar un sermón.

   Con ocasión del problema de la readmisión en la Iglesia de los que habían apostatado durante alguna persecución, estalló un grave conflicto que le opuso al Papa Calixto, pues Hipólito se mostraba rigorista en este asunto, aunque no negaba que la Iglesia tiene la potestad de perdonar los pecados. Tan fuerte fue el contraste que se separó de la Iglesia y, elegido obispo de Roma por un reducido círculo de partidarios suyos, fue así el primer antipapa de la historia. El cisma se prolongó tras la muerte de Calixto, durante el pontificado de sus sucesores Urbano y Ponciano. Terminó en el año 235, con la persecución de Maximino, que desterró al Papa legítimo (Ponciano) y a Hipólito a las minas de Cerdeña, donde parece ser que se reconciliaron. Allí los dos renunciaron al pontificado, para facilitar la pacificación de la comunidad romana, que de este modo pudo elegir un nuevo Papa y dar por terminado el cisma. Tanto Ponciano como Hipólito murieron en el año 235. El Papa Fabián hizo trasladar sus cuerpos solemnemente a Roma y son honrados como mártires.

   En el siglo XVI se descubrió una estatua de Hipólito, del siglo III, en mármol, que le representa sentado en una cátedra. Allí figura, esculpido, el catálogo completo de sus obras. Aunque se ha perdido el texto original griego de muchas de ellas, se han conservado bastantes en traducciones a diversas lenguas, sobre todo orientales. La más importante es una gran suma llamada Refutación de todas las herejías (en griego Philosaphumena). Escribió también comentarios al Antiguo y Nuevo Testamento, tratados cronológicos (especialmente interesante es un cómputo pascual), homilías y, sobre todo, una obra de importancia fundamental para el conocimiento de la liturgia romana, conocida con el nombre de Tradición apostólica, que constituye el más antiguo ritual con reglas fijas para la celebración de la Eucaristía, la ordenación sacerdotal y episcopal, etc. Durante mucho tiempo se la consideró perdida, hasta que a principios del siglo xx se demostró que lo que se conocía con el nombre de Constitución de la Iglesia egipcia no era otra cosa sino la traducción a las lenguas copta y etiópica de la Tradición apostólica de San Hipólito. Este texto contiene la más antigua plegaria eucarística que ha llegado hasta nosotros.

LOARTE

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El Verbo encarnado nos hace semejantes a Dios
(Refutación de todas las herejías, X 33-34)

   Nosotros creemos en el Verbo de Dios. No nos fundamos en palabras sin sentido, ni nos dejamos llevar por impulsos emotivos o desordenados, ni nos dejamos seducir por la fascinación de discursos bien preparados, sino que prestamos fe a las palabras del Dios todopoderoso. Todo esto lo ordenó Dios en su Verbo. El Verbo las decía en palabras [a los profetas], para apartar al hombre de la desobediencia. No lo dominaba como hace un amo con sus esclavos, sino que lo invitaba a una decisión libre y responsable.

   El Padre envió a la tierra esta Palabra suya en los últimos tiempos. No quería que siguiese hablando por medio de los profetas, ni que fuese anunciada de manera oscura, ni conocida sólo a través de vagos reflejos, sino que deseaba que apareciese visiblemente, en persona. De este modo, contemplándola, el mundo podría obtener la salvación. Contemplando al Verbo con sus propios ojos, el mundo non experimentaría ya la inquietud y el temor que sentía cuando se encontraba ante una imagen reflejada por los profetas, ni quedaría sin fuerzas como cuando el Verbo se manifestaba por medio de los ángeles. De este modo, en cambio, podría comprobar que se encontraba delante del mismo Dios, que le habla.

   Nosotros sabemos que el Verbo tomó de la Virgen un cuerpo mortal, y que ha transformado al hombre viejo en la novedad de una criatura nueva. Sabemos que se ha hecho de nuestra misma sustancia. En efecto, si no tuviese nuestra misma naturaleza, inútilmente nos habría mandado que lo imitáramos como maestro. Si Él, en cuanto hombre, tuviese una naturaleza distinta de la nuestra, ¿por qué me ordena a mí, nacido en la debilidad, que me asemeje a Él? ¿Cómo podría, en ese caso, ser bueno y justo? Verdaderamente, para que no pensáramos que era distinto de nosotros, ha tolerado la fatiga, ha querido pasar hambre y sed, ha aceptado la necesidad de dormir y descansar, no se ha rebelado frente al sufrimiento, se ha sujetado a la muerte y se nos ha revelado en la resurrección. De todos estos modos, ha ofrecido como primicia tu misma naturaleza humana, para que tú no te desanimes en los sufrimientos, sino que, reconociendo que eres hombre, esperes también tú lo que el Padre ha realizado en Él.

   Cuando hayas conocido al Dios verdadero, tendrás con el alma un cuerpo inmortal e incorruptible, y obtendrás el reino de los cielos, por haber reconocido al Rey y Señor del cielo en la vida de este mundo. Vivirás en intimidad con Dios, serás heredero con Cristo, y no serás ya esclavo de los deseos y pasiones, y ni siquiera del sufrimiento y de los males físicos, porque habrás llegado a ser como Dios. Los sufrimientos que debías soportar por el hecho de ser hombre, te los daba Dios porque eras hombre. Pero Dios ha prometido también concederte sus prerrogativas una vez que hayas sido divinizado y hecho inmortal.

   Cristo, el Dios superior a todas las cosas, el que había decidido cancelar el pecado de los hombres, rehizo nuevo al hombre viejo y desde el principio lo llamó su propia imagen. De este modo ha mostrado el amor que te tenía. Si tú eres dócil a sus santos mandamientos, y te haces bueno como Él, te asemejarás a Él y recibirás de Él la gloria.

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La Plegaria Eucarística de San Hipólito
(Tradición apostólica, parte I)

El Señor sea con vosotros.
Y con tu espíritu.
¡En alto los corazones!
Los tenemos vueltos hacia el Señor.
Demos gracias al Señor.
Es propio y justo.

   Te damos gracias, ¡oh Dios!, por tu bienamado Hijo Jesucristo, a quien Tú has enviado en estos últimos tiempos como Salvador, Redentor y Mensajero de tu voluntad, Él que es tu Verbo inseparable, por quien creaste todas las cosas, en quien Tú te complaciste, a quien envías del cielo al seno de la Virgen, y que, habiendo sido concebido, se encarnó y se manifestó como tu Hijo, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen; que cumplió tu voluntad y te adquirió un pueblo santo, extendió sus manos cuando sufrió para liberar del sufrimiento a los que crean en Ti.

   Y cuando Él se entregó voluntariamente al sufrimiento, para destruir la muerte y romper las cadenas del diablo, aplastar el infierno e iluminar a los justos, establecer la alianza y manifestar la resurrección, tomó pan, dio gracias y dijo: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo, que es roto por vosotros». De la misma manera también el cáliz, diciendo: «Ésta es la sangre que es derramada por vosotros. Cuantas veces hagáis esto, haced memoria de mí».

   Recordando, pues, su muerte y su resurrección, te ofrecemos el pan y el vino, dándote gracias porque nos has juzgado dignos de estar ante Ti y de servirte.

   Y te rogamos que tengas a bien enviar tu Santo Espíritu sobre el sacrificio de la Iglesia. Une a todos los santos y concede a los que lo reciban que sean llenos del Espíritu Santo, fortalece su fe por la verdad, a fin de que podamos ensalzarte y loarte por tu Hijo, Jesucristo, por quien tienes honor y gloria; al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo en tu santa Iglesia, ahora y en los siglos de los siglos. Amén.

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